Yo me limité a mirarle fijamente. Luego, de repente, recordé algo. Le hablé fríamente:
—Tú sabes que hoy hubo un entierro aquí… —dije, calmoso.
—Claro —rió él, sarcástico—. El tipo que era dueño de todo esto. El marido de la señora. Un caballerete llamado Jason Shelley…
Alcé mis manos extendidas, sin intentar tocar nada. Él las miró, asustado. Oprimió con más fuerza el cañón del arma contra mi pecho. Dispararía a la menor señal de alarma para él.
—¡No te muevas! —chilló.
—No hago nada —dije, sarcástico—. Mira mi rostro. Mis ropas… Estos gemelos que llevo en los puños… Una inicial es la J, la otra es la S. ¿Lo entiendes? Shelley. Jason Shelley. Soy yo. ¡Yo, que vuelvo de la tumba!
Mi aspecto, el color de mi piel, el brillo de mis ojos, el aire mismo de mis ropas oscuras, debió de impresionarle. El pobre diablo emitió un gemido ronco. Se echó atrás, y me miró igual que se mira a un aparecido. Luego, su mirada cayó en el altar, junto al crucifijo de plata. Me sorprendí yo mismo. Y comprendí el porqué de su repentino, súbito e inesperado alarido de pavor.
Alguien, quizá Yvette, o acaso Angus McLaren o su esposa, había dejado allí un retrato oval con mi efigie y con él, un lazo negro de terciopelo y un ramillete de frescas flores silvestres. Algo que sólo se hacía con los muertos…
El ladrón de tumbas intentó salir a la carrera del mausoleo. Yo no podía permitírselo en modo alguno por si gritaba y provocaba la alarma, diciendo que había visto, resucitar, al señor de Cliffs Manor. Aunque, por la cuenta que le tenía, eso no era nada fácil que sucediera.
Intenté aterrarle, evitar su fuga. Logré sujetar su raída capa de lana sucia, color pardo. Se quedó entre mis manos, sin que pudiera evitar su carrera. Ni siquiera se volvió una sola vez a mirarme. Despavorido, pensando acaso que, por vez primera, habíase hallado ante un cadáver viviente, dispuesto a vengar sus felonías, el repugnante ladrón escapó en la noche.
Cuando asomé a la puerta de la cripta, solamente percibí sus pasos lejanos en la niebla. Buscarle era una tarea perfectamente inútil, sobre todo si conocía bien el terreno que pisaba, como era de prever, dado su siniestro oficio.
Renuncié a seguirle. Cerré la puerta del mausoleo cuidadosamente. Muriel había dejado allí el juego de llaves especial que yo dejara en su poder para esta ocasión. Todo había estado bien medido. Todo salió como se calculara. Al menos, por mi parte. Para Mu-riel, las cosas habían cambiado un poco. Pero nuestra propia coartada era válida ahora para que nadie diera en extrañarse de su ausencia.
Sonreí, tomando el papel que ella llevara consigo a la cripta. Escrito de su puño y letra, con su inconfundible caligrafía de criada. Una despedida respetuosa de su señora, alegando que no podía soportar tal ambiente depresivo en la casa, y se ausentaba definitivamente de ella, tras la muerte de su señor. Era algo que yo la dicté, antes de preparar mi «muerte aparente», en complicidad con mi buen compinche de Londres, el miserable doctor Devlin.
Aquel texto, en lugar visible, justificaría su ausencia.
La que ella, pobre desgraciada, había imaginado que sería en mi compañía, para disfrutar de los bienes materiales de Yvette.
Claro que los bienes de Yvette serían míos esta misma noche en que yo volvía de la tumba. Hasta su última guinea en efectivo, en valores y acciones al portador, obtenidas en Londres antes de ausentarse con mi «cadáver».
Pero no en la forma en que Muriel Nash imaginó. Yo no compartía una fortuna obtenida tan ingeniosamente, con una vulgar sirvienta, por dócil y servicial que hubiera sido conmigo en todos los terrenos. Las ambiciones de Jason Shelley iban más lejos. Mucho más, lejos…
Pero nada estaba logrado aún. Faltaba lo más importante.
Era ya madrugada. Me sentía más fuerte y despejado, tras pasar los efectos de la droga del doctor Devlin, la que su enfermera Beverly me administrara en el hotel londinense, para provocar la muerte aparente.
Ahora era el momento supremo de mi plan.
El momento de acabar con mi amada esposa Yvette de una vez por todas.
Ella, sí. Ella era la verdadera víctima de aquel plan. La persona destinada a ser el único cadáver de la familia Hastings.
Cuando alcancé la casa, ésta aparecía totalmente en sombras, en medio del jardín, de la llovizna fría, de la niebla viscosa y turbia.
Mi mano encontró fácilmente el arma que había previsto, previsoramente dejada por la dulce Muriel, en un cobertizo inmediato a la vivienda: un hacha no demasiado grande, de largo mango. No demasiado grande, pero sí ligera, manejable, de sólida hoja de acero… y tremendamente afilada por la propia Muriel, algunas semanas atrás.
Empuñando el hacha con la que iba a descuartizar el cadáver de Yvette, apenas le descargase el primer golpe en la cabeza, partiéndosela por la mitad como un fruto maduro, avancé en las sombras de la vivienda, recto hacia la escalera.
La escalera que conducía al dormitorio de Yvette, y que crujió débilmente bajo mis zapatos, manchados todavía con barro del cementerio….
* * *
Tuve suerte.
Mucha suerte. Ni siquiera necesité descargar el primer hachazo, el que yo esperaba que hendiría en dos la cabeza morena de Yvette, y encharcaría de sangre su femenino y pulcro dormitorio de mujer.
Sencillamente, algo falló en el calmante administrado a mi «viuda». Y, cuando llegué y abrí la puerta, ella estaba despierta ya.
Confieso que me tomó por sorpresa el hecho. Me dejó petrificado. Tanto, que mi mano soltó el hacha. Me quedé mirando a Yvette a través del alto espejo de doble cuerpo de su armario.
A través de ese espejo… ella me vio.
Nunca olvidaré su alarido. Fue corto, ronco, pero terrible. Su boca se convulsionó, sus ojos negros se desorbitaron, con un centelleo angustiado. Quiso gritar, reír, acaso llorar. No sé lo que intentó, pero se arrojó del lecho, se movió en pie por la habitación, flotante su camisón blanco y ocre, saturado de encajes y lazos.
Iba descalza. Se movió sobre la alfombra. Me miró ahora, cara a cara, sin espejos por medio.
—Lo sabía… —jadeó. Sus labios se amorataban extrañamente—. Sabía que… volverías de la muerte, amor mío… ¡Jason!
Estiró sus brazos hacia mí. Vi temblar sus manos. Me dispuse a recoger mi hacha y comenzar la sangrienta labor…
No hizo falta.
Repentinamente, Yvette exhaló un gemido. Se tambaleó. Osciló sobre sus pies desnudos y terminó cayendo de bruces en la alfombra. Se quedó inmóvil.
Recogí de nuevo el hacha. Tenía que dejarla muerta, mutilada. Sin lugar a dudas. Había muchos salteadores y bandidos por aquellas regiones, en época invernal. ¿Quién culparía jamás a su esposo, ya fallecido?
Avancé sobre ella. Alcé el arma. El filo apuntó a su nuca para decapitarla, como principio de la sangrienta tarea. No era agradable, pero sí necesaria.
Yvette no se movía. Me incliné. Toqué su nuca. Su cuello. Raro. No sentí palpitar sus arterias vitales. Probé luego en su pecho, girándola en redondo. El pelo negro rodó por la alfombra, disperso como una crin de caballo. Estaba lívida. Blanca. Como muerta. El corazón no respondió. No palpitaba ya.
Pensativo, medité junto a ella. Pensé que todo eso podía inducir a error. Aún había algo por probar. Fui a su tocador. Tomé un espejo de mano. Lo acerqué a su boca. Esperé, paciente.
Nada. No se empañó. No respiraba.
Estaba muerta.
Esperé un tiempo. Probé de nuevo todos esos métodos. Especialmente, el espejo. No había lugar a dudas. Yvette, mi esposa, era cadáver.
Me incorporé. Recogí el hacha. No valía la pena una carnicería. No con un cadáver. A Yvette le había fallado el corazón. Estaba muerta. Eso resolvía todo más tranquilamente. Un simple colapso. El dolor de la pérdida sufrida y todo eso. Era una coartada excelente para mí.
Tomé la llave de la cadena de su cuello. Sabía dónde buscar las cosas de Yvette. Y las encontré justamente allí. Era lo previsible.
Joyas valiosas, fajos de billetes hasta de cien guineas, valores al portador, documentos bancarios fácilmente negociables… Una fortuna en efectivo. La liquidación de sus negocios. Ni siquiera había tenido ocasión de ingresar todo aquello en Ramsgate.
Lo recogí en un maletín. Salí en silencio de su dormitorio, el que había sido de ambos, tras comprobar, una vez más, su condición de cadáver.
Aun así, no me alejé demasiado de Cliffs Manor. Al menos, no hasta el amanecer.
Cuando las primeras y turbias luces del día asomaron entre la niebla, oí voces en la casa. Voces de la señora McLaren, de Ritcher, de Angus…
—¡Dios mío! ¡La señora! ¡Está muerta! ¡Llamen al doctor, al reverendo! ¡Avisen al agente Hoper…! ¡Pobre señora! ¡Debió fallarle el corazón! ¡Ha muerto durante la noche! ¿Y Muriel? ¡Esa chica sin aparecer cuando más falta hace! ¡Pobre señora, cielo santo…!
Era cuanto esperaba oír. Sonreí. Y me alejé definitivamente, en la grisácea neblina matinal.
»Hacía un mes de ello. Se cumplió el funeral. Yo sabía que esas cosas se hablan en la familia Hastings. Y acudí valientemente a Cliffs Manor.
Quería estar seguro de que todo iba bien. No bastaba pon haber leído en los periódicos las diversas noticias sobre «la muerte penosa de la pobre señora Shelley, apenas unas fechas después de perder a su amado esposo». Ni tampoco sobre «la desaparición de su doncella, Muriel Nash, desaparición harto sospechosa, al producirse la noche en que falleció la señora Shelley, mientras una fuerte suma en metálico, en valores y en joyas, según declaración personal de Angus McLaren, fiel servidor de la familia, desaparecía de la caja de la señora».
La policía había investigado en vano el asunto. Muriel no aparecía. Se sugerían posibilidades, harto plausibles, de que estuviese en el extranjero, posiblemente en el continente, disfrutando del robo cometido. Todo eso, mientras el cadáver de Yvette era depositado en el mausoleo de los Hastings, junto al de su esposo Jasan, cuyo féretro, naturalmente, no llegó a abrirse, como ella quería en su obsesión por imaginarse vivo a su amado marido.
Eso tenía su ironía, y me hizo gracia.
Yvette y Muriel… juntas. Mi esposa y mi amante. Mi víctima y mi cómplice. Mis dos víctimas en realidad. Juntas. Unidas en la muerte. Para siempre. Sin que nadie lo imaginase, además. Mientras todos imaginaban a la desdichada y estúpida Muriel dándose la gran vida en Europa, con el dinero de su señora.
A veces, la gente es idiota. Esta era una de esas situaciones que confirmaban tal aserto. Todo era al revés de como la voz popular, sensiblera y ridícula, podía imaginarlo. Bien. Que ideasen historias románticas y emotivas. Allá ellos con sus sueños sensibleros. Y allá la policía con sus teorías sobre Muriel, la muchacha de servicio buscada casi ferozmente por Scotland Yard, desde que el inefable y borrachín Thorley Hoper, el policía de los bigotes de morsa, informara a Londres del robo cometido en Cliffs Manor, aprovechándose del colapso mortal de la señora Shelley.
Entretanto yo, yo mismo, estaba allí. En Ramsgate. Asistiendo al funeral. Como testigo de los oficios fúnebres por mi esposa… y por mí mismo.
Es sorprendente lo que unas ropas diferentes, una barba bien estudiada, unos lentes de pinza, un tinte facial y un pelo teñido hacen con un hombre. Eso, y la inevitable niebla de Dover, hicieron el resto.
Cierto que asistía lejanamente al oficio. No me atreví a más. Hasta la audacia de un hombre que se sabe en la mayor impunidad, tiene sus límites sensatos. No iba a dar un paso en falso a estas alturas. Y no lo di.
En mi carruaje de dos caballos, recién adquirido en Londres, sentado en el pescante, solo, con mi renovado aspecto, con la bufanda, el sombrero de chimenea, de peluche color verde oscuro, el macferlán de igual color y los guantes, permanecía quieto, silencioso, como en respetuosa presencia, fuera del cementerio pequeño de los Hastings.
Dentro, el reverendo Williams, con su pierna apoyada dificultosamente en tierra, ayudado por unas muletas, oficiaba la ceremonia en la niebla. Vi a los McLaren, a la señora Sanders, a Ritcher, al policía Hoper y a otros vecinos. Todos escuchando atentamente la cascada voz del reverendo, en su rutinario responso por los difuntos. Luego, cantarían en acción de gracias, y todo habría terminado.
Ya hacía un mes. Un largo mes. Pensé en Yvette, en Muriel. En sus cuerpos, pudriéndose en la cripta. Me pregunté cuánto habría durado la agonía de la doncella, al despertar en aquel ataúd, sin recibir el aire que Devlin había dispuesto, allá en Londres, cuando cobró su parte para colaborar en el plan de mi «entierro» solemne. Me encogí de hombros. Todo eso habría terminado. Después de todo, no había recibido sino el justo castigo a su deslealtad con la mujer a quien servía.
—¿No quiere entrar, señor?
Me estremecí. Aquella voz llegaba de muy cerca. Giré la cabeza, en el pescante del calesín en que me hallaba, junto a la entrada del pequeño cementerio de los Hastings.
—No, gracias —rechacé, inclinando rápido la cabeza—. No soy de la familia.
—No importa —dijo la voz juvenil—. Yo, sí. Entre, si lo desea.
No lograba entender quién era aquel hombre alto, arrogante, erguido en la silla de un caballo del color de la noche, tan negra era su piel, tan de azabache su crin. Pero había surgido de repente, en la niebla, junto a mi carruaje, sobresaltándome con su presencia inesperada. Y me estaba invitando al ceremonial fúnebre… en nombre de los Hastings.
—Le aseguro que no es necesario —objeté—. Ya seguía mi camino.
—Es un cementerio particular, pero puede usted acercarse. Venga, se lo ruego. Los Hastings somos amigos de todo el mundo, señor. Un forastero, aquí, está en su propia casa.
—Yo se lo agradezco muy de veras, pero no es mi intención.
—¿Viene de muy lejos?
—De…, de Folkestone —mentí con rapidez.
—Ya. Y va a Londres, seguro —sonrió mi interlocutor.
—Acertó —procuraba no hacerme demasiado visible. La niebla no era ya tan densa, y la mirada de aquel alto joven de cabellos oscuros y rebeldes, de levita gris y pantalón azul marino, era harto penetrante—. Se hace tarde. Me detuve al ver la ceremonia, pero no debí hacerlo. Se hace tarde, usted me disculpará…
—Por favor, no debe preocuparse por eso. Le será lo mismo asistir desde aquí, que desde allí dentro. La ceremonia está terminando ya y…