Aníbal (71 page)

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Authors: Gisbert Haefs

Tags: #Histórico, #Bélico

Bostar se frotó los ojos, luego se pasó ambas manos por los cabellos ralos y salpicados de gris.

—Esto es perturbador —dijo en voz baja—. ¿Cuánto tiempo ha pasado, treinta años? ¿Treinta y dos? Tuvimos esta misma conversación; ¿lo recuerdas?

Antígono asintió moviendo la cabeza sin fuerzas.

—Cuando regresé del océano; ¿te refieres a eso?

—Si. Después de la gran victoria naval. Todas las flotas romanas habían sido aniquiladas. Y tú…

—Aquella vez me equivoqué en la cantidad de años que nos quedaban. No podía contar con la grandeza y el arte militar de Amílcar; no lo nombraron estratega de Sicilia hasta después de nuestra charla.

—Ya no sé qué fue lo que calculaste entonces. Dos o tres años, creo, hasta que los mentecatos del Consejo desmontaran la flota y redujeran el ejército a la mitad. Después, victoria de los romanos. Pasaron siete años hasta que ésta se produjo.

Antígono rió, y su risa sonó como un guijarro arañando un metal fino.

—Está bien; elevaré la cifra. No serán tres o cuatro años. Digamos que Aníbal hace milagros y que resistiremos cinco o seis años. ¿Satisfecho?

—No, pero probablemente tienes razón otra vez. Es atroz. —Bostar giró un tanto y miró el puerto a través de la ventana—. Tantas oportunidades —dijo a media voz—. Tantas grandes oportunidades, únicas. El mejor estratega que ha existido jamás. Y ellos lo echan todo por la borda. Tenemos dinero y hombres y piezas para barcos, podríamos construir trescientos barcos sólo este año; y otros tantos el próximo. Preparar bien a los hombres, romper el dominio marítimo de los romanos. Y ahora hablan de ampliar la flota; ¿te ha dicho Himilcón las cifras exactas? ¿No? Entonces te las diré yo. Tenemos ochenta barcos, ahora y aquí. Asdrúbal debe tener unos cincuenta más. Construirán otros cincuenta. Ya podrían hundirse apenas salgan de los astilleros. De todas maneras no servirán para mucho más.

Antígono se recostó en el sillón y cerró los ojos. Le ardían.

—Ayer fue el día que se decidió la decadencia de Kart-Hadtha. Lo que venga a partir de ahora no será más que la lenta y tenaz realización de lo decidido ayer. Construirán barcos y reclutarán tropas cuando ya sea demasiado tarde, como lo hicieron hace veintiséis años.

—Hay algunas diferencias. —Bostar se tiró del lóbulo de la oreja—. Aquella vez Hannón poseía una ajustada mayoría. Los terratenientes querían terminar la guerra, conseguir la paz a cualquier precio y volver a dedicarse a sus negocios en Libia. Los comerciantes querían ganar la guerra tan pronto como fuera posible, pero no pudieron imponerse. Ahora terratenientes y comerciantes empuñan el mismo remo ¡Por el ojo rojo de Melkart, el regazo de Tanit y el hacha de Baal, por qué tienen que proteger todo y no arriesgar nada! ¡Los mercados de Iberia! ¡Las minas de Iberia! ¡La posibilidad de volver a hacer negocios en Sicilia! Italia está lejos, Aníbal ya casi ha vencido a Roma. Y cómo se reirán cuando eso termine. ¡Tigo! —Bostar se bajó de la repisa, se acercó a la mesa y cogió al heleno por los hombros—. ¡Qué crees que he dicho en el Consejo! Intenta hacer que lo comprendan. Que comprendan que perderán Iberia si sólo piensan en protegerla. Que no obtendrán Sicilia, porque Roma sólo renunciará a ella cuando esté en el suelo y ya no pueda levantarse. Que también perderán Libia si ahora no envían a Italia todo, todo, todo lo que se pueda enviar. —Soltó al heleno y regresó a la ventana arrastrando los pies.

Antígono tenía la mirada fija en el techo.

—A esto hemos llegado. —Su voz sonaba otra vez firme. Y fría—. Ya que los consejeros púnicos han regalado el futuro de Kart-Hadtha por no pensar más que en su dinero, hagamos nosotros lo mismo. Nosotros no podemos salvar nada, sólo nuestro dinero, quizá.

Bostar asintió lentamente.

—¿Qué propones?

—Empecemos a pensar, amigo. Despacio pero a fondo. ¿Qué nos queda si renunciamos a Libia e Iberia?

Bostar se mordió el labio inferior.

—¿Cuánto tiempo, oh gran profeta, necesitará Roma para devorar también el este de la Oikumene después de haber derrotado a Kart-Hadtha?

Antígono hizo una señal negativa con la mano.

—Eso tomará tiempo. Supongo que los romanos primero querrán consolidar su dominio en Iberia para no volver a perderlo, tan pronto lo consigan definitivamente. No pasará mucho tiempo hasta que los íberos, como ahora sucede con los siciliotas, se den cuenta de lo amable que era el dominio púnico. Se producirán levantamientos. Roma los acallará, sin duda; pero mientras eso sucede no podrá ocuparse de los helenos con todo su poder. Digamos… —Titubeó. Continuó hablando en voz baja—. Todas estas profecías son un poco inquietantes. ¿Te has dado cuenta de que estamos hablando sobre los cadáveres de Aníbal y Asdrúbal?

—Y sobre otros cien mil —dijo Bostar, fulminante—. ¿Quieres contarlos uno por uno?

—No. Digamos, cinco años hasta la caída de Kart-Hadtha. Después, diez años más hasta que la mayoría de las ciudades y Estados helénicos dependan de Roma. Otros diez o veinte años hasta que hayan perdido completamente la libertad. Dentro de treinta y cinco años le tocará el turno a Egipto.

—Eso llega hasta el fin de nuestros días, amigo. Ambos tenemos cincuenta y dos años.

—Ay, Bostar, pocas veces te he oído hacer bromas tan crueles.

El púnico rechinó los dientes.

—¿Debería pasarme la vida llorando en silencio? Así pues, trasladaremos nuestros negocios hacia el Este, poco a poco, ¿no? ¿Kypros, Egipto, los seléucidas?

—¿Qué otro remedio? ¿Cómo te sientes, amigo? No tienes buen aspecto.

Bostar respiró hondo.

—¿Cómo me siento? Como un… como algo… como un ánfora que acaba de advertir que la han agujereado. Todo el contenido se ha escurrido, Tigo; era vino sirio. Y la han llenado con excrementos de rata.

A principios del verano, el Consejo armó dos flotas. La primera estaba compuesta por cincuenta penteras y ciento veinte buques de carga que llevaban a bordo a tres mil quinientos libios y mil númidas. Navegaban rumbo a las islas Egates. La segunda flota, sesenta penteras y unos cuantos buques—escolta, navegó abiertamente a lo largo de la costa meridional de Sicilia, luego enrumbó hacia la costa oriental y penetró en la jurisdicción del aliado de Roma, Hierón de Siracusa, donde hundió barcos, saqueó pequeños puertos y devastó las costas. En otoño una flota romana de Lilibea se atrevió a avanzar hasta la isla Meninx, desoló la costa oriental del territorio púnico y perdió algunos miles de hombres cuando tropas de las guarniciones púnicas de Hadrimes y otras ciudades salieron de sus cuarteles y atacaron a las tropas de desembarco romanas. Mientras Roma conservara Lilibea esto podría suceder una y otra vez; además, cualquier intento de desembarco de los púnicos en Sicilia no tendría prácticamente ninguna posibilidad de éxito, mientras la vieja y sólida fortaleza perteneciera al enemigo. El plan del Consejo de Kart-Hadtha no era tonto, como incluso Antígono estaba dispuesto a reconocer; sin embargo, tampoco era especialmente astuto, y, sobre todo, no dio resultado. La segunda flota, la que navegaba hacia Siracusa, debía atraer a los barcos romanos de Lilibea; si Craso, que tenía el mando de esa ciudad, quería proteger a su aliado Hierón, tendría que lanzarse a la persecución de la flota púnica. Esto dejaría Lilibea desprotegida para el ataque de la primera flota, que esperaba en las islas Egates.

Pero Craso no hizo lo esperado; se quedó en Lilibea, confió en la colosal muralla de la ciudad de Siracusa y pidió refuerzos a Roma. Así, una poderosa flota que hubiera podido llevar refuerzos a Aníbal, en Italia, o a Asdrúbal, en Iberia, y que hubiera bastado para interrumpir el contacto entre Roma y Tarrakon, fue dividida y empleada en empresas menos importantes. Casi no hubo bajas, pero tampoco se ganó nada.

Antígono, a bordo del
Alas del Céfiro
, navegó junto con la segunda flota hasta las inmediaciones de Siracusa. Allí el capitán Bomílcar transformó el
Alas
en el
Gracia de Kypris
, que atracó en Taras con velas blancas y una tripulación formada por italiotas y siciliotas.

Taras, la antigua ciudad helena que sesenta años antes había pedido ayuda a Pirro contra la amenaza romana y luego había dejado en la estacada al estratega, disfrutaba de libertad teórica, aunque en ella estaba apostada una tropa de ocupación romana. Guardas romanos vigilaban el puerto, funcionarios aduaneros romanos subían a los barcos, inspectores romanos acompañaban a todos los representantes de la administración tarentina.

—Esta es la ventaja de ser neutral —dijo el dueño de la posada de mala muerte donde Antígono pasó unos días. Bomílcar y el barco habían vuelto a zarpar en seguida.

—¿Hasta qué punto, señor de las gargantas?

El posadero llenó una jarra de agua y la puso junto a la jarra de vino del heleno. La mirada de sus ojos oscuros era al mismo tiempo astuta y desconfiada.

—¿Eres tú un heleno libre?

Antígono levantó su vaso.

—¿Existe eso? Vengo de Megalópolis y no soy amigo de los romanos. Si a eso te refieres.

—Nunca puede saberse. Nosotros ni somos amigos de Roma ni lo contrario; por eso las tropas de ocupación. Si fuéramos aliados de Roma habría el doble número de romanos en la ciudad. Y, como beneficiarios del derecho romano, Zeus así lo quiera, aún podemos tener tropas propias. Mientras más íntimos los lazos con Roma, peor la situación.

Antígono miró a su alrededor. La taberna estaba vacía; pero los dos bebedores solitarios de la mesa cercana a la puerta podían ser espías romanos, escuchas. El heleno dijo en voz muy baja:

—Ciudadano aliado sin derecho a voto, vasallo, amigo o sirviente, ¿cuál es la diferencia? Una graduación de falta de libertades, como mucho. Y, si esto es así, ¿por qué no abrís las puertas a los púnicos?

El posadero levantó la mano espantado.

—¡No! ¡Jamás!

—¿Por qué no?

—En primer lugar, porque los romanos se harían fuertes en la fortaleza; la ciudad no tardaría en convenirse en un campo de batalla. En segundo lugar, ¿conoces a los púnicos, señor?

—Muy ligeramente. Un poco. ¿Por qué?

El posadero se inclinó hacia delante y susurró:

—Los púnicos sacrifican y devoran niños. Son un pueblo siniestro. Bárbaros.

—¿Y qué son los romanos?

—Bárbaros aún peores. Es cierto, extranjero. Pero con ellos estamos enfrentados desde hace sólo setenta años; con los púnicos todos los helenos han tenido guerras desde hace, bah, yo qué sé. ¿Cinco, seis siglos? En todo caso, desde siempre; hemos estado en guerra contra ellos todo ese tiempo.

—Y, ¿no crees que italiotas y púnicos deberían luchar juntos contra Roma, ya que los romanos son peores y están más cerca de aquí?

El posadero bamboleó la cabeza.

—Eso seria muy razonable, extranjero. Pero, ¿quién ha oído alguna vez que las cosas importantes, como la guerra, la paz, la amistad o la servidumbre se decidan de manera razonable? Miedo. Comodidad. Origen ilustre. Repetición de los errores de los antepasados. Cosas de ésas. ¡Pero no la razón!

A pesar de los controles romanos, Antígono pudo desembarcar, primero, y sacar de la ciudad, después, cinco talentos de oro ocultos entre hierbas medicinales, cajas y frascos. Se dirigió hacia el norte con cuatro asnos, haciéndose pasar por un mercachifle y curandero heleno. Esa suma de dinero —parte procedente de la fortuna del Barca, parte de la suya propia— equivalía a unos setenta talentos de plata, o doscientos cincuenta mil schekels: treinta días de paga para veinticinco mil soldados. Con los tres guías que había contratado no tuvo problemas para adentrarse en el territorio itálico; sin embargo, no sacó falsas conclusiones de esto; una tropa de tres mil númidas hubiera atraído inmediatamente a todas las unidades romanas del sur de Italia.

No tardó en enterarse de que los púnicos se encontraban en Apulia, a orillas del mar ilirio, cerca de Salapia. Desde allí Aníbal podía impedir cualquier movilización de tropas entre Roma y el sur de Italia; y, además, dominaba los fértiles campos de Apulia. Al parecer el campamento principal se encontraba en una pequeña fortificación llamada Cannae.

Todo el país estaba envuelto por una atmósfera extraña, y mientras más se acercaba Antígono a Cannae, más palpables se hacían los motivos, más clara se hacia la naturaleza de esa atmósfera. Campesinos apulinos, brutios, lucanos, con los que Antígono habló a lo largo de su tortuoso camino, declaraban simpatizar con el estratega y su empresa y manifestaban un profundo odio hacia el opresor romano; sin embargo, ni ellos ni sus paisanos se mostraban muy dispuestos a luchar al lado de los púnicos. Temían a Roma desde hacía décadas, y habían visto repetidas veces con qué rapidez, dureza y crueldad mandaba el Senado reprimir cualquier levantamiento o tentativa de liberación. Los campesinos seguían los acontecimientos con tensa expectación y esperanza en una victoria de Aníbal, pero también con una sensación de impotencia y un presentimiento de agonía; como si ninguna victoria del púnico pudiera cambiar en algo la absoluta superioridad de Roma.

A ello se sumaban las cifras. Cifras monstruosas. Los dos cónsules de ese año, Lucio Emilio Paulo y Cayo Terencio Varrón habían reunido en Larinum el ejército más grande de cuantos habían pisado jamás suelo itálico. Ocho legiones romanas y ocho legiones de aliados, en total ochenta mil hombres de a pie y seis mil jinetes. Estaba a punto de producirse la gran batalla, según se decía, y los púnicos no disponían ni de la mitad de lo que podían poner en acción los romanos.

Antígono pasó una noche luchando contra lo que le dictaba la razón. Las cifras, repetidas y confirmadas una y otra vez por diferentes personas, parecían ser, hasta cierto punto, fiables. Un ejército pequeño podía vencer a uno numeroso si era superior en armamento y preparación, como los macedonios de Alejandro vencieron a los persas, pero nadie era superior a las legiones; o podía vencer utilizando la sorpresa, ardides, emboscadas, lo cual no era posible en las amplias llanuras de Apulia. El arte militar de Aníbal podría, en el mejor de los casos, atenuar la inevitable catástrofe; ¿y después? Ningún punto de apoyo firme, ningún puerto para una retirada por el mar. La victoria de los cónsules pondría punto final al ya pequeño apoyo que Aníbal recibía de italiotas e itálicos del sur. Una derrota del ejército púnico, sea ésta como fuere, significaría el fin.

A la mañana siguiente el heleno decidió seguir adelante, a pesar de todo. Le parecía improbable poder llegar a algún puerto después de una victoria romana; pero, sobre todo, estaba tan cerca del gran estratega y mejor amigo que le parecía una traición dar media vuelta y no participar en el desastre final. Y si éste se producía ahora, todo estaría perdido; los cónsules levantarían sus campamentos de invierno al pie de la muralla del istmo de Kart-Hadtha; la sombría hipótesis de sufrir una derrota en un plazo de cinco años parecía ahora muy superficial y esperanzadora.

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