Aníbal (21 page)

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Authors: Gisbert Haefs

Tags: #Histórico, #Bélico

4
Hannón

D
espués de media hora, Asdrúbal arrojó el arco y escupió.

—Con este viento no es divertido. —Dirigió la vista hacia el cielo, donde pequeñas nubecillas corrían empujadas por el viento primaveral, hizo una mueca de enfado y se desabrochó el protector del antebrazo.

Antígono tensó el arco una vez más. El escudo que había atado a una palmera achaparrada estaba casi intacto.

—Al menos una vez —refunfuñó Antígono. Tiró de la cuerda hasta casi hacerla tocar su hombro derecho. La flecha salió silbando, parecía que pronto atravesaría el centro del escudo. Pero de repente comenzó a vibrar: una ráfaga de viento golpeó contra las plumas; el astil, de madera de cedro, rozó el borde del escudo, el casquillo de hierro se clavó en la arena, detrás de la palmera.

—Vaya. —Antígono soltó la cuerda—. Me doy por vencido. —Llevó la mano derecha a la parte del arco que se levantaba por encima de la empuñadura de cuero. Uno de los pequeños discos de cuerno que atesaban la madera e incrementaban la tensión de la cuerda, empezó a soltarse.

Asdrúbal hizo una señal al esclavo que estaba apoyado contra el carro.

—Recógelo. ¿Lanzas? No, eso tampoco tendría sentido.

Antígono se frotaba el hombro derecho.

—No. Beberemos un trago de agua y saldremos a cabalgar; hoy todo lo demás es inútil.

Caminaron hasta el carro. Aníbal cogió el odre, lo destapó y se lo dio al heleno. El viento azotaba la espuma sobre el agua de la bahía; incluso había pequeñas olas que reventaban contra la orilla.

—Tú puedes volver en el carro —dijo Asdrúbal. El esclavo, que en ese momento traía al carro, el escudo y una aljaba, asintió con un movimiento de cabeza—. Además, ¿para qué estos ejercicios de lucha ahora que ya hemos perdido la guerra? —El joven púnico sonrió con sarcasmo.

—Para que te mantengas en forma para tu amiga pelirroja —dijo Antígono—. Y para que yo no engorde demasiado.

—Muy bien. Vamos.

Asdrúbal acomodó el cinturón que llevaba sobre su chitón blanco, montó sobre el lomo sin ensillar del semental númida y cogió las riendas. Esperó a que Antígono estuviera listo; luego clavó las sandalias contra las ijadas del animal. Tenía sólo diecinueve años, era hijo de una de las familias más ricas y distinguidas de la ciudad, y a pesar de su juventud era ya uno de los hombres más importantes de Kart-Hadtha. Había pasado medio año en Sicilia, como comandante de la caballería de Amílcar, comprendía la parte externa y la parte oculta de las cosas e iba camino de convertirse en la cabeza inteligente y astuta que tan imperiosamente necesitaban los «Nuevos». Al menos hasta que Amílcar pudiera ocuparse de algo más que de las intrigas políticas. Tres años atrás, saqueadores númidas habían asaltado la finca rústica donde los padres de Asdrúbal pasaban los veranos. Desde entonces, Asdrúbal, como único huérfano, había administrado e incrementado —con ayuda de Antígono y el Banco de Arena— la monstruosa fortuna de la antigua familia de comerciantes, al tiempo que intentaba entretejer las fibras a menudo enredadas de los «Nuevos», para formar con ellas una cuerda resistente.

En un primer momento Antígono lo había rechazado. Con su rostro de muchacha —a pesar de la fina barba negra—, sus movimientos delicados y su cuerpo de efebo, «Asdrúbal el Bello» era simplemente demasiado atractivo. Ello, sumado a sus riquezas e influencia, despertó el escepticismo del heleno, quien desconfiaba tanto de toda apariencia agradable, que estaba inclinado a considerar horrible todo lo que poseyera una hermosura demasiado evidente. Además, no tenía ninguna propensión a enamorarse de adolescentes, y Asdrúbal compartía el lecho con una exuberante pelirroja celta; lo que parecía delicada gracia era nervuda flexibilidad, y tras aquel rostro encantador e inofensivo trabajaba una mente clara y aguda.

Galoparon a lo largo de la playa, luego hacia el sur, a través de campos y jardines. Cuando se acercaban al lago de Tynes dejaron que los caballos anduvieran a paso lento y cabalgaron uno al lado del otro.

Ante ellos se extendían los jardines y edificios de la «Aldea de Artesanos» que Antígono había levantado durante los últimos cinco años. De pronto Asdrúbal extendió un brazo.

—Aquello tiene que desaparecer, dicho sea de paso.

Antígono se sobresaltó. Tras el esfuerzo de la mañana, comenzaba a adormecerse, estimulado por el balanceo de su caballo, un caballo pasero de pelaje castaño.

—¿Qué?

—Tu aldea.

Antígono miró al púnico de reojo.

—Ya estás pensando otra vez. ¿Qué estás tramando ahora?

Asdrúbal rió.

—Me preocupo por tu futuro, y el de mi dinero, amigo. ¿Qué crees que sucederá cuando todo vuelva a su cauce?

Antígono se encogió de hombros.

—Yo también he pensado algunas cosas al respecto, pero no sé a dónde quieres llegar.

Asdrúbal asintió lentamente con la cabeza.

—Calculo que tus reflexiones van en la misma dirección que las mías. ¿Qué es lo que has convenido con ese íbero?

Antígono aguzó la vista.

—¿Cómo es que sabes también eso?

—Hay que saber todo lo que sucede en Kart-Hadtha si uno no quiere despertar por la mañana y ver que tiene un cuchillo clavado en la barriga. Algunos lo llaman prudencia o precaución; otros dicen: «¿Por qué te rascas donde no te pica?». Yo prefiero rascarme antes.

—Que quede entre nosotros —dijo Antígono a media voz, a pesar de que no había nadie en los alrededores. Luego habló de sus negociaciones con los contestanos, un gran pueblo de la costa suroriental de Iberia. La ciudad principal, Mastia, se levantaba en una bahía que era uno de los mejores puertos naturales de esa parte del mundo. Los púnicos mantenían allí una sede comercial desde hacía mucho tiempo, y reclutaban mercenarios del país. Después de tantos años, Urdabil había querido ver Kart-Hadtha, y en otoño había conducido a cuatro mil soldados que no llegaron a entrar en acción porque la guerra terminó antes de que pudieran hacerlo.

—Estuvimos de acuerdo en que su pueblo y su ciudad capital obtendrían muchos beneficios si contaran con buenos artesanos. Su hijo, Mandunis, estuvo con Amílcar. Ahora ha regresado de Sicilia con quinientos soldados; está viviendo en la muralla del istmo. Si no ocurre nada inesperado, pronto partirá hacia Iberia con algunas familias de artesanos dispuestas a viajar. Quizá aquello se convierta en una pequeña colonia; el banco ha comprado tierras en la bahía de Mastia. Todavía hace falta acordar algunos detalles.

Asdrúbal se inclinó y dio una palmada al muslo de Antígono.

—Por lo visto pensamos igual. Eso es bueno. Me agrada este prudente afecto que ha surgido entre nosotros durante las últimas lunas.

Antígono dejó escapar un hipido.

—Ahora que el deporte de las armas nos ha llevado al afecto, quizá deberíamos ir reduciendo poco a poco la prudencia.

Asdrúbal sonrió.

—Bien. ¿Cuándo nos emborrachamos?

—Pronto, y hasta que el alcohol nos deje bizcos. Pero ahora dime qué pasa por tu hermosa cabeza respecto a esta aldea.

Ya casi habían llegado a los edificios exteriores. Asdrúbal frenó su cabalgadura.

—En este momento los «Viejos» están más fuertes. Intentarán devolver todo a sus antiguos cauces: comprar materias primas baratas en países bárbaros, enviar productos baratos a esos mismos países, no competir con los helenos, evitar toda fricción con Roma. Tu éxito, meteco, y tu proximidad a los «Nuevos», te hacen especialmente detestable. Y tus buenos artesanos y sus extraordinarios productos no tienen cabida en el viejo orden. Haces algo nuevo, eres meteco, tienes éxito: tres buenas razones para que los «Viejos» te escupan en la sopa, tan pronto como puedan hacerlo.

Antígono contemplaba las brillantes casas bajo el cielo espumoso, mordisqueándose el labio inferior.

—No sé si lo que tengo en mente los va a hacer muy felices.

El entusiasmo de Lisandro conocía fronteras.

—¿A mi edad? ¿Al otro lado del mar? ¿Iberia? ¿Renunciar a esta utopía? Y, ¿ser previsor y prudente, sin decir realmente nada al Consejo de la aldea? —Lisandro resopló. Luego añadió refunfuñando—: Pero tú eres el amo. Por tu sesenta por ciento.

—Tu deuda con los maques está pagada. Si quieres podemos negociar nuevas condiciones. O disolver la sociedad. Eso también vale para los demás, nadie está obligado a viajar. En la ciudad habrá otros talleres para los que deseen quedarse.

El anciano se pasó la mano derecha sobre la calva, suspiró, se rascó la barba rala y teñida, y enseñó las desdentadas encías.

—Ah, ¿qué puedo hacer? Soy un anciano, Antígono. Mis ojos se cansan, mis piernas son torpes y caprichosas. Casi ocho décadas. Si quiero volver a viajar y ver cosas nuevas, debo darme prisa. Siempre me has tratado con respeto, y yo nunca he trabajado mejor ni más a gusto que en estos últimos años. —Dio un golpe a la gran bandeja de bronce en la que se balanceaba un pequeño charco de agua perfumada—. Así pues, ¿ya no quieres tener mis perfumes? ¿Aquí, en Karjedón, quiero decir?

—Sí, si quieres quedarte aquí. Si no es así, espero encontrar a alguien que sea al menos la mitad de bueno que tú y que pueda continuar tu trabajo. En algún otro taller.

Lisandro cruzó los brazos y se apoyó contra el estante repleto de cazos, ollas y marmitas. Echó una mirada a la habitación, clara y limpia, en la que dos muchachos hacían cosas misteriosas. Uno trabajaba con un pequeño batán. Junto a él había un recipiente plano de bordes curvados hacia arriba. Contenía un líquido aromático en el que flotaban pétalos de flores. El otro muchacho estaba de pie frente a un fogón de hierro, removiendo con una cuchara de madera el contenido de las burbujeantes ollas. Al otro lado de la ventana, abierta pero protegida por un pequeño retecho, podían verse el lago de Tynes y el cielo gris de primavera.

—Habría que hablar sobre ello —dijo el viejo perfumista—. Ven. Bebamos un poco de vino y comamos algo. Así podremos tratar mejor el asunto.

Dejaron el taller y atravesaron la Plaza de las Manos Exquisitas, alrededor de la cual se levantaban muchos edificios. También la taberna ubicada al lado del mar pertenecía a la aldea; era clara y bien ventilada: un edificio de forma pentagonal, con tres paredes blancas y dos terrazas techadas que daban a la orilla. Mesas, sillas, bancas, vigas maestras y los bordes de los fogones, todo era de madera clara, pulida y tratada con cera y resina.

En esas últimas horas de la mañana aún no había jaleo. Antígono tomó un plato con nueces, puerro y corazones de alcachofa, todo bañado en salsa ácida y guarnecido con tiras de hígado de ternera bien asado; Lisandro pidió una escudilla con papilla de lentejas y carne magra asada, previamente pasada por el molinete de hierro. Ambos bebieron vino aromático tibio.

Frutas, verduras y carne procedían de las huertas, dehesas y establos de la aldea, en la cual vivían y trabajaban más de dos mil personas. La empresa demandaba una inversión diaria de alrededor de medio talento —ochocientos schekels—, que se gastaban en sueldos, material, mejoras y mantenimiento. Pero la ganancia neta se elevaba a casi dos talentos y medio diarios. Sólo unas pocas cosas de uso cotidiano tenían que ser compradas: sal y aceite, por ejemplo; todo lo demás lo suministraban los campos y establos. Casi dos tercios de lo que éstos producían podía ser llevado al mercado de Kart-Hadtha, pues la aldea no consumía toda la producción. Grano, vino, aceitunas, higos, granadas, ciruelas, nueces, dátiles, puerro, col, alcachofas, ajo, guisantes y lentejas abundaban durante casi todo el año; ovejas, cabras, vacas, gallinas y palomas —y, desde hacia dos años, una pequeña cría de caballos—, arrojaban buenas ganancias, pues Kart-Hadtha siempre tenía hambre, y no sólo el ejército necesita caballos.

Antígono pagaba bien; demasiado bien, en opinión de muchos comerciantes y terratenientes. Por lo general, las pagas se correspondían con lo que exigían los gremios de la ciudad, aunque en la práctica eran mayores, pues había algunas peculiaridades. El agua de pozos y cisternas era gratis, el precio de los productos procedentes de los campos y establos, muy bajo; por la utilización de las viviendas y cocinas la administración retenía una sexta parte del sueldo, mientras que en Kart-Hadtha el alquiler devora un tercio de los ingresos de un trabajador cualificado. Entre estas peculiaridades se contaba también la existencia en la aldea de dos educadores y tres médicos (un púnico, un persa y un ateniense), el hecho de que la doceava parte de las ganancias netas estuviera destinada a asistir a los ancianos, enfermos y deudos de trabajadores muertos, el que los esclavos fueran colocados y remunerados de acuerdo con sus facultades y oficios, igual que los demás (aprendices, de uno y tres cuartos a dos schekels; oficiales, entre tres y medio y cuatro; maestros, de cinco y un cuarto a seis schekels a la semana) —la mitad de la paga era retenida, a cuenta del precio que se había pagado por el esclavo, quien quedaba libre una vez había saldado la décima parte de este precio—; y el acuerdo de contratos respetables con los maestros, quienes podían ser tanto trabajadores a sueldo como socios libres; en este último caso el banco era propietario de las seis décimas partes del negocio.

—Cuando me compraste a los maques —dijo Lisandro de forma apenas inteligible, con la boca llena de comida—, nunca pensé que esto fuera a ser así. Esto es una… isla afortunada.

Antígono levantó el vaso.

—Por aquella divinidad que incrementa las ganancias y no desmedra a las personas. Pero no vayas a cometer el error de pensar que soy un filántropo blando de corazón, oh maestro de los aromas.

Lisandro dejó escapar una risita sofocada.

—Si me lo permites, pensaré de ti lo que me plazca. Yo únicamente veo que aquí casi todos se sienten satisfechos y dan lo mejor de sí. Y que prácticamente nadie intenta engañarte.

—Volvamos a tus perfumes.

—Mis perfumes, si. —La mirada de Lisandro se quedó fija en la cuchara, como si nunca hubiera visto una—. Otro fruto positivo de la aldea, por cierto. El persa es un gran conocedor de hierbas; sin él nunca se me hubiera ocurrido preparar también medicinas. —Finalmente se llevó la cuchara a la boca.

Antígono suspiró.

—Muy bien, y tu satisfacción no me desagrada en absoluto. Pero, ¿qué tiene que ver el médico persa con nuestro negocio?

Abundaban los trabajos en colaboración de ese tipo. Batidores de oro y orfebres que trabajaban casi bajo un mismo techo podían tener más en cuenta las necesidades del otro; los fabricantes de frasquitos para perfumes aprendían nuevas formas viendo a los que hacían vasijas de alabastro; talladores de marfil y picapedreros descubrían coincidencias insospechadas. Una númida que utilizaba plumas de avestruz para elaborar tocados, abanicos y suntuosos ropajes, había aprendido algunas mañas de los trenzadores que fabricaban cestos, arcones y muebles con mimbre, junco y hierbas púnicas y baleares. Tejedores de alfombras y redes, alfayates, cordeleros y veleros intercambiaban conocimientos y herramientas; incluso se había formado una junta de maestros para discutir las novedades; a esta junta pertenecían tanto talabarteros como alfareros, fabricantes de máscaras y bustos, talladores de marfil, huevos de avestruz, coralina y jaspe, fundidores de metales, herreros y carpinteros. Esto trajo como consecuencia una serie de herramientas mejoradas, que se convirtieron ellas mismas en objeto de comercio.

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