Aníbal (90 page)

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Authors: Gisbert Haefs

Tags: #Histórico, #Bélico

Aníbal escapó; según oyó después Antígono, el estratega cabalgó cuarenta y ocho horas seguidas, parando únicamente para cambiar de caballo, hasta Hadrimes.

Publio Cornelio Escipión tampoco escapaba a aquello que desgarraba a Amílcar y Aníbal: miseria, náuseas, malestar físico y anímico después del baño de sangre. El romano no dijo mucho, y al heleno absolutamente nada, pero Antígono leyó en el rostro de Cornelio que ese día había envejecido diez años. Y que sabía esto: a pesar de la derrota, su adversario había demostrado ser el mejor estratega, la victoria que coronaria y completaría la fama de Escipión había sido un regalo del azar, de la fortuna, del tiempo, de un cuarto de hora. Quedaba una cosa por hacer, y Antígono decidió hacerla rápido, en silencio y a conciencia, antes de que los desórdenes llegaran a su fin. En Kart-Hadtha un gran número de personas habían muerto o sido heridas —Argíope había sido asesinada por salteadores en la Calle Mayor; Antígono nunca volvió a saber nada de los hijos de su hermana—; la cosa no venía de uno más o uno menos. Y pudieron haber muerto muchos más; tras la victoria, la plana mayor de Cornelio Escipión y sus asesores discutieron la posibilidad de sitiar, conquistar y destruir la ciudad de Cartago; finalmente, Cornelio se decidió en contra de esta postura. El enemigo todavía poseía un estratega, una flota, hombres y dinero; los últimos medios, que, en caso de extrema urgencia, seguramente no dudarían en emplear. El romano decidió no volver a tentar a los dioses.

Pasó algún tiempo hasta que se acordó el armisticio y Antígono fue puesto en libertad. Las condiciones pactadas eran muy duras; un tribuno contó al heleno que el bárcida Giscón había hecho un apasionado discurso a favor de la continuación de la guerra en el Consejo de Kart-Hadtha, y Aníbal, que de Hadrimes se había dirigido en barco a la ciudad, había destrozado al charlatán desde el púlpito. Luego llegó una embajada encabezada por Asdrúbal el Carnero («huele como un carnero y golpea como un carnero, por eso», explicó el tribuno). El armisticio debía durar tres lunas y sería llevado bajo estas condiciones: Cartago paga reparaciones por los daños causados por la incautación de barcos realizada durante el armisticio anterior (veinticinco mil libras romanas de plata, alrededor de doscientos ochenta talentos, a pagar en el acto); Cartago da provisiones y paga las soldadas a las tropas romanas; Cartago entrega ciento cincuenta jóvenes rehenes, escogidos por Escipión; los romanos cesan los saqueos desde el momento de la firma del armisticio.

Antes de que se anunciaran las condiciones para un tratado de paz, un senador del alto mando romano propuso que se incluyera entre estas condiciones la extradición de Aníbal. La mayoría de los representantes de la administración romana aprobaron la propuesta de inmediato; los legados y tribunos de Cornelio guardaron silencio; Masinissa se levantó y abandonó la reunión; Lelio torció el gesto y se pasó la mano por la cabeza. Publio Cornelio Escipión desenvainó su espada, la cogió por la hoja y ofreció la empuñadura al senador.

—¿Qué pasa?

—Uno puede pedir que se entregue una estatua de Marte, pero no al dios mismo. Si el Senado exige la extradición del más grande de todos los estrategas, Cartago continuará la guerra. Y, en ese caso, Roma necesitará a otro comandante, yo no participaré en ese juego. Existen limites. Finalmente, se anunciaron las siguientes condiciones:

—Roma y Cartago eran ciudades amigas y aliadas.

—Cartago continuaba gozando de autonomía.

—Cartago quedaba libre de tropas de ocupación.

—Cartago conservaba los territorios que poseía en el interior de la Fosa Púnica, antes de que Publio Cornelio Escipión llegara a África.

—Todos los territorios contiguos a la región determinada para Cartago que antes fueran propiedad de Masinissa o sus predecesores serian devueltos a Masinissa.

—Cartago debía entregar a todos los prisioneros y desertores.

—Cartago llamaría de regreso a las tropas que aún se encontraban en territorios ligures y celtas.

—Cartago entregaría todos los barcos de guerra, excepto diez trirremes, y nunca volverían a poseer más de diez barcos.

—Cartago entregaría todos los elefantes de guerra y no volvería a adiestrar elefantes.

—Cartago no podría volver a hacer la guerra fuera de África.

—Cartago no volvería a reclutar mercenarios celtas o ligures.

—Cartago nunca apoyaría a enemigos de Roma.

—Cartago pagaría diez mil talentos de plata en cincuenta años, doscientos cada año.

—Cartago entregaría cien rehenes no menores de catorce ni mayores de treinta, que serían escogidos por el comandante del ejército romano.

Se fijaron plazos para el cumplimiento de cada uno de los puntos. Cuando se acordó el armisticio, Cornelio Escipión dejó en libertad al heleno; Antígono se dirigió a su finca rústica para poner las cosas en orden, y luego cabalgó a Kart-Hadtha. Era un invierno frío; por las noches muchas veces se congelaban los pequeños charcos de agua estancada, y la escarcha cubría el espíritu del heleno. El verano siguiente cumpliría sesenta y siete años, la ciudad —su ciudad— entraría en el año seiscientos catorce de su historia; dos largos recorridos que se precipitaban rápidamente hacia el fin. ¿Qué quedaba aún? Una frontera insegura: la antiquísima y ya enterrada fosa, que empezaba en algún lugar entre Ityke e Hipu, se adentraba en el campo púnico y luego trazaba un arco hacia el este, para terminar en la costa, frente a la isla Menix. En algún lugar debían quedar restos visibles de esa fosa, pero Antígono nunca los había visto, a pesar de todos sus viajes y cabalgatas. ¿Roma no lo sabia, o fijar esa frontera obedecía a algún cálculo? Podían haber fijado la frontera de un modo más exacto, nombrando ciudades limítrofes, montañas, ríos. Masinissa soñaba otra vez con un gran imperio númida; era aliado de Roma. ¿Qué pasaría si violaba la imprecisa frontera? ¿Autorizarían los romanos que Kart-Hadtha emprendiera una guerra defensiva contra un aliado de Roma?

¿Y la larga franja costera púnica que se extendía entre la isla Menix y la frontera cirenia—egipcia, con el antiguo y rico asentamiento comercial? Quedaba fuera del territorio estipulado por Escipión; lo mismo que las ciudades situadas entre Hipu y las columnas de Melkart. El comercio con éstas no había sido prohibido, pero pronto dejarían de fluir hacia las arcas de Kart-Hadtha los tributos pagados por esas ciudades. La plata de Iberia, el estaño de Britania, el oro de las costas libias lindantes con el océano… todo perdido, como Kart-Hadtha en Iberia, como la secular Gadir, Kart Eya, Ispali (allí Escipión había fundado la ciudad de Itálica, para legionarios veteranos licenciados) Kanluba, Mainate, Leuke Akra, fundada por Amílcar, las colonias y ciudades cinco veces centenarias de las islas Baleares. Kart-Hadtha había sido encadenada, amordazada, castrada, condenada a ser amiga de Roma, pero sin contar con protección romana. El Banco de Arena, que había trasladado sus negocios del Oeste al Este, siendo hasta ahora una prestigiosa institución de la rica y poderosa Karjedón, sería en el futuro un banco cualquiera de una ciudad desvalijada e impotente, cuya calidad de avalista no volvería a ser tomada en serio por nadie. Y en el Este, donde el banco hubiera podido hacer negocios, Filipo de Macedonia y Antíoco habían empezado una guerra contra el Egipto gobernado por el quinto Ptolomeo —un menor— y sus posesiones en Asia y el Egeo.¿Qué quedaba?

Kart-Hadtha recordó al heleno aquello que tenía que hacer. Al decretarse el armisticio, los habitantes de los suburbios y aldeas del istmo habían vuelto a abandonar la ciudad; no todos, no de inmediato; al caer la noche muchos regresaban para refugiarse tras la muralla del istmo. Cuadrillas de salteadores continuaban surcando las callejas al abrigo de la oscuridad; la rabia, desesperación, desilusión y rivalidad entre partidarios de los bárcidas y de los «Viejos» eran descargadas cada día —y sobre todo cada noche— en peleas callejeras, actos de pillaje, incendios y duelos a cuchillo. Los guardias, escasos y no preparados para pelear, se limitaban a retirar a los muertos por la mañana, siempre gris. La embajada encabezada por Asdrúbal el Carnero estaba en Roma, negociando una paz que ya existía en el campo de batalla, pero que sin embargo faltaba dentro de las murallas de la ciudad. Los ricos se protegían con tropas de vigilancia; todo lo demás era caos y muerte.

No todo; también estaban los ventorrillos, los puertos, tabernas, campesinos, aguadores, fruteros, tiendas de papiros; el Consejo, que se reunía a veces en su propio edificio y a veces en el templo de Eshmún; estaba el estratega, quien se movía desprotegido, sin escolta, entre el palacio bárcida de Megara y el Consejo, enviaba mensajes al interior, tiraba de hilos que Antígono creía cortados desde hacia mucho tiempo. La paz y sus duras condiciones aún no entraban en vigor; todavía existía la flota púnica, nunca puesta en acción. Por las noches, barcos procedentes de la costa oriental escupían hombres que eran esperados por gente de Aníbal y llevados a los acantonamientos de la gran muralla. Nadie sabia exactamente qué estaba pasando, qué planes tenía el estratega, si el Consejo aprobaría esos planes; y nadie podía saber si el Senado de Roma aceptaría la paz, si aprobaría o endurecería las condiciones; si Kart-Hadtha tendría que luchar, por última vez, cuando llegara la primavera.

Antígono decidió no visitar de momento a Aníbal; suponía que el estratega y amigo no aprobaría la sed de venganza de un anciano. El heleno pasó dos noches en la sede de los vinateros, los días, en el banco. No había mucho que hacer; durante el armisticio, Kart-Hadtha no podía recibir embajadas ni comerciantes de regiones extranjeras. Bostar había contratado a una tropa de vigilancia púnica para proteger el banco. Otra tropa, formada ésta por púnicos y metecos, protegía el barrio en que él vivía. Instó a Antígono a que se mudara durante un tiempo a su casa, pero el heleno declinó la oferta. Antígono pasó diez días vagando por la zona del puerto, el barrio de los metecos, las calles de tintoreros y carreteros; llevaba puesto un traje raído, peluca, una barba postiza de color rojizo, habló con miles de personas y gastó casi veinte minas de monedas de plata. Poco a poco, fue enterándose de lo que quería saber, rió cuando la mayor dificultad se resolvió por sí misma, compró las espadas y el silencio de veinte robustos metecos helenos de familias a las que conocía desde hacia tiempo, y preparó todo lo demás.

Un poema malicioso, que hizo recordar a Antígono otro epigrama de días infinitamente lejanos, circulaba por la ciudad; era como un resumen de todos los sentimientos e intenciones del heleno:

Grande la deshonra de esta ciudad: sometida al dominio de Roma.

Terrible la vergüenza del pueblo: por codicia traicionó al héroe.

Espantoso el oprobio del mundo: Hannón la Víbora sigue con vida.

El sumo sacerdote de Baal, miembro del Consejo de Ancianos y cabeza de la amistad con Roma, tenía ya setenta y nueve años, gozaba de una salud envidiable, era más rico que nunca antes y estaba a punto de recuperar la mayoría en el Consejo. Desde el comienzo del armisticio se había refugiado en el lugar más lóbrego de la Oikumene, el templo de Baal, el antiquísimo tofet. El lugar sagrado, al que sólo se podía entrar en días de fiesta y estaba terminantemente prohibido a los no púnicos, era más fácil de proteger que el palacio que poseía Hannón en Byrsa.

Todos los metecos odiaban y temían el templo; había algo en lo que Antígono confiaba aún más que en su plata y las antiguas amistades familiares: profanar el lugar más sagrado del dios púnico más terrible era peor que cualquier otra cosa que pudiera suceder en el templo. Ninguno de los hombres se atrevería a hablar de ello jamás.

Por la tarde empezó a llover. El cielo, gris desde hacia varios días, estalló sobre la ciudad derramando un mar sobre ésta. Torrentes de agua arrastraban tierra de los huertos de Byrsa, espuma parduzca bajaba por las estrechas callejas que conducían al ágora. Hacia la puesta del sol, el agua acumulada en las calles y callejas de la ciudad llegaba a la altura de las rodillas. En las fosas de los curtidores se ahogaron tres operarios; el repugnante líquido arrastró sus cadáveres a través del barrio contiguo a la muralla del istmo. La cortina de lluvia cerrada ante el templo de Baal rechazaba toda luz, apagaba las antorchas encendidas al atardecer por los guardas de Hannón, las cegaba.

El asalto se realizó sin problemas; todos sucedió rápidamente. Diez púnicos fueron abatidos, encadenados y amordazados en breves instantes. Los hombres de Antígono les vendaron los ojos y ocuparon sus lugares; diez quedaron como centinelas, los otros se dirigieron hacia el templo, arrastrando los recipientes al interior.

La gigantesca estatua de bronce del dios devorador de niños, iluminada en el interior por la llama perenne de la fiesta del mulk, irradiaba un espantoso resplandor desde el fondo del espacioso salón. Los helenos se quedaron como de piedra; Antígono se sobrepuso a un terrible escalofrío. Las negras columnas, las colgaduras rojas, oscuras y fosforescentes, las hileras de bancos de piedra, la ensangrentada mesa de piedra y los ropajes e instrumentos del sacerdote, extendidos sobre una especie de altar, parecían devorar la luz que reflejaban.

Hannón el Grande estaba descansando sobre un amplio diván colocado en uno de los rincones del salón, rodeado de cirios y candiles. El sumo sacerdote estaba envuelto en pieles de leopardo, leyendo un papiro. Junto a él había varias ánforas, vasos, bandejas y platos con restos de comida. El viejo consejero levantó la mirada.

—Estás profanando el templo, meteco.

La voz resonó, quebrándose por invisibles pasillos y salones. La vista de Hannón debía seguir siendo muy aguda; Antígono no había podido reconocer al púnico desde esa distancia.

—He venido para rendir homenaje al sumo sacerdote, púnico. Yo nací en esta ciudad, hace casi sesenta y siete años. —Antígono se acercó lentamente al púnico—. Casi sesenta y siete años en los que he vivido, luchado, trabajado y, muchas veces, también sufrido por esta ciudad. He sacrificado a mi hijo Memnón a esta ciudad y a sus dioses. Ahora soy tan púnico como tú, Hannón.

—Nadie es púnico si no ha nacido siendo púnico, de una madre púnica y criado por un padre púnico. Vete.

—No me iré, Hannón. Gran Hannón, he venido para arreglar algo que hay entre nosotros desde hace más de cuarenta años. Para reparar un error, demasiado tarde; por desgracia, demasiado tarde. Pero dos ancianos que tienen los días contados deberían hablar con franqueza antes de que les llegue el final.

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