Aníbal (11 page)

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Authors: Gisbert Haefs

Tags: #Histórico, #Bélico

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Amílcar

—L
a diosa te será propicia, por lo que a mí respecta.

El sacerdote sonrió brevemente y volvió a envolver el dedo de oro, de un peso de una mina, en el trozo de cuero. Acompañó a Antígono hasta el final del bosquecillo de cipreses y se despidió de él murmurando una bendición incomprensible.

Media mañana. Antígono contempló la ciudad, la bahía y el mar, respiró profundo y se estiró. Había dormido bastante, había comido fruta, pan y agua y había hecho las ofrendas a Melkart y Tanit —más exactamente, a su sacerdote—. Todas las demás obligaciones podían esperar.

Caminó montaña abajo tarareando suavemente. El centinela apostado junto a la puerta de la muralla que rodeaba la zona del templo lo dejó pasar sin hacer preguntas. Cuando llegó a las estrechas y empinadas calles que pasaban entre las residencias urbanas de los ricos, a punto estuvo de chocar contra un vendedor de agua que acababa de cargar su asno. Antígono pidió al aguador que le echara un chorro de agua fresca de la piel de cabra en las manos, bebió, entregó al hombre una pequeña moneda de electro y siguió andando.

El ágora yacía casi deshabitada bajo el sol otoñal de la mañana. Antígono titubeó, luego entró en el edificio del Consejo y se dirigió a uno de los sirvientes.

—¿Dónde puedo encontrar a Amílcar, hijo de Aníbal, nieto de Baalyaton, subestratega de la caballería y hace un año Quinto Señor para la construcción de la flota?

El distanciamiento espacial y temporal del fenicio puro hablado en la arruinada madre Tiro había hecho desaparecer el nombre Abd Melkart, siervo de Melkart; en el Consejo, en el Tribunal de los Cuatrocientos, en los comités de expertos, compuesto cada uno de cinco miembros, en el ejército y en la flota había docenas de Amílcares.

El sirviente revisó una lista.

—Ya no es Quinto Señor de la flota; fue enviado a Klumyusa a reclutar honderos. Pero creo que ya ha vuelto; probablemente lo encontrarás en la gran muralla.

Dos o tres hombres, con perneras de cuero, manto de lana, gorros de piel de comadreja y lanzas, guardaban la puerta de la muralla de Byrsa. Antígono los examinó con curiosidad, decidió que debía tratarse de ilirios, salió rumbo a los polvorientos y laberínticos barrios bajos de la ciudad y volvió al banco.

—¿Todavía quieres ir por más oro o piensas quedarte aquí? —Bostar estaba sentado tras su escritorio, sobre el cual estaban a punto de derrumbarse pirámides de papiro.

—Ni una ni otra cosa. Volveré a partir, pero no en busca de oro, sino de algo distinto. Pero hoy todavía pasaré por aquí más tarde.

Sacó la piel enrollada que había guardado dentro de los bultos que contenían el oro, se despidió de Bostar con un movimiento de cabeza y volvió a salir.

La Calle Mayor se extendía a lo largo de casi siete mil pasos, desde el puerto, al este, hasta la puerta de Tynes, al oeste. Inmediatamente fuera de la zona portuaria, al sur de la calle, se había localizado una vez el Lugar Sombrío, como aún lo llamaban los metecos, cuyo sector ubicado al oeste del antiguo y amurallado Templo de Baal empezaba con el
tofet
. Para Antígono, como para muchos otros habitantes de los barrios bajos que se levantaban entre la Calle Mayor y la parte sur de la muralla, junto al lago de Tynes, era éste una especie de punto ciego. La víspera, después de su regreso, se había dirigido directamente del puerto al barrio meteco, como si no hubiera nada entre ambos lugares: el Lugar Sombrío no existía. La muralla que rodeaba el templo y las fosas cubiertas donde, bajo piedras, arena y tierra, yacían los restos de los niños sacrificados, había servido una vez para acentuar la santidad del lugar; Antígono sentía que esa pétrea frontera desgastada por el tiempo, cubierta de líquenes y rodeada de arbustos, no servía para proteger al templo, sino para proteger a los demás del templo. Cuando llegó a la Calle Mayor y empezó a caminar hacia el Oeste, se obligó a si mismo a pensar en ello. Antígono no creía en dioses, pero estaba satisfecho de que el antiguo Señor de Tiro, Melkart, a quien los helenos equiparaban con Heracles, y la igualmente bondadosa madre Tanit, hubieran desplazado al sombrío Baal. Incluso Eshmún, de dotes curativas, y algunos ídolos andróginos de influencia egipcia, como Reshef, eran ahora mucho más importantes que Baal. Sólo en ocasiones especiales o cuando se producían acontecimientos de extrema gravedad, se enviaban delegaciones del Consejo al Templo de Baal. La entrada al templo estaba terminantemente prohibida a sus vecinos inmediatos, los metecos; como si alguno de ellos hubiera querido entrar alguna vez. Antígono se lo imaginaba como fuente de atrocidades, baluarte del mal, donde ancianos sombríos de espantosas costumbres y terrible poder alimentaban borboteantes tinieblas que únicamente gracias a las fuertes murallas no se derramaban sobre la ciudad.

La Calle Mayor estaba animada, como siempre. Carros y portadores iban y venían a todas horas del día del gran mercado ubicado ante la puerta de Tynes a los pequeños mercadillos del interior de la ciudad. Aguadores conducían hacia los mejores lugares a sus asnos cargados con pellejos de cabra o grandes ánforas; alrededor de las cisternas se agolpaban mujeres y esclavos de las casas y mozos de las fondas, pues no todas poseían pozos o cisternas propias, y necesitaban más agua de la que podían suministrar los aguadores con sus asnos. Un oficial púnico provisto de un yelmo de bronce y una capa roja que ondeaba al viento, venía del oeste, montado en un carro; iba seguido, a paso ligero, por un grupo de mercenarios ibéricos vestidos con botas de cuero y túnica roja balo el peto. El tintineo de las espadas cortas en sus vainas de hierro apenas si lograba abrirse paso entre los rítmicos gritos que parecían representar una especie de canto.

Una pequeña multitud se apiñaba frente a la tienda de un librero heleno. El comerciante gesticulaba furioso, intentando tranquilizar y alejar de la mesa en que, frente a su negocio, había extendido algunos rollos especiales, a una mujer que no cesaba de dar gritos. Ella se defendía con el brazo izquierdo al tiempo que agitaba el derecho; una herida abierta dejaba caer sangre sobre las poesías desplegadas. Una hetaira de maquillaje llamativo; no podía entenderse qué era lo que gritaba, pero se dirigía a un hombre a quien la pequeña multitud no dejaba marcharse. De pronto la mujer se soltó de los brazos del librero, dio un par de pasos hacia un lado, hacia el mostrador de un frutero, y cogió las cestas. Melones, granadas y ciruelas salieron volando, lanzadas a dos manos a pesar de la herida. Dos robustos púnicos agarraron al hombre a quien iban dirigidos los gritos y las frutas, lo hicieron avanzar y lo mantuvieron erguido, de modo que ofreciera un buen blanco. El frutero se abrió paso entre el tumulto y la algarabía, pero sus gritos sólo podían verse: lo que salía de su boca abierta se perdía en el alboroto que causaban los otros.

Por una calle secundaria entró un carro cargado hasta el tope con pieles; el carro iba tirado por un buey que, a su vez, era tirado por un hombre. Venían del barrio de los tintoreros y curtidores, ubicado muy al norte de la Calle mayor, y despedían un hedor espantoso. Antígono se hizo a un lado y tropezó con un mendigo ciego que estaba sentado sobre el empedrado, con la espalda apoyada contra un pino raquítico.

Poco antes de llegar a la puerta de Tynes, Antígono encontró junto a una tienda de vinos al viejo elímero —de confianza, pero esclavo—, que solía conducir el carro de Amílcar. El ligero carro de dos ruedas estaba en la esquina; el caballo, un semental de color oscuro, mordisqueaba las hojas de las plantas de una maceta. El elímero estaba sentado sobre una gruesa piedra; se había enrollado las riendas alrededor de la mano derecha, en la izquierda sostenía un vaso de cuero y miraba fijamente, como hechizado, un patio al otro lado de la calle, donde jóvenes esclavas provistas de cubas de todo tipo estaban de paso, se lavaban o machacaban manteca. Sólo llevaban puestos taparrabos.

—¡Ay, ay, ay! ¡Vaya! —exclamó el elímero cuando Antígono le puso la mano sobre el hombro—. ¡El joven señor Antígono! ¿Ya estás otra vez en casa?

—Tú mismo puedes verlo, Psallo. ¿Dónde puedo encontrar a Amílcar?

El elímero señaló algún lugar a su espalda con el pulgar derecho; el caballo resopló al tensarse las riendas.

—En alguna parte allí atrás. Con los elefantes, o los númidas, o los baleares, o algún otro tipo de bestia.

Antígono río.

—Voy a devolverlo a los humanos. ¿O los helenos también somos bestias para ti?

El elímero, cuyo pueblo había poseído Sicilia siglos atrás, levantó la mirada y pestañeó. La red de pequeñas arrugas se contrajo, formando un tejido confuso.

—¿Helenos? Una carga para la tierra, joven amigo. ¿Sabes cómo los llamaban mis antepasados? Pedos de Zeus.

Antígono le dio un golpe en su cabeza gris.

—Entonces me iré con el viento. Que te sigas divirtiendo con el espectáculo.

El elímero estiró el labio inferior.

—Divertirme, bah. Estoy cavilando.

—¿Cavilando? ¿Qué estás cavilando, Psallo?

—Pienso en los misterios de las cosas, y en cómo es posible que un anciano se excite viendo un par de tetas.

Mientras la ciudad tuvo el dominio del mar, la muralla marítima, que iba desde Cabo Kamart, al noroeste, pasando por Cabo Kart-Hadtha, al nordeste, hasta el puerto, fue siempre inexpugnable. Además, estaba construida sobre una costa que en casi todos los lugares era escarpada y pedregosa, de modo que los atacantes difícilmente podían poner pie en ella. La lengua de tierra que separaba al mar del lago de Tynes, al sur, era demasiado estrecha para que pudieran desembarcar grandes ejércitos de ocupación; cierta vez alguien comparó la ciudad con un barco anclado en la costa, que sólo puede ser atacado por tierra. Y esta tierra era el istmo situado entre el lago de Tynes y la bahía de bajo fondo al oeste de Cabo Kamart, istmo de apenas algo más de cinco mil pasos de ancho. Al norte, donde la muralla marítima se unía a las fortificaciones del istmo, había dos o tres pequeños pasajes que llevaban de la bahía al suburbio de Megara; al sur, justo encima del lugar donde la muralla meridional se unía a la muralla del istmo mediante un sistema de torres, saledizos y entrantes, se levantaba la puerta de Tynes. En este lugar la Calle Mayor atravesaba las fortificaciones mediante puentes tendidos sobre fosos, llegando hasta la enorme zona del mercado y las afueras.

Todo el resto del istmo estaba protegido por la muralla más grandiosa de toda la Oikumene. Ni el tirano de Siracusa, Agatocles, hacia sesenta y dos años, ni el romano Régulo con sus legiones, siete años atrás, habían podido creer seriamente, ni siquiera por un instante, en la posibilidad de sitiar o tomar por asalto esta colosal defensa. El foso exterior, de veintidós pasos de ancho y una profundidad similar a la estatura de cinco hombres en la parte central, podía ser llenado de agua rápidamente en caso de emergencia; para esto bastaba con echar abajo los diques que lo separaban de la bahía, al norte, y del lago de Tynes, al sur. Además, en el foso se habían clavado hoces, lanzas, azadas y punzones de bronce que hacían difícil cruzarlo. Después del foso había una línea diagonal defendida con púas de hierro; sobre esta línea se levantaba la primera muralla, de siete pasos de ancho y una altura como la de cinco hombres, con un parapeto y aspilleras para arqueros y honderos. El último foso también podía ser llenado de agua, y después de él se erguía la gran muralla: ocho hombres de altura, quince pasos de ancho, púas de hierro dirigidas hacia afuera y hacia abajo desde el borde del parapeto, piedras afiladas, trozos de metal y pedazos de vidrio empotrados en la argamasa; torres de cuatro plantas cada ochenta pasos; catapultas móviles y calderas de pez y pirámides de proyectiles de piedra y depósitos repletos de armas y cajas llenas de esquirlas de metal.

Inmediatamente detrás de la gran muralla había dos hileras de cuadras, una sobre otra, unidas por rampas para los animales y escaleras y pasillos para la gente. Los establos inferiores podían albergar a trescientos elefantes de guerra, los superiores, a cuatrocientos caballos. Repartidos entre la muralla y el otro lado de la amplia calle, para permitir un rápido y cómodo traslado de tropas, se encontraban los alojamientos para veinte mil soldados de a pie y a cuatro mil jinetes; allí estaban también las armerías, los talleres de carroceros y talabarteros, las viviendas de médicos y veterinarios, las habitaciones de las mujeres, niños y rameras, los almacenes de provisiones y armas, las colosales cocinas del ejército. Y las terribles letrinas: asientos con agujeros bajo los cuales pasaban carros con barriles.

Aunque ahora apenas si había elefantes y tropa en la ciudad —no había ninguna amenaza inmediata; todas las fuerzas disponibles estaban en Sicilia, donde la guerra pronto entraría en su decimoséptimo año, y en el alborotado interior de Libia—, Antígono pasó más de dos horas buscando entre la muchedumbre. Se preguntaba cómo podía encontrarse a un soldado cuando los cuarteles estaban totalmente ocupados, si ya ahora era tan difícil encontrar al gran comerciante y subestratega.

Amílcar estaba sentado sobre la repisa de una ventana de la onceava torre. Únicamente vestía unas sandalias, una túnica corta de lino teñida de púrpura y un turbante púrpura con una cinta dorada; la tela del turbante colgaba sobre su hombro izquierdo. El ancho cinturón de cuero estaba vacío; ningún arma, ni siquiera una vaina. Saludó a Antígono con un ligero movimiento de cabeza, como si lo hubiera visto el día anterior, y le pidió paciencia con un gesto. Luego volvió a dirigirse hacia los otros hombres.

Antígono se apoyó contra la pared de ladrillo que se levantaba junto a la abertura de la ventana. La conversación tenía lugar en un dialecto ibérico y, hasta donde Antígono pudo comprender, giraba en torno al asesinato y envenenamiento utilizados en la sucesión al trono de un pueblo de algún lugar del montañoso interior de Iberia. Antígono se preguntaba para qué quería Amílcar saber aquellas cuestiones con tanto detalle. Los oficiales ibéricos parecían pertenecer a una tropa de mercenarios recién reclutada; sus noticias eran bastante frescas. Llevaban botinas planas, faldas rojizas, petos de cuero con chapas de bronce y hombreras de tela roja. También ellos estaban desarmados y sin yelmo.

Amílcar tenía el codo derecho apoyado sobre la mano izquierda; con el pulgar y el índice de su mano derecha se acariciaba su gran nariz aguileña. Sus cejas —dos arbustos negros y tupidos— estaban enarcadas, y su barba hubiera necesitado ser cortada y emparejada. Por lo visto tenía cosas más importantes que hacer. Antígono veía el juego de los poderosos músculos del brazo, provocado por el movimiento de los dedos a lo largo de la nariz. Se colocó la piel enrollada bajo el otro brazo y miró por la ventana, más allá de los tejados de los suburbios del lado Oeste, las calles y campos en los que trabajaban pequeños puntos negros. A la derecha resplandecía la bahía de bajo fondo, con sus islitas de junco.

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