Aníbal (78 page)

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Authors: Gisbert Haefs

Tags: #Histórico, #Bélico

El Consejo de Kart-Hadtha: trescientos miembros, los hombres más ricos y poderosos. Para conseguir una fortuna limpiamente hacia falta poseer un mínimo talento; en determinado momento también se creyó que para los ricos seria más fácil resistir la tentación de enriquecerse a costa de la ciudad. Estaba demostrado que eso era falso. Antes de la Primera Guerra Romana, después de un largo período de crecimiento y florecimiento del comercio exterior, la lista de «elegibles para el Consejo» había quedado limitada a quienes poseían fortunas personales de más de quinientos talentos. El poder concentrado no sólo en el Consejo, sino en el conjunto de la ciudad, se patentizaba en el hecho de que casi novecientos hombres estaban por encima de ese límite económico. Hacía doce años, más o menos en la época en que Asdrúbal y Fabio negociaban el tratado del Iberos, el Consejo subió el límite a setecientos cincuenta talentos. Seguía habiendo más de quinientos hombres elegibles. Cuando moría uno de los Trescientos, éste podía nombrar un sucesor; sin embargo, el Consejo no estaba obligado a seguir este deseo, y a menudo elegía a otro. Los más ancianos de los Trescientos formaban el núcleo del poder, el Consejo de los Treinta, llamado por los helenos, de manera un poco burlona, «ancianidad»,
gerusía
. El Consejo nombraba a los ciento cuatro miembros del Tribunal, menos por sus aptitudes, que por relaciones y deseos personales. Además, el Consejo formaba comisiones de cinco para problemas determinados: construcción de flotas, administración de impuestos, orden público, trazado de calles, etc. Los únicos funcionarios elegidos realmente por el pueblo —los púnicos varones con pleno derecho de ciudadanía— eran los jueces supremos designados cada año; pero antes de la elección, los grupos del Consejo se ponían de acuerdo sobre los candidatos elegibles, de modo que el pueblo únicamente confirmaba la elección.

—Es decir —dijo Bostar tras un largo silencio—, que veintidós de los Treinta apoyan a Hannón. Veintiuno; el otro es él mismo.

—¿Qué tan viejos son los venerables señores?

—El mayor es Muía; tiene ochenta y dos años. El más joven es Himilcón, cincuenta y nueve. Y los tres siguientes en ascender del Consejo, cuando muera alguno de los Ancianos, son hombres de Hannón.

Antígono perdió varios días intentando encontrar pruebas; finalmente se dio por vencido y escribió una breve carta:

Antígono, hijo de Arístides, señor del Banco de Arena, a Hannón el Grande, señor del Consejo de Ancianos.

Púnico: Treinta años nos separan de aquel pinchazo; no ha habido paz entre nosotros, pero tampoco una guerra declarada. Por Baal, al que sirves, por Melkart y Tanit, que protegen el banco, te digo: si continúan sucediendo esos extraños accidentes que aumentan el número de tus hombres en el Consejo de Ancianos, y disminuyen el de los bárcidas, el puñal egipcio volverá a salir de su vaina; considera el poder del banco, que se dirigiría directamente contra Hannón en caso de una gran guerra.

No recibió ninguna respuesta. Como sea, tampoco hubo más accidentes que terminaran con la vida de consejeros.

Al llegar el verano las cosas empezaron a moverse de nuevo. Cuando Antígono volvió de la vieja finca familiar de la costa, en la que había dejado a Qalaby y los niños al cuidado de Argíope, las nuevas noticias ya corrían de boca en boca. Filipo de Macedonia había estirado la mano hacia Apolonia, sin apoyo naval púnico; la guarnición romana, bajo el mando de Marco Valerio Levino, le había aplastado los dedos. En toda la costa de Iliria no había ni un solo puerto donde pudieran embarcar las tropas de Filipo. En Numidia, Asdrúbal y su aliado Masinissa habían vuelto a rechazar a los masesilios de Sifax, sin poder hasta ahora quebrantar verdaderamente el poder de éstos. En Iberia, Canalón y Aníbal, hijo de Bomílcar, aceptaban el asesoramiento de los Ancianos; Magón, sin ser molestado por los consejeros emprendió una desconcertante guerra de movimientos, aniquiló pequeñas unidades romanas, apareció ante las puertas de ciudades insurrectas, desalojó paulatinamente a los Cornelios del centro y los hizo retroceder hasta el Iberos.

Antígono seguía con rabia las levas y alistamientos que el Consejo mandaba realizar. Contra lo que le dictaba la razón, tras la catástrofe de Sardonia había tenido un momento de esperanza, pero estas esperanzas se vieron defraudadas, y los dictámenes de la razón se confirmaron. Los treinta mil soldados de a pie, seis mil jinetes y cuarenta elefantes que habían sido reunidos en los extramuros de Kart-Hadtha no eran para Aníbal; serían llevados a Sicilia. Bostar y Antígono liquidaron bienes; dos mil talentos de plata y cuatro mil quinientos helenos —de Micenas y Lacedemonia, reclutados en sus patrias— partieron rumbo a Italia en barcos que llevaban el ojo de Melkart en las velas.

El seléucida Antíoco continuaba en guerra con su gobernador insurrecto en Asia; las vías terrestres de comunicación con la India estaban interrumpidas. El rey egipcio dormía con su hermana, oprimía al pueblo, aumentaba el tesoro real y enviaba grano ptolomeico a la hambrienta Roma. Antígono partió cuando el rey Hierónimo era asesinado en Siracusa y la flota púnica, mandada por el almirante Bomílcar y un estratega llamado Himilcón, llegaba al siguiente escenario secundario de batalla, en el que Roma no podía ser vencida. Antes de partir, el heleno todavía tuvo tiempo de oír que la fortaleza de Akragas, conquistada por los romanos por primera vez hacía cuarenta y seis años, había vuelto a manos de los púnicos y ya no era llamada Agrigentum. Antígono cruzó el desierto con arrieros de asnos, pasó varias lunas en los placeres auríferos cercanos a las playas del océano, viajó por los ríos Gyr y Gher y visitó a Aristón. Con su hijo cabalgó varios días hacia el oeste, a través de la tierra de los gorilas, hacia aquellos dioses—montaña que vomitaban fuego en la costa, de los que Hannón el Marino había informado hacía dos siglos. La primavera siguiente —el calendario púnico no tenía ninguna relación con las estaciones del sur de Libia— Antígono viajó con trescientos guerreros de Aristón hacia el este, cruzando los desiertos, estepas y montañas, hasta Kush y la costa del mar egipcio, para averiguar si esta ruta era apta para desarrollar el comercio de incienso con Arabia y el comercio de especias con la India, a través del mar, sin tener que hacer escalas en puestos egipcios ni encontrarse con aduanas de Ptolomeo. El heleno confirmó que era posible, pero resultaba demasiado caro.

Antígono había dejado en Kart-Hadtha, entre muchas otras cosas y personas, a un esclavo romano. En la subasta de los prisioneros de Aníbal, intermediarios de Antígono habían pujado para elevar los precios y así procurar más dinero al estratega. Los romanos costaban tanto como los macedonios, pero como esclavos no valían ni la décima parte que éstos. Antígono había pagado cinco minas y cuarto, trescientos quince shiqlu, por un hombre que, sin comprender demasiado, cribaba las noticias e informes, los elaboraba y luego los escribía con caracteres latinos, en un púnico difícil de comprender y poblado de nombres latinos. Demasiado caro, pero al menos habían sido cinco minas y cuarto para los fondos de guerra de Aníbal, la soldada de treinta lunas para un númida.

Ya de regreso a Kart-Hadtha, Antígono dejó que el romano siguiera escribiendo; lo que Séptimo Torcuato trasladó al papiro —una mezcla de detalles caprichosamente elegidos y descripciones grandilocuentes e impenetrables— se correspondía perfectamente por su carácter confuso, con la guerra:

Hieronymus empezaba a prepararse para la guerra cuando fue asesinado. El rearme de los romanos ha hecho que los campanios, y en especial los habitantes de Capua, teman lo peor. Le han pedido a Aníbal que se acerque, y él lo ha hecho. Aníbal sitió Puteoli, pero no consiguió nada. Hannón fue completamente derrotado por Tiberio Sempronio Graco, cuyo ejército estaba compuesto en gran parte por esclavos a los que les ofreció la libertad a cambio de cada cabeza enemiga, de tal modo que de diecisiete mil de a pie y doce mil a caballo salieron dos mil con vida, que tampoco hubieran corrido esta suerte si los vencedores no se hubieran dedicado a cortar cabezas. De los romanos cayeron dos mil. Aníbal hizo un nuevo ataque contra Nola, pero fue rechazado por Marcelo. Fabio conquistó Casilinum y envió a la guarnición prisionera a Roma. Aníbal ya había recibido noticias de que en Tarento se tramaba una traición ventajosa para él. Esta ciudad era importante para él, pues tenía un buen puerto al que Filipo de Macedonia podía enviar sus tropas. Aníbal acampó a sólo mil pasos de la ciudad. Pero como todo continuaba en tranquilidad creyó que la traición había sido descubierta y marchó hacia Salapia, a donde mandó llevar provisiones para instalar allí los cuarteles de invierno. Pero Marcus Valerius había enviado a Tito Valerio para que defendiera y protegiera Tarento. Entretanto, en Sicilia, Marcelo sitiaba Syracus y las otras ciudades desertoras. Himilcón desembarcó unos treinta mil hombres cerca de Heraclea y se reunió con los demás enemigos de los romanos. Es cierto que esto enardeció el valor de los sicilianos, pero Himilcón no pudo conseguir que Marcelo levantara el sitio. El año siguiente Fabio conquistó Arpi. La guarnición cartaginesa fue dejada en libertad. Aníbal permaneció la mayor parte del verano en las cercanías de Tarento, continuaba esperando poder conquistar la ciudad por medio de una traición, lo cual finalmente consiguió. En Roma había rehenes tarentinos, pero como no se desconfiaba de la lealtad de la ciudad ni de la de los rehenes, éstos eran vigilados de forma muy negligente. Un cierto Fileas de Tarento, hombre de cabeza inquieta e inclinado siempre a la acción, habló a los rehenes y los convenció de apuñalar a los guardas y huir. Sin embargo, fueron detenidos, azotados con varillas y despeñados por un acantilado. Este duro castigo irritó tanto a algunos tarentinos distinguidos, que trece de los más ilustres, encabezados por Nico y Filomenes, juraron poner la ciudad en manos de Aníbal. Bajo el pretexto de dirigir escaramuzas contra el enemigo, salieron de la ciudad y los cabecillas se hicieron conducir a presencia de Aníbal, mientras los otros se quedaban ocultos en el bosquecillo. La oferta fue aceptada con alegría, y, para que los tarentinos pudieran regresar con mayor seguridad y los habitantes les otorgaran una mayor confianza, Aníbal mandó arrear ante ellos un buen número de reses que los traidores presentaron en la ciudad como si se las hubieran arrebatado al enemigo. Poco después efectuaron otra entrevista, en la cual se determinaron las condiciones bajo las cuales la ciudad sería entregada al estratega, es decir: los tarentinos serían declarados totalmente libres por el conquistador, de modo que los cartagineses ni les aplicarían tributos ni podrían darles órdenes. Pero las casas de los romanos podrían ser saqueadas por los soldados. Al mismo tiempo, se dio a los traidores una consigna para que pudieran ir al campamento enemigo cuando quisieran. Filomenes era un extraordinario amante de la caza y solía procurar que la cocina de Gaio Livio, el gobernador romano de la ciudad, estuviera bien surtida de carne de venado, y para que los guardas de la puerta estuvieran mejor dispuestos a dejarlo pasar en cualquier momento, les daba a éstos parte de las piezas. Una vez que todo estuvo preparado, llegó el día en el que Livio acostumbraba a dar un banquete con los notables de la ciudad, día fijado para llevar a efecto el plan. Aníbal, a tres días de marcha de la ciudad, el día fijado mandó que diez mil de sus mejores hombres de a pie y de a caballo cogieran víveres para cuatro días y partieran por la mañana. Al mismo tiempo, mandó a parte de los númidas que se adelantaran un trecho, en parte para coger prisioneros a quienes salieran al encuentro, y en parte para hacer creer a los habitantes de la región de que se trataba únicamente de una patrulla habitual de númidas. Cuando ya se encontraba a sólo quince mil pasos de la ciudad, mandó hacer alto cerca de un río, en un terreno lleno de concavidades y valles. Apenas empezó a anochecer, continuó la marcha, de modo que hacia la medianoche llegó a las puertas de la ciudad con su guía Filomenes, quien iba arrastrando un gran jabalí. En la ciudad, Livio se había presentado para el banquete a la hora de la puesta del sol. Allí le llegó la noticia de que los númidas estaban desolando los campos. Ordenó inmediatamente que a la mañana siguiente la mitad de su caballería saliera a detener el saqueo, pero ni por un momento pensó que el enemigo pudiera encontrarse tan cerca. Nico, Tragiscus y otros conjurados se reunieron en la ciudad al caer la noche y esperaron con impaciencia el regreso de Livio del banquete. Cuando éste apareció, irrumpieron algunos borrachos que lo llevaron a casa entre gritos de alegría y barullo. Estos hombres ocuparon los accesos del mercado y también la casa de Livio, porque sabían que, si se descubría algo, él sería el primero en ser informado. También habían convenido con Aníbal que cuando el cartaginés se acercara a la ciudad se lo haría saber con una señal de fuego, que ellos responderían de manera similar. Así pues, tan pronto vieron la señal de Aníbal levantaron sus antorchas y se dieron prisas para atacar la puerta al mismo tiempo. Mataron a los guardas y abrieron la puerta justo en el momento en que Aníbal llegaba con los suyos. Éste marchó con sus tropas hacia el mercado, por las calles más próximas, pero dejando a dos mil jinetes fuera de los muros de la ciudad para que cubrieran la retirada. En el mercado, Aníbal mandó hacer alto y esperó a ver si Filomenes había tenido la misma fortuna. Para asegurarse, Filomenes cogió a mil africanos y buscó entrar por otra puerta. Cuando se acercaba a la puerta, dio su señal habitual; el guarda vino a abrirle. Filomenes y otros tres entraron cargando un jabalí, y, mientras el guarda observaba la pieza, lo mataron. Entonces entraron también los africanos, de los cuales una parte derribó la puerta y otra abatió a los guardas. Marcharon hacia el mercado; allí el estratega dividió a dos mil galos en tres grupos y puso a algunos conjurados en cada grupo, ordenándoles que ocuparan los accesos al mercado. A otros conjurados les encargó que previnieran a sus paisanos, los pusieran al corriente y les prometieran la libertad, pero diciéndoles que mataran en seguida a los romanos. Surgió una gran agitación. Livio, incapaz de defenderse a causa de la borrachera, se presentó con su familia en la entrada del puerto e hizo que lo llevaran en una barca a la fortaleza. Filomenes mandó a los trompetas que tocaran la señal habitual. Ésta tuvo como consecuencia que los romanos, dispersos por la ciudad, quisieran dirigirse a los lugares de reunión, siendo muertos por cartagineses y galos en las calles. Por la mañana, los tarentinos vieron a los romanos muertos que yacían por doquier, pero no supieron qué significaba esto, hasta que Aníbal les comunicó que se presentasen en el mercado sin armas. El cartaginés los arengó y les ordenó que escribieran en las puertas de sus casas la palabra tarentinos. Las propiedades romanas, sin esa señal, fueron entregadas a los soldados para que las saquearan. Pero como la ciudad estaba unida a la fortaleza, y ésta estaba ocupada por los romanos, después de muchas discusiones acordaron separar la ciudad de la fortaleza con una sólida muralla y un terraplén, para que la guarnición romana no pudiera causar ningún daño a la ciudad. Los romanos intentaron estorbar las obras, pero fueron rechazados con grandes bajas, gracias a las inteligentes medidas de Aníbal. La muralla y el terraplén pronto estuvieron listos, y se estaban haciendo los preparativos para tomar por asalto la fortaleza cuando llegaron por mar refuerzos de Metapontus. Los sitiados cobraron nuevos ánimos, hicieron una salida y destruyeron todas las máquinas de asalto. Entonces se comprendió que el castillo no podría ser tomado por asalto mientras los romanos poseyeran el dominio del mar, y éste no podía serles arrebatado por los tarentinos, pues al tener la fortaleza, los romanos tenían también el acceso del puerto al mar. Pero Aníbal, cuyo espíritu suele superar todas las dificultades, les dio el consejo de llevar sus barcos por tierra, botarlos fuera del puerto y procurarse así una flota. En seguida se pusieron manos a la obra, y, utilizando carros y alzaprimas, el trabajo se concluyó con tanta fortuna que pronto pudieron cercar a los romanos por mar y por tierra. Aníbal volvió a su antiguo campamento y pasó lo que quedaba del invierno en calma.

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