—No lo sé, señor. Pero algo es evidente: si ése es el caso que nos ocupa, otras personas aparte de Jason Shelley están en peligro.
—¡Hazel! —estalló Roger—. Ella…, ella va a ser la esposa de Jason… Para unos seres surgidos de la tumba, tal vez el hecho de que esa boda se vaya a efectuar siguiendo los planes perversos de Jason, no cuente demasiado. Son mujeres, Rahma. Mujeres que odian y desean venganza desde sus ataúdes abandonados… Mujeres que destruirán a Hazel, si ello les es posible.
—No me sorprendería, señor —dijo apagadamente el hindú, afirmando con la cabeza.
* * *
Bernard Reed se sentía satisfecho.
Hazel estaba algo nerviosa últimamente. Los preparativos de boda, los extraños sucesos de dos noches atrás, en casa de su prometido, Bruce Strange… Todo eso había contribuido a desquiciar un poco su equilibrio habitual.
Aprovechando el día que no había función en el Royal, Bernard Reed había dado a su hija un buen consejo; debía irse al campo, cerca de Londres, con sus tías Agatha y Claire. Él se quedaría en casa, ultimando preparativos para la inminente boda.
Entre ellos, el traje de novia.
Acababan de traerlo de la principal casa de modas de Londres. Un bello modelo blanco, vaporoso y sugestivo, que el maniquí lucía bellamente, pero que sobre la delicada anatomía de Hazel sería mil veces más atractivo y lleno de elegancia.
Bernard Reed contempló una vez más el vestido de novia en su maniquí, y se apresuró a encaminarse a su despacho, para ultimar las tarjetas de invitación a la ceremonia y a la recepción nupcial.
Quería que para la siguiente semana, cuando tuviera lugar el enlace, todo estuviese a punto. Strange había prometido venir a ayudarle en los detalles finales, pero sin duda el trágico e inexplicable fin de su criado le había trastornado un poco. Era ya muy tarde esa noche, y Strange no parecía que fuese ya a acudir.
—Tal vez me equivoqué —dijo sonriendo Reed, parándose en la puerta del despacho. Escuchó los pasos por la gran escalera ascendente desde el vestíbulo y sacudió la cabeza—. No espero a nadie, de modo que debe ser él.
Entró en el despacho. Se sentó, llamando a través de la puerta abierta:
—¡Puede pasar, Bruce, querido amigo! Estoy preparando las invitaciones… No creí que viniese, siendo ya tan tarde.
Strange no contestó, pero los pasos suaves sonaron más cercanos sobre la espesa alfombra. Reed siguió rellenando tarjetones, con su caligrafía cuidada. La luz del gas osciló sobre su cabeza. Levantó los ojos, intrigado, y observó que no había corriente de aire alguna.
—Tal vez el conducto del gas ande obstruido —se dijo, encogiéndose de hombros. Y agregó en voz alta—: Vamos, Bruce, no sea tan lento, muchacho. Entiendo que debe sentirse un poco aturdido, pero… Eh… ¿Qué significa? ¿Quién es usted, quién la dejó llegar hasta aquí y…?
Los ojos dilatados de Bernard Reed contemplaban a la mujer hierática que acababa de surgir, como un espectro, en el umbral.
Una mujer de negro pelo y negros ojos, de pálida faz, de labios sin color. De ropas amplias, blancas, crujientes, con lazos y encajes.
Tras ella… una hedionda forma de mujer en pie, descomponiéndose en purulencias increíbles…
—¡Dios, no! —aulló Reed, incorporándose de un salto, y derribando su silla—. ¡Ustedes son…, son las mismas mujeres que vieron en casa de Strange…! ¿Qué significa esta fea broma?
El aire despedía ahora un fuerte hedor a corrupción, a carne podrida… El gas se apagó, con una oscilación violenta, en la lámpara de la pared.
Las dos siniestras mujeres avanzaron hacia Bernard Reed. Despacio, sigilosas, como sombras rígidas…
—¡No sé lo que pretenden, pero esta es mi casa y tengo derecho a defenderme! —rugió Reed.
Su mano fue rápida a la gaveta de su mesa de trabajo. Tiró de ella. Aferró un revólver, que levantó contra sus espectrales visitas nocturnas. Disparó dos veces a bocajarro.
El estruendo de las detonaciones invadió la casa, Los fogonazos restallaron ante las dos mujeres.
No sucedió nada. Ellas siguieron avanzando, avanzando… Bernard Reed creyó morir de asco al sentir aquel olor de náusea. Unas manos viscosas, medio podridas, tocaron su piel. Retrocedió hasta el muro, angustiado.
Disparó de nuevo. Las balas atravesaron a ambas mujeres, sin resultado alguno al parecer.
Enloquecido Reed trató de forcejear con ellas. Espantado, miró hacia la puerta, la única salida que tenía, caso de desasirse de aquellas dos criaturas infernales.
¡Había allí nuevos monstruos!
Dos cuerpos humanos bañados en sangre, hendidos por enormes tajos de hacha… Un hombre y una mujer… ¡sin cabeza!
Los cuerpos decapitados se movían, avanzaban hacia él también, siguiendo en paseo delirante a las dos mujeres que iban delante. Aquel dantesco desfile causó la locura a Bernard Reed, que chilló y chilló, manoteando contra las mujeres malditas, intentando salir de allí de alguna forma.
Los brazos de mujer, los de la hembra y el individuo decapitados, todos ellos se unían como una red, como una telaraña, para encerrarle en agobiante horror.
Y así, lentamente, de modo asfixiante, Bernard Reed se veía impotente para salir, manchado de purulento líquido verdoso, nauseabundo, que goteaba de aquellos cuerpos en estado de descomposición… Sólo la mujer de pelo negro parecía intacta, hermética, lejana y terrible a la vez.
Dejaron en el suelo, agonizando, desangrándose, al padre de Hazel. Se movieron hasta el traje de novia, que sufrió los mordiscos, zarpazos y desgarrones de la enfurecida, rabiosa, babeante Yvette Shelley…
Cuando dejaron el traje colgando del maniquí, aquel no eran sino jirones ensangrentados o fétidos, salpicados de verdoso caldo de cuerpo humano en descomposición.
Pausadamente, los seres demoníacos iban recorriendo la casa, como si buscaran a alguien. Alguien que ese día no estaba allí.
Dos mujeres y dos seres decapitados de diferente sexo. Un cuarteto de pesadilla inconcebible, deambulando en silenciosa, mortal procesión.
En el despacho, Bernard Reed no era ya sino un cuerpo agónico, sobre un auténtico mar escarlata.
Poco más tarde, la niebla de Londres recibía de nuevo al horror andante.
Y entonces, un alarido de horror sin límites brotó del inesperado testigo de la escena terrorífica.
Las figuras espectrales se volvieron inmediatamente. Los ojos de Yvette eran como la muerte misma, contemplando al ser odiado desde más allá de la tumba.
Y Jason Shelley, ahora Bruce Strange, emitió otro alarido terrible, extendió sus manos, dejando de ir hacia la vivienda suntuosa de los Reed, y retrocedió vivamente, con el pavor y la incredulidad en su rostro.
—¡Yvette, Muriel, Devlin, Beverly…! —jadeó, convulso, reculando hacia la niebla nocturna—. ¡Vosotros…! ¡Vuestros cuerpos nauseabundos, Dios mío! ¡Eso no puede suceder! ¡No es posible, cielos!
Y los cuatro seres abominables caminaban hacia él. Rectos hacia él.
En ese momento, la aparición de los carruajes de caballos y el repetido silbato de la policía, puso en el ambiente una nota de virulencia.
Los muertos vivientes se detuvieron fríamente, Ojos inexpresivos y fríos contemplaron a los que llegaban en gran número. Dos cuerpos sin cabeza se movieron pesadamente, dudando.
Luego, como de común acuerdo, los cuatro monstruos se hundieron en la niebla, en una calle mal alumbrada. Unas farolas de gas cercanas oscilaron violentamente, antes de extinguirse.
—¿Se encuentra bien, Strange? —preguntó la voz tensa del inspector Lockwood, junto al lívido, descompuesto Jason Shelley.
—Sí, sí… Creo que sí… ¿Ha…, ha visto eso, inspector? Salieron de…, de casa de Hazel… ¡Eran cuatro, y dos no llevaban siquiera…!
—Lo sé. Lo he visto. Señor Strange, parecían ir hacia usted ahora. De no llegar nosotros, no sé lo que hubiera sucedido. Un agente oyó disparos y avisó… ¿Va a contarnos qué es lo que sucede realmente?
—Sí, sí… —sollozó ahogadamente el falso Strange—. Creo que sí lo haré, inspector… Cualquier cosa será mejor que…, que esto que he visto ante mis ojos esta noche.
Sollozaba aún, cuando le condujeron casi a rastras a uno de los carruajes policiales.
Los policías se desplegaban por doquier, haciendo sonar sus silbatos, y utilizando linternas de petróleo para buscar a los desaparecidos espectros.
Todo era en vano. No hallaron absolutamente a nadie. Lockwood se frotó el mentón, pensativo. Luego, sacudió la cabeza con aire desorientado.
—No, no es posible —masculló—. Debe tratarse de algún truco efectista, puro teatro. Esas cosas no suceden en la realidad.
—¡Inspector, aquí! —llamó otro agente—. ¡El señor Reed…!
Corrió Lockwood al interior de la casa. Cuando se encontró primero ante el traje de novia despedazado, temió ya lo peor. Y eso se confirmó al entrar en el despacho del padre de Hazel y encontrar su cadáver.
—Dios mío —susurró—. ¿Pero qué horror anda suelto por Londres estos días?
—Sí, ¿qué horror anda suelto?
Roger Hastings meneó la cabeza, demudado. El relato que ahora estaba oyendo de labios del inspector Lockwood lo confirmaba así.
Tras terminar el policía su declaración a Roger, contempló a éste fijamente, y luego pasó a ser él quien preguntase:
—No entiendo mucho de todo este lío, señor Hastings. Usted ha venido a verme cuando supo lo sucedido anoche, y yo gustoso se lo expuse todo. Ahora, me gustaría saber su versión de los hechos.
—Temo que no aclare demasiado. Soy primo de Yvette Shelley, la mujer a quien parecen haber visto vuelta a la vida por las calles de Londres. Ella murió de un ataque cardíaco, allá en Ramsgate. Sospecho que fue obra de su marido, Jason Shelley, que se fingió muerto, con algún procedimiento extraño, para quedarse con su dinero y ser libre, además, bajo nombre falso.
—Sí, eso es cierto. Shelley ha confesado ya. Está desmoronado. Creo que le falta poco para enloquecer, tras lo que vio anoche.
—Quiero suponer que alguien, acaso mi propia prima Yvette, puso en movimiento esos cadáveres, convirtiéndolos en zombies dotados de una vida propia que dirige a su antojo la persona que los maneja: Yvette, en este caso.
—Pero…, pero Yvette… está muerta también —musitó Lockwood.
—Eso es cierto, inspector. No sé lo que haya podido suceder para que ella también resucite, pero si volvieron de la tumba es por una razón concreta. Algo les mueve, y deseo saber qué es. Sólo así cabe en lo posible que se pueda combatir a esos monstruos movidos por una ciencia oculta, que hasta ahora perteneció solamente a secretas sectas de la India y de otros países remotos.
—Lo único cierto es que Shelley ha confesado. Cometió muchos crímenes. E iba a cometer otro sin duda el día que fuese el esposo de Hazel Reed. Pobre muchacha… Ha perdido a su padre, pero confío en que podamos salvarla de ese horrendo peligro llegado de ultratumba.
—¿La hace vigilar estrechamente, inspector?
—Por supuesto. Hay una auténtica red de policías en torno suyo, en el teatro, en su casa… Ella quiere seguir trabajando, pese al fin trágico de su padre. Dice que una actriz debe sobreponerse al dolor, y que, de vivir su padre, elogiaría su decisión. Así están las cosas, señor Hastings, al llegar usted.
—¿Y Shelley?
—Arrestado, naturalmente. Pero hemos tenido que dejarle en manos de un médico especialista en enfermedades mentales y depresiones nerviosas. Le está tratando, a la espera de formalizar todas las acusaciones contra él.
—Shelley peligrará incluso en la cárcel. Para los seres que vuelven de sus tumbas, no parece ser difícil franquear los pasos más complicados. Recuerde que el odio de Yvette, después de muerta, tiene que centrarse en su marido… y en la mujer que él eligió como nueva esposa. Ese traje de novia destrozado nos da la prueba evidente.
—Esos espectros, si realmente lo son, no entrarán en la prisión, esté seguro. Y tampoco harán daño a Hazel. Nosotros nos preocuparemos de eso, señor Hastings. Es tarea de Scotland Yard evitar que las cosas no se compliquen.
—Eso espero, inspector —musitó Roger, con cierto tono de desconfianza, de inquietud tal vez.
Y salió del despacho de Lockwood en Scotland Yard.
* * *
—Y eso es todo, Rahma. No hemos podido llegar a más conclusiones…
Roger Hastings, cansado, se dejó caer en un sofá de su habitación del hotel. Su fiel criado hindú no dijo nada.
Estaba contemplando la niebla de la tarde, pensativo. Pronto iba a anochecer, y la densidad de la bruma, esa noche, parecía ser en las calles de Londres mayor que en todas las semanas anteriores.
—Yo sí he llegado a una conclusión, señor —dijo inesperadamente el hombre nacido en la India.
—¿Eh? —Roger le miró, con sobresalto—. ¿Cómo dijiste, amigo?
—Que he llegado a una conclusión.
—¿Cuál, Rahma?
—No va a gustarle, señor.
—Nada de esto me gusta. Preferiría luchar contra seres humanos, armados y feroces, incluso contra estranguladores de tu querido país, que contra fantasmas, muertos y seres llegados de la tumba… De modo que tengo que aceptar las cosas tal como son. Dime lo que se te ha ocurrido.
—Es algo fácil. Y lo explica todo: Yvette Shelley no está muerta.
—¿Eh? —pegó un respingo Roger—. ¿Qué dices?
—Ya me ha oído, señor. No ha muerto su prima.
—Hace meses de eso. No salió del panteón. ¿Cómo imaginas que pudo sobrevivir a un ataque cardíaco, y a un ataúd cerrado en una cripta familiar?
—Recuerde algo, señor. Algo que usted y yo habíamos olvidado. El padre de la señora Shelley… era cataléptico.
—Catalepsia… —Roger dilató sus ojos. Se excitó—. Cierto… No sufrió ningún ataque de catalepsia al morir, pero los había sufrido ya antes. Es un mal hereditario, Rahma.
—Exacto, señor. Ella lo heredó.
—Pero…, pero no tiene sentido. Sigo sin entender cómo sobrevivió.
—La catalepsia debió durar un tiempo… He estado leyendo hoy los diarios. Y la noticia me saltó ante los ojos, casi de modo casual.
—¿Qué noticia?
—En Ramsgate, señor…, han encontrado el cadáver de un hombre. No se le pudo identificar al principio. Luego se supo que era… un tal Cole, un ladrón de tumbas.
—Un ladrón de tumbas… —Roger alzó una mano—. Espera, creo que veo más claro. Dices que ese ladrón abrió la fosa… y debió revivir a Yvette. Ella…, ¡ella le mató, o él murió de la impresión! Y así salió de la cripta, sin ser descubierta, quizá tras tapar ella misma toda huella de profanación del mausoleo.