Aníbal (83 page)

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Authors: Gisbert Haefs

Tags: #Histórico, #Bélico

—Ninguna embarcación a la vista. —Bomílcar miró río abajo y río arriba—. Nadie nos vigila. Pero, ¿dónde buscamos el barco prometido? Antígono arrugó la frente. —Tú eres el capitán, ¿dónde lo hubieras escondido tú? —No demasiado cerca del mar… por los romanos. Y tampoco muy arriba; en los cañaverales no es muy profundo.

—Ayúdanos un poco mas.

Bomílcar sonrió.

—Ah, ¿yo he de ayudar?

—Hace tiempo que no te doy una buena azotaina, hijo de mi amigo.

—La última vez fue hace unos treinta años.

Antígono se levantó; Bomílcar mantuvo el equilibro de la balsa. El heleno dirigió la mirada hacia la jungla del cañaveral; luego se llevó las manos a los lados de la boca y gritó:

—¡Taaaniiit! ¡Meeelkaaart!

Bomílcar dejó escapar una risita.

—¡Que yo haya tenido que ver esto! El impío negador de la existencia de todos los dioses, clamando a Tanit y Melkart. Pero quizá tengas razón. Cualquier barca de vigilancia romana que te haya oído vendrá hacia aquí de todas maneras. Ellos nos ayudarán.

Esperaron; finalmente decidieron avanzar un poco más. Un trecho más adelante, río abajo, vieron a la derecha una pequeña barca pesquera semioculta en la espesura; también podía tratarse de la barca de un cortador de cañas. En la barca estaba sentado un hombre que llevaba un enorme sombrero y tenía en las manos una caña de pescar y la cuerda de una nasa. Bomílcar dirigió la barca hacia el cañaveral y gritó al solitario pescador.

—Eh, señor de los peces, nos hemos extraviado.

El pescador siguió mirando el agua por debajo del ala de su sombrero; después se echó el sombrero hacia atrás. Era Tomiris.

Todavía, después de casi once años de guerra, no había en Kart-Hadtha ninguna señal de fatiga, cansancio o escasez de provisiones. Antígono pasó algún tiempo luchando contra la idea de emprender una guerra abierta contra Hannón, pero Bostar le aconsejó que lo olvidase. Hannón ya sólo era la mitad de importante; el Consejo por fin había decidido dejar que Asdrúbal y Magón actuaran con mediana libertad en Iberia.

Demasiado tarde, y sólo a medias. Asdrúbal había marchado con su ejército hacia el sur, perseguido por Cornelio. Quería atraer a los romanos a la región donde Asdrúbal Giscón y Magón podrían intervenir con sus tropas; pero Publio Cornelio Escipión volvió a demostrar que era un aplicado discípulo de Aníbal. La batalla tuvo lugar en Baikula, al norte de Baits, más o menos a mitad de camino entre Kastulo y Karduba. Gracias a que numerosas tribus ibéricas se habían pasado al bando romano, Cornelio Escipión contaba por primera vez con un ejército superior en número. Las legiones y sus aliados íberos abandonaron la marcha y atacaron con inaudita violencia, una batalla de movimientos al estilo bárcida. Asdrúbal comprendió que no podía ganar el combate; sin embargo, realizando hábiles maniobras consiguió retirar a casi todo el ejército de la batalla. Luego se puso en marcha hacia el noroeste, en dirección a Magón; pero Cornelio no lo siguió.

Los estrategas púnicos y los representantes del Consejo de Ancianos se reunieron al norte de las Montañas Negras para deliberar. Magón, Asdrúbal Barca, el príncipe masilio Masinissa, Asdrúbal Giscón, otro nuevo subestratega llamado Hannón y los gerusiastas Arish, Mished y Mastanábal se pasaron dos días discutiendo cuál seria el rumbo correcto a seguir. Asdrúbal y Magón eran partidarios de cualquiera de estas dos posibilidades: reunir a todos los ejércitos y barcos dispersos para dar un golpe que aniquilara a Cornelio en Iberia, o bien retirarse a posiciones del sur fáciles de mantener y enviar todas las tropas disponibles a Italia, la mitad por tierra, bajo el mando de Asdrúbal Giscón, y la otra mitad, bajo el mando de Magón, por mar, directamente a Aníbal. Los gerusiastas se decidieron por una ineficaz mezcla de ambas propuestas. Asdrúbal Barca y su ejército marcharían a través de los Pirineos y los Alpes y se reunirían con Aníbal en algún lugar del norte de Italia; Asdrúbal Giscón defendería el sur con las tropas restantes, que todavía hubieran bastado para un ataque; Masinissa recorrería el país con tres mil jinetes, protegiendo a los aliados e importunando a los romanos; Magón reclutaría nuevos soldados en el norte de Libia y las Baleares, soldados que no serían para Aníbal, sino para Iberia, las minas de plata, los mercados.

Frente a este caos del Oeste se levantaban los éxitos conseguidos en el Este. Filipo, con ayuda de la flota púnica, había conseguido sostenerse frente a los romanos; tras perder una batalla, Atalo de Pérgamo se retiró de la guerra y marchó hacia Asia, para —continuando con la mejor tradición helena— reñir un poco con Prusias de Bitinia. Antíoco y el poderoso ejército del imperio seléucida habían emprendido una gran marcha hacia el este para recuperar las regiones partas y bactrianas conquistadas por Alejandro. Rodas había construido una gran flota a la sombra de los acontecimientos, convirtiéndose en la mayor potencia marítima del este de la Oikumene; junto con Ptolomeo, los rodanos estaban intentando mediar entre Roma y Macedonia.

Antígono renunció una vez más a encontrar formas lógicas y con sentido a los acontecimientos y conclusiones. Mientras una flota romana devastaba la costa púnica, los barcos de guerra púnicos estaban dispersos por todo el mar; por lo visto, nadie del Consejo sabía cuántas penteras y trirremes había en Iberia, frente a las costas del sur de Italia, frente a los miles de puertos libios, en la Hélade. Ni siquiera Hannón el Grande, según se decía. Por otra parte, Hannón, quien ya había cumplido setenta y dos años, estaba gravemente enfermo y no se ocupaba de los asuntos del Consejo desde hacía lunas.

La venta de los negocios de Iberia y el corrimiento hacia el Este habían rendido grandes ganancias; el Banco de Arena todavía guardaba una parte de la fortuna Barca, de la que no se había podido disponer en un primer momento. Antígono consultó con Bostar, pidió un convoy al Consejo, consiguió primero la aprobación, luego las naves —cincuenta penteras y doscientos barcos de transporte—, sacó de circulación mil talentos de plata, reclutó a tres mil libios y dos mil númidas y en otoño se embarcó hacia Italia con las tropas, todo tipo de provisiones y los setecientos talentos restantes. Kart-Hadtha se sumió en su sueño invernal; en los territorios númidas reinaba la calma. El príncipe de los masesilios, Sifa, había convertido en su capital a la antigua colonia púnica de Siga, y parecía querer esperar a ver cómo se desarrollaban los acontecimientos en Iberia. Probablemente después, se pondría del lado del vencedor. Su vecino y enemigo, Masinissa, no había llevado a Iberia a tantos hombres como para que Sifax pudiera atacar el corazón de Masilia sin dificultad. En todo caso: uno de los frentes de guerra estaba en calma, aunque no en paz.

Durante la travesía, Antígono se divirtió leyendo las crónicas de Séptimo Torcuato. Resultaba evidente que el escritor romano era uno de ésos que no mejoran ni con largos años de práctica. Con todo, sus trabajos sobre la guerra en Italia tenían más base que todos los rumores que el heleno había escuchado durante su cautiverio en Massalia.

Marcelo ha conquistado diversas ciudades en Sambia, haciendo grandes botines. El procónsul Gneo Fluvio estaba no muy lejos de Herdonia, y pensaba conquistar esta ciudad mediante una traición. Como Aníbal oyó que aquél tenía una posición insegura y que en su campamento no reinaba el orden conveniente, el cartaginés vino de Bruttium en marcha redoblada y mandó que tropas formaran en orden de batalla. Fluvio en seguida estuvo dispuesto. Pero Aníbal ordenó que, durante el choque de las tropas de a pie, la caballería atacara el campamento y cayera sobre la retaguardia enemiga. Puesto que fue eso lo que sucedió, los romanos se sumieron en un gran desorden y huyeron, después de haber perdido mil doscientos hombres.

Marcelo tomó a su cargo lo que quedaba del ejército derrotado y salió al encuentro de Aníbal. Hubo otro combate, al que puso final la noche. La noche siguiente Aníbal siguió avanzando. Marcelo lo siguió; todos los días se produjeron pequeñas escaramuzas. La flota romana saqueó las costas africanas, las cartaginesas y las sardas.

El año siguiente las noticias sobre los preparativos de los cartagineses provocaron nuevas preocupaciones en Roma, en especial porque gran parte de las colonias y aliados se rehusaban a entregar dinero y hombres para continuar la guerra. Aníbal se acercó a Canusium. Marcelo lo siguió y le dio alcance. Volvieron a enfrentarse, pero la noche dejó la victoria indecisa. Al día siguiente se reanudó el combate, pero en perjuicio de los romanos, pues éstos perdieron tres mil hombres y huyeron al campamento.

Fabio sitió Tarento. Allí Aníbal había emplazado a una guarnición de brutios cuyo comandante amaba a una mujer que era hermana de uno de los hombres del ejército de Fabio. Tras el necesario acuerdo con Fabio, este hombre se dirigió a Tarento y convenció a su hermana de que persuadiera a su amante para que éste entregara la ciudad. Lo cual ocurrió. En la noche abrieron las puertas a los romanos y les entregaron la ciudad. A la mañana siguiente la guarnición se encontró con que el mercado estaba ocupado. Los traidores más ilustres murieron en el combate. La ciudad fue saqueada y la mayor parte de los miembros de la guarnición y de los habitantes fueron pasados por las espadas o tomados como esclavos.

El año siguiente, doceavo de esta guerra, el ejército romano, comandado por Marcelo y Crispino, se encontraba en Apulia, donde también se hallaba Aníbal. El cartaginés no se sentía lo bastante fuerte como para enfrentarse a los dos romanos, y sólo buscó la ocasión de vencerlos mediante ardides. Escuchó que los romanos iban a enviar algunas tropas de Tarento para sitiar Locri. Aníbal mandó atacar a esas tropas en una emboscada, matando a dos mil y tomando mil doscientos prisioneros. Entre los dos campamentos enemigos había una colina cubierta de vegetación que ninguno de los dos había ocupado. Aníbal ocultó algunas unidades en el bosquecillo. Marcelo y Crispino salieron a reconocer el terreno, para ver si el enemigo podía estar acercándose; sin embargo, se atrevieron a alejarse demasiado, y, cuando menos se lo esperaban, los cartagineses los aislaron del campamento. Apenas empezado el combate, Marcelo fue atravesado por una lanza y cayó de su caballo. Crispino y el hijo de Marcelo escaparon heridos. Los demás fueron muertos o tomados prisioneros. Aníbal ocupó inmediatamente la colina. Pero Crispino retrocedió. Aníbal mandó sepultar con honores a Marcelo y dirigió su marcha hacia Locri, que estaba sitiada por Cincio, quien había llegado de Sicilia. Éste levantó el cerco al enterarse de que el enemigo se estaba acercando.

Los continuos movimientos, envíos de noticias, observación del enemigo, negociaciones con ciudades no cesaban ni siquiera en invierno. Los libios y númidas estaban envueltos en gruesos ropajes; un grupo de soldados de espada ilirios recién llegados, a través del mar, de lejanas montañas del nordeste, corrían casi desnudos, llevando únicamente un taparrabo y las eternas gorras de piel de comadreja, hasta cierto punto sagradas.

El campamento principal se encontraba aproximadamente a cien estadios por encima de Metapontión. El punto central era una aldea fortificada que se levantaba sobre una colina, a orillas del Bradanus; el río constituía la frontera entre Lucania y Apulia. Unos cien estadios al otro lado del Bradanus pasaba la prolongación hasta el sur de la Vía Apia, que unía Roma con Taras/Tarento y Brundusium. Desde el campamento también se tenían al alcance las principales carreteras que cruzaban Lucania con dirección a Bruttium.

Había muchos grupos y rostros nuevos. Y muchas tristes ausencias. Habían pasado dos años desde la traición y muerte de Muttines; desde entonces, también Maharbal y Asdrúbal el Cano habían muerto en encuentros con los romanos. Hannón, el hijo del viejo Bomílcar, que a pesar de haber perdido algunas batallas era el mejor segundo hombre de Aníbal, se encontraba al mando de la mitad del ejército, dividida entre numerosas fortalezas y campamentos de Bruttium. Poco había cambiado el conjunto de las fuerzas, pero mucho su composición. Era el día del solsticio de invierno; Aníbal, Antígono, Sosilos y el jefe de la caballería, Bonqart, estaban bebiendo vino en una terraza sobre el río. Debajo, en una franja plana de la orilla, celtas de pelo gris armados con varas y escudos de madera practicaban la manera de romper y dispersar una formación escalonada de príncipes. Hijos de campesinos brutios y reclutas lucanos, campanios, unos cuantos italiotas de Metapontión y de la región de Sibaris, hacían las veces de enemigos; unos trescientos hombres observaban el encuentro y recibían instrucciones de un oficial púnico. Entre los espectadores había pocos libios, ningún íbero, unos cuantos gatúlicos y baleares; y otros cuyos peinados, trajes y colores de piel Antígono no podía identificar.

—Siciliotas —dijo Bonqart—. Prefieren morir con Aníbal que vivir a las órdenes de un gobernador romano. Sardos. Hijos de pescadores liparios. Ligures. Ilinos. Epeirotas. Cretenses. Aqueos. Hasta tenemos una docena de partos, no me preguntes cómo han venido a parar aquí; simplemente aparecieron y dijeron que querían luchar para el gran estratega.

El estratega estaba sentado en silencio, con el ojo cerrado; se acomodó el parche rojo que le cubría el otro ojo, bebió, dejó el vaso, apoyó la cabeza en la pared de la casa.

—Y unos cuantos tracios. —Sosilos soltó una débil risita—. Además de mis queridos paisanos, lacedemonios. Y bitinios. Capadocios. Arcanianos y gente de Cefalonia. Atenienses, eubeos, paflagonios, armenios, pontinos, egipcios, macedonios, kipriotas, caldeos, gedrosios, sirios, árabes. ¿He olvidado algo?

—Treinta tribus celtas —dijo Aníbal sin cambiar de posición—. Cinco pueblos númidas. Libios procedentes de veinte tribus y ciudades distintas. Samnitas, latinos, sabinos, etruscos. Cincuenta y cinco pueblos íberos. Ah, si, también hay unos cuantos púnicos.

—Han pasado exactamente diez años desde que limpié de hielo, nieve y estiércol tu campamento a orillas del Trebia, estratega. Aquí se está más caliente que en el Norte.

Bonqart miró al heleno casi ensimismado.

—¿Diez años? Yo diría que han sido mil, señor del Banco de Arena. Y tú apenas has cambiado desde entonces.

—Ya entonces era viejo. Entre los cincuenta y los sesenta ya no se cambia mucho.

Bonqart torció el gesto y se pasó el dedo índice por las hendiduras formadas alrededor de su boca y junto a la nariz, por las arrugas de la frente.

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