Aníbal (45 page)

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Authors: Gisbert Haefs

Tags: #Histórico, #Bélico

Entonces comenzó la dolorosa y tenaz pesadilla. Amílcar ya casi había alcanzado la orilla sur. Un bloque de piedra aminoró la furia del torrente de agua, que sólo llegó hasta los muslos del estratega. Salpicó espuma, cubriendo a Amílcar, Magón y el tercer gigante. Las lanzas de los vetones seguían volando sobre el río.

Antígono sintió que algo le oprimía el corazón. Por su mente cruzó una imagen vaga en la que se vio a si mismo y al viejo sacerdote de piel cobriza del otro lado del océano junto aquel altar que emitía un resplandor dorado y opaco bajo la luz turbia de esa mañana, y desde algún lugar infinitamente lejano le llegó la voz frágil y quebradiza:
La piel de llama nunca debe tocar agua con espuma, la materia de la vida despierta la maldición de la muerte
. La flecha de un gatúlico se clavó en la garganta del vetón que había arrojado la lanza. El arma voló trazando un extraño arco, empezó a caer, se hundió en el llama y en la espalda de Amílcar; atravesó su cuerpo. Amílcar se tambaleó, estiró los brazos, se cogió a Magón con la mano izquierda, buscó la punta de la lanza con la derecha.

Durante un momento, un silencio sepulcral se cernió sobre las dos orillas; el torrente de agua ya había pasado, y el Taggo fluía silencioso. Por primera vez desde que llegara al río, Asdrúbal se movió. Dirigió su caballo hacia el río, hasta más allá de donde se encontraban los tres gigantes, los cubrió de otras lanzas arrojadas desde la otra orilla, desenvainó la espada, la levantó y gritó: «¡Barca!» Su voz resonó por encima de la corriente. Los soldados, aturdidos, paralizados, espantados, parecieron despertar; recogieron el grito, gritaron el titulo de su estratega hacia el mundo, contra el cielo.

Más tarde, Antígono comprendió que Asdrúbal los había salvado a todos. Vetones y oretanos cruzaron el río por encima y por abajo del campamento, pero sus ataques fueron rechazados. Tras las malas horas junto al río, los hombres se entregaron a un vértigo asesino cuando cayó el jefe, el invicto, el invencible. La magia del nombre los devolvió a las alturas. Sin Asdrúbal aquello se hubiera convertido en una carnicería en la que el ejército púnico apenas si se hubiera defendido.

Amílcar seguía con vida cuando lo trajeron a la orilla. Asdrúbal cabalgaba río arriba y río abajo, enardeciendo a los hombres que chocaron con el último ataque de vetones y oretanos. Asdrúbal Barca se había arriesgado y había conseguido lo imposible: detener a los elefantes puestos en fuga —muchos de los cuales estaban heridos—, reunirlos y devolverlos a la batalla. Junto a los elefantes de Asdrúbal, los númidas de Muttines y los catafractas de Aníbal atacaron con fiereza en la orilla norte, hasta que, a pesar de la superioridad de sus fuerzas, oretanos y vetones tuvieron que retroceder, agotados y ebrios de victoria después de haber arrojado a los púnicos al otro lado del río y haberlos privado de su famoso e irreemplazable estratega.

Amílcar respiraba a estertores. Del pecho y las comisuras de los labios le chorreaba sangre. Tenía la cabeza apoyada en el regazo de Antígono. El gigante de anchos hombros seguía luchando junto a la orilla. Magón estaba arrodillado junto a su padre agonizante, pálido y con el rostro convertido en piedra, más como un anciano que como un muchacho de catorce años.

Amílcar miraba hacia arriba; sus ojos parecían alejarse. Vio a Magón, intentó sonreír, tosió entre espasmos. Más sangre brotó por su boca. Cuando la lucha en la orilla estuvo decidida, apareció también Asdrúbal el Bello; se abrió paso entre las filas de hombres silenciosos y se arrodilló junto a Amílcar. Aquel rostro que había permanecido inmóvil durante toda la larga batalla, dando órdenes frías, inteligentes, salvadoras, estaba desfigurado; lágrimas corrían por sus mejillas. Se inclinó hacia delante y cogió la mano de Amílcar.

—Señor —dijo en voz muy baja—; amigo, padre.

Amílcar movió la mano débilmente, señaló a Asdrúbal.

—Tú —dijo de forma apenas perceptible. Volteó la cabeza, miró a Antígono—. Tú, llama. —Su voz ya era sólo una exhalación.

Entonces sucedió lo incomprensible, inexplicable para el heleno, lo que Antígono, a pesar de haber nacido en Karjedón y a pesar de sentir que ésa era su patria, no conseguía entender. Este guerrero y señor al que Roma temía y consideraba invencible, que no creía en dioses, que tenía motivos para odiar a su ciudad, que tantas veces lo había abandonado; el orgulloso estratega de Libia e Iberia pronunció la antigua fórmula de la ciudad de Tiro, patria madre de todos los púnicos, y de Tanit, la dadora de vida.

—Madre de Kart-Hadtha —dijo en voz baja pero clara—, te devuelvo mi timón.—Luego el poderoso cuerpo se encabritó, hizo un movimiento brusco, perdió las fuerzas. Amílcar Barca había muerto.

Hacia la puesta del sol se encendieron las hogueras. Ardían en el campamento, en las dos orillas del Taggo y en la inmensa llanura que se extendía más allá del río, donde vetones y oretanos celebraban la victoria.

La tienda del estratega se levantaba en el centro del campamento. Guardas con lanzas y antorchas flanqueaban la entrada, junto a ellos ardían hogueras. Frente a los guardas se elevaba el montón de leña sobre el cual descansaba el cuerpo de Amílcar. A unos cuantos pasos de allí había dos cruces. Los dos informadores capturados por los jinetes de Aníbal habían sido azotados y castrados. Después habían sido crucificados. Por la mañana, cuando el cuerpo de Amílcar fuera incinerado, esos dos lo acompañarían al reino de las sombras, para servir allí al estratega traicionado.

En la tienda se habían reunido los hijos de Amílcar, Asdrúbal y los oficiales púnicos más importantes. Contra la voluntad del joven Magón y de algún otro púnico, Asdrúbal y Aníbal habían hecho pasar a Antígono. La piel de
llama
yacía sobre un escabel.

—Debes recibirla —dijo Asdrúbal—. Cógela, Tigo. Tú se la diste.

Antígono inclinó la cabeza. Arrastró los pies hasta el escabel y estiró las manos.

—No —dijo Magón arrebatado.

—¿Qué quieres? —Asdrúbal enarcó una ceja y levantó la mirada, irritado.

—A nosotros nos han engendrado en esa piel. Ha protegido a nuestro padre en muchas batallas. ¡Nos pertenece!

Antígono se inclinó sobre el escabel.

—Se está descomponiendo rápidamente —dijo asombrado—. Se puede ver.

La piel gris mostraba agujeros que hacía unas horas no habían estado allí. El suelo debajo del cascabel ya estaba cubierto de pelusas caídas de la piel. Antígono levantó el
llama
.

—¡No! —gritó Magón—. ¡Déjala… meteco!

Se oyó un ruido metálico. Aníbal, dando la espalda a su hermano y la cara a Antígono, había desenvainado la espada. La maravillosa arma britana estaba oscura de sangre encostrada. La punta tocaba la garganta de Magón.

—Estás loco, hermano —dijo Asdrúbal Barca—. Nuestro padre lo quería así, como tú mismo dices. Nosotros no estábamos allí. Tigo es el mejor y el más viejo amigo.

—La piel debe ser quemada junto con el cuerpo —dijo Antígono, cansado—. No quiero ser la causa de una pelea entre los hijos del león. Además, hay cosas más importantes que discutir.

Muttines dio medio paso al frente. El rostro del joven jefe de jinetes estaba marcado por la tristeza y el agotamiento.

—Correcto. ¿Qué viene ahora?

Nadie dijo nada. Antígono observó, uno a uno, a los hombres que llenaban la enorme tienda. Asdrúbal el Bello, representante del Rayo y cabeza del partido bárcida en Kart-Hadtha; Aníbal, el hijo mayor y fiel colaborador de Amílcar; Asdrúbal, Magón, Muttines, Bomílcar, Hannón, Giscón; el descomunal gigante de anchas espaldas, Aníbal, a quien maestros helenos y los cronistas de los bárcidas llamaban Monómaco,
el que lucha solo
; los otros oficiales.

—El ejército ha de nombrar al estratega —dijo Antígono—. La ciudad ha de ratificar el nombramiento.

Esperó. Los oficiales seguían inmóviles, callados.

—Está bien. —Antígono suspiró—. Entonces tendrá que hacerlo el meteco. Aníbal.

El hijo de Amílcar envainó su espada.

—¿Si, Tigo?

—Proclama al nuevo estratega de Libia e Iberia. Y dale la espada de Amílcar. Sólo hay uno que puede ser el sucesor del Rayo.

Aníbal inclinó la cabeza. Caminó hacia Antígono y cogió la espada, que estaba apoyada contra el escabel.

—Eres más astuto que todos nosotros —dijo en voz baja al heleno—. Espero que tu amistad pase del padre al hijo.

Antígono tragó saliva.

—Desde luego, hermano pequeño. Hace dieciocho años hice esa promesa a tu madre. —Luego añadió en voz alta, para que todos pudieran oírlo—: Debes hacerlo tú, Aníbal. De lo contrario todos dirán que se ha dejado de lado a alguien.

El hijo del Barca sonrió, se volvió hacia los otros y levantó la espada de Amílcar. La sacó de su vaina, la cogió por la hoja, hincó una rodilla y ofreció la empuñadura a Asdrúbal el Bello.

—¿Cuáles son tus órdenes, estratega de Libia e Iberia?

Asdrúbal empuñó la espada, rozó la hoja con los labios.

—Traedme la cabeza del rey Arangino, el traidor oretano.

Aníbal se puso de pie.

—¿Ahora, señor?

Asdrúbal señaló la salida de la tienda con la espada.

—Ahora, príncipe de todos los jinetes.

Los oficiales murmuraron palabras de aprobación. Aníbal encontró evidente su nombramiento como jefe supremo de la caballería.

—Es de noche, los oretanos están celebrando, deben estar borrachos —dijo—. Y nos consideran derrotados. ¿Tienes órdenes más precisas, señor?

—Haz lo que creas necesario.

Abandonaron la tienda. Fuera de ésta se agolpaban los demás oficiales, los suboficiales y un gran número de soldados. Aníbal se colocó en el círculo de luz creado por antorchas y hogueras. Levantó la mano.

—¡Asdrúbal! —gritó.

El astuto púnico —de cuya capacidad nadie dudaba, pero a quien los soldados no profesaban un amor y una veneración como las que sentían por Amílcar y ya empezaban a sentir por Aníbal— levantó la espada antes de que alguien pudiera recoger el grito de Aníbal.

—¡Por el Barca!

Luego se relajó un momento y disfrutó del júbilo de los hombres. Cuando por fin se dio la vuelta hizo un guiño a Antígono.

Era una misión imposible. Los caballos estaban cansados, los hombres, extenuados. Habían marchado durante toda la noche, habían pasado la mitad del día luchando, habían perdido a su estratega. Habían muerto más de mil, y casi la mitad de los demás estaban heridos, muchos de gravedad. Aníbal deliberó con los oficiales, mandó llamar a algunos suboficiales, habló con los soldados y, poco antes de la medianoche, regresó a la tienda del estratega, donde Asdrúbal estaba reunido con oficiales y escribanos, intentando formarse una imagen global de las circunstancias.

—No se puede hacer —dijo el nuevo estratega sin levantar la mirada—. ¿Es eso, Aníbal?

El joven bárcida se frotó los ojos; no dormía desde hacia cuarenta horas. Tenía la mirada fija en una silla vacía, como si la sola idea de sentarse le infligiera terror.

—Debe hacerse —dijo cansado.

Antígono le alcanzó un vaso de agua caliente, especias y unas gotas de vino. Aníbal intentó esbozar una sonrisa y bebió.

—Si. Pero tenemos muy pocos jinetes. —Asdrúbal se colocó la caña de escribir detrás de la oreja derecha y se rascó la barba—. Nuestra gente ha tenido cuatro horas de descanso. Es bastante. Mañana comenzarán los lamentos, el desconsuelo.

Y los íberos redondearán su victoria.

Antígono se apoyó contra uno de los soportes de la tienda. Retirada. Cinco mil soldados ilesos, tres mil con heridas leves y dos mil gravemente heridos, bagaje y animales, perseguidos y acosados por los jinetes enemigos, a quienes la victoria sobre el invencible Barca debía haber espoleado. Esperar el ataque parapetados en el estrecho campamento, con provisiones suficientes, era la segunda manera de caer en una derrota segura. Sólo quedaba el imposible ataque.

Asdrúbal, en quien no se advertía el cansancio ni el peso de la responsabilidad, se puso de pie y caminó hacia un rincón al fondo de la tienda, donde el otro Asdrúbal, el hermano de Aníbal, dormía sobre un montón de pieles. Lo despertó de una sacudida.

—¿Puedes hacer otro milagro con los elefantes, bárcida?

El muchacho de dieciséis años se apoyó sobre los codos.

—¿He dormido mucho? ¡Bah!, es igual. ¿Qué tipo de milagro?

—Veintitrés animales han salido más o menos ilesos.

—Lo sé, señor. —Asdrúbal Barca se levantó tambaleándose, sujetándose un momento de un antorchero. — Yo mismo los he lavado, alimentado y contado.

—Si.

Aníbal entrecerró los párpados.

—Una hora antes del amanecer seria un buen momento —dijo lentamente—.

Hasta entonces hay tiempo para que todos los demás ocupen sus posiciones.

El estratega le echó una mirada y sonrió.

—Pensamos igual; muy bien —dijo asintiendo varias veces con la cabeza—. Así puede ir bien. Tú los jinetes, yo los soldados de a pie, Asdrúbal los elefantes.

Una hora más tarde, el ejército abandonó el campamento por el lado sur, apartado del río. El hecho de que hombres que apenas si podían andar marcharan de noche para cruzar el río en puntos situados muy al este y al oeste del campamento y atacar a un enemigo ebrio de victoria era algo que Antígono sólo podía atribuir a la formación que Amílcar había dado a esos hombres, la magia que desprendía Aníbal y la autoridad de Asdrúbal. Y a un milagro.

Aníbal reunió a trescientos catafractas y trescientos númidas; cabalgaron río arriba trazando un arco. Asdrúbal, el estratega, marchó río abajo con tres mil quinientos soldados de a pie, también trazando un gran arco. Una hora antes del amanecer, los arqueros que quedaban y los heridos leves que aún podían luchar ocuparon la orilla del río. Asdrúbal Barca cruzó el río con los elefantes utilizables y algunos cientos de hoplitas libios que el estratega le había confiado. Los dispersos centinelas de vetones y oretanos dieron la alarma, pero en seguida se vieron obligados a dejar la orilla norte del Taggo y retroceder hacia la llanura. En ese mismo momento, los jinetes de Aníbal, que habían dado un enorme rodeo, arremetieron desde el norte contra un enemigo al que encontraron borracho y dormido. Los soldados de a pie de Asdrúbal avanzaron desde el oeste; el ala derecha, cercana al río, casi no encontró resistencia, y cercó el campamento ibérico por el sur. Los elefantes y hoplitas giraron hacia la derecha, ocupando el espacio que quedaba entre los hombres de Aníbal y los de Asdrúbal. Alrededor de ocho mil íberos escaparon, otros tantos fueron tomados prisioneros, casi el doble fueron muertos por las espadas púnicas.

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