Aníbal (69 page)

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Authors: Gisbert Haefs

Tags: #Histórico, #Bélico

Antígono tiró de Tomiris. Cuando estuvieron ante los guardas el heleno se detuvo, se llevó el puño al pecho y dijo a media voz:

—El señor del Banco de Arena, Antígono, solicita una conversación con el jefe de la flota.

Uno de los centinelas se dio la vuelta, golpeó la puerta de metal con la palma de la mano y susurró algo por una pequeña ventanilla enrejada abierta en la pared.

Antígono retrocedió unos cuantos pasos.

—Te vendarán los ojos —murmuró—. Pero podrás ver el puerto desde las habitaciones del almirante. No muchos detalles, pero como no eres una espía romana te bastará con el panorama general.

Tomiris estaba un poco pálida, a pesar de su tez morena.

—Puedes realmente… Quiero decir, eres el señor del Banco de Arena, pero no eres púnico.

—Puedo. Y desde que los romanos y todos los demás han aprendido a construir penteras, en realidad aquí ya no hay ningún secreto que guardar. Fuera de las posibilidades reales, el equipamiento, los depósitos y talleres. Pero tú lo verás, parcialmente.

Una de las hojas de la puerta se abrió. Un oficial púnico con un capote rojo brillante y hebillas doradas sobre los hombros salió por la puerta. En la mano tenía una gruesa venda de lino blanco. Cuando Tomiris ya no pudo ver nada, Antígono la cogió de la mano.

La isla del almirante, unida al atracadero por un pequeño dique, se levantaba al sudeste de la dársena circular. Desde la planta superior del edificio se divisaba no sólo el puerto militar, sino también el puerto comercial y la mitad de la ciudad. La torre era bastante alta, más alta que la muralla marítima. Desde allí el jefe de la flota podía contar todos los barcos anclados en la amplia bahía de Kart-Hadtha.

Los cobertizos de los barcos se extendían como cajitas alrededor de la dársena: doscientos veinte cobertizos para doscientos veinte barcos de guerra. Con talleres, herrerías, astilleros, almacenes de provisiones, arsenales, alojamientos para las tropas navales y los remeros, enormes almacenes subterráneos para guardar hierro, cobre, estaño y mil maderas distintas. Un barco cargado de plata procedente de Iberia y dos mercantes con lingotes de hierro flotaban en el muelle de descarga, frente a los almacenes; los tripulantes de esas naves habían desembarcado en el puerto comercial para ser reemplazados por oficiales del almirante y remeros de la flota militar, quienes los habían llevado a la zona de acceso restringido. Carros de cuatro ruedas cargados con lingotes de metal bajaban siguiendo las acanaladuras cavadas en la rampa que unía el muelle con los almacenes subterráneos. Dos oficiales supervisaban los trabajos; los estibadores eran exclusivamente púnicos de las capas más bajas. Llevaban puesto una especie de peto de cuero y turbantes de colores.

El oficial que guiaba a Antígono y Tomiris se mantuvo en silencio durante todo el camino. Detrás de las puertas, un pequeño puente basculante de madera cruzaba el «gollete»; algunos pasos más allá empezaba el dique que llegaba a la isla.

El almirante era uno de los hombres de Hannón, un hombre mayor y canoso llamado Sapu. Éste despidió al oficial, quitó él mismo la venda que rodeaba la cabeza de Tomiris y acomodó las sillas de tijera.

—Señor del Banco de Arena, ¿qué deseas?

—Ésta es la comerciante Tomiris de Kitión, Sapu. Habla púnico, pero…

Sapu levantó la mano.

—No me cuesta ningún trabajo —dijo en heleno. Tomiris inclinó la cabeza; luego se sentó. Desde las grandes ventanas podía verse toda la zona de ambos puertos, la parte baja de la ciudad, la bahía. Los ojos de la kipriota bailaban entre Sapu, Antígono y la vista del exterior.

—Se trata de transportar algo —dijo Antígono. Se reclinó en su asiento y observó los surcos que recorrían la cara del almirante—. Elefantes y númidas para el estratega. ¿Es posible llevar un campamento así a Italia en estos momentos, es decir, después del inicio de la primavera? ¿O perderíamos todos los barcos?

Sapu entrecerró los párpados.

—¿Quién pone los barcos de carga, señor del Banco de Arena?

Antígono señaló a la kipriota.

—Tomiris y el banco, ambos.

—Se trata, pues, de escoltarlos. Hmm. —Se dio la vuelta, cogió varios rollos de su mesa, los enrolló, volvió a dejarlos—. Los romanos todavía tienen barcos en Lilibea, y también frente a Drepana y en Panormos. Pocos; el grueso de la flota se encuentra en Ostia y al norte de Iberia. No obstante, por el norte de Sicilia el viaje no carece de peligro. Por el sur parece más fácil; de momento en Akragas sólo tienen cinco penteras y tres trirremes. Pero después está la costa oriental, y allí vigila Siracusa. ¿Dónde tendríamos que desembarcar a los soldados y elefantes?

—Al sur de Neápolis. No hay puerto, sólo una bahía desprotegida.

Sapu cerró los ojos; su mano derecha dibujó el perfil de Italia en el aire.

—Seria más fácil hacerlo al sur, entre las ciudades italiotas, en algún lugar cercano a Lokroi, o a Taras. —Abrió los ojos y miró hacia la ventana—. Si el Consejo no decide que la flota haga algo distinto.

—Los consejeros estarán de acuerdo, pues no les costará nada. A excepción de los elefantes. Los númidas y el transporte serán un regalo mío al estratega.

Sapu dejó escapar un silbido.

—Un costoso regalo, señor del Banco de Arena.

Antígono levantó una mano y estiró los dedos.

—Gracias al comercio con Iberia he ganado más de lo que nunca podré dar a Aníbal o a sus hermanos. No lo hago por Kart-Hadtha, Sapu, lo hago por el Barca y sus hijos.

El almirante arrugó la frente.

—A mí me importa más la ciudad; como debes saber, Antígono.

—Lo sé. Roma pisotea todo, y, si dependiera de Hannón el Grande, hace mucho que seriamos barro adherido a las sandalias romanas y nos alegraríamos de cada contacto con el suelo.

Sapu esbozó una ligera sonrisa.

—Utilizas metáforas poco edificables, Antígono. Y olvidas que Hannón apoya la guerra y al estratega.

—Así será mientras eso no le cueste nada e incremente aún más su riqueza. No le preocupa que Kart-Hadtha pueda convertirse en un impotente vasallo de Roma si sufrimos una nueva derrota.

El almirante guardó silencio un momento; luego dio un suspiro.

—Es cierto, meteco. Pero a pesar de sus coincidencias con Hannón, no todos los consejeros de los «Viejos» ven las cosas así. Dudo que me creas, pero si yo quiero más barcos y soldados es para hacer la guerra, y no para aumentar los bienes de nadie.

Antígono se encogió de hombros.

—Señor de la flota, eso te honra, y probablemente hasta te creo. Nunca he dudado de que en las filas de los «Viejos» haya hombres honrados que sepan de qué va todo esto. No obstante: Hannón tiene los hilos, y Hannón está siguiendo el juego de Roma al no luchar contra Roma sino a favor de su propio bolsillo. Pero es inútil seguir con esto. ¿Cuántos barcos de guerra crees que harán falta para escoltar a treinta elefantes y tres mil númidas?

—Eso depende de muchas cosas. Si el Consejo accede podríamos enviar dos flotas. Una que navegue hacia el norte y el nordeste pasando por Lilibea, para distraer a los romanos y quizá también saquear la costa itálica; y una segunda que escolte a tus mercantes a lo largo de la costa sur de Sicilia y desembarque el cargamento cerca de Taras.

Antígono se levantó.

—¿Los barcos necesarios estarían disponibles?

—Si. Si no les encomienda otra misión. Iberia, por ejemplo.

—Tendremos tiempo para discutir esos detalles y algunas cosas más. De momento te doy las gracias, Sapu.

Tomiris guardó un largo silencio. Sólo cuando hubieron abandonado la zona de acceso restringido a través de la puerta contigua al gran portón de los barcos y hubieron empezado a andar por la Calle Mayor en dirección al oeste, la kipriota carraspeó.

—¿No habrás dicho en serio que piensas embarcarme en esa locura?

—No. —Antígono rió—. No es tu guerra, gracia de Kypros. Pero el asunto es urgente; hace días que quería hablar con el almirante, y haciéndolo de esta manera tú has podido ver lo que un día fue el corazón de la gran potencia marítima y terrestre, Karjedón, y que aún hoy puede ser grande e importante.

Tomiris se detuvo frente a una tienda que ofrecía diez mil recipientes distintos: vasos de cuero alisado, vasos de cuero labrado o con adornos, preciosos objetos de cristal, finísimos y en todos los colores del arcoiris, copas de arcilla, copas de plata —lisa, adornada, rayada, repujada—, jarras de alabastro, una jarra de marfil en forma de elefante, con la trompa estirada como pico, amplias cráteras hechas con medio huevo de avestruz. Antígono interpretó la mirada de Tomiris, le pidió que esperara y entró en la tienda. El propietario era un púnico desdentado de piel apergaminada que parecía vivir dentro de su capucha, como si fuera una gruta; Antígono no regateó; en su calidad de conocedor y señor el Banco de Arena, obligó al propietario a bajar el precio. Tres vasos iguales, de una palma de alto y sostenidos cada uno por cuatro patitas de león; fuera de ello, los vasos eran preciosos y sencillos, adornados con finas figuras geométricas talladas en los bordes. Los tres habían sido tallados en una sola piedra por un artista púnico: uno en ámbar, otro en jade y otro en ónice. Antígono pagó y pidió que envolvieran los vasos en esparto y se los llevaran al banco.

—Los regalos te esperarán en el puerto —dijo a Tomiris al salir de la tienda—. Cuando te marches. No antes.

—No tienes que regalarme nada. —La kipriota se llevó las manos a las caderas y lo miró fijamente, sacudiendo la cabeza.

—Gracia de Kypros, si no los quieres, considéralos un homenaje a la diosa.

Ella rió y lo cogió de la mano.

—Sea lo que fuere ese regalo, lo apreciaré y celebraré a Afrodita con él. Y pensaré en un banquero púnico que siempre sabe qué responder.

En el ágora, Tomiris admiró las piedras y figuras del varias veces centenario edificio del Consejo; después de tomar una copiosa comida en una de las tabernas de la plaza, Antígono mandó a buscar un carro de alquiler e indicó al conductor que los llevara hacia Megara a través de las estrechas calles de Byrsa. Los huertos y sembrados de los ricos mostraban la escasez propia del invierno; sin embargo, gracias a los numerosos árboles y arbustos de hojas perennes que rodeaban a los viejos y brillantes edificios, para Tomiris el viaje fue quizá todavía más impresionante de lo que lo hubiera sido a principios del verano. La kipriota podía ver en cualquier lugar de la Oikumene la frondosa y colorida vegetación de un sinfín de plantas, pero la magnificencia pura, contenida y fría que representaban las fincas en invierno era algo que a Antígono le parecía único; la kipriota confirmó esto con su mudo disfrute del paisaje.

Salambua había vuelto a casa. Una de las numerosas disputas internas de los númidas la había convertido en viuda; Naravas había muerto en un enfrentamiento contra los masesilios. Ahora Salambua vivía en parte del viejo palacio familiar con sus dos hijos —Gya, de dieciocho años, y Tushtinit, de quince—, supervisaba la labor de sirvientes y jardineros y se dedicaba al tejido. Sus hermanos, quienes apenas si la habían conocido, confiaban en ella casi ciegamente; Antígono ya había oído decir a Bostar que Salambua tenía más y mejores informes sobre la mayoría de las cosas que el Consejo o los líderes del partido bárcida, que visitaban el palacio de Megara dos veces cada luna. Tras su regreso de Italia, Antígono la había visto pocas veces, y siempre durante muy poco tiempo; al principio le había sido difícil reconocer a la delgada y frágil Salambua en esa mujer de figura casi redonda.

Esa tarde la hija de Amílcar estaba de un humor más bien sombrío. Pasó algún tiempo hasta que empezó a hablar abiertamente en presencia de Tomiris.

—Me preocupa Asdrúbal —dijo Salambua después de que una sirvienta hubo traído una fresca infusión de hierbas—. Es decir, no él directamente, sino la situación a que lo lleva su dependencia del Consejo.

—¿Hasta qué punto depende de ellos más que Aníbal? Aníbal lo ha nombrado su representante en Iberia, y Aníbal apenas si se preocupa de lo que dicen los dos embajadores del Consejo de Ancianos. Por otra parte, éstos tampoco dicen mucho.

Salambua se llenó la boca de rosquillas dulces y grasosas, disolvió una gran cucharada de miel en su bebida de hierbas e infló las mejillas.

—Faof fúnico —farfulló. Luego masticó, tragó y sonrió divertida—. Caos púnico, como siempre. El ejército elige al estratega; el estratega concierta sus actos con los deseos del Consejo. Estrategas de Libia e Iberia han sido Amílcar y, después de él, Asdrúbal; desde la muerte de éste, lo es Aníbal. En los acuerdos pactados entre el Consejo y Amílcar, o bien Asdrúbal, no se dice nada sobre un estratega completamente independiente; y ahora en Iberia mi querido hermanito Asdrúbal se encuentra entre las ruedas del molino. Como estratega ha tenido a los tres mejores maestros: Amílcar, Asdrúbal y Aníbal. Pero a la hora de tomar decisiones se encuentra subordinado a las órdenes del Consejo de Ancianos; tan subordinado como lo estuvieron nuestros estrategas durante la primera guerra.

Antígono se rascó la cabeza.

—Nunca había pensado en ello —dijo lentamente—. Pero, desde luego, es cierto. ¿Y?

—Tiene dobles dificultades. Ay, cuádruples, ya sabes lo que pasó en el verano.

Antígono asintió. Lo sabia muy bien. Tribus del norte del Iberos se habían pasado al bando romano; cuando Asdrúbal avanzó hacia el norte con nuevas tropas, su golpe cayó en el vacío, pues Gneo Cornelio no presentó batalla. El romano esperó hasta que Asdrúbal hubo penetrado lo suficiente en el interior del país; luego se dirigió hacia su flota, asesorada y dirigida, al menos en parte, por experimentados capitanes masaliotas, hizo caer en una trampa a la flota de Asdrúbal, cerca de la desembocadura del Iberos, y hundió o capturó casi la mitad de los barcos, recién construidos pero mal tripulados. Pero, ¿cómo podía Asdrúbal conseguir tan rápidamente capitanes y pilotos experimentados y hábiles, además de hombres duros y acostumbrados a pelear en el mar? Asdrúbal marchó a toda prisa hacia la costa para asumir él mismo el mando de las naves y atacar a los romanos con el resto de la flota; pero cuando llegó a la costa, los romanos ya habían desaparecido otra vez; Gneo Cornelio navegaba rumbo a las islas de los honderos. El cónsul no consiguió tomar por asalto la fortaleza de Ebyssos, pero muchos clanes y tribus se pasaron a sus filas. Al mismo tiempo, celtíberos que habían entregado rehenes y jurado amistad a los romanos avanzaron hacia el sur, cruzando el Iberos, y atacaron pueblos aliados de los púnicos, de modo que Asdrúbal tuvo que volver a dejar la costa y restablecer el orden en el interior. Mientras el estratega aniquilaba a los celtíberos en batallas muy costosas en número de bajas, Publio Cornelio Escipión desembarcó en Tarrakon con los refuerzos autorizados por el Senado, Gneo regresó de las islas, los romanos avanzaron por la costa hasta Zakantha, conquistaron la nueva fortaleza, se apoderaron de los rehenes de las tribus vecinas que eran retenidos allí, y volvieron a retroceder.

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