Aníbal (68 page)

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Authors: Gisbert Haefs

Tags: #Histórico, #Bélico

Antígono sabía qué opinar del entusiasmo que Hannón mostraba hacia los bárcidas. Máxime cuando los gastos de guerra del Consejo, autorizados por Hannón, hasta ahora no habían costado nada a la ciudad. Kart-Hadtha se había creado un buen respaldo económico con los envíos de plata de las minas de los bárcidas, incrementados constantemente durante quince años. Una cantidad casi cuatro veces superior a la que Roma había arrebatado a la ciudad, tras las guerras Sicilianas y Libia, yacía en el tesoro de la ciudad, en parte en monedas y en parte en lingotes y dedos: más de doce mil talentos de plata, sólo de los envíos de Iberia. Además, durante más de diez años Iberia había suministrado y costeado todas las tropas y barcos —a excepción de una pequeñísima porción pagada por la capital púnica—, además de la colonización de Iberia y pequeñas expediciones de pacificación contra tribus númidas y mauritanas. Durante esa época de paz y tranquilidad, florecimiento económico y continuos crecimientos del comercio marítimo, cuantiosos ingresos procedentes de las aduanas fronterizas y portuarias, así como de constantes impuestos pagados por las otras ciudades púnicas y libiofenicias, el tesoro público de Kart-Hadtha apenas si había tenido gastos: ninguna epidemia, ninguna hambruna, ninguna gran construcción. Ni el líder de los bárcidas en el Consejo, Himilcón, ni Bostar, quien disponía de buena información extraoficial, podían precisar la cantidad a que ascendía el conjunto de las reservas; sus cálculos rondaban en torno a los veinte talentos de plata, más, como mínimo, mil talentos de oro procedentes de las minas situadas a orillas del océano, muy al suroeste de Libia.

Antígono y Hannón se encontraron sólo una vez durante ese invierno. Hannón no solía concurrir a la sede de los vinateros, entre los que no se contaba, pero una noche se presentó en el Palacio de las Uvas Embriagadoras con otros tres consejeros; se sentaron a la mesa contigua a la del heleno.

Antígono renunció a presentar a Hannón a su acompañante, una heleno—fenicia de Kypros llamada Tomiris. La mujer tenía cuarenta y dos años, había sobrevivido a tres esposos, poseía una docena de barcos, almacenes de mercadería en Mitilena, Kitión y Tiro, y llevaba sus negocios a través del Banco de Arena. Para la concepción helena de la belleza, su boca y sus caderas eran demasiado gruesas, pero Antígono prefería lo concreto a lo ideal. Desde su primer encuentro, esa mañana, en el banco, ambos se comportaron de forma espontánea y bromista. Querían pasar la noche en la habitación —tan utilizada por Antígono— de la tercera planta de la sede de los vinateros, y tomaron una comida ligera. Hannón llegó como un postre pesado y difícil de digerir.

—Bajo ciertas miradas las uvas se pudren y el queso empieza a criar moho. —Antígono empujó la bandeja hacia el centro de la mesa y vació su copa.

Tomiris cogió una uva, la puso frente a sus ojos, la hizo girar.

—Ésta todavía está buena, y su zumo es bueno para muchas cosas.

Hannón dio unas palmadas; un escanciador esclavo se acercó a toda prisa, Hannón le mandó quitar de en medio de las mesas un pie de bronce que sostenía cinco antorchas.

—Ahora te veo mejor, meteco. Un placer.

Antígono no miró hacia la otra mesa.

—Noble consejero Hannón —dijo no muy alto, a regañadientes—. Que tu noche sea ligera, tu digestión fácil y tu lecho cómodo. ¿O la plata bárcida que tienes en los cojines es muy dura?

—Oigo mal. —Hannón dio un profundo suspiro—. Es cosa de la edad, pero este defecto me evita oír muchas palabras poco amistosas que de lo contrario tendría que responder.

—¿Quién te obliga a responder algo? Yo creo que un largo silencio de tu parte sería un gran regalo para la ciudad. —Antígono miraba fijamente su copa.

Las comisuras de los labios de Tomiris se contrajeron.

—Queridos y viejos amigos que vuelven a encontrarse después de una larga separación, ¿eh?

Hannón se recostó en su silla de cuero acolchado.

—Ah, sí. —Juntó las manos sobre la barriga. En el
Palacio de las Uvas Embriagadoras
se hizo silencio; nadie hacia sonar los platos o cuchillos, ningún escanciador se movía de su sitio. Aparte del crujir y crepitar del fogón y las antorchas, lo único que podía oírse era el profundo silencio; éste parecía latir—. Ah, sí. Viejos amigos, es cierto. Y esta vez en cierta manera empuñamos el mismo remo, meteco. Un extraño placer.

—¿Cuándo dejarás el remo y bajarás del barco, príncipe de los terratenientes? ¿Cuando el barco comience a balancearse? ¿O cuando la costa se pierda de vista y te marees?

—.Cuando ya haya remado lo suficiente, meteco. Así de sencillo. Y ése será también el momento en que lo mejor para el barco será izar las velas, encoger los remos y atracar en el muelle.

—Esta vez es otro quien lleva el timón, Hannón.

—Lo sé, meteco. Pero cuando la carcoma se apodera de la bodega, el piloto tiene que buscar un puerto.

—Olvidas, púnico, que tal vez ese puerto ya esté ocupado por piratas itálicos. Hannón se mordió los labios.

—Es posible. En ese caso será un lugar poco saludable para el piloto. Pero ciertos remeros como tú y yo podemos negociar incluso con piratas, podemos remar para ellos o mostrarles dónde crece la mejor madera para construir barcos.

Antígono se puso de pie, empujó la silla hacia atrás y extendió la mano hacia Tomiris, cuyos profundos y oscuros ojos azules iban y venían de Hannón al heleno.

—Ya hoy mismo puedo predecirte qué ocurrirá en ese caso, Hannón —Antígono no hablaba en voz muy alta, pero si de forma muy clara y enérgica; su voz llegaba hasta el último rincón de la taberna, y por lo menos uno de los acompañantes de Hannón bajó la cabeza—. Y te aconsejo que no lo olvides.

Hannón asintió mirando al heleno casi divertido.

—Me tienes lleno de maravillada expectación, meteco. ¿Qué es lo que no debo olvidar?

Antígono desenvainó su viejo puñal egipcio y lo levantó; la luz de las antorchas se deslizaba hacia el suelo rebotando en el hierro curvo.

—Este puñal será un ejemplo de la multiplicidad de los antiguos países, Hannón. En caso de que algún día sólo queden armerías romanas; en caso de que el mejor piloto que ha tenido jamás este barco se vea obligado a rendirse a causa de la carcoma; en caso de que resulte que alguien ha traído o ha dejado entrar la carcoma a la bodega, intencionadamente. —Volvió a guardar el puñal.

Hannón aguzó la vista.

—Los cocodrilos viejos tienen dientes afilados. Y gruesas corazas. Ya hay muchos puñales oxidados debajo de ellos, en el fondo del Nilo.

Antígono soltó a Tomiris, se acercó a Hannón y le dio unas palmadas en la espalda.

—Grasa —dijo—. Ni músculos, ni coraza, solamente grasa. Oh viejo y gran cocodrilo.

Aunque estaba cansado tras el delicioso esfuerzo, Antígono no podía dormir. Conocía ese estado e intentaba relajarse; desde su regreso a Kart-Hadtha apenas si había gozado de algún sueño profundo. Quizá le faltaba el cansancio de la campaña para poder encontrar el verdadero descanso. Quizá su cuerpo no estaba lo bastante cansado, quizá su mente no había sido exigida demasiado. Estaba escuchando los ruidos de la noche, la respiración de Tomiris, los crujidos de los maderos y la cama. En algún lugar por encima de ellos algo se deslizaba rápidamente, debía tratarse de un encuentro nocturno de los ratones de la casa. La ropa, dispersa por el suelo, exhalaba un vaho de vino, madera encendida, comida. Había algo más que la respiración y el olor del cuerpo caliente no disipaban: el aroma denso y penetrante del agua perfumada en que Hannón se bañaba y sumergía su ropa. Antígono se olió la mano derecha; fue un error darle esas palmadas en la espalda.

Cuando los chillidos de las aves nocturnas se hicieron más espaciados y las primeras luces del día perfilaron el borde de la cortina de cuero forrado, Antígono comprendió el motivo de su insomnio. Probablemente hizo un movimiento brusco; Tomiris se despertó, se sentó, lo miró, ya completamente despierta.

—¿Qué pasa?

Él le acarició la mejilla.

—Nada, oh gracia de Kypros. Sólo que de pronto he comprendido algo.

—Dime de qué se trata, para que yo lo sepa. —Antígono asintió.

—He estado con Aníbal casi dos años; he visto los tormentos y esfuerzos que miles de hombres cargan sobre si mismos para que esta ciudad en la que he nacido continúe siendo grande y libre. Y desde que he regresado he empezado a odiarla. A mi ciudad.

Tomiris se inclinó hacia delante, y fue como si la punta de su lengua tatuara signos exorcizantes en el pecho del heleno. Luego susurró:

—El amor disuelve el odio. —Rodó hacia él con un movimiento elástico que era al mismo tiempo un estirarse y un girar, como una ola.

Todavía estaba amaneciendo cuando dejaron la sede de los vinateros y salieron en busca de un lugar donde desayunar. Ya en la calle, Tomiris se detuvo y cogió la mano del heleno.

—Mi barco puede zarpar hoy, pero también puede esperar. ¿Quieres enseñarme tu ciudad? ¿Los días y las noches?

Antígono tenía la mirada fija en el gris cielo invernal. En las próximas horas el fuerte viento del norte rasgaría las nubes y dejaría brillar el frío azul del cielo.

—¿Por qué, señora del comercio?

—Ésta es la ciudad más grande y rica de la Oikumene, y una de las más antiguas, no puedo dejar de conocerla. —Le soltó la mano—. Sobre todo, me gustaría saber por qué la amas tanto, que ahora crees que la odias.

Cogió a la kipriota por los hombros y la miró a los ojos.

—Celebro el día de ayer, que te llevó al banco. Ven.

Andando por las calles secundarias llegaron al camino vigilado que conducía al puerto comercial; los comerciantes extranjeros no podían entrar en el puerto, tenían que atracar en el muelle exterior; pero para el señor del Banco de Arena y amigo de los bárcidas no existían barreras. Comieron pescado fresco en una taberna que no cerraba nunca, situada en el extremo sur de la dársena, junto a los puentes móviles. La kipriota observó los músculos de los estibadores y pescadores, todos púnicos y libios, comparó a media voz los taparrabos rojizos y marrones con los más bien claros que llevaban los trabajadores portuarios al este del mar, preguntó por el significado de algunos amuletos y advirtió que apenas una décima parte de los hombres vertía al suelo unas gotas de la primera bebida de la mañana —por lo general cerveza— para honrar a los dioses.

—Es estupendo, y… diferente. —Tomiris se detuvo frente a la enorme tienda de un velero. Tras la puerta abierta, cuatro hombres y tres mujeres estaban acuclillados junto a trozos de tela y paños de vela plegados limpiamente; hombres y mujeres cortaban y cosían, se arrastraban de un lado a otro sobre sus rodillas, manejaban varas de medir con una velocidad que hacia sus movimientos casi inapreciables. Todos estaban vestidos de la misma manera: taparrabo, túnica corta y sandalias—. Muy diferente.

Antígono siguió andando unos pasos más.

—La gruta de los aromas. —Le mostró el enorme almacén del gremio de perfumistas—. El banco y sus grupos subsidiarios también tienen una parte de su dinero invertida aquí. No podría ser de otra manera.

—En los puertos helenos sólo trabajan hombres; nunca había oído hablar de mujeres veleras. Y nada de lo que se cuenta sobre las costumbres de los karjedonios es cierto. —Tomiris cerró los ojos, arrugó un poco la nariz y aspiró los mil perfumes que brotaban de los estantes y cubas, las pilas de cajas llenas de botellas, las filas de grandes ánforas. Siempre había un frasco que se rompía; siempre caían unas cuantas gotas al verter las exquisitas esencias en los recipientes.

—¿En qué piensas? ¿La ropa? ¿Las mujeres trabajadoras?

—Ay, todo. Los púnicos tienen fama de ser oscuros santurrones; pero casi ninguno de esos bebedores de cerveza hacia la libación a los dioses. Se dice que los púnicos ocultan sus cuerpos y se envuelven en gruesas telas hasta cuando hace un calor bochornoso; pero ahora veo que los estibadores trabajan casi desnudos incluso en invierno. ¿Cómo se explica eso, señor del Banco de Arena? ¿Es mentira todo lo que se dice sobre Karjedón?

—Las historias necesitan tiempo para difundirse, y a veces cuando llegan al otro extremo del mar lo que cuentan ya ha cambiado. —Sonrió—. Hay púnicos que ven a Alejandro en cada macedonio.

Al llegar al extremo norte del puerto, Antígono pasó su brazo por debajo del de la kipriota.

—Ven; quiero enseñarte algo muy especial.

—¿Qué?

—Algo que ni siquiera los púnicos comunes y corrientes pueden ver.

Pasaron junto al lado del banco que daba al puerto. Bostar estaba en la sala donde se recibía a los clientes, hablando con un capitán de largas barbas y cabello hirsuto; vio a Antígono y a la mujer por encima del hombro del capitán y agitó la mano haciéndoles una señal que era más una queja que un saludo.

—¿Qué le pasa?

Antígono soltó una suave risita.

—Si lo he entendido bien, le parece que yo debería estar ocupándome de los negocios en lugar de divertirme paseando con una mujer extranjera.

Treinta pasos después llegaron al puente basculante tendido sobre el «gollete». La influencia mutua de los dos grandes idiomas comerciales del oeste de la Oikumene, el púnico y la coiné helena, había creado numerosos términos híbridos y había confundido el origen de las palabras. Originalmente el Cothon de Kart-Hadtha había sido el «puerto pequeño», en contraposición al gran fondeadero exterior, en el muelle y el mar; sin embargo, en Karjedón se había olvidado hacia mucho tiempo la antiquísima palabra fenicia
qant
, pequeño, y los mismos púnicos aludían ahora a la antigua cantimplora de los soldados lacedemonios, llamada
cothon
. La «panza» cuadrangular de la cantimplora se correspondía con el puerto comercial; el «gollete» conducía al puerto militar, que era casi redondo, como el tapón de la cantimplora. Antígono estaba casi seguro de que los lacedemonios habían dado ese nombre a sus cantimploras recordando el puerto púnico o algún otro puerto doble.

Dos murallas dobles de la altura de un hombre rodeaban el puerto militar. Una gruesa cadena y pesadas puertas revestidas de bronce en la parte que quedaba sumergida y de hierro en la parte superior bloqueaban el paso. El borde del «gollete» estaba formado por colosales bloques de piedra sin junturas ni argamasa. Junto a las puertas para los barcos empezaba la muralla doble, en la que se abría una entrada custodiada por cuatro hombres, puertas de dos hojas reforzadas con hierro. Los guardas eran púnicos; llevaban yelmos de bronce con un penacho rojo y protectores para la nariz y las mejillas, adornadas corazas pectorales de bronce sobre el chitón, protectores de hierro en las piernas y sandalias; estaban armados con lanzas, espadas, puñales y escudos ovalados.

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