Antes de que hiele (43 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

Eran veintiséis en total, procedentes de distintos países, y todos llevaban una cruz invisible en el pecho, junto al corazón. Aparte de Erik Westin y de Torgeir Langaas, había diecisiete hombres y nueve mujeres. Los hombres eran de Uganda, Francia, Inglaterra, España, Hungría, Grecia, Italia y los Estados Unidos. Las mujeres eran en su mayoría americanas, salvo una canadiense y una británica, que había vivido en Dinamarca y había aprendido el idioma. No había entre ellos ningún matrimonio, ni tampoco se habían visto con anterioridad. Erik había establecido sus contactos mediante una red sagrada. A través de Torgeir Langaas, entró en contacto con Allison, la mujer canadiense. En una ocasión, Allison escribió un artículo en el periódico acerca de sus anhelos religiosos; el diario llegó a manos de Torgeir por azar, antes de que éste se hundiera en el lodo. Algo en aquel artículo lo hizo vibrar, de modo que arrancó la hoja y la guardó. Y Allison, cuando se convirtió en fiel discípula de Erik, propuso a su vez a un hombre que vivía en Maryland, en Estados Unidos.

A Erik le había llevado cuatro años congregar el sagrado núcleo del ejército cristiano al que pensaba conducir a la guerra. Había viajado por todas partes y se había reunido con aquellas personas, no sólo una vez, sino varias, y había seguido su desarrollo con sumo interés. Tal vez, pese a todo, hubiese aprendido algo valioso de Jim Jones: la capacidad de escrutar y conocer a las personas, de descubrir cuándo seguían albergando el menor atisbo de duda, aunque intentasen ocultarla o negarla. Erik Westin sabía cuándo una persona había atravesado el límite decisivo, cuándo se había liberado de su vida anterior y se entregaba por completo a su causa.

Ahora se verían por primera vez. Una fina lluvia caía sobre sus cabezas. Erik, sin bajar de su coche, frente al aparcamiento, observaba con unos prismáticos a los que iban llegando. Torgeir estaba allí para recibirlos. Les diría que ignoraba dónde se encontraba Erik. Él le había explicado a Torgeir que, mediante el secreto, las personas percibían mejor el aspecto sagrado de la misión a la que debían enfrentarse. Erik observó el aparcamiento con los prismáticos. Uno a uno, todos iban llegando: algunos en coche, otros a pie, un par de ellos en bicicleta, otros dos en moto, y unos cuantos surgieron a pie de un bosquecillo que se extendía más allá del aparcamiento, como si hubiesen vivido allí, tal vez en tiendas de campaña. Sólo llevaban consigo una pequeña mochila. Erik había sido muy claro al respecto. Nada de grandes bultos ni de ropas llamativas. Su ejército estaría constituido por dioses disfrazados en los que nadie debía reparar.

Orientó los prismáticos hacia el rostro de Torgeir Langaas, que estaba leyendo el plano informativo que había en el aparcamiento. Sin él, se decía, esto no habría sido posible. «Si no me hubiese topado con él en aquella sucia calle de Cleveland, si no hubiese logrado transformar el despojo humano y casi sin vida que era en un discípulo entregado e incondicional, yo aún no estaría listo para ordenar la marcha de mi ejército.» Aquella mañana, Torgeir lo había llamado para confirmarle que había ultimado los preparativos. Ya podían abrir el candado invisible y avanzar, en procesión, hacia el primer campo de batalla en que librarían su guerra.

Torgeir Langaas volvió el rostro hacia el lugar que habían acordado antes de pasarse dos veces el dedo índice por la nariz. Todo estaba listo. Erik guardó los prismáticos y echó a andar hacia el aparcamiento por una hondonada que le permitiría alcanzar la carretera sin que nadie lo viera. Se presentaría ante los que lo aguardaban como surgido de la nada. Cuando por fin apareció, cesó toda actividad, pero nadie pronunció palabra, tal y como habían acordado.

Torgeir Langaas había acudido a la cita en un camión cuya plataforma estaba cubierta con una lona. Cargaron las bicicletas y las dos motocicletas, dejaron los coches donde estaban y se acomodaron todos bajo la lona. Erik conducía, Torgeir iba en el asiento contiguo. Giraron a la derecha y pusieron rumbo a la playa de Mossby; estacionaron el camión, y todos descendieron y se dirigieron a la playa. Torgeir llevaba dos grandes cestas de comida. Se sentaron entre las dunas, muy cerca unos de otros, como un grupo de turistas a los que el frío hubiera sorprendido sin las prendas de abrigo adecuadas.

Antes de que empezasen a cenar, Erik pronunció las palabras necesarias:

—Dios exige nuestra presencia, Dios exige el combate.

Cenaron y, al terminar, se tumbaron, por orden de Erik, para descansar un rato. Torgeir y él bajaron hasta la orilla. Por última vez, repasaron lo que debía suceder. Un nubarrón oscureció de pronto el cielo.

—Tendremos «las tinieblas de la anguila», la oscuridad que queríamos —observó Torgeir Langaas.

—Tendremos lo que necesitamos, puesto que tenemos razón —sentenció Erik Westin.

Aguardaron en la playa hasta que anocheció del todo. Entonces, subieron de nuevo a la plataforma del camión. Eran las siete y media cuando Erik giró para salir a la carretera y puso rumbo al este, en dirección a Ystad. A las afueras de Svarte volvió a torcer, en esta ocasión hacia el norte; dejó atrás la autovía entre Malmö e Ystad y tomó después la carretera que, en dirección oeste, conducía hasta el castillo de Rannesholm. A dos kilómetros de Harup giró de nuevo para tomar una vía de servicio, se detuvo y apagó las luces. Torgeir se bajó del vehículo. Erik observó, por el espejo retrovisor, que dos de los estadounidenses, el ex peluquero Pieter Buchanan, de Nueva jersey, y el hombre para todo, Edison Lambert, de Des Moines, bajaban de la plataforma.

Erik Westin notó que se le aceleraba el pulso. ¿Y si algo salía mal? Enseguida lamentó haberse formulado esa pregunta. «No soy ningún loco», se recordó. «Confío en Dios, Él guía mis actos.» Puso en marcha el motor del camión y giró de nuevo para salir a la carretera, donde al poco lo adelantó una motocicleta y, algo después, otra más. Prosiguió hacia el norte, no sin antes echar una ojeada a la iglesia de Hurup, adonde ahora se dirigían Torgeir y los dos estadounidenses. A unos cinco kilómetros al norte de Hurup, giró a la izquierda, en dirección a Staffanstorp. Diez minutos más tarde, volvió a desviarse a la izquierda y detuvo el camión en la parte posterior de un cobertizo semiderruido que pertenecía a una finca abandonada. Salió del camión y les dijo a los que aún quedaban en la plataforma que bajasen.

Miró el reloj. Iban cumpliendo el horario según su plan. Avanzaron despacio, para evitar que alguien se cayese o quedase rezagado. Algunos de los que lo seguían no eran precisamente jóvenes, uno de ellos estaba enfermo y a la mujer de Inglaterra la habían operado de cáncer hacía tan sólo seis meses. De hecho, él había tenido sus dudas sobre si permitirle o no que los acompañase, pero le había preguntado a Dios, cuya respuesta fue que la mujer había sobrevivido a la enfermedad precisamente para poder llevar a cabo su misión. Llegaron a una carretera que conducía a la parte posterior de la iglesia de Frennestad. Se tanteó el bolsillo para comprobar que tenía la llave del portón. Hacía dos semanas, había probado la copia que Torgeir le había hecho: la cerradura ni siquiera chirrió cuando abrió la puerta. Al llegar al muro, se detuvieron. Sus seguidores permanecían en silencio, tan sólo se oía su respiración. «Una respiración tranquila», se dijo. «Ninguno está inquieto. Y la menos inquieta, la mujer que no tardará en morir.»

Volvió a mirar el reloj. Dentro de cuarenta y tres minutos, Torgeir, Buchanan y Lambert prenderían fuego a la iglesia de Hurup. Echaron a andar. La verja del muro de la iglesia se abrió sin hacer el menor ruido. Torgeir había engrasado las bisagras el día anterior. Avanzaban en una larga hilera por entre las lápidas ennegrecidas. Erik abrió el portalón. Hacía fresco en el interior de la iglesia. Alguien se estremeció de frío a su espalda. Encendió la linterna. Se sentaron en los bancos delanteros, tal y como se les había ordenado. Las últimas instrucciones enviadas por Erik incluían ciento veintitrés directrices detalladas que debían aprenderse de memoria. No le cabía la menor duda de que todos las habían memorizado.

Erik encendió unas velas que Torgeir había colocado ante el altar y deslizó el haz de luz de la linterna sobre los rostros de los que ocupaban el primer banco. En la penúltima fila, a la derecha, junto a la pila bautismal, estaba sentada Harriet Bolson, de Tulsa. Erik se detuvo unos segundos más en su rostro. La mujer estaba totalmente tranquila. «Los caminos de Dios son insondables», se dijo, «pero sólo para aquellos que no necesitan comprender.» Consultó el reloj una vez más. Era importante que todo coincidiese, el incendio en Hurup y lo que había de suceder allí, ante el altar de la iglesia de Frennestad. Volvió a observar a Harriet Bolson. Un rostro demacrado, pese a que no contaba más de treinta años. «El pecado que cometió ha dejado su huella», consideró en silencio. «El fuego, y sólo el fuego, podrá purificarla.» Apagó la linterna y se adentró en las sombras que reinaban detrás de la escalera por la que se ascendía al púlpito. Sacó de la mochila la soga que Torgeir había comprado en Copenhague y la dejó junto al altar. Una vez más, miró el reloj. Había llegado la hora. Se colocó delante del altar y les dio a todos la señal para que se pusieran de pie. Después, fue llamándolos uno a uno. Le dio un extremo de la soga al primero de ellos.

—Estamos encadenados sin remedio —declaró—. A partir de este momento, jamás volveremos a necesitar la soga. Nos une nuestra fidelidad a Dios y a nuestro cometido. No podemos seguir tolerando que nuestro mundo, el mundo cristiano, se hunda en un abismo cada vez más profundo. El mundo se purificará en el fuego, y debemos empezar por nosotros mismos.

Mientras pronunciaba las últimas palabras, se desplazó de modo imperceptible hasta quedar justo delante de Harriet Bolson. En el instante en que él puso la soga alrededor de su cuello, la mujer comprendió lo que iba a suceder. Fue como si desapareciese de su conciencia todo terror. No gritó, no opuso resistencia. Sus ojos se cerraron. Para Erik Westin, todos aquellos años de espera habían llegado a su fin.

La iglesia de Hurup empezó a arder a las nueve y cuarto. Cuando los coches de bomberos iban camino del incendio, recibieron el aviso de que también la iglesia de Frennestad estaba en llamas.

Ya habían recogido a Torgeir y a los dos estadounidenses. Torgeir se hizo cargo del volante y el camión desapareció, rumbo al siguiente escondite.

Erik Westin se detuvo en la oscuridad y trepó por una colina que se alzaba en las proximidades de la iglesia de Frennestad. Desde allí, contempló sentado cómo los bomberos se afanaban en vano por salvar el templo. Se preguntó si la policía tendría tiempo de entrar en la iglesia antes de que el techo se derrumbase.

Permaneció sentado en la oscuridad, contemplando el fuego. Pensó que, algún día, su hija estaría junto a él mientras las llamas ascendían.

37

Aquella noche dos iglesias de Escania ardieron hasta sus cimientos. El calor fue tan intenso que, al día siguiente, al alba, no quedaban más que dos carcasas carbonizadas. En la iglesia de Hurup, la torre se derrumbó. Los que se hallaban en las proximidades cuando se desplomaron las campanas, dijeron que aquel estruendo pareció un desesperado grito de socorro. Ambas iglesias estaban en la misma zona, en el interior de un hipotético triángulo formado por Staffanstorp, Anderstorp e Ystad.

El incendio de esas dos iglesias, sin embargo, no fue la única desgracia que les deparó la noche. En la de Frennestad, el guarda que vivía en la casa aneja al templo, que fue el primero en entrar para intentar salvar los valiosos candelabros de cobre que databan de la Edad Media, hizo un descubrimiento cuya imagen lo perseguiría, según comprendió enseguida, el resto de sus días. En efecto, delante del altar yacía una mujer de unos treinta años. La habían estrangulado. La soga que le rodeaba el cuello estaba tan apretada que la cabeza casi se había separado del tronco. El hombre salió de allí a la carrera, lanzando alaridos, y se desmayó tan pronto como hubo atravesado la puerta del templo en llamas.

El primer coche de bomberos, que venía de Staffanstorp, llegó a la iglesia minutos más tarde. En realidad, iban camino de Hurup cuando recibieron la contraorden. Ninguno de los bomberos comprendía lo que sucedía. ¿Había sido la primera una falsa alarma o, por el contrario, eran dos las iglesias que estaban ardiendo? El jefe de bomberos, Mats Olsson, un hombre de gran serenidad, halló al guarda de la iglesia ante la puerta. Él mismo se aventuró a entrar para comprobar si había alguien dentro. Cuando encontró a la mujer muerta ante el altar, tomó una decisión que la policía tendría que agradecerle más tarde. Lo lógico habría sido sacar el cadáver de la mujer antes de que la iglesia se viniera abajo. Pero Mats Olsson intuyó que sólo podía tratarse de un asesinato, por lo que la policía debía ver el cadáver, intacto, en el lugar en que se hallaba. Ni que decir tiene que también abrigó la sospecha de que el asesinato fuese obra del guarda, que yacía desvanecido ante la puerta de la iglesia y que, para entonces, empezaba a volver en sí.

Las dos alarmas se recibieron con un intervalo de escasos minutos, y en ese tiempo reinó tanta incertidumbre como desconcierto. Así, en el momento en que Kurt Wallander se levantó de la mesa, creía que saldría para Hurup, puesto que habían dado la voz de alarma de que allí habían encontrado el cadáver de una mujer ante el altar de la iglesia. Como había bebido vino con la cena, pidió que alguien fuese a recogerlo. Bajó, pues, a la calle, donde el coche de policía no tardó en aparecer.

Justo a la salida de Ystad, recibieron información de que, al parecer, se había producido una confusión. En efecto, se había producido un incendio en la iglesia de Hurup, pero no fue allí donde encontraron a la mujer muerta, sino en la de Frennestad. Martinson, que era el que conducía, empezó a rugir y a vociferarle al operador de la central de alarmas para intentar averiguar exactamente cuántas iglesias estaban ardiendo.

Kurt Wallander permaneció inmóvil y en silencio durante todo el trayecto. No sólo porque Martinson, como de costumbre, conducía bastante mal, sino porque iba pensando que aquello que él había presentido resultaba ahora cierto: los animales quemados no habían sido más que un preámbulo. «Locos», se decía, «seguidores de Satán, desquiciados.» Pero no acababa de convencerse. Mientras atravesaban en coche la oscuridad, empezó a intuir cierta lógica en todo lo que acontecía, sin poder aún explicar qué implicaba exactamente.

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