Aníbal (76 page)

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Authors: Gisbert Haefs

Tags: #Histórico, #Bélico

14
La cabeza

—S
i emborrachas a un chivo, le tuerces la pata derecha delantera, le vendas los ojos y lo haces correr a lo largo de una pendiente llena de agujeros de conejos y mojada, aquí y allá, con el derrame de una cabra en celo…

—Si —dijo Antígono débilmente y sin interés.

—Y si después dibujas en un papiro el camino cubierto por ese pobre chivo,¿qué obtienes como resultado?

—Espero que me lo digas en seguida.

Bostar asintió furioso.

—Te lo diré ahora mismo. Obtienes una buena reproducción del rumbo que está siguiendo el Consejo de Kart-Hadtha en esta guerra.

Antígono esbozó una sonrisa forzada. Estaba cansado se sentía viejo y decrépito; el hueco entusiasmo de la ciudad le daba náuseas, y el chiste matutino de Bostar más bien empeoraba todo.

El viejo amigo advirtió que las cosas no estaban como debían estar.

—¿Los pequeños?

—Ya no estoy acostumbrado a las malas noches, en todo caso, no a ese tipo de malas noches.

Bostar le dio una palmada en la espalda y se dirigió a su escritorio.

—Pues bien, abuelo, simplemente disfrútalo, diciéndote a ti mismo que por lo menos son demasiado pequeños para que los mentecatos los envíen a la guerra.

—Qué gran consuelo, qué gran consuelo. ¡Bah!

Cuatro días antes había llegado Qalaby, la viuda de Memnón, con sus dos hijos, Amílcar (cinco años) y Arístides (tres). La nuera casi desconocida y los nietos completamente extraños eran una obligación evidente, pero de ninguna manera un consuelo; habían abierto la herida justo cuando ésta comenzaba a cerrarse. Antígono estaba sentado a su mesa, sobre la cual se apilaban los rollos, mirando fijamente por la ventana: el puerto, el cielo gris del invierno. Se dijo a si mismo que la mayoría de la gente moría antes de llegar a su edad: cincuenta y tres años; que ya era inusualmente viejo. El heleno siempre había cuidado de que sus pensamientos salieran al encuentro de las cosas desagradables, para así superarlas; pero ahora él —o algo dentro de él— pensaba con esas cosas, las imaginaba en cierta medida reforzadas y protegidas, y aumentaba sus fuerzas. Antígono nunca había tenido molestias en los dientes; pero ahora que pensaba que la vida había perdido su sabor, los dientes empezaban a dolerle. Como pensaba que era viejo, se sentía como un anciano. Negocios excitantes e imaginativos lo dejaban frío; ya tampoco se le ocurría nada, y todos los buenos negocios se remitían a las ideas de Bostar. Estaba convencido de que su desgastado cuerpo de anciano no volvería a ser amado por una mujer, no volvería a soportar un largo viaje por mar, no volvería a sentarse sobre un caballo; las tabernas de mala muerte del puerto lo aburrían, el vino sabía como agua, el pan recién hecho y el asado parecían papiro. Estaba jugando distraído con la caña de escribir, la quebró, la dejó sobre la mesa, sumió la mirada en el pasado. Ninguna noticia desde hacía tres años, ninguna señal de vida de su hermano Atalo, de Massalia… guerra. Cinco años atrás, su hermana Arsinoe y su esposo, Casandro, le habían vendido la vieja casa familiar del barrio de los metecos y el viejo negocio comercial, o bien la parte que poseían de éste, y se habían mudado a Atenas con sus hijos, ya adultos. No les hacía falta hacer nada, o casi nada; podían vivir de su fortuna. Pero ya no estaban allí.

El esposo de Argíope había muerto, ¿hacía cuántos años? ¿Siete? ¿Ocho? La hermana vivía en la vieja finca de la costa, al noroeste de Kart-Hadtha y Tynes, que había salido sin daños de la guerra contra los mercenarios; Antígono ni siquiera sabía qué estaban haciendo actualmente los hijos de Argíope. El hijo de Isis, Memnón, estaba muerto; el hijo de Tsuniro, Aristón, era feliz, rico y poderoso dentro de lo que cabe, pero estaba lejos, en el sur. El heleno dejó escapar un suave suspiro, sin advertirlo, y se dijo que lo más sensato era amar a Qalaby y a los dos nietos, pero de momento los odiaba, porque le hacían recordar a Memnón y le molestaban el sueño; mudarse con ellos al campo y ser un abuelo viejo y querido… pero la idea le daba terror.

—¿Sabes qué es lo que te falta?

Antígono se sobresaltó y miró hacia Bostar.

—No. ¿Qué?

Bostar sonrió.

—Un largo viaje en el
Alas
, coger la gran borrachera con Bomílcar todas las noches en la cubierta de popa, visitar puertos y, ¿cómo se llama esa semihelena? ¿Tomiris? Una cuantas lunas en su cama. Eso es lo que te falta. Muchacho.

—¿Puedes leerme los pensamientos?

—No, pero sí la cara. —Se levantó y se acercó a la mesa de Antígono—. Ahora levántate.

—¿Por qué?

—Vamos, levántate. Es importante.

Antígono se encogió de hombros y se puso de pie. Bostar lo hizo girar, de modo que el heleno quedó de cara a la ventana, retrocedió unos pasos y le dio una patada en el trasero.

—Por eso —dijo el púnico casi con seriedad cuando Antígono se dio la vuelta—. Si tú no te das a ti mismo una patada en el culo, entonces tengo que dártela yo.

Gracias a la patada de Bostar u otras razones, Antígono salió del bache; ya no le dolían los dientes. Se le cayó una muela. Durante las lunas siguientes se desarrolló un cierto afecto entre el heleno y su nuera ibérica, y un amor entrañable entre abuelo y sus nietos. La casa de la puerta de Tynes volvía a tener vida; sin embargo, Antígono no la consideraba la mejor residencia imaginable.

—Los niños necesitan algo diferente— dijo una templada noche invernal, cuando Amílcar y Arístides ya se habían ido a dormir y Antígono y Qalaby se quedaron a solas en el gran salón, bebiendo vino aromático caliente y respirando el perfume que brotaba de los braseros: carbón vegetal y miles de hierbas, y entre ellas un poco de incienso.

—¿Qué, padre? —El rostro de Qalaby era un juego de siluetas móviles, luces sombras cambiantes, ojos resplandecientes. dientes brillantes.

—Mejor aire. Más espacio.

—Te estamos agradecidos por todo esto. —Qalaby insinuó una inclinación sin levantarse de su asiento.

Antígono sabía que ésa no era una conversación vacía; también sabia qué mal lo habían pasado su nuera y sus nietos los últimos tiempos en Iberia. Al comenzar la guerra, cuando Memnón marchó hacia el norte con el ejército, Qalaby se quedó un tiempo en la nueva Kart-Hadtha; más tarde, al nacer su segundo hijo, regresó al seno de su familia, en las montañas, al otro lado de Mastia. Cuando se vio que Aníbal no volvería, sino que seguiría hacia Italia, y con él Memnón, y cuando los romanos desembarcaron al norte de Iberia, la atmósfera cambió incluso en las cercanías de la nueva Kart-Hadtha. Memnón había podido dejar un poco de dinero y, en un primer momento, Qalaby, como las otras mujeres de soldados y oficiales que se habían quedado en Iberia, recibía regularmente la mitad de la paga de su esposo. Pero con la creciente inquietud, los contragolpes, el avance de los romanos, la tesorería de la capital ibérica se sumió en el caos. Finalmente, Qalaby y los niños tuvieron que depender únicamente de su familia, en la que algunos empezaban a hablar a favor de Roma. Memnón podía ser heleno, pero Qalaby se había convertido en una esposa púnica. En el fondo, los íberos no estaban a favor de los romanos, sino únicamente a favor de la propia libertad. Gente sensata, algunos de los cuales habían viajado mucho, intentaron hacer comprender a los otros que esa posibilidad no existía, y que sólo podían elegir entre los púnicos, que sólo estaban interesados en la apertura económica y las ganancias y dejaban intactos los usos, costumbres e instituciones de las tribus, y los romanos, que pisoteaban todo y querían que todo se semejase a su concepción del mundo. Cuando Antígono le pidió a Qalaby que viniera a Libia, la viuda de Memnón subió a bordo del
Alas de1 Céfiro
sin pensarlo mucho.

Todavía había un problema, un tema doloroso para ambos, pero que tendría que ser comentado alguna vez. No para encontrar una solución inmediata, sino para aclarar las perspectivas. Antígono observó a la íbera por encima del borde de su vaso, hasta donde era posible observarla en la penumbra. De un brasero brotó un siseo que pareció el de una serpiente furiosa. Una ráfaga de viento hizo tremolar los tres candiles.

—Hay otra cosa que tenemos que discutir, Qalaby.

—Habla, padre.

Antígono se reclinó contra el respaldo de su sillón de cuero y puso los pies sobre la mesa baja de madera y junco balear.

—Eres una mujer joven, Qalaby. Memnón ha muerto hace un año, y antes de su muerte ya habías pasado dos años y medio sin verlo. Ahora estás en casa de su padre, que es también tu padre, y no quiero que guardes luto por él hasta que seas una anciana.

Antígono no la vio levantarse, pero de pronto Qalaby estaba arrodillada junto a él, besándole la mano en silencio. Tenía las mejillas húmedas. El heleno quitó la mano derecha de los labios de la muchacha y acarició su cabello corto y rizado.

Salambua estaba más que dispuesta; estaba entusiasmada de poder acoger por un tiempo a la viuda y los hijos del «pequeño Memnón» en el palacio bárcida de Megara. Y de que el mayor de los hijos se llamara Amílcar. Todo volvía a ser como antes: los niños podían jugar con hijos de sirvientes y esclavos, hacer alboroto o montar a caballo por las cuadras, huertos y arboledas; y allí podían respirar un aire mucho más puro que en la enorme y superpoblada ciudad. Antígono salía a cabalgar cada dos o tres días, jugaba con sus nietos y a menudo pasaba la noche fuera, y al montar a caballo, jugar, charlar, sentía que la primavera le había devuelto las fuerzas, que su cuerpo no era un tronco de caña podrido. Volviendo la vista hacia atrás, comprendió que su profunda depresión se había cebado de miles de cosas reunidas a un mismo tiempo, y que, junto a la muerte de su hijo, había sido esencial la extraña antipatía que sentía hacia la ciudad y su atmósfera general.

En el transcurso de ese año, el cuarto año de guerra, habían ocurrido muchas cosas, y todas las de importancia se habían desarrollado tal como Aníbal temía y Antígono suponía. Kart-Hadtha celebró la alianza con Macedonia, pero Filipo no emprendió ninguna acción; el rey macedonio hubiera podido ocupar puertos de la costa iliria mediante un ataque rápido, para así poder enviar tropas a Italia en primavera. Ahora había dos legiones romanas en, y cerca de, Apolonia, y la flota de persuasión que Aníbal solicitara para traer a los macedonios no había sido construida.

Magón, enviado por Aníbal a Kart-Hadtha, en Libia, había cumplido hábilmente su misión; la exposición realizada por Bostar era inequívoca. El bárcida informó al Consejo de las victorias, de la situación en Italia, de las ciudades y regiones conquistadas o aliadas, y después reclamó dinero y tropas. Hannón el Grande se levantó para atacarlo con burlas: la máscara había caído. Él, dijo el viejo rival de los bárcidas, siempre oía hablar de victorias y conquistas, y, acto seguido, de la imperiosa necesidad de refuerzos y dinero; eso significaba que las victorias no podían ser tan grandiosas. Sólo entonces, no antes, Magón hizo derramar en el suelo del Consejo dos fanegas —casi cuatro talentos— de anillos de oro y plata pertenecientes a romanos caídos en la batalla de Cannae. El bárcida pidió a Hannón que contara los anillos y calculara el número de romanos muertos a los que habían pertenecido.

El Consejo decidió enviar dinero y refuerzos a Aníbal: cuatro mil jinetes númidas, cuarenta elefantes y mil talentos de plata. Muy poco, demasiado poco; además, los cuatro mil masilios habían sido reclutados por Bostar, por encargo de Antígono, y no costaban nada al Consejo, salvo los barcos de la escolta. Por otra parte, se decidió que Magón y un joven oficial llamado Cartalón —uno de los hombres de Hannón el Grande— reclutarían en Iberia a otros veinte mil soldados de a pie y cuatro mil jinetes, la mitad para Iberia y la mitad para Italia. Tras duras negociaciones, Magón consiguió arrancar algo más al Consejo; durante el invierno, —en el que Antígono estaba aún en Capua, en el que murió Memnón, en el invierno siguiente a la batalla de Cannae— se reclutaron doce mil libios y mil quinientos númidas, y, además, se pusieron a disposición de los bárcidas otros veinte elefantes y otros mil talentos de plata.

Al llegar la primavera, una pequeña flota bajo el mando del nuevo almirante Bomílcar, hijo de Mutúmbal, zarpó de Kart-Hadtha con destino a Italia; la segunda flota, que, con una escolta de sesenta naves de guerra, debía llevar a Italia a los libios y númidas recién reclutados y a los elefantes, no llegó a zarpar, pues en el interín llegaron malas noticias de Iberia, y Magón fue enviado con las nuevas tropas a reforzar a su hermano Asdrúbal. Otro Asdrúbal, llamado el Frío, partió hacia Sardonia con casi veinte mil hombres.

Todo sucedió tal como Aníbal lo había temido, como Antígono casi había esperado. Dinero y tropas insuficientes para el estratega, pero en el momento en que el Consejo vio que las minas de plata de Iberia estaban amenazadas y olió una posibilidad de recuperar viejas propiedades en Sardonia, de pronto hubo dinero; hubo barcos y se pudieron reclutar tropas que antes habían sido demasiado caras. Ya el año anterior habían enviado cuatro mil quinientos hombres a Iberia, y luego a Himilcón con otros diez mil, en lugar de dejar a Asdrúbal las manos libres para actuar. Ahora Magón y Cartalón también eran enviados a Iberia, y una flota a Sardonia; en pocas lunas se había reclutado un total de cincuenta y tres mil hombres, pero Aníbal sólo recibió cuatro mil.

Como le faltaban tropas. el estratega apenas si había podido emprender nuevos movimientos en Italia; además, tenía que dividir sus pequeñas fuerzas para cercar las grandes ciudades italiotas en las que había guarniciones romanas encargadas de preservar la amistad forzada, para presionarías y, en caso de éxito, protegerlas. Rhegión se mantenía firme, pero Lokroi y Krotón se pasaron al lado púnico. Los subestrategas de Aníbal —Hannón en Lokroi, un joven de Ityke llamado Amílcar en Krotón— cerraron tratados según los cuales las ciudades gozaban de autonomía y quedaban libres de pago de tributos o levas forzosas, pero abrían sus puertos a los púnicos. Por otra parte, los romanos pudieron reconquistar algunas localidades de Samnium y Apulia luchando contra las diseminadas unidades púnicas; aquí empezó algo que provocó —sin consecuencias— el espanto de toda la Oikumene: la estrategia romana de la crueldad. Ciudades que se habían pasado al bando de Aníbal fueron destruidas, los habitantes, pasados por la espada o esclavizados, todo el territorio, declarado propiedad del Estado romano.

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