Aníbal (36 page)

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Authors: Gisbert Haefs

Tags: #Histórico, #Bélico

—¿Cuánto tiempo..?

—¿Cuánto tiempo más? Dos, tres días. ¿Cuánto ha pasado? Veinte días. Sólo piedra. Ni un solo árbol, ni un arbusto, ni una brizna de hierba. Primero agotaron todas las provisiones. Después mataron a los animales. Eso fue el quinto día. Pero, sin contar los carros, no tenían nada con qué encender fuego; tuvieron que comer la carne cruda, y rápido, antes de que se pudriera por el calor del día.

—¿Y después?

Amílcar hizo una señal negativa con la mano.

—¿Qué crees?

Antígono lo miró con los ojos abiertos, estupefacto.

—¿Quieres decir…?

—Si. Primero los prisioneros. Después, el treceavo día, los esclavos. Tigo, asesinados y devorados. Crudos, sin fuego. Y desde hace dos días se lo juegan a los dados, los soldados rasos. Los jefes no, desde luego. Los jefes beben sangre diluida con la escasa agua de los pozos.

Antígono se hundió en las alfombras y contempló la oscuridad extendida bajo el techo de la tienda. El estómago, hinchado, le bailaba en la barriga.

—Todos los horrores de la guerra —dijo Amílcar en voz baja—. Incendios, muertes, violaciones, pillaje, eso se da en todas las guerras. Al degollar a Giscón y los otros emisarios renegaron de los dioses y de todo tipo de convenio. Con lo que ha pasado durante los últimos días han renunciado a las últimas cosas que tenían en común con los seres humanos. Ni siquiera son animales. Sólo costales del horror. La escoria de la tierra. Náuseas, náuseas, náuseas.

—No pueden rendirse —dijo Antígono enronquecido—. Saben lo que han hecho. Incluso sí… pero, ¿quién de ellos puede volver a su ciudad o su aldea, tratar con la gente, acostarse con mujeres, rezar a los dioses?

Amílcar hizo unos ruidos con la garganta.

—Ay, y si se rindieran, Tigo, ¿qué haría yo con cincuenta mil prisioneros en este desierto de piedra? ¿Debería mandar a mis hombres que les dieran de comer y de beber, a ellos que han violado todo lo que existe entre nosotros y las tinieblas de la nada? ¿Dejar que el mal se extienda por el mundo, infectándolo todo?

Antígono se apoyó sobre los codos.

—Antes que nada, debes dormir.

Amílcar soltó una risa hueca.

—Sería la primera noche desde hace muchas. Duerme tú, si puedes.

Despertó intranquilo; Amílcar ya se había marchado. Por el respiradero del techo de la tienda entraba una luz brillante.

Afuera, el augílero le dio pan de salvado, un trozo de pescado salado y un vaso de agua. Antígono dio un par de mordiscos con desgana, bebió, pidió un trago de vino, pero no pudo quitarse ese sabor repugnante de la boca.

En el campamento dominaba una moderada excitación. Cada vez más hombres, completamente armados, subían a los dentados peñascos por las escaleras y escalas de cuerda. Jinetes recibían instrucciones, subían a sus caballos y se alejaban al galope. Coraceros marchaban por el extremo norte del desfiladero.

Antígono no sentía ninguna curiosidad, sólo vacío. A pesar de ello, preguntó a un oficial púnico.

—¿Qué pasa?

—Quieren negociar. Spendius y los otros están en la salida.

Antígono luchó contra sí mismo; finalmente se puso en marcha, muy despacio.»Dentro de mil años —pensaba—, cuando Roma y Kart-Hadtha y Atenas y Alejandría hayan desaparecido, los hombres seguirán hablando de este horror, de esta náusea indescriptible.» Algo lo impulsaba a contemplar a los responsables de ese sacrilegio, el más horrendo de todos los cometidos desde que el mundo es mundo.

Se sentía muy miserable; pan y pescado eran trozos de plomo hundidos en su estómago. Parecían cansados, pero no hambrientos ni muertos de sed. Estaban sucios, sus barbas, moños y trajes estaban rígidos por el polvo. Spendius era alto; musculoso, de cabellos casi rubios; su rostro era el de un gavilán, un ave rapaz que mostraba una calculada sumisión frente al águila. El hombre pequeño, robusto y de cabellos oscuros debía ser el galo Audarido; debajo de su ojo izquierdo, un músculo latía con regularidad. El libio Zarzas estaba apenas reconocible; alrededor de la cabeza llevaba un paño ensangrentado que le cubría el rostro y cuyo extremo colgaba como el ala de una gallina decapitada. Atrás, a un paso de los tres jefes, había otros siete hombres: tres libios, un íbero, un siciliota, un egipcio y un galo, a juzgar por sus aspectos y corazas. Estaban desarmados, de pie entre las rocas con las que la gente de Amílcar había bloqueado la salida del valle. Detrás de ellos, a un tiro de flecha de distancia, se agolpaba una multitud de hombres encerrados. Desde esa distancia Antígono no podía distinguir las caras, pero imaginaba ver costras de sangre en las comisuras de sus labios y la punta de sus barbillas. No soplaba viento, sin embargo, la maldad parecía derramarse del valle como leche que se deja hervir más de la cuenta: cadáveres, excrementos y las viscosas exhalaciones de cincuenta mil hombres. Antígono corrigió mentalmente: ya no eran cincuenta mil. Algo se le atragantó en la garganta, una corrosiva bola de hiel de serpiente, que volvía a subir cada vez que él intentaba tragaría. Su lengua era un hervor supurante.

Los púnicos lo habían dejado pasar hasta donde se encontraba Amílcar; sabían quién era. La voz del Barca le llegó a través del zumbido de sus oídos.

—Estas son mis condiciones. Podéis aceptarlas o no. Diez rehenes que yo mismo elegiré. Todos los demás pueden salir del desfiladero, desarmados, con las manos en alto y vestidos sólo con un chitón o un calzón.

Spendius, Audarido y Zarzas, deliberaron susurrando. El itálico puso fin a la conversación con un brusco movimiento de mano.

—No tenemos elección —dijo. Su voz sonaba metálica, su púnico extraño. Se dirigió a Amílcar—. Tenemos que aceptar, Barca.

Allí estaba Amílcar, de pie, con la cabeza erguida. Había conseguido hacer caer en una trampa y obligar a una rendición sin condiciones al grueso de las fuerzas enemigas, que desde hacía tres años devastaban el campo e incluso habían estado a punto de provocar la caída de Kart-Hadtha. Su rostro, algo cubierto por el yelmo redondeado, sólo reflejaba dos cosas: náuseas y cansancio. Enseñó los dientes en una especie de sonrisa.

—Los diez rehenes sois vosotros. —Señaló a los cabecillas—. Apresadlos.

Los jefes, que al parecer no habían contado con eso, aunque difícilmente podían haber esperado otra cosa, se quedaron inmóviles un momento. Cuando salieron de su estupor, los hombres de Amílcar ya los habían rodeado. Fueron encadenados y arrastrados entre los bloques de piedra.

El valle parecía estar a punto de reventar. Los hombres en él encerrados aún no podían conocer las condiciones de la rendición; sólo veían que sus jefes —sus mensajeros inviolables— eran encadenados. La noticia no tardó en correr por el valle. Esos hombres encerrados que llevaban tantos días sufriendo hambre, sed, calor, miedo, una espantosa presión exterior, la terrible falta de espacio y, finalmente, el peso de sus propios crimines sin nombre, se sintieron, en la traición, traicionados, en el crimen, infamados. Gritaron, bramaron enfurecidos, cogieron las armas, se precipitaron entre los peñascos.

Arqueros gatúlicos emplazados a la salida del valle y un poco por encima de ésta, tensaron sus arcos. Flechas silbaron cortando el aire sofocante. Detrás de los peñascos, baleares hicieron girar sus negras hondas de piel. Disparaban con mayor rapidez y precisión que los gatúlicos con sus arcos. Las primeras filas de la embestida fueron segadas; libios y mercenarios intentaban abrirse paso entre los cadáveres y los cuerpos de los heridos. Amílcar apartó a Antígono con la mano izquierda; hombres de su guardia personal —púnicos— cubrieron al heleno, a los prisioneros y al estratega. Con la derecha, Amílcar desenvainó la espada y la levantó.

Una muralla de heridos y cadáveres se amontonó entre los peñascos, rampas negras y palpitantes para los hombres encerrados. Eran cada vez más los que se precipitaban fuera del valle, y una vez fuera se encontraban con la falange de coraceros íberos. Amílcar había puesto en su sitio a los indisciplinados soldados del otro estratega. A los lados, y tras ellos, había tropas de confianza.

Antígono se alejó a trompicones de la salida del valle. Por la abertura se abría paso un tumulto que seguía creciendo; una mezcla de ruidos para la cual no existía ningún nombre. Ira, miedo y muerte; gritos, gemidos sordos, chillidos y rugidos, crimen y decadencia, atravesados por las fibras metálicas del chocar de espadas: una alfombra de sangre apelmazada tejida para el oído, el negro mascullar del infierno. Mil intentaban despejar las salidas bloqueadas, sin ninguna esperanza de conseguirlo. Otros miles escalaban las escarpadas paredes de piedra; arriba los esperaban lanzas y espadas. Hacia el final, los elefantes, cien elefantes con largos cuchillos en los colmillos, con patas anchas, blandas, pesadas, llevados a lo largo del valle, y luego de regreso. Después los buitres.

Los diez prisioneros fueron llevados al campamento. Antígono se apoyó contra un poste, jadeando. Poco a poco fue resbalando hasta caer al suelo, cerró los ojos y deseó encontrarse en el otro extremo del tiempo.

Volvieron las noches con Tsuniro; la cuarta mañana despertó después de una noche tranquila y sin sueños. La ciudad, sobrepoblada, le producía malestar; a menudo recordaba aquel valle encajonado del interior. Mientras los libios y mercenarios comandados por Matho conservaran no sólo Ityke e Hipu, sino también Tynes, y pudieran bloquear el istmo, casi todos los habitantes de los campos que rodeaban Kart-Hadtha vivirían tras las inexpugnables murallas. De día trabajaban en los campos y huertos del istmo, pero por la noche dormían en Kart-Hadtha. Aun cuando el otro estratega, Aníbal, había vuelto a sitiar Tynes.

Amílcar y Naravas tomaron ciudades, abrieron caminos, hicieron retroceder cada vez más a los mercenarios; hasta que, apenas dos meses después de la aniquilación del gran ejército, casi todo el interior volvió a estar bajo dominio púnico.

La falta de espacio tenía su lado bueno. En las plazas más grandes se habían construido chozas de madera; la gente del campo acampaba incluso entre las lujosas casas de Megara. Poco a poco, los campesinos y sus representantes contribuyeron a determinar una parte de los debates del Consejo; hasta los «Viejos» de Hannón empezaban a comprender que los habitantes del istmo y de las apartadas regiones púnicas de Libia podían ser gobernados más fácilmente si se les concedían mayores libertades. Tras el gran pánico de los primeros momentos de la Guerra Libia —como se la llamaba ahora—, Kart-Hadtha sólo había querido la venganza; pero últimamente hasta Hannón había cambiado de rumbo. Venganza, fuego y espada, hasta acabar con el último mercenario, parecían cada vez menos imposibles —y eran precisamente los «Viejos», cuyos ingresos procedían más de las rentas de sus gigantescas fincas rústicas que del comercio con el exterior, quienes se mostraban cada vez más indulgentes. La guerra, que aún no había terminado, había traído terribles pérdidas humanas y materiales; llevar a cabo expediciones punitivas y ejecuciones que redujeran aún más la ya menguada población del campo, equivaldría a mutilar a Kart-Hadtha y derribar sus propios cimientos. Los «Viejos» no iban tan lejos como los bárcidas, que discutían en juntas la posibilidad de transformar las fincas particulares en grandes comunidades de producción, convirtiendo a los arrendatarios en campesinos libres y explotando las fincas por medio de esclavos. Sin embargo, también los hombres de Hannón tenían claro que una repetición de la catástrofe sólo se evitaría consiguiendo que los libios no volvieran a tener motivos para odiar a Kart-Hadtha y desear su destrucción.

El cierre del interior del país al comercio, sumado a la amistad con Roma y la ayuda de Siracusa, llevó a una colosal expansión del comercio marítimo, gran parte del cual se había limitado hasta entonces a las regiones púnicas del oeste de la Oikumene. Ahora eran cada vez más los barcos de Alejandría, Laodicea, Rodas, Atenas y Creta que atracaban en Kart-Hadtha, y a los buenos artesanos del bloque de edificios adyacente a la puerta de Tynes, que no tenían motivo para temer la competencia de los productos helenos, les iba particularmente bien, y con ellos al Banco de Arena. Los perfumes de Tsuniro deleitaban a las delicadas narices del este de la Oikumene. Haciendo la observación: «Nunca se sabe lo que puede suceder: a la ciudad, a ti y a mí», Tsuniro, de acuerdo al contrato, pagaba al banco las cuatro décimas partes de su ganancia neta, cubría la mitad de los gastos comunes del presupuesto doméstico e invertía la mitad de lo restante en nuevas herramientas, marmitas de mejor calidad y hornos de mayor perfección; el banco sufragaba las cuatro décimas partes de estos gastos. Tsuniro no decía a nadie qué hacía con el dinero que le quedaba. Antígono suponía que la perfumista estaba acumulando o enterrando un tesoro en alguna parte, pero en realidad no daba mayor importancia al asunto.

A principios del verano, Amílcar entregó transitoriamente a los diez prisioneros y (otra vez) el sitio de Tynes al otro estratega, y vino a la ciudad para casar a su hija menor, Sapaníbal, con Asdrúbal el Bello. Una de las muchas celebraciones en las que Antígono no pudo tomar parte; antes de que pudiera enterarse de la boda, ya había fijado, por fin, la fecha de aquel viaje a Alejandría que proyectara hacia tanto tiempo, y se lo había comunicado a Frínicos.

El viaje fue reposado y libre de dificultades. Durante un largo viaje río arriba por el Nilo, hasta más allá de las grandes pirámides, Tsuniro susurró varias veces su nostalgia por las estrellas del sur, en medio de la noche y los vellos del pecho de Antígono. Memnón se sentía acosado por confusos recuerdos de su madre y de plazas y edificios de Kanopos, pero tras un examen a fondo desaparecieron los esquemas del pasado.

Tsuniro hizo buenos negocios con sus perfumes. Antígono sostuvo largas charlas con Frínicos, quien le recomendó a un ateniense llamado Aristarco. Antígono se procuró mayores informaciones, examinó al hombre y, finalmente, lo nombró su mediador en Alejandría. Aristón devastaba las calles de la capital lágida y se divertía con todos los perros callejeros, la mitad de los gatos, tres cocodrilos sin dientes de un brazo muerto del Nilo, dos carteros de Rhakotis y un anciano que había sido estratega de Ptolomeo y ahora pasaba los días en el parque zoológico. Antígono encargó a dos arquitectos que construyeran en la playa de Eleusis una casa conforme a sus instrucciones, indicándoles que, en adelante, seria Aristarco quien les daría las órdenes, el dinero y los reproches.

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