Aníbal (38 page)

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Authors: Gisbert Haefs

Tags: #Histórico, #Bélico

»El objetivo es bueno. Pero no lo alcanzaréis con un golpe de Estado. Sólo con paciencia; con un proyecto tenaz, a largo plazo; la capacidad de sufrir reveses sin perder el coraje; sólo eso podrá llevaros a la consecución del objetivo. Y: un golpe de Estado da pie al siguiente. La historia de las ciudades helenas está plagada de ejemplos. Si ahora volcáis todo contra el antiguo orden, en lugar de superarlo lentamente, ¿quién impedirá mañana que otros os quiten de en medio con otro golpe de Estado?

En medio del silencio, se oyó que la voz joven y clara de Aníbal decía:

—Mi padre ha pasado tres años defendiendo a Kart-Hadtha de los mercenarios. ¿Debe ahora conquistar la ciudad con mercenarios?

—Tigo y Aníbal me han convencido. —Amílcar se levantó, puso una mano sobre el hombro de Aníbal e hizo una señal de aprobación a Antígono—. Casi había esperado —dijo en voz baja— que alguno de vosotros encontrara algún argumento que me convenciera de que era posible hacer otra cosa. Amigos, pelearemos duro en el Consejo. Hannón nunca ha sido tan débil como ahora…

—…y por eso pasa más tiempo en el templo que en el Consejo —dijo Asdrúbal sonriendo.

—También nosotros iremos al templo. —Amílcar hizo presión sobre el hombro de Aníbal; el chico esbozó una sonrisa burlona, y Antígono enarcó las cejas.

—¿Qué estáis tramando?

—Ah, Tigo, una bonita red. Hannón es sumo sacerdote de Baal, como ya sabes. Hace dos días que se ha mudado a los lóbregos edificios del templo, probablemente para meditar. Nosotros le prepararemos una pequeña diversión, ¿verdad, hijo?

Aníbal asintió. A Antígono le parecía que esa sonrisa era demasiado maliciosa para un niño de nueve años.

—Pero de eso hablaremos luego. Primero tratemos de las cosas que debemos conseguir en el Consejo.

—Cambios en Libia; la mayoría de los «Viejos» también están a favor de dar al menos unos cuantos pasos en una nueva dirección. —Asdrúbal observó a los cuatro consejeros y comerciantes—. ¿Qué más?

Adérbal; que hacía mucho que se había vuelto a sentar, dobló las manos y refunfuñó muy despacio.

—Ah, bah, ¿qué más? Los mercenarios, supongo.

—Hay que pagarles y conservarlos, correcto. Nos hacen falta… para algo nuevo. —Amílcar se mordisqueó el labio inferior—. Y debemos procurar tenerlos a mano.

—¿Qué es eso nuevo?

La mirada de Amílcar se hundió en los ojos de Antígono.

—¿Cómo va tu aldea, Tigo?

Durante un momento, el heleno, perplejo y desconcertado, se quedó mirándolo fijamente; luego comprendió lo que planeaba el Barca. La audacia y las dimensiones del proyecto le cortaron la respiración.

—Hoy mismo —dijo Antígono enronquecido— he enviado mensajeros. Pero no sé qué opinará el rey. Todas las asociaciones, todos los conocimientos, todas las posibilidades están a tu disposición.

Amílcar inclinó la cabeza.

—Algún día tendré que pensar algo para agradecerte todos tus regalos. Por lo que respecta al rey, es un anciano; su hijo es lo que importa. —Sonrió—. Ya lo sabes: no hay saber inútil, e incluso estos últimos años he mantenido a mis informantes por todas partes. Hay que estar preparado…

Asdrúbal sacudió la cabeza.

—¿Podríais ser tan amables de decirnos de qué estáis hablando? Parece importante, pero no entiendo nada.

—Puesto que no nos sería fácil tomar Libia —dijo Amílcar a media voz—, debido a que los mentecatos de Hannón poseen buena parte de ella, tendremos que tomar alguna otra cosa. Algo que no moleste a Hannón y su gente, algo que nos haga lo bastante fuertes para que no tengamos que someternos a Roma, algo que esté tan lejos de Roma que no le interese al Senado.

Los consejeros lo miraban fijamente, desconcertados.

—¿De qué lugar estás hablando, Barca? —dijo finalmente Bobdal.

—Iberia.

El heleno no podía ni quería acompañarlos. El templo de Baal le producía un terror sofocante y una aguda aversión, y, además, sólo se permitía entrar a los púnicos. Sobre las palabras exactas del juramento había numerosas conjeturas; Aníbal no dijo nada, Asdrúbal rechazó cualquier pregunta, y Amílcar explicó únicamente que el chico había jurado ser fiel a Kart-Hadtha aunque se encontrase lejos de ella, y no ser nunca amigo de Roma.

Tsuniro encontró la clave.

—Es muy sencillo. ¿Cómo es que no lo ves?

Antígono rodó sobre la cama, hasta quedar de lado. La clara luz de la luna en el cielo de principios de invierno fluía a través de la ventana sin cortinas, trayendo un delicioso frescor que lavaba el olor de los cuerpos y el amor, e inundaba la negrura de Tsuniro.

—Dilo, dueña de mi placer; estoy cansado, y tonto.

Tsuniro dejó escapar el brillo de sus dientes.

—Hannón es el sacerdote de Baal. Aníbal se llama «Gracia de Baal». Así, pues, si el chico quiere hacer un juramento, está casi obligado a hacerlo en el nombre de Baal. Hannón probablemente hubiera preferido hacer cualquier otra cosa, pero tenía que ejercer su cargo incluso frente al hijo del Barca. Y… ¿sabes que estaban presentes dos o tres importantes consejeros de los «Viejos» y de los bárcidas? Ah, un hombre astuto, Amílcar; mientras su hijo hacia ese juramento, él hacia a los Señores del Consejo la sagrada promesa de no hacer en Iberia nada que pudiera perjudicar la ciudad. —Tsuniro reprimió una risita—. Y lo que más me gusta es que Hannón, el amigo de Roma, haya dirigido un juramento en que Aníbal juraba no ser nunca amigo de Roma.

De hecho, la ceremonia realizada en el lóbrego templo de Baal parecía haber limado algunas asperezas. En las sesiones del Consejo de los días siguientes se aprobaron decisiones sorprendentes. Algunas contribuían a la reconciliación; así, los tributos de ciudades y aldeas y los impuestos de los arrendatarios libios volvieron a reducirse al antiguo diez por ciento. Además, desde ese mismo instante, los barcos mercantes no púnicos quedaban autorizados para atracar no sólo en Kart-Hadtha, sino también en otros puertos libiofenicios y púnicos.

Sin embargo, la decisión más importante equivalía casi a un cambio de gobierno; Asdrúbal consiguió lo que se proponía, y Antígono se preguntaba si aquello hubiera sido posible de no haber mediado el juramento que Aníbal hiciera a Baal en presencia de Hannón.

Hasta ese momento, en tiempos de paz Kart-Hadtha sólo había mantenido pequeñas unidades militares: una especie de guardia ciudadana, guarniciones en las ciudades fronterizas, pequeñas tropas en centros comerciales apartados. Sólo en caso de guerra se reclutaba un gran ejército de mercenarios. Algo parecido sucedía con la flota, que en tiempos de paz apenas si bastaba para proteger el estrecho de las Columnas de Melkart y los puertos más importantes. En épocas de paz, las tropas y barcos estaban a las órdenes de los respectivos comandantes de plaza y capitanes, quienes eran responsables ante el Consejo de Kart-Hadtha. Sólo cuando estallaba alguna guerra se construían más barcos y el Consejo, o bien los Treinta Ancianos del Consejo, la Gerusia, nombraba un almirante para la flota y un estratega para el ejército de tierra.

Todos sabían que la política de extorsión y conquista emprendida por Roma con miras a la expansión del Imperio hacia imposible una continuación de los antiguos procedimientos. A más tardar la renuncia obligada a Sardonia y Kyrnos y el pago forzado de otros mil doscientos talentos había demostrado, incluso a los «Viejos», que la flota permanente de Roma y las siempre dispuestas legiones romanas hacían indispensable que se mantuviera un ejército púnico. Sólo que todavía no habían encontrado una manera convincente de instituir ejército y flota, estratega y almirante, de determinar sus competencias y dimensiones, y de perfilar la supervisión que debía ejercer el Consejo.

Asdrúbal consiguió imponer una solución que no sólo era sensata y sorprendente, sino también sin precedentes, y cuyas consecuencias los Señores del Consejo sólo fueron advirtiendo poco a poco. La elección realizada por los soldados hacía un año, en la cual habían votado a favor de Amílcar y contra Hannón, fue elevada a la categoría de dogma. Amílcar Barca fue nombrado «estratega de Libia e Iberia»; el desempeño de su cargo no debía ser juzgado por el Consejo, sino por la Asamblea popular, lo cual lo convertía casi en un tercer sufeta. Amílcar podía renunciar al cargo, o morir, pero sólo podía ser depuesto por la Asamblea en caso de incapacidad o abuso de poder. Su sucesor sería elegido por los oficiales del ejército: la Asamblea popular debía ratificar o rechazar la elección, pero el Consejo ya no tenía ninguna competencia al respecto. Delegados del Consejo de Ancianos —que cambiarían cada cierto tiempo— debían acompañar y asesorar al estratega, asegurando así los lazos entre éste y la ciudad. Se acordó mantener un ejército permanente de veinte mil soldados de a pie, cinco mil jinetes y cien elefantes. La flota debía tener aproximadamente la mitad de navíos que la flota romana, y en un primer momento estaría compuesta por cincuenta trirremes, cuarenta penteras y doscientos barcos de carga; el almirante, que sería elegido por los oficiales, se pondría a las órdenes del estratega en caso de guerra.

Casi aún más inaudita fue la decisión referente al tesoro público. Para asegurar el pago del ejército y la flota, y garantizar la liquidación de las deudas, los acaudalados miembros del Consejo y del Tribunal de los Cuatrocientos, así como los seiscientos púnicos más ricos, se comprometían a pagar de sus propios bolsillos un total de dos mil quinientos talentos, como contribución única, algo más de dos talentos y medio cada uno.

Amílcar partió en primavera, llevándose a sus hijos consigo. Asdrúbal y Sapaníbal lo acompañaron. El líder de los bárcidas dejó las cuestiones políticas en manos de Himilcón, pero a pesar de la distancia, continuó dedicándose a los asuntos del Consejo desde Iberia. El Rayo había nombrado nuevos oficiales y había dejado en Kart-Hadtha y las principales fortificaciones libias a ocho mil soldados de a pie, dos mil jinetes y veinte elefantes.

Antígono cabalgó con la larga caravana hasta el país de los masilios, donde visitó a Salambua, cuyo hijo, Baalyatón, imponía sus caprichos en la tienda que hacia las veces de corte del rey Gya, y jugaba con el hijo de éste y príncipe heredero, Masinissa, que entonces tenía un año de edad. Con ayuda de Naravas, Antígono consiguió unos buenos acuerdos comerciales y reducidos impuestos de tránsito para las caravanas del Banco de Arena. El ejército de Amílcar continuó su marcha.

En las columnas de Melkart debían cruzar de Libia a Iberia, empezando así la mayor aventura de la historia púnica. Antígono prometió viajar pronto a Iberia y darles consejos sobre la organización del comercio, artesanía y banca.

—Con las nuevas condiciones podemos vivir bien —dijo Bostar en la primera charla que tuvo con Antígono en el banco, tras la vuelta de éste. El púnico rescató del desorden de su escritorio un trozo de papiro arrancado de un rollo—. Las primeras cifras de Hadrimes. El año pasado ingresaron doscientos cuarenta talentos por el comercio marítimo, la pesca y todo lo demás; tres décimas partes de impuestos para Kart-Hadtha, o sea setenta y dos talentos. Desde que acabó el invierno y los barcos pudieron volver a navegar, han ingresado ya trescientos talentos, gracias a la nueva libertad de comercio. Y ya se sabe que en verano siempre se gana más; este año serán por lo menos mil trescientos talentos. Una décima parte para Kart-Hadtha… hacen ciento treinta. De lo que se deduce, oh Tigo, que el arte egipcio del cálculo depende de las circunstancias.

Antígono sonrió.

—¿A qué te refieres?

—Si se reducen los impuestos y se permite el libre comercio, tres décimas son poco más que la mitad de una décima parte. —Bostar rió. Luego se inclinó hacia delante, serio—. Tenemos que ajustarnos a las nuevas circunstancias, claro.

Antígono asintió.

—Sí. Supongo que pronto tendremos cifras similares de las otras ciudades. Tenemos que pensar en abrir sucursales del banco en Hadrimes y en Hipu, para empezar. ¿O…?

Bostar le arrojó dos rollos de papiro.

—Heleno alcornoque —dijo—. ¡Follacabras, qué crees que he estado haciendo durante tu ausencia!

Pasaron tres años antes de que Antígono pudiera viajar a Iberia. Durante el primer año tuvo mucho que hacer; el año siguiente, dificultades en Alejandría, suscitadas por una guerra fratricida en el imperio de los seléucidas. Antíoco Hierace, quien ocupaba el cargo de regente más allá de los Montes Tauro, en nombre de su hermano Seleuco Calínico, había continuado la absurda carnicería entre helenos. El año posterior al final de la guerra púnico—romana, Antíoco se había aliado con pequeños príncipes y con los celtas asiáticos; el año siguiente, cuando en Libia empezaba la guerra contra los mercenarios, los gálatas habían sido decisivos para la victoria sobre el ejército de Seleuco. Más al este, en Bactriana, el sátrapa seléucida Diódoto había aprovechado la guerra entre los dos hermanos para separar Bactriana del imperio seléucida, controlando así las vías de comunicación terrestres entre el imperio y la India. Y ahora, dos años después de terminada la Guerra Libia, Antíoco Hierace había conseguido cerrar una alianza con Egipto y empujar a Ptolomeo a la guerra. Cuando el tercer Ptolomeo estaba a las puertas de Damasco, dio la orden de expropiar todos los bancos y negocios extranjeros de Alejandría que tuvieran alguna conexión con el imperio de los seléucidas. Antígono tenía que sopesar la situación. Sus simpatías estaban del lado de Seleuco, quien no explotaba a su pueblo tan desmedidamente como el soberano de Egipto; pero Alejandría era más importante para el comercio que lo que Laodicea o Europos podrían serlo en un tiempo no muy lejano. Así pues, viajó a Alejandría para salvar todo lo que aún pudiese salvarse.

El tercer año después de la partida de Amílcar se produjo el levantamiento númida. Amílcar envió contra los númidas a soldados íberos, libios y baleares, al mando de su yerno. Asdrúbal sofocó el levantamiento rápidamente, ayudado por Gya y Naravas. Inteligente y astuto como siempre, Asdrúbal reorganizó la ocupación y el gobierno de las regiones liberadas: emplazó tropas íberas en las principales ciudades y fortificaciones; reclutó nuevos jinetes númidas y los envió a Iberia; los príncipes númidas no fueron castigados, únicamente tuvieron que entregar rehenes y comprometerse a mantener una buena conducta. Los rehenes, y esto era lo más importante, fueron llevados a Iberia junto con la mayor parte de los soldados de a pie libios, ya no como rehenes políticos de Kart-Hadtha, sino como rehenes personales del estratega Amílcar. A finales del otoño, el resto de los libios y algunos númidas, al mando de Asdrúbal, atravesaron el país hacia Kart-Hadtha; los númidas quedaron emplazados en los cuarteles de la muralla.

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