Antes de que hiele (19 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

—¿Qué te pasa?

—Una cerradura que se ha atascado.

—No puedo, de verdad. Llama al dueño del edificio.

—Estás demasiado estresada. Procura calmarte.

—Sí, lo haré. Hasta luego.

Linda llamó a la puerta con la esperanza de que la falta de luz significase simplemente que Anna se había ido a dormir. Pero el apartamento estaba desierto y la cama impecable. Se acercó al teléfono y se quedó mirándolo. El auricular estaba colgado, como debía estar. Y la lucecita del contestador, apagada. Se sentó y revisó mentalmente todo lo que había sucedido durante los últimos días. Se mareaba cada vez que le venía a la mente la imagen de la cabeza seccionada. ¿O sería peor el recuerdo de las manos? ¿Qué loco era capaz de amputarle las manos a una persona? Si uno le corta a alguien la cabeza, lo mata, pero ¿las manos? Se preguntó si sería posible determinar si habían amputado las manos mientras Birgitta Medberg aún vivía, o si lo hicieron cuando estaba ya muerta. ¿Y dónde estaría el resto del cuerpo? De repente, le sobrevino el mareo, se apoderó de ella y apenas si tuvo tiempo de llegar al baño cuando ya había empezado a vomitar. Después se tumbó en el suelo del cuarto de baño. Junto a la bañera había un gatito de goma amarillo. Lo recordaba; recordaba cuándo lo había conseguido Anna, hacía ya muchos años.

Tenían doce o trece años. Ya no recordaba de quién había sido la idea, pero habían decidido ir a Copenhague. Era primavera. Tanto Anna como Linda estaban a disgusto en la escuela y habían sellado un pacto tras otro para cubrirse mutuamente cuando hacían novillos. Cuando Linda le comentó lo de Copenhague a su madre, ésta le había dado permiso. Pero su padre se lo prohibió sin pensárselo dos veces. Linda recordaba aún que le pintó aquella ciudad como un lugar peligroso para dos chicas de corta edad que apenas si sabían nada de la vida. Linda y Anna se marcharon de todos modos. Linda era consciente de que le montarían una gran bronca cuando volviese a casa. Como para vengarse de antemano, le quitó a su padre un billete de cien coronas de la cartera antes de partir. Tomaron el tren hasta Malmö y, después, el transbordador. Linda recordaba aquel viaje como la primera visita seria que Anna y ella hacían al mundo de los adultos.

Se pasaron el día riendo y tonteando, un día soleado, aunque soplaba el viento, un día que anunciaba la inminencia de la primavera. Anna ganó el pato de goma en una tómbola del parque de atracciones Tivoli.

Al principio, todo fue agradable. Libertad, aventura, muros invisibles que se derrumbaban allá por donde ellas pasaban. Después, la imagen se oscureció. Algo sucedió, el primer ataque contra su amistad. Lograron superarlo en aquella ocasión. Pero, después, cuando las dos se enamoraron del mismo chico, la batalla estaba perdida. La grieta invisible que había resquebrajado su amistad se ensanchó y las apartó a la una de la otra. «Un banco de color verde», rememoró Linda. «Estábamos sentadas allí y Anna me pidió dinero prestado porque ella no tenía nada, me pidió que le cuidase la mochila mientras ella iba a los servicios. En algún lugar del inmenso Tivoli, sonaba la música de una orquesta y el trompetista no paraba de desafinar.»

Tumbada en el cuarto de baño de Anna, Linda recordó todo aquello. Los rayos del sol le calentaban la espalda. El banco de color verde y la mochila. Aún, después de tantos años, seguía sin saber qué la movió a abrir la mochila y sacar el monedero, donde encontró dos billetes de cien coronas. Bien visibles, no doblados ni disimulados en algún bolsillo oculto. Se quedó mirando el dinero y sintiendo cómo la decepción se apoderaba de ella con violencia. Volvió a dejar el monedero en su lugar y decidió no decir nada. Pero, cuando Anna volvió de los servicios y le preguntó si no podía comprar algo de beber, Linda estalló. Se gritaron la una a la otra; no recordaba cuáles habían sido los argumentos de Anna. Pero se separaron allí mismo y se fueron cada una por su lado. En el viaje de vuelta a Malmö, Anna se sentó en otro lugar del barco. Y en la estación, mientras esperaban el tren de Ystad, hicieron lo posible por evitarse. Tardaron mucho tiempo en empezar a hablarse de nuevo. Nunca abordaron el tema de Copenhague, tan sólo intentaron y, de hecho, lograron retomar su amistad herida.

Linda se sentó en el suelo del baño. «Todo esto gira en torno a una mentira», reflexionó. «Henrietta me ocultó algo cuando fui a su casa, estoy segura. También Anna me mintió; Anna miente a veces, lo aprendí cuando fuimos a Copenhague. La sorprendí mintiendo en otras ocasiones posteriores. Pero la conozco, y también sé cuándo dice la verdad. Y lo que sucedió en Malmö, eso de que vio a su padre, no es una invención. Pero ¿qué habrá detrás de todo eso?», caviló. «¿Qué es lo que no me ha contado? Lo que no se dice puede resultar la mayor de las mentiras.»

De pronto, el móvil sonó en su bolsillo y ella supo enseguida que era su padre. Para estar preparada ante el hecho de que él siguiese enfadado, se levantó antes de contestar. Pero su voz no tenía otro eco más que el del cansancio y la tensión. Pensó en las diferentes voces que podía llegar a usar su padre, muchas más que el resto de las personas a las que ella conocía.

—¿Dónde estás?

—En el apartamento de Anna.

Su padre guardó silencio durante un buen rato y ella se percató de que seguían en el bosque. Las voces de fondo, que se acercaban y se alejaban, el carraspeo de los radiotransmisores, el ladrido de un perro…

—¿Qué haces ahí?

—Es que ahora tengo más miedo que antes.

Ante su asombro, él le contestó:

—Lo entiendo. Por eso te llamo. Voy para allá.

—¿Adónde?

—Al apartamento, donde tú estás. Tienes que contármelo todo detalladamente. Claro que no hay motivo para que te alarmes. Pero ahora sí que entiendo la gravedad de lo que dices.

—¿Por qué dices que no hay motivo para que me alarme? No es normal que haya desaparecido. Si no comprendes que me preocupe, no puedes decir que comprendes que tenga miedo. Además, su teléfono daba la señal de ocupado hace un rato, aunque ella no está aquí. Es decir, que aquí había alguien. Estoy segura.

—Bien, quiero que me lo cuentes despacio cuando llegue. ¿Cuál es su dirección?

Linda le dio los datos.

—¿Cómo va la cosa?

—Creo que nunca he visto nada semejante.

—¿Habéis encontrado el resto del cuerpo?

—No, no hemos encontrado nada. Y menos aún una explicación a lo ocurrido. Tocaré el claxon cuando llegue.

Linda se enjuagó la boca con agua y, para eliminar el sabor ácido que experimentaba tras haber vomitado, usó el cepillo de dientes de Anna. Estaba a punto de marcharse cuando tuvo la inspiración de abrir el armarito del cuarto de baño, encima del lavabo. Y allí descubrió algo que la dejó perpleja. «Igual que dejarse el diario», concluyó.

Anna tenía un eccema en el cuello. Hacía tan sólo unas semanas, una noche en que, junto con Zebran, estuvieron soñando despiertas con la idea de un viaje maravilloso, Anna dijo que lo primero que guardaría en su equipaje de mano sería la única pomada que le calmaba el eccema. Linda recordaba muy bien sus palabras. «Cuando voy a la farmacia, sólo me llevo un tubo, para que no me caduque.» Pero allí estaba la pomada, entre otras medicinas y muchos cepillos de dientes. Anna era una maniática de los cepillos de dientes. Linda contó hasta diecinueve, once de ellos nuevos. Pero el tubo de pomada también estaba allí. «Jamás se habría marchado sin su pomada», pensó Linda. «Al menos, no por propia voluntad. No se habría dejado ni la pomada ni el diario.» Cerró la puerta de espejo del armario y salió del cuarto de baño. Claro que, en realidad, ¿qué podría haber pasado? Nada apuntaba a que se hubiesen llevado a Anna a la fuerza. Al menos, no de su apartamento. Cierto que bien podía haberle ocurrido algo por la calle. Podría haberla atropellado un coche o podrían haberla obligado a entrar en uno.

Linda se colocó junto a la ventana, a la espera de que su padre se presentase. Notó que estaba cansada. Aquel uniforme invisible le resultaba incómodo. Le sobrevino la sensación de haber sido engañada. ¿Hasta qué punto los habían preparado para aquellas eventualidades en la Escuela Superior de Policía? ¿Acaso podía preparar alguien a un futuro policía para aquello que lo aguardaba tras la puerta de la realidad? Durante un instante, sintió deseos de deshacerse del uniforme aun antes de habérselo puesto. Ser policía era una decisión que debía lamentar y reemplazar sin tardanza por otro plan de vida. No reunía las cualidades necesarias. No servía para aquello.

¿Quién la había prevenido de que, en cualquier momento, tras abrir una puerta, podría hallarse ante la cabeza canosa y degollada de una mujer y un par de manos entrelazadas? Ahora, con el estómago vacío, ya no sintió mareo.

«Las manos estaban entrelazadas», reiteró para sí. «Dos manos orantes que alguien secciona de un cuerpo» Negó con un gesto. «¿Qué habría ocurrido justo antes, antes del instante dramático en que un par de manos invisibles alzaban un hacha igual de invisible? ¿Qué vio Birgitta Medberg en aquel instante postrero de su vida? ¿Vio el abismo al mirar a los ojos de otra persona? ¿Comprendió lo que iba a ocurrirle? ¿O acaso se le concedió la gracia de no saberlo?» Linda miraba fijamente la farola iluminada, que oscilaba al viento. Entreveía la tragedia que se había desarrollado en la cabaña. Las manos en oración, una plegaria por un perdón que, no obstante, no le concedió el sumo sacerdote que empuñaba un hacha. «Birgitta Medberg lo sabía. Sabía muy bien lo que iba a ocurrirle. Y rogó compasión.»

El haz de unos faros iluminó la fachada en sombras. Su padre frenó ante el edificio. Salió del coche y miró a su alrededor, algo despistado, hasta que vio a Linda que le hacía señas desde la ventana y le arrojó las llaves a la calle. Después, Linda fue a abrir la puerta del apartamento, y oyó los pesados pasos de su padre mientras subía por la escalera. «Despertará a todo el vecindario», presagió Linda. «Mi padre va por la vida dando zapatazos como un soldado de infantería refunfuñón.» Wallander llegó sudoroso y cansado, la mirada apagada, la ropa mojada.

—¿Hay algo de comer aquí? —preguntó en el recibidor mientras se quitaba las botas.

—Algo hay.

—¿No tendrás una toalla?

—Ahí tienes el cuarto de baño. Hay toallas en la estantería de abajo.

Cuando salió del cuarto de baño, su padre, en camiseta y calzoncillos, se sentó ante la mesa del comedor. Había dejado la ropa y los calcetines mojados en el radiador del baño. Linda había preparado algo de cenar con lo que encontró en el frigorífico de Anna. Sabía que a su padre no le gustaba que lo molestasen mientras comía, que quería hacerlo en silencio. Recordaba de su niñez que era casi un pecado mortal hablar o armar jaleo durante el desayuno. Mona no soportaba estar sentada frente a un marido mudo, así que solía desayunar cuando él ya se había marchado. Pero Linda sí compartía el desayuno y el silencio con él. A veces su padre bajaba el periódico, por lo general el
Ystads Allehanda
, y le guiñaba un ojo. El silencio matinal era sagrado.

Dio un mordisco al bocadillo, pero enseguida reaccionó como si se hubiese atragantado.

—Desde luego que no debería haberte llevado conmigo —dijo el padre—. Ha sido imperdonable. No tenías por qué ver lo que había en la cabaña.

—¿Cómo va la cosa?

—No tenemos ni pistas ni explicación alguna para lo sucedido.

—Pero ¿y el resto del cuerpo?

—Tampoco de eso tenemos ninguna pista. Los perros no localizan ningún rastro. Sabemos que Birgitta Medberg cartografiaba los senderos de la zona. No existe razón alguna para pensar que no fuese la casualidad lo que la llevó hasta la cabaña. Pero ¿quién estaba en la cabaña? ¿Por qué un asesinato tan brutal, y por qué descuartizaron el cuerpo, y por qué ha desaparecido la mayor parte de él?

Se comió el bocadillo y se preparó otro, que dejó a medias.

—Bien, cuéntame lo de Anna Westin, tu amiga. ¿A qué se dedica? ¿Qué estudia?

—Estudia medicina, ya lo sabes.

—Sí, es que cada vez confío menos en mi memoria. En fin, el caso es que habíais acordado veros a una hora, ¿aquí, en el apartamento?

—Sí.

—Y, cuando acudiste, no estaba en casa, ¿no es cierto?

—Exacto.

—¿No cabe pensar en un malentendido?

—No.

—Además, ella siempre es puntual, ¿cierto?

—Siempre.

—Veamos, cuéntame lo de su padre otra vez. Lleva veinticuatro años sin aparecer, ¿no ha llamado nunca durante ese tiempo?… Y luego, un día, lo ve en una calle de Malmö, a través del ventanal de un hotel.

Linda le refirió el asunto con todo detalle. Él guardó silencio hasta que ella terminó.

—De modo que una persona desaparecida regresa un buen día —concluyó él al cabo—. Y otra, que acaba de descubrir al desaparecido, desaparece al día siguiente. Una viene y otra se va.

Meneó la cabeza abatido. Linda le habló del diario y del tubo de pomada. Y, finalmente, de su visita a la madre de Anna. Notó que su padre la escuchaba con gran atención.

—¿Por qué crees que mintió?

—Si Anna hubiese creído ver a su padre a menudo, me lo habría contado.

—¿Cómo puedes estar tan segura?

—La conozco bien.

—La gente cambia. Además, nunca se conoce del todo a una persona, sólo algunas facetas.

—¿Eso me incluye a mí?

—A ti, a mí, a tu madre y a Anna. Pero, bueno, estamos hablando de tu amiga. Me han dicho que no has puesto ninguna denuncia.

—No la puse. Hice lo que me dijiste.

—Por una vez en la vida.

—Vale ya, déjalo.

—A ver, enséñame el diario.

Linda fue a buscarlo y lo abrió por la página donde Anna había escrito lo de la carta de Birgitta Medberg.

—¿Recuerdas haberla oído mencionar el nombre de Birgitta Medberg alguna vez?

—Nunca.

—¿Le preguntaste a su madre si tenía alguna relación con Birgitta Medberg?

—Hablé con ella antes de encontrar el nombre de Birgitta Medberg en el diario.

Kurt se levantó de la mesa, fue a buscar un bloc de notas que llevaba en el bolsillo de la cazadora y anotó algo.

—Le pediré a alguien que vaya a hablar con ella mañana mismo.

—Puedo hacerlo yo.

Él volvió a sentarse.

—No, tú no puedes —respondió con acritud—, aún no eres policía. Se lo diré a Svartman o a cualquier otro. Tú no llevarás ninguna investigación por tu cuenta.

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