Antes de que hiele (42 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

¿Qué había dicho Anna?… Linda empezó a escribir y poco a poco fue surgiendo el diálogo.

KW: Gracias por venir. Comprenderás que me alegro de que estés sana y salva. Linda ha estado muy preocupada. Y yo también.

AW: Supongo que no es necesario que cuente a quién creí ver en una calle de Malmö…

KW: No, no es preciso que lo hagas. ¿Quieres algo de beber?

AW: Un zumo, por favor.

KW: Me temo que no tenemos. Tiene que ser café, té o agua.

AW: Entonces nada, gracias.

«Paciente y metódico», se dijo Linda. «Todo el tiempo del mundo.»

KW: ¿Qué sabes de la muerte de Birgitta Medberg?

AW: Linda me ha contado que la han asesinado. Es horrible. Incomprensible. Y también sé que habéis encontrado su nombre en mi diario.

KW: Nosotros no lo hemos encontrado. Linda lo vio cuando intentaba averiguar qué te habría sucedido.

AW: Comprenderás que no me gusta que me lean el diario.

KW: Lo entiendo. Pero el nombre de Birgitta Medberg figura en él, ¿no es así?

AW: Sí.

KW: Estamos intentando establecer el tipo de relación que tenía con las personas de su entorno. De modo que, en estos momentos, mis colegas están manteniendo con otras personas, y en otras salas, la misma conversación que tú y yo mantenemos aquí y ahora.

AW: Solíamos salir juntas a montar unos caballos noruegos. El dueño de los caballos se llama Jörlander. Vive en una finca algo apartada, cerca de Charlottenlund. Por cierto, que fue malabarista. Tiene un problema en las piernas que le impide montar, así que nosotras montábamos sus caballos para que entrenasen un poco.

KW: ¿Cuándo conociste a Birgitta Medberg?

AW: Hace siete años y tres meses.

KW: ¿Cómo es posible que lo recuerdes con tanta exactitud?

AW: Porque he estado reflexionando. Me figuré que me lo preguntarías.

KW: ¿Cómo os conocisteis?

AW: Pues casi a lomos del caballo. Ella se había enterado por su lado de que Jörlander buscaba quien montase sus caballos. Y yo por el mío. Montábamos tres veces por semana. En ocasiones, dos. Hablábamos de los animales, casi nunca de otro tema.

KW: ¿No iniciasteis una relación con independencia de esos encuentros?

AW: Si he de ser sincera, a mí me parecía bastante aburrida. Salvo por lo de las mariposas.

KW: ¿A qué te refieres?

AW: Un día, mientras cabalgábamos, descubrimos que a las dos nos apasionaban las mariposas. Y entonces surgió otro tema de conversación.

KW: ¿Alguna vez te comentó si tenía miedo de algo?

AW: Bueno, tenía miedo de cruzar con los caballos por una carretera con tráfico.

KW: ¿Aparte de eso?

AW: No, no me comentó nada.

KW: ¿La acompañó alguien alguna vez?

AW: No, siempre venía sola, en su Vespa.

KW: Es decir, que no teníais ningún otro contacto, salvo las salidas a caballo, ¿cierto?

AW: Sí. Aunque ella me escribió una carta en una ocasión.

«Un pequeño temblor», recordó Linda mientras escribía, «un pequeño seísmo que nadie percibe. Pero aquí tropezó. Oculta algo sobre su relación con Birgitta Medberg, pero ¿el qué?» Recordó la cabaña y notó que el cuello empezaba a sudarle de inmediato.

KW: ¿Cuándo la viste por última vez?

AW: Hace dos semanas.

KW: ¿Qué hicisteis?

AW: Pero ¡por Dios!, ¿cuántas veces tendré que repetirlo?

KW: Ninguna más. Sólo quería asegurarme de que todo es correcto. Por cierto, ¿qué pasó mientras estabas en Malmö buscando a tu padre?

AW: ¿Cómo?

KW: ¿Quién montó tu caballo? ¿Con quién montaba Birgitta Medberg?

AW: Jörlander tenía algunas sustitutas. Unas chicas a las que, por lo general, prefería no recurrir; las tenía por si sucedía algún imprevisto. Alguna de ellas debió de sustituirme. Pregúntale a él.

KW: Sí, claro, eso haremos. ¿Recuerdas si la última vez estaba distinta en algún sentido?

AW: ¿Quién? ¿Alguna de las chicas?

KW: No, más bien me refiero a la última vez que viste a Birgitta Medberg.

AW: Estaba como siempre.

KW: ¿Recuerdas de qué hablasteis entonces?

AW: Ya he dicho varias veces que no hablábamos demasiado. De caballos, del tiempo, de mariposas, principalmente. Nada más.

Linda recordó que, precisamente en aquel momento, su padre cambió de posición en la silla, por sorpresa, como para avisarle a Anna de que no diese por supuesto que podía burlarse de aquel policía.

KW: En tu diario aparece otro nombre. Vigsten, calle de Nedergade. En Copenhague.

Anna, atónita, había lanzado una mirada llena de encono a Linda, que no le había mencionado ese otro nombre. «Esa mirada ha sentenciado nuestra amistad», concluyó Linda. «Si es que no estaba ya acabada.»

AW: Vaya, al parecer, alguien ha estado leyendo mi diario más a fondo de lo que yo creía.

KW: Sí, bueno, así son las cosas. Vigsten. Un nombre.

AW: ¿Por qué es importante ese nombre?

KW: Yo no sé si es importante.

AW: ¿Acaso tiene algo que ver con Birgitta Medberg?

KW: Es posible.

AW: Es profesor de piano. Me dio clases durante una temporada. Y hemos mantenido el contacto desde entonces.

KW: ¿Eso es todo?

AW: Sí.

KW: ¿Recuerdas cuándo te dio clase?

AW: En 1997. En otoño.

KW: ¿Sólo entonces?

AW: Sí.

KW: ¿Puedo preguntarte por qué lo dejaste?

AW: Era demasiado mala.

KW: ¿Eso lo dijo él?

AW: Lo dije yo. Pero no se lo dije a él, claro, sino a mí misma.

KW: No debía de ser muy barato tener un profesor de piano en Copenhague. Entre viajes y demás…

AW: Bueno, cada uno elige en qué gastarse el dinero.

KW: Tú estudias medicina, ¿no es así?

AW: Sí.

KW: ¿Y qué tal va la cosa?

AW: ¿Qué cosa?

KW: Los estudios.

AW: Bueno, unas veces mejor que otras.

En este punto, su padre volvió a cambiar de posición, se inclinó sobre la mesa hacia Anna, siempre con la misma amabilidad, pero ahora más resuelto.

KW: Birgitta Medberg fue asesinada en el bosque de Rannesholm de un modo particularmente brutal. Alguien le cortó la cabeza y las manos. ¿Se te ocurre quién pudo hacerle algo así?

AW: No.

«Aquí, Anna seguía muy tranquila», recordó Linda, «tal vez demasiado. Tan tranquila como sólo puede estarlo quien ya sabe lo que vendrá después.» Pero no tardó en desechar su conclusión, quizá prematura.

KW: ¿Se te ocurre por qué motivos podrían haberla asesinado de ese modo?

AW: No.

Y, entonces, su padre concluyó rápidamente. Después de esa última respuesta de Anna, dejó caer las manos sobre la mesa.

KW: Bien, eso es todo. Gracias por venir. Ha sido muy útil.

AW: Me parece que no he sido de gran ayuda, ¿no?

KW: No lo creas. Gracias. Es posible que volvamos a llamarte.

Las acompañó hasta la recepción. Linda notó que Anna estaba tensa. ¿Qué sería lo que su amiga había dicho sin saberlo siquiera? «Mi padre no ha terminado la entrevista. Sigue interrogándola. Pero en la mente de Anna», adivinó. «Ahora sólo le queda esperar y ver qué ocurre.»

Linda apartó los papeles y se estiró, antes de marcar el número del móvil de su padre.

—Ahora no dispongo de mucho tiempo. Pero espero que te haya resultado enriquecedor.

—Desde luego. En mi opinión, Anna ha dicho algunas mentiras.

—Está claro que no dice toda la verdad. La cuestión es por qué. ¿Sabes lo que creo?

—No.

—Pues yo creo que es verdad que su padre ha vuelto. Pero, en fin, ya hablaremos de ello esta noche.

Kurt Wallander llegó a su casa de la calle de Mariagatan poco después de las siete. Linda había preparado la cena. Acababan de sentarse a la mesa, y él había empezado ya a comentarle por qué sospechaba que el padre de Anna había vuelto, cuando sonó el teléfono.

Tan pronto como su padre colgó el auricular, ella supo que algo grave había sucedido.

36

Se habían citado en un aparcamiento que se encontraba entre Malmö e Ystad. En alguna ocasión, durante sus años escolares, Erik Westin había leído un poema del que no recordaba más que dos palabras: «Dios disfrazado»
[14]
. Nunca olvidó aquellas dos palabras y, un día, en su último año en Cleveland, cuando empezó a comprender verdaderamente cuál era la misión que Dios le había asignado, vio con claridad que esas dos palabras le indicaban el camino que había que seguir. Los elegidos serían dioses disfrazados de personas. Erik Westin había grabado esas palabras en la mente de todos aquellos a quienes él había elegido para convertirlos en sus guerreros. «En esta guerra santa, ya nos hemos convertido en instrumentos divinos. Lucharemos disfrazados de hombres.» Y eligió un aparcamiento normal y corriente como escenario de su encuentro. En efecto, un aparcamiento también podía hacer las veces de catedral. El cálido aire de septiembre que ascendía de la tierra formaría las columnas que sostendrían aquel templo inmenso pero invisible.

Había acordado que se vería con ellos a las tres de la tarde. Debían ir vestidos de turistas polacos que viajaban a Suecia para hacer compras, ya solos, ya en grupo. Acudirían desde distintos puntos para recibir las últimas instrucciones de Erik, que contaría con la presencia y asistencia permanente de Torgeir Langaas.

Erik había vivido las últimas semanas en una caravana instalada en un camping de Höör. Después de dejar el apartamento que había tenido alquilado en Helsingborg, se compró una caravana de segunda mano, a buen precio, y su viejo Volvo la arrastró hasta el camping. Aparte de sus encuentros con Torgeir y de las misiones que habían llevado a cabo juntos, pasó todo el tiempo en la caravana, rezando y preparándose. Todas las mañanas miraba su rostro y se preguntaba si los ojos que le devolvía el pequeño espejo que tenía colgado de la pared eran los de un loco. Según él, nadie podía llegar a ser profeta, a menos que la humildad se contase entre sus virtudes. También debía ser fuerte, lo que implicaba atreverse a formularse las preguntas más comprometidas. Dios le había encomendado una gran misión, y él no vacilaría en llevarla a cabo, pero deseaba asegurarse de que su soberbia no lo traicionaría. Y los ojos que veía cada mañana en aquel espejo revelaban que él era el guía elegido. Nada había de locura en la tarea que tenían ante sí, pues todo estaba ya expresado en la Biblia. La ciénaga de interpretaciones erróneas que había inundado al cristianismo había dejado a Dios tan exhausto que Éste sólo esperaba la llegada de alguien que comprendiera lo que estaba sucediendo y se prestase a convertirse en el instrumento que, de una vez por todas, cambiaría el curso de los acontecimientos.

Erik Westin había pasado los días sentado en su caravana diciéndose que Dios era un ser pensante lógico. Dios era el gran matemático; de su conciencia procedería siempre el espíritu al que cada ser humano tenía derecho. «No existe más que un Dios», era el aserto con que comenzaba sus oraciones. «No existe más que un Dios y su único hijo, al que nosotros crucificamos. Esa cruz es nuestra única esperanza. Una cruz sencilla, de madera, no de oro ni de preciado mármol. La verdad se encuentra en la pobreza y en la sencillez. El gran vacío de nuestro interior sólo puede llenarse con la fuerza del Espíritu Santo, nunca con propiedades materiales y costosos objetos, por mucho que nos seduzcan con su atractivo resplandor.»

Las últimas semanas habían sido un tiempo de espera, de reunir fuerzas, de reflexión. Había mantenido largas conversaciones diarias con Dios. Durante aquella última temporada, también había recibido la confirmación de que había elegido el momento adecuado para regresar. Las personas a las que un día abandonó, no lo habían olvidado. Él había vuelto, y ellos comprendían por qué había estado fuera tanto tiempo, al igual que comprendían por qué había regresado. Cuando, en su día, todo hubiese concluido, él se retiraría del mundo y terminaría como había comenzado, confeccionando humildes sandalias. Tendría a su hija a su lado y todo se habría consumado.

Durante aquel periodo, también pensó con frecuencia en Jim Jones, el hombre que tiempo atrás lo había traicionado, el falso profeta que no había sido más que un ángel caído. Aún le sobrevenía una mezcla de ira y de desesperación cuando su memoria lo retrotraía a aquel tiempo en que perteneció a la comunidad de Jim. Recordaba la peregrinación desde Estados Unidos hasta Guyana, los primeros meses de felicidad y, después, la horrenda traición por la que todos se vieron abocados a suicidarse o a ser asesinados. En su pensamiento y en sus plegarias, siempre había un lugar para aquellos que habían perdido la vida en la selva. Un día se liberarían de todo el mal que Jim Jones les había infligido y serían elevados a lo más sublime, donde los aguardaban Dios y el paraíso.

El camping se extendía junto a un lago. Todas las tardes daba un paseo a su alrededor aspirando el perfume del musgo y de los árboles. En la superficie del lago veía, a veces, algunos cisnes que se deslizaban despaciosos hacia la otra orilla. «Todos los sacrificios son generadores de vida», se decía, «y nadie sabe quién sobrevivirá al sacrificio y quién sucumbirá.» Él había rescatado las ceremonias de inmolación de aquel tiempo remoto en que se originó el cristianismo. La vida y la muerte siempre van de la mano. Dios era lógico, sensato. Matar para permitir la vida era un trecho fundamental del camino hacia un estado en que el vacío que minaba el interior del hombre se desvanecía.

Una noche en que la tormenta agitó las aguas del lago, Erik Westin estaba despierto pensando en todas las religiones impías que habían surgido durante la prolongada decadencia del cristianismo. Éste se asemejaba a una inmensa embarcación que iba haciendo agua muy despacio, se decía. Un barco que se hundía. Todas aquellas doctrinas herejes eran los piratas: los judíos, los musulmanes, todos los que intentaban conquistar los corazones de los hombres y persuadirlos para que dirigiesen sus plegarias a dioses que no existían o para que negasen la existencia del verdadero Dios.

Pero ya había llegado la hora. Dios se le había revelado. Él era la llama que el fuego arrancó de las alas de los cisnes mientras éstos ardían, de los ojos del ternero y de todos los hámsters que habían sido liberados de sus jaulas. Las hogueras ardían. Había llegado la hora.

La mañana del día en que todos iban a reunirse en el aparcamiento, Erik Westin bajó hasta las oscuras aguas del lago, que aún conservaban algo del calor estival. Se lavó a conciencia, se cortó las uñas, se afeitó. Estaba solo en el camping, situado, además, en una zona bastante apartada. Una vez que hubo recibido la llamada de Torgeir, arrojó el móvil al agua. Después se vistió, metió la Biblia y el dinero en el coche y condujo hasta la carretera. Ya sólo le quedaba una cosa por hacer. Prendió fuego a la caravana y se marchó de allí.

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