Aníbal (9 page)

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Authors: Gisbert Haefs

Tags: #Histórico, #Bélico

El libio hizo una profunda reverencia.

—Señor, si algún otro día tienes más piedras, oro o arena que transportar…

—¿Oro? —dijo Bostar cuando se quedaron solos.

—El mozo no se lo ha creído, pero es verdad. —Antígono señaló los paquetes—. Algo más de dos talentos.

Bostar dejó escapar un silbido de admiración.

—Otras personas son secuestradas y hay que pagar un rescate por ellas. Tú, en cambio, te dejas secuestrar por númidas y luego apareces cargado de oro. ¿Cómo lo haces? Da igual, en este momento el cambio está a diecisiete por uno.

—Bien. —Antígono hizo cálculos rápidamente—. Aproximadamente treinta y cinco talentos de plata, ciento veintiséis mil
shiqlu
. No está tan bien como dos años atrás, pero algo es algo.

Aquella otra vez había regresado a Kart-Hadtha después de un largo viaje trayendo perlas de Taprobane por un valor de casi cinco talentos de oro.

Bostar rió alegremente llevándose los dedos a la sien.

—Heleno alcornoque.

—Púnico cabeza de chorlito.

Volvieron a reír. Bostar se levantó de un salto, cogió una verduzca jarra de vino adornada con el símbolo del banco y dos vasos de cristal.

—Toma. Bebe. Por ti y por tu regreso.

Antígono levantó el vaso.

—Por el ojo, el coño y la arena —dijo riendo.

—Así, pues, ¿dónde has estado? Recibimos tu carta del sur, en invierno, de manos de un comerciante a quien se la habían dado los garamantas. Y eso fue todo durante un tiempo, hasta que de pronto nos llegó tu despacho de Gadir.

Antígono se reclinó contra el respaldo de la silla de tijera, sacando un gemido al elástico cuero. En pocas palabras dio cuenta de la visita de reconocimiento a la gran finca ubicada en el extremo sur de la Libia púnica, en Byssatis; de cómo fue capturado por númidas insurrectos que lo llevaron preso a las estepas; de su huida a una aldea de garamantas.

—Pero de allí hubieras podido volver a casa. —Bostar abrió bien los ojos y se inclinó hacia delante.

—Pero ya me conoces…

—Ya, claro. Lo extraño, lo lejano. Y aquí estaba el viejo y tonto Bastar para preocuparse por tus negocios. ¡Bah!

Antígono dejó escapar una sonrisa divertida y continuó su relato. El viaje con una caravana de asnos a través del desierto, viajando de noche y descansando de día; cuatro noches para llegar de un oasis al siguiente. Luego otra vez la estepa, el gran río Gher, ciudades con hombres de color negro, ciudades ricas y campos fértiles en los cuales también había comisionistas púnicos: después el Gyr y la travesía río abajo hasta el océano, hasta una pequeña colonia púnica en las costas del País del Oro; luego bordeando la costa hacia el norte, una excursión a las Islas Afortunadas…

—Entonces has visto muchas de esas cosas que ha descrito el viejo Hannón.

—Sí. Uno de estos días tengo que leer una copia de las tablas. Y en el templo no me permitirán hacerlo.

Antígono no refirió la parte más comprometida de su viaje. Había jurado guardar silencio y sólo contaría aquello a Amílcar, y sin entrar en detalles.

—De ahí otra vez hacia el norte: Kerne, Liksh, Tingis, y luego hacia el otro lado, a Tarshish y Gadir. En Gadir pude tomar un barco correo hasta Igilgili, el resto lo hice en uno de nuestros mercantes. Buen capitán, por cierto; se llama Hiram. Y el piloto.

—…Mastanábal. Conozco a los dos. ¿Sabían ellos…?

—No. Pero se han ganado algo.

Bostar arrugó la frente.

—¿No habrás participado en ese combate naval del que todo el mundo habla?

—Sí.

—Hubiera debido adivinarlo. Siempre que pasa algo, Tigo se encuentra allí. Pero dime, ¿por qué no regresaste cuando estabas en Tingis?

Antígono le echó una mirada en tono de reproche.

—Ya, claro. Cuando uno se encuentra en la región, tiene que visitar Tarshish y Gadir cueste lo que cueste. ¿Correcto?

Antígono rió divertido.

—Alégrate de que ya esté devuelta. En realidad todavía quería hacer un viajecito por el norte.

Bostar dio un suspiro.

—¿Para buscar osos blancos?

—Algo así. No puedo dejar de pensar en ese oso blanco del coto real de Alejandría.

—Ya basta de osos y viajes, por ahora. Más tarde quiero oírte contar muchas largas historias, pero ahora, señor del Banco de Arena, tenemos que hablar de negocios.

Antígono levantó las cejas.

—¿Tiene que ser ahora? Supongo que todo va bien, de lo contrario no habría barcos con el ojo de Melkart. Y tú no estarías sentado aquí.

—¿Sabías que te has convertido en uno de los cincuenta hombres más ricos de Kart-Hadtha?

Antígono bostezó.

—El banco, Bostar, no yo, yo seré rico cuando haya liquidado mis cuentas con los otros. Por cierto, ¿dónde se encuentran?

Bostar se encogió de hombros.

—Creo que siguen en el interior desde el inicio del verano. Excepto Casandro, por supuesto. —Hizo una pausa—. Parece que no echa mucho de menos a tu hermana.

Antígono levantó una ceja.

—No me lo cuentes. Al final voy a enterarme de todas maneras.

Estaban sentados en la penumbra; el sol ya se había ocultado. Un joven empleado al que Antígono no conocía entró en la habitación y entregó una llave a Bostar.

—El lado del puerto ya está cerrado. ¿Algo más, señor?

Bostar echó una mirada a Antígono; luego dijo a media voz:

—Este es Antígono, el propietario del banco; deberías darle la bienvenida.

El muchacho hizo una reverencia; Antígono se puso de pie declinando los honores.

—Ya habrá tiempo para eso.

—¿Quieres ver ahora los registros o alguna otra cosa?

—Quiero darme un baño, cambiarme de ropa, comer. ¿Tienes algo preparado?

Bostar esbozó una sonrisa casi insegura.

—Yo, eh, es decir, yo no sabía que tú… tengo invitados.

Antígono hizo un guiño.

—Por la manera en que lo dices, debe tratarse de algo importante.

—Una mujer. Sus padres y los míos.

Antígono le extendió la mano y lo levantó de la silla:

—Muchas felicidades, amigo. Y perdóname por haberte retenido aquí tanto rato. ¿Está eso seguro aquí? —Se refería a los pesados paquetes.

—Tan seguros como en cualquier lugar de Kart-Hadtha.

Salieron juntos del edificio, por el lado que daba a la ciudad; Bostar echó un cerrojo. Las ventanas habían sido cerradas por los empleados.

—¿Mañana temprano?

Antígono dio un golpe al recubrimiento de hierro de la enorme puerta.

—No muy temprano.

Las estrechas callejas del barrio de los metecos estaban iluminadas. Faroles de aceite, antorchas y la luz de las casas multiplicaban todas las sombras, daban a personas y cosas perfiles y formas fantásticas que no cesaban de cambiar. Pero no había mucha gente en la calle; era demasiado tarde para trabajar, demasiado temprano para la vida nocturna. Antígono escuchó un llanto de niño que salía de uno de los pisos superiores de una casa de alquiler de seis plantas. Ante él, un hombre con turbante cerraba su tienda; por las rendijas se abría paso el aroma del queso. Desde una puerta, una cascada de luz se derramaba sobre la calleja; en el patio interior de la casa ardía una fogata. Figuras intermitentes a las que daba forma esa luz no muy brillante se ocupaban con un asador. Sobre la gran mesa junto a la puerta yacían dos carneros recién sacrificados, destripados y desollados. Tinajas de madera rebosaban de vísceras. Al reemprender la marcha, Antígono se resbaló; la sangre de los carneros había formado charcos sobre el empedrado.

Era el sector más vivo y abierto de Kart-Hadtha. Los metecos, huéspedes sin derecho de ciudadanía, conformaban casi la quinta parte de los habitantes de la ciudad. Helenos, libios, númidas, cretenses, egipcios, garamantas de piel clara, procedentes del interior de Libia, gatúlicos morenos de las regiones fronterizas del desierto del sur de Libia, elímeros, siciliotas, iberos, baleares, galos, todos con sus costumbres y lenguas y atuendos, influenciados, transformados unos por otros y por Kart-Hadtha, y también divididos entre sí y de la ciudad. Había un dialecto púnico acuñado sobre la mezcla lingüística del galo y el heleno, tal como ésta se utilizaba en el interior de Massalia; los hijos de macedonios de Alejandría, criados en Kart-Hadtha al lado de augíleros y elímeros, hablaban un idioma que había llevado a la desesperación a todos los filólogos de las academias helenas. La mayoría eran pequeños comerciantes, pequeños artesanos, trabajadores de las fábricas, talleres y diques, y del puerto; había esclavos manumitidos que residían en chozas de madera y vivían de vaciar los cubos de excrementos de sus vecinos, y esclavos manumitidos de buenas casas púnicas, que enseñaban a leer y a escribir a los hijos de sus vecinos.

Antígono dio dos o tres pasos precipitados al oír un grito de advertencia que provenía de algún lugar encima de él. A su espalda cayó el contenido de un orinal, mezclado con restos de comida y todo tipo de deshechos; un olor indescriptible. Maldijo en voz baja; luego rió con sarcasmo. Se dijo a sí mismo que era injusto no hacer nada más que maldecir; ésa era su patria, y en ningún otro lugar se daba esa pobreza tan diversa y variada, esa colosal y monstruosa aglomeración de seres humanos tan distintos entre si. Los pululantes barrios bajos de Kart-Hadtha, el apretado hervor de la gente, el sedimento dejado en el suelo desde hacía seiscientos años: seiscientos años de una ciudad que ya era grande antes de que los antepasados de los bárbaros itálicos depositaran los primeros montones de estiércol en el lugar donde ahora se levantaba Roma; una ciudad gigantesca que nunca había sido conquistada o destruida, a diferencia de otras como Atenas, Damasco, Babilonia o las antiguas ciudades egipcias.

Y era este enmarañado sector de Kart-Hadtha el que había provocado los cambios más importantes producidos en la ciudad púnica durante las últimas décadas. Antígono sabía muy bien que hacia sólo sesenta, o como mucho setenta años, cuando su bisabuelo llegó de Leontinos a Karjedón y estableció el negocio, él, Antígono, hubiera sido crucificado por sus bromas frívolas. Sin duda, en las familias más antiguas aún quedaba bastante de aquel oscuro y fanático nacionalismo púnico que siempre había horrorizado tanto a los helenos y, tanto antes como ahora, deambulaba por el espíritu de muchos habitantes de la Oikumene. Pero los esclavos, los mercenarios procedentes de todo el mundo, que no siempre volvían a casa después de ser licenciados, los comerciantes y también los maestros y filósofos helenos —incluso los absurdos pitagóricos eran relativamente iluminados— habían cambiado la ciudad, la habían abierto, ensanchado y enriquecido. No sólo los extranjeros, naturalmente —también los púnicos habían contribuido. Aquellos comerciantes que poseían establecimientos en el Ganges o en Taprobane, aquellos que traían el ámbar y el estaño del norte, donde en los mediodías de verano el sol no se encuentra en lo alto del cielo, sino muy al sur, y aquellos que navegaban a lo largo de la costa occidental de Libia, hasta el lugar donde al mediodía el sol no arde en lo alto del cielo, sino al norte; aquellos que podían engañar a los mentirosos cretenses y vencer en astucia a los redomados aqueos, capaces de vender arena a un árabe y una reproducción de las pirámides a un habitante de Menfis/Mennofre; aquellos que atravesaban las columnas de Melkart llevando sus barcos contra el viento y, de noche, dirigían su curso gracias a las inmutables estrellas —aquellos comerciantes hacía ya mucho tiempo que no obedecían a los supuestos mandatos de variables imágenes de dioses. Ni siquiera las contumaces familias antiguas, cuyas riquezas no provenían del mundo, sino de las tierras del interior del país, obedecían ya a dioses y sacerdotes; éstos llevaban al templo a niños nacidos muertos o fallecidos a una edad muy temprana, para allí, entre cantos lúgubres, resonantes batintines y flameantes fuegos sacros, celebrar el antiquísimo
mulk
. Pero el último de los crueles sacrificios de niños había sido realizado más de sesenta años atrás; y en aquel entonces, cuando Agatocles sitió Kart-Hadtha y la gente quiso aplacar a los dioses, el sacrificio había sido un recurso a una costumbre dejada de lado hacía mucho tiempo; los sacerdotes y cronistas afirmaron categóricamente que los dioses estaban indignados porque desde hacia incontables docenas de años se desatendía el sacrificio del
mulk
.

Antígono estaba tan sumido en sus pensamientos que siguió andando sin percatarse de dónde estaba; de pronto se encontró en la amplia calle ubicada tras la parte del sistema de murallas que se extiende a lo largo de la orilla septentrional del lago de Tynes. Encogió los hombros y se dirigió hacia la parte delantera del edificio. Allí, en esa calle, se levantaban despachos y almacenes abovedados. Antígono entró en el enorme y oscuro patio interior y subió por la escalera hasta la tercera planta. No ardía ninguna luz; por lo visto, Casandro había manumitido a los esclavos.

Las habitaciones continuaban igual que antes, hasta en el más mínimo detalle. En el gran comedor, desde cuya ventana podía verse el mar, había un arcón de madera oscura. Hasta donde podía verse en la penumbra, las figuras talladas en la madera parecían desconcertantes. Los pasos de Antígono retumbaban a través del largo pasillo. Las dos habitaciones que él había utilizado la última vez olían a limpio y estaban ordenadas, por lo demás permanecían tal como él las dejara. Arrojó su equipaje a un rincón, desató el cinturón en donde llevaba las monedas ocultas bajo la túnica y el taparrabo, metió un puñado de monedas en una bolsita que introdujo en el bolsillo cosido sobre su túnica y dejó el edificio.

Al norte de la calle que llevaba del ágora a la Puerta de Tynes se había construido en los primeros tiempos de la ciudad una extensa necrópolis. Más tarde se había conseguido una extraña relación entre el respeto a los muertos y las necesidades de la creciente población. Las profundas tumbas en forma de pozos fueron amuralladas y cubiertas con bóvedas; luego se construyeron nuevas calles y edificios en la pendiente occidental del Byrsa, sobre la necrópolis. Las laberínticas cavernas y galerías aún eran transitables en parte. En los fríos inviernos, los indigentes se introducían en ellas para pasar la noche entre ratas y espíritus.

Mientras se acercaba a una de las casas de baños ubicadas a los pies del Byrsa, Antígono pensaba en interminables y angustiantes horas jugando a los bandidos en esas profundidades prohibidas. Generalmente los baños permanecían abiertos hasta la medianoche, y servían también como punto de encuentro; se decía que las casas de baños podían reemplazar a los despachos portuarios, al Consejo, la sociedad mercantil y el templo, pues allí se lograban más acuerdos políticos, se acordaban más negocios, se contrataban más mujeres y se preparaban más matrimonios que en aquellos otros lugares.

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