Ana Karenina (82 page)

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Authors: León Tolstói

Tags: #Narrativa, Clásico

Fue preciso resignarse; los perros se lanzaron al punto, y Lievin se quedó guardando los caballos. Una avefría fue todo lo que Veslovski encontró, lo cual consoló un poco a Lievin

Cuando los cazadores subieron al coche, y como sostuviese torpemente el fusil y el ave con una mano, se le escapó el tiro, y los caballos se encabritaron.

Por fortuna el proyectil no hirió a nadie, y, por tanto, sus compañeros no tuvieron valor para reñirlo, porque se mostraba muy desesperado; pero muy pronto comenzaron a reír todos al pensar en su pánico y en el chichón que se había hecho Lievin al tropezar con su escopeta. A pesar de las observaciones de este último, se apearon también al llegar al segundo pantano; esta vez, después de matar una becada se compadeció de Lievin, y se ofreció cuidar de los caballos. Konstantín no se resistió, y
Laska
, que lloraba la injusticia de la suerte, se precipitó de un salto hacia el mejor sitio; dio algunas vueltas y después se detuvo de pronto. Lievin, con el corazón palpitante, avanzaba prudentemente.

Una becada se elevó de repente y Lievin apuntaba ya, cuando el rumor de pesados pasos en el agua, y los gritos de Veslovski le hicieron volver la cabeza. El ave se le había escapado, y con gran asombro suyo, vio los coches y los caballos medio hundidos en el cieno: Váseñka se había dirigido hacia el pantano para ver mejor la cacería.

«¡Malos diablos lo lleven!», murmuró Lievin.

—¿Por qué avanza usted tanto? —preguntó secamente al joven, después de llamar al cochero para ayudarle a desenganchar los caballos.

No solo le espantaban la caza, estropeando los caballos, sino que le dejaban el trabajo de desengancharlos y conducirlos a terreno firme sin ofrecerse a prestarle auxilio, si bien era verdad que ni Stepán ni Veslovski tenían el menor conocimiento de semejante operación. En cambio, el culpable hizo cuanto pudo para desprender del cieno uno de los vehículos, pero en su celo arrancó una tabla de cuajo. Aquella prueba de buena voluntad conmovió a Lievin, sin embargo, y para disimular su mal humor, dio orden para que desempaquetaran las provisiones.

—Buen apetito, buena conciencia; ese pollo me va a llegar hasta el fondo de los talones —dijo Váseñka, sereno ya, y devorando una segunda ave—. Nuestras desgracias han terminado, señores; todo saldrá bien ahora; pero en castigo de mis fechorías, pido que se me permita subir al pescante para serviros de automedonte.

A pesar de las protestas de Lievin, que temía por sus caballos, hubo de consentir, y la alegría contagiosa de Veslovski, que cantaba coplas e imitaba a los ingleses cuando guían un coche de cuatro caballos, se comunicó al fin a sus dos compañeros.

Llegaron a Gvózdievo riendo y bromeando.

X

A
L
acercarse al término de su expedición, Lievin y Stepán Arkádich tuvieron el mismo pensamiento: librarse de su incómodo compañero.

—¡Qué hermoso pantano! —exclamó Stepán Arkádich, cuando después de una vertiginosa carrera llegaron al sitio en el momento culminante del calor—. Mirad cuántas aves de rapiña; esto es siempre indicio de mucha caza.

—El pantano comienza en ese islote, señores —dijo Lievin, examinando su escopeta.

Y les indicó un punto más oscuro que se destacaba sobre la inmensa llanura húmeda, segada en varias partes.

—Si a ustedes les parece —añadió—, nos separaremos en dos grupos, dirigiéndonos primero hacia esa arboleda y después al molino. Yo he matado allí hasta diecisiete becadas en poco tiempo.

—Pues bien, tomad la derecha —dijo Stepán Arkádich con tono indiferente—, pues no hay espacio más que para dos; yo iré por la izquierda.

—Eso es —replicó Váseñka—; ya verá usted cómo somos más hábiles.

Forzoso le fue a Lievin aceptar este arreglo; pero después de la aventura del tiro escapado, desconfiaba de su compañero de caza, y le recomendó que no se quedase atrás.

—No se ocupe usted de mí —contestó este—, yo no lo molestaré.

Aun así, Levin no podía evitar recordar las palabras de Kiti al despedirse: «No vayáis a mataros uno al otro sin querer», y no se fiaba de su compañero.

Los perros partieron y se alejaron, comenzando a buscar la pista cada cual por su lado. Lievin conocía bien los movimientos de
Laska
, y creía oír ya el grito de la becada.

De repente oyó varias detonaciones: era Váseñka, que tiraba a los ánades; media docena de becadas remontaron el vuelo unas tras otras, y Stepán Arkádich, aprovechando el momento, mató dos, las cuales recogió al punto con aire satisfecho, alejándose después por la izquierda con su perro, mientras que Lievin, menos feliz, cargaba de nuevo su escopeta. En cuanto a Veslovski, tiraba a diestro y siniestro sin mirar nada. Cuando Lievin erraba su primer tiro, solía perder la serenidad y no hacía ya nada bueno, esto fue lo que le sucedió aquel día. Las becadas eran tan numerosas, que nada hubiera sido tan fácil como reparar su primera torpeza, pero cuanto más avanzaba, más perdía la calma.
Laska
, mirando a los cazadores con expresión de duda, parecía censurarlos, y apenas buscaba. A lo lejos se oían las detonaciones de la escopeta de Oblonski, cuyos tiros parecían tocar siempre en el blanco, pues repetía a intervalos: «
Krak
, tráelo aquí». Lievin no llevaba en su morral más que tres avecillas cuando llegaron a una pradera, perteneciente a unos campesinos y situada en medio del pantano.

—¡Eh, cazadores! —gritó un aldeano, que estaba sentado en un trineo, elevando sobre su cabeza una botella de aguardiente que brilló a la luz del sol—. ¡Vengan ustedes a echar un trago!

—¿Qué dicen? —preguntó Veslovski.

—Nos ofrecen beber con ellos; y yo aceptaría de buena gana —repuso Lievin con segunda intención, esperando tentar a Váseñka.

—Pero ¿por qué quieren obsequiarnos?

—En señal de regocijo; vaya usted; esto lo divertirá.

—Pues allá voy; será curioso.

—Ya encontrará usted la senda para llegar hasta el molino —gritó Lievin, muy satisfecho de ver a Veslovski alejarse.

—Ven tú también —gritó el campesino a Lievin.

Un trago de vodka y un trozo de pan no hubiera estado de sobra para Konstantín, pues se sentía ya cansado y levantaba con trabajo los pies en aquel suelo pantanoso; pero como viese a
Laska
al acecho, recobró su energía. La presencia de Veslovski le llevaba mala suerte, según él creía; pero no fue más feliz en la caza, aunque esta abundaba, cuando su compañero estuvo lejos. Llegado al punto en que debía reunirse con Stepán Arkádich, solo llevaba cinco míseras avecillas en el morral.

Krak
precedía a su amo con aire triunfante, y detrás iba Stepán Arkádich bañado en sudor y arrastrando las piernas, pero con el morral tan lleno que se desbordaba.

—¡Qué pantano! —exclamó—. Veslovski ha debido molestarte, pues nada hay tan incómodo como cazar dos con un perro —añadió, para dulcificar el efecto de su triunfo.

XI

L
IEVIN
y Oblonski encontraron a Veslovski instalado en el albergue donde debían cenar; sentado en un banco al que se cogía con ambas manos, esperaba a que le sacase las botas cubiertas de barro un soldado, hermano de la patrona.

—Acabo de llegar —dijo, sonriendo—; estos campesinos son muy amables, y después de darme de comer y beber no han querido aceptar nada. ¡Qué pan y qué aguardiente!

—¿Y por qué habrían de cobrar? —observó el soldado—. Ellos no venden su aguardiente.

A los cazadores no les repugnó el desaseo de la cabaña, que sus botas y las patas de los perros ensuciaron más aún, cubriendo el suelo de un barro negruzco; todos cenaron con ese apetito que solo se conoce en semejantes excursiones; y después de limpiarse, fueron a dormir en un pajar, donde el cochero les había preparado ya las camas.

La noche había cerrado ya, pero ninguno de los tres tenía sueño, el entusiasmo de Váseñka al hablar de la hospitalidad de los campesinos y el buen olor del heno los mantuvo despiertos.

Oblonski les refirió los detalles de una cacería a que había asistido el año anterior en casa de Maltus, empresario de ferrocarriles y hombre de muchos millones.

Habló de los inmensos pantanos de la provincia de Tver, de los trineos tirados por perros y de las tiendas levantadas solo para comer.

—¿Cómo es que no odias a esa gente? —preguntó Lievin, incorporándose en su cama de heno—. Su lujo subleva porque se enriquecen a la manera de los antiguos traficantes de aguardiente y se burlan del desprecio público, sabiendo que su dinero los rehabilitará.

—Es muy cierto —dijo Veslovski—; pero Oblonski acepta sus invitaciones por bondad, lo cual no impide que otros imiten su ejemplo.

—Estás en un error —replicó Oblonski—; si voy a su casa es porque los considero como ricos mercaderes o propietarios que deben sus bienes al trabajo y a la inteligencia.

—¿A qué llamas tú trabajo? ¿Consideras como tal obtener una concesión y explotarla?

—Seguramente en el sentido de que si nadie se tomara esa molestia no tendríamos ferrocarril.

—¿Y podrías comparar ese trabajo con el del hombre que labra la tierra o el sabio que estudia?

—No; pero no deja de dar también un resultado, el de tener vías férreas, por más que tú no las apruebes.

—Este es otro asunto; lo que yo mantengo es que cuando la remuneración no está en proporción con el trabajo, no es honrada. Las fortunas que hacen esos hombres son escandalosas; no tenemos ya granjas, pero en cambio abundan las líneas férreas y los banquetes.

—Todo eso puede ser verdad; pero ¿quien trazará el límite exacto de lo justo y de lo injusto? Así, por ejemplo, ¿por qué mi sueldo ha de ser mayor que el de mi jefe de oficina, que conoce los asuntos mejor que yo?

—Lo ignoro.

—¿Por qué ganas tú, digamos, cinco mil rublos, allí donde nuestro patrón, el campesino, solo obtiene cincuenta? ¿Y por qué Maltus no ganaría más que sus maestros? En el fondo no puedo menos de creer que el odio que inspiran esos millonarios es hijo de la envidia.

—Va usted demasiado lejos —dijo Veslovski—; no se los envidia por su riqueza, pero no se puede menos de reconocer que estas tienen su lado tenebroso.

—No te falta razón —repuso Lievin— al tachar de injusto un beneficio de cinco mil rublos, pero…

—En efecto, ¿por qué comemos, bebemos, cazamos, vivimos en el ocio, mientras que el campesino está constantemente trabajando? —dijo Veslovski, a quien, al parecer, por primera vez se le había ocurrido aquello. Su tono era sincero.

—Pero no hasta el extremo de dar tu tierra al campesino —dijo Oblonski, que desde hacía algún tiempo se complacía en tirar indirectas a su cuñado, con el cual iban tomando sus relaciones cierto carácter de hostilidad desde que ambos formaban parte de la misma familia.

—No la doy porque no sabría cómo arreglarme para desposeerme y porque, teniendo familia, he de cumplir deberes con ella, por lo cual no me reconozco derecho alguno para despojarme.

—Si consideras esa desigualdad como una injusticia, deber tuyo es poner término a ella.

—Procuro no hacer nada para aumentarla.

—¡Qué paradoja!

—Sí, eso huele a sofisma —añadió Veslovski—. ¡Eh!, compañero —gritó a un campesino que entreabría la puerta, haciéndola rechinar sobre sus goznes—, ¿no dormís vosotros aún?

—No, pero creía que estaban ustedes dormidos. ¿Puedo entrar a coger un gancho que necesito? —preguntó, mostrando los perros.

—¿Dónde dormiréis?

—Hemos de vigilar los caballos en el pasto.

—¡Magnífica noche! —exclamó Váseñka, al ver por la puerta entornada los vehículos iluminados por la luz de la luna.

—¿De dónde proceden esas voces de mujeres?

—Son las muchachas de al lado.

—Vamos a pasear, Oblonski, pues no podremos dormir.

—Estoy muy bien aquí.

—Pues iré solo —repuso Váseñka, levantándose al punto y calzándose rápidamente—. Hasta la vista, señores; si me divierto, os llamaré, pues habéis sido demasiado amables durante la cacería para que os olvide.

—Es buen muchacho, ¿no es verdad? —preguntó Stepán Arkádich cuando Váseñka hubo salido.

—Sí —contestó Lievin, siguiendo siempre el hilo de su pensamiento. «¿Cómo era posible que dos hombres sinceros e inteligentes lo acusasen de sofista, siendo así que expresaba sus ideas con tanta claridad como podía?»

—Hágase lo que se quiera —repuso Stepán Arkádich—, preciso es reconocer que, o bien la sociedad tiene razón, o que se aprovechan privilegios injustos; ya en este último caso, se debe hacer como yo: utilizarlos con placer.

—No; si tú reconocieses la iniquidad de esos privilegios, no disfrutarías por ellos; yo a lo menos no lo haría.

—¿Por qué no vamos a dar una vuelta también? —añadió Stepán Arkádich, cansado ya de aquella conversación—. Vamos, puesto que no dormimos.

—No, yo me quedo.

—¿Lo haces también por principio? —le preguntó Oblonski, buscando el sombrero a tientas.

—No, es porque no sé qué haría yo allá abajo.

—Estás en mal camino —dijo Stepán Arkádich cuando hubo encontrado lo que buscaba.

—¿Por qué?

—Porque acostumbras mal a tu mujer. He observado la importancia que tenía para ti obtener su autorización a fin de ausentarte dos días. Esto puede ser delicioso como idilio, pero no durará. El hombre ha de mantener su independencia, y tiene sus intereses —dijo Stepán Arkádich, abriendo la puerta.

—¿Cuáles? ¿Los de correr en busca de las muchachas de la granja?

—¿Por qué no, si eso me place? Mi mujer no se encontrará peor por eso, con tal de que yo respete el santuario de la casa. Es preciso no atarse de pies y manos.

—Tal vez —contestó secamente Lievin, volviéndose del otro lado—. Mañana me pongo en marcha al amanecer, y no despertaré a nadie; tenedlo en cuenta.

—¡Señores, venid pronto! —gritó Váseñka—. ¡Es encantadora; yo la he descubierto; es una beldad! —añadió con tono satisfecho.

Lievin simuló dormir, y dejó que se fuesen; pasó largo tiempo sin que pudiese conciliar el sueño, oyendo a los caballos comer el heno; el soldado se echó después con su sobrino, que le dirigía preguntas en voz baja acerca de los perros, calificándolos de animales terribles; su tío le hizo callar muy pronto, y solo turbaron el silencio sus ronquidos.

Lievin, bajo la impresión de su diálogo con Oblonski, pensaba en el día siguiente: «Me levantaré al amanecer —se dijo, conservando su sangre fría—; hay muchas becadas; y además tal vez encuentre un mensajero de Kiti en el camino. Oblonski quizá tiene razón al decir que me afemino con ella. ¿Qué he de hacer?

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