Aníbal (84 page)

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Authors: Gisbert Haefs

Tags: #Histórico, #Bélico

—Cuando cruzamos el Iberos yo tenía veinticuatro años, ahora tengo por lo menos setenta.

—Interesante aritmética. —Sosilos dejó escapar una risa breve y gutural y se pasó la mano por el cabello gris—. Veinticuatro más mil suman setenta.

Melite apareció sin hacer ruido, casi como flotando. Dentro de la casa hacia más fresco; la esbelta mujer llevaba un mantón de lana sobre la falda semejante a un chitón. Aníbal parecía haber sentido su silenciosa llegada, abrió el ojo y le sonrió.

—Príncipe de mi corazón —dijo ella—. Un emisario te busca. ¿Estás descansando, o…?

—¿Ahora descansa de vez en cuando?

Aníbal echó una mirada bromista al heleno.

—Tío Tigo preocupándose otra vez por el niño. Muy amable de tu parte. En seguida vuelvo. —Se levantó, tan rápido y elástico como siempre. Su cabello seguía siendo oscuro, lo mismo que la barba. Cogió a Melite de la mano y la llevó al interior de la casa.

—Creo que sé de qué tipo de emisario se trata. —Sosilos hizo un guiño a Antígono—. Trae un regalo para ti.

—¿Un regalo para mí?

—Aníbal lo encargó cuando llegaste. Yo lo había olvidado por completo, pero él piensa en todo.

Un instante después Aníbal y Melite estaban de regreso. El púnico traía un objeto alargado envuelto en una manta de lana. Se detuvo ante Antígono, soltó de pronto una risita, se arrodilló. Melite le puso una mano sobre la cabeza.

—Señor del Banco de Arena; amigo; oh Tigo. Nosotros solemos sepultar con honores a los enemigos muertos y respetar sus tumbas; los romanos no lo hacen. Por eso antes de que empezara el gran sitio mandé ocultar algo de un sepulcro de Capua.

Antígono quitó la manta y levantó la espada britana de Memnón.

—Te lo agradezco mucho —dijo de forma casi imperceptible; se inclinó hacia adelante y juntó la mejilla a la del estratega.

Aníbal se levantó.

—Estaba en Krotón. —Trajo una silla de tijera para Melite y volvió a sentarse en el sillón apoyado a la pared de la casa.

—Entonces sólo se ha perdido una de las seis espadas, hasta ahora.

—¿Cuál?

—La de Bomílcar, el hijo de Bostar, tu viejo amigo. Su espada, mi viejo cuchillo y la espada que me regaló tu padre están en Massalia.

—¿La de Aristón…?

—La tiene Aristón. —Antígono refirió su último viaje al sur.

Más tarde, Aníbal dijo como de pasada:

—La espada equivocada está en camino. Asdrúbal ha montado su campamento de invierno en territorio de los alobrogos. En primavera cruzará los Alpes. Debería quedarse en Iberia, hay príncipes y tribus que quizá sólo lo escucharían a él. Debería venir Magón; no por los Alpes, sino directamente aquí, por mar.

—Pareces preocupado.

Aníbal se mordisqueó un momento el labio inferior.

—Nnno… preocupado no. Todo es peligroso; quizá el camino a través de los Alpes sea más sencillo para Asdrúbal de lo que lo fue aquella vez para nosotros. Es una mejor estación y quizá tenga menos problemas con los montañeses. Pero…

Los barcos de guerra de los púnicos estaban en todas partes y en ninguna; para poder transportar con seguridad al gran ejército desde Iberia hasta Italia hubieran tenido que reunirse todas las flotas dispersas: veintiocho mil soldados de a pie, siete mil jinetes y treinta elefantes se habían puesto en marcha con Asdrúbal.

—Una gran flota, que no volviera a zarpar de inmediato. —Aníbal se quitó el parche y se frotó el ojo muerto. No era algo agradable de ver—. Hubiéramos podido dejar aquí una guarnición suficientemente fuerte y avanzar por la costa campania con un ejército poderoso y apoyo marítimo. Ahora… ahora todo será mucho más difícil.

En otoño, cuando llegaron las noticias de la marcha de Asdrúbal hacia Italia, el Senado había retirado inmediatamente a todos sus ejércitos destacados en Iliria y la Hélade. Asdrúbal podría reclutar celtas y ligures —según se decía, en otoño sus emisarios ya habían reunido a ocho mil soldados en las regiones del norte de Italia— y marchar hacia el sur con un ejército reforzado; en cualquier caso, Aníbal tenía que dejar tropas de ocupación para defender las regiones del sur itálico. En lugar de un ejército muy poderoso que pudiera terminar la guerra, habría dos ejércitos más débiles que marcharían hacia un punto de encuentro. Y entre ellos había dieciséis legiones, además de los aliados de Roma.

El miedo del Senado tenía un motivo más. Algunos años antes del estallido de la guerra se había realizado un censo; en aquel entonces Roma tenía doscientos setenta mil ciudadanos capaces de portar armas, más de cuatrocientos mil considerando a los aliados. Después de diez años y medio de guerra, en ocho de los cuales Roma había devastado y destruido sus propios territorios y los de sus aliados, un nuevo censo había hecho saber que sólo quedaban ciento treinta y siete mil ciudadanos romanos aptos para la guerra; latinos y etruscos ya apenas entregaban tropas, lo mismo que sabinos, lucanos y samnitas. La cantidad de hombres disponibles se había reducido a la tercera parte. El dominio de Roma se había desmoronado, el ejército con que contaba Roma había disminuido considerablemente, el paisaje de Roma estaba desolado; el tesoro público, vacío. Únicamente las legiones y la voluntad del Senado mantenían unidos los restos, restos a los que ni siquiera los aliados más fieles querían apoyar. Un golpe rápido y duro de un ejército poderoso comandado por Aníbal, protegido y apoyado por una flota unida…

—No hay que soñar, estratega —dijo Antígono a media voz—. Puede ser que los frutos nunca hayan estado tan a nuestro alcance como ahora. Pero los frutos sólo se pueden coger estando despiertos. ¿Qué está haciendo tu complaciente aliado Filipo? ¿Ahora que los romanos se han retirado de todos sus territorios?

Aníbal guardó silencio; Melite dijo:

—¿Qué, oh Antígono, debería hacer? ¿Y qué crees que está haciendo?

El heleno se encogió de hombros.

—Debería tomar Apolonia y venir a Italia. Pero no lo hará.

A veces a Antígono le resultaba difícil comprender que el hombre que era el asombro del mundo desde hacía más de una década fuera a cumplir tan sólo cuarenta años en primavera. En las conversaciones de otros, en los informes y rumores que circulaban por todo el mar y probablemente se derramaban sobre la Oikumene como olas encrespadas, Aníbal era más grande que Alejandro, Pirro, Siro, y estaba tan por encima de éstos como Odiseo o Aquiles. Pero Aníbal era también el hombre nervudo e infatigable que pasaba un par de noches con Melite y luego cabalgaba casi sin escolta de un campamento a otro, de un poblado a otro, hablaba con los centinelas de avanzada y pasaba noches sentado alrededor de una hoguera con arqueros gatúlicos, soldados de espada libios, jinetes ibéricos, honderos baleares, lanceros celtas, hoplitas espartanos, patrullas númidas y escaramuzadores lidios. Antígono lo acompañaba a menudo. En una noche tormentosa de finales del invierno acamparon a orillas del curso superior del Brandanus, donde, unos cuantos estadios al nordeste de la localidad de Bantia, debajo de la cadena montañosa que separaba los campos apulios de Venusia de los territorios iapigos, mesapios y Salentinos, los romanos conservaban una fortaleza. Quince años atrás habían sido censados cincuenta y seis mil soldados iapigos y mesapios, y ahora todavía unos siete u ocho mil luchaban del lado de Roma. El castillo protegía la Vía Apia y el paso hacia Venusia.

Poco antes de la medianoche Antígono se había envuelto en una manta para intentar dormir. No había ninguna choza, ninguna tienda; la tempestad y la lluvia hacían imposible encender una hoguera. El heleno aún no se había quedado dormido, cuando sintió que alguien le tocaba el hombro.

—Despierta, Tigo.

Aníbal se acuclilló.

—Vamos a tomar el campamento de vigilancia romano. No esperan que lo intentemos en invierno, y menos con este clima. —La lluvia chorreaba por la barba del púnico.

—¿Tienes suficientes hombres?

Aníbal rió sin hacer ruido.

—Son tres manípulos romanos y alrededor de cuatrocientos iapigos. Menos de ochocientos hombres. Nosotros tenemos cuarenta númidas y doscientos libios.

Antígono silbó.

—Así como lo dices, suena como si hubiera una gran superioridad de nuestra parte.

—Y así es. ¿Vienes con nosotros?

Antígono se desembarazó de la manta y puso la mano sobre el pomo de la espada que una vez perteneciera a Memnón.

—También un viejo meteco tiene que morir en algún momento. ¿Por qué no esta noche?

Aníbal asintió.

—Una buena noche, amigo. Te daré a veinticinco libios. Ahora pasemos a lo siguiente.

Antígono escuchó con atención; cuando Aníbal hubo terminado, el heleno asintió con la cabeza.

—Comprendo por qué te temen. Y por qué sigues con vida, muchacho. Nos veremos al amanecer.

Faltaban seis horas para emprender la acción. El campamento romano medía aproximadamente setenta pasos de largo por setenta de ancho. Estaba rodeado por una fosa y el terraplén estaba reforzado con empalizadas; dos puertas, una hacia el noroeste y otra hacia el sudeste. En cada uno de los lados del campamento, detrás de las empalizadas, había varios centinelas; esa noche no podían ver mucho. Además, la inactividad de las lunas de invierno los había vuelto despreocupados; ésa era la conclusión que se extraía de los informes de los libios.

Al despuntar el alba, Antígono y sus veinticinco hombres se presentaron ante la puerta del sudeste. Todos estaban cubiertos de barro, sucios, agotados. Antígono llamó a los centinelas romanos.

—Nosotros escapados de Aníbal —gritó—. Importantes noticias. Enviar hombres afuera para informar. —Su latín era perfecto, pero no tenía problemas para balbucir como un viejo siciliota.

La puerta se abrió un tanto. Un centurión vestido a medias salió a la tormentosa lluvia y examinó al sucio destacamento.

—¿Qué pasa? ¿De dónde venís?

—Metapontum. Aníbal marchando en Lucania, Grumentum; tiene traidores en campamento.

—¿En qué campamento?

—Flaco.

Por lo visto, el nombre convenció al centurión más que el aspecto de los hombres. Quinto Flaco había llegado al campamento de Grumentum cinco días atrás, procedente de Roma.

—¿Traidores?

—Cuatro nombres. Tú mi espada, centurión; llevarme a… a… a jefe de campamento.

El romano observó una vez más al sucio grupo de supuestos desertores, observó la espada que Antígono le ofrecía guardada en su vaina, se encogió de hombros y llamó con una señal a unos cuantos legionarios.

—Quitadles las armas. Y traedlos. Esto debe escucharlo el propio tribuno.

Antígono y unos diez libios ya estaban dentro del campamento, todavía no desarmados. El heleno profirió un grito, desenvainó la espada, puso la punta en la garganta del centurión.

—¡No te muevas, si quieres seguir vivo!

Los libios cayeron sobre los lentos romanos, que no habían dormido lo suficiente; no más de una cuarta parte de los hombres del campamento estaban ya despiertos. Los demás acompañantes de Antígono hicieron retroceder a los pocos guardas que estaban completamente despiertos, abrieron la puerta de par en par y la aseguraron con cuñas. Sonó un cuerno.

Unos cien pasos al frente de la puerta del campamento había unos arbustos secos y erizados tras los cuales era imposible esconderse. De no haber sido así los romanos los habrían quitado de en medio hacía tiempo. En la región había suficiente leña buena; los pequeños y espinosos zarcillos no servían ni siquiera para eso.

Por la noche los hombres de Aníbal habían arrastrado hasta allí desbrozo, montones de maleza y ramas. A la brillante luz del día un centinela romano podría haber notado que los arbustos parecían un poco más grandes y tupidos que el día anterior, pero en el amanecer, con lluvia y una rala neblina, nadie sospecharía. Durante la noche, los hombres, sin espadas ni corazas, habían cavado como topos la tierra reblandecida por la lluvia, haciendo un túnel desde los arbustos hasta el campamento. Cuando los primeros estuvieron cerca de la puerta del campamento, los de atrás les pasaron sus espadas, envainadas; todo estaba sucio y cubierto de barro, pero las espadas seguían limpias.

El grito de Antígono era la señal. El arbusto tembló, se partió en dos, se derrumbó. Los númidas, con un soldado de a pie sentado en la grupa de cada caballo, cruzaron al galope la superficie lodosa, irrumpieron por la puerta, dispersaron a los primeros grupitos de soldados romanos, cabalgaron hasta la otra puerta, regresaron. Los soldados de a pie desmontaron frente a la tienda del tribuno; un instante después —o eso le pareció a Antígono— uno de los hombres salió de la tienda blandiendo una lanza; en la punta estaba la cabeza del jefe del campamento romano.

Los otros soldados de a pie, que habían estado esperando en el túnel cavado por ellos mismos, bajo una delgada capa de barro, cayeron sobre el campamento como espíritus de la tierra. Aníbal iba al frente. Se produjo un breve y sangriento combate. La mayor parte del campamento no despertó hasta oír los toques de trompeta y los gritos; en invierno, los romanos y sus aliados no dormían con las armas. Sólo unos cuantos de los que ya estaban despiertos cuando se produjo el ataque tenían sus espadas a mano. La cabeza del tribuno, que se balanceaba en la punta de una lanza en el centro del campamento, fue para la mayoría la señal para rendirse. Los aliados ni siquiera intentaron defenderse; los romanos que empuñaron la espada fueron muertos. El centurión era inteligente; se mantuvo tranquilo y sobrevivió.

—Me estoy haciendo viejo para estas tonterías. —Antígono se frotó la espalda contra una encina bantiana y se envolvió mejor en el capote—. Los viejos deben quedarse en la cama. —Le dolían los huesos, pero aparte de eso y del cansancio se sentía espléndidamente.

La noche era fría y clara; la persistente lluvia de los días anteriores había dejado el suelo lodoso. Se encontraban en un puesto de avanzada, al noroeste del campamento conquistado; desde allí podían vigilar bien el acceso al paso de montaña y la Vía Apia, y bloquearlos de ser necesario.

Aníbal abrió el ojo.

—Si, si; con un juguete y una piedra caliente, bien abrigado. Tigo, hay gente que nunca envejece. Tú eres uno de ellos.

—Mis huesos no opinan lo mismo.

El estratega volvió a aspirar la flema que empezaba a correrle dentro de la nariz.

—Si hablas con tus huesos… culpa tuya.

Aníbal se quedó dormido, su respiración era tranquila y estaba completamente relajado. Estaba acostado sobre el suelo, a tres pasos de Antígono, envuelto en su capote rojo oscuro. El heleno continuó sentado, apoyado en la encina, presa de un cansancio que no lo dejaba dormir. Cansancio y tensión; la mezcla desemboco en una serie de imágenes diversas y no siempre completas, reventó en hebras y jirones precipitados e inconexos. Las brillantes estrellas y el estratega dormido, las hogueras consumidas, de las que brotaban siseos y crujidos, las voces apagadas de los guardas que hacían rondas por el campamento; aves nocturnas volaban sobre campos y arbustos. Olía a cuero húmedo, tela mojada, ceniza y brasas, excrementos de caballo y sudor de hombres, aún resonaba el eco oloroso de la sangre encostrada sobre hierros afilados. Un breve y débil viento nocturno que no tardó en amainar trajo un torrente de ajo, asado y vino del centro del campamento. Olores similares había sentido en diez mil otras noches, en las Galias y Britania, en barcos, el desierto de Libia y el gran río Ganga, en las afueras de Pa'alipotra o a orillas del Nilo. En el Norte debía estar haciendo mucho frío; Antígono recordó el invierno posterior al cruce de los Alpes, cuando a menudo por la mañana había que despedazar elefantes muertos para poder retirarlos. El invierno siguiente a la batalla de Trebia, antes de la primavera, en los pantanos etruscos. Diez años de una guerra despiadada en la que, poco a poco, se había visto envuelta casi toda la Oikumene. Diez años desde entonces, en total once años de sangre, ejércitos aniquilados, barcos hundidos, ciudades arrasadas. Publio Cornelio Escipión, vencido en el Ticinus, muerto siete años después en Iberia, como su hermano Gneo; Sempronio, vencido en el Trebia; Flaminio, muerto en el lago Trasimeno; Emilio Paulo, muerto en la batalla más grande, en Cannae… Terribles derrotas de Roma, una tras otra, una tras otra, la pérdida del Norte, las deserciones de etruscos y latinos, la pérdida de casi todo el sur de Italia, la pérdida de las dos terceras partes de los hombres capaces de portar armas. Sin la astucia de ese hombre que dormía a tres pasos de la encina, con la sombra oscura de una rama sin hojas sobre el rostro, sin los ardides y tácticas de Aníbal, la antiquísima Kart-Hadtha se hubiera ido a pique hacía mucho tiempo. Los púnicos hubieran podido resistir dos años, quizá tres, sitiados tras sus colosales murallas. La invencible Roma, las inquebrantables legiones, los cónsules, legados, tribunos, centuriones, vencidos una y otra vez, aniquilados, destruidos, abatidos por fuerzas inferiores. El arte, el espíritu, la cabeza de este hombre amado y venerado por sus soldados, que lo seguían incondicionalmente por fuego y hielo, hierro y sangre, porque él iba al frente, sólo dormía en una tienda cuando todos los demás tenían tiendas, bebía agua y comía cereales remojados, como ellos, en lugar de hacerse servir por una cocina de campaña. En todos los años una sola traición: Muttines en Sicilia, pero aquello no había sido una traición a Aníbal, sino la desesperación de un grandioso jefe de jinetes ante el estúpido púnico al que tenía que someterse allí. En todos los años, sólo una tropa había desertado: los doscientos doce íberos y númidas que se pasaron al bando romano después de la abundancia y comodidades del campamento de invierno en Capua y el contragolpe en Nola. Se entregaron a Marco Claudio Marcelo, cinco veces cónsul, primer comandante romano que no salía vencido de un encuentro, el de Nola: Claudio Marcelo, el Carnicero de Sicilia, muerto hacía un año en una emboscada, cerca de Petelia. La Espada de Roma, así lo habían llamado; ahora la espada estaba rota. Y el Escudo de Roma, Quinto Fabio Máximo, el Vacilante, se había hecho viejo y frágil.

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