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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

Antes de que hiele (8 page)

Se desviaron de la carretera principal, atravesaron las calles desiertas de Rydsgård y se dirigieron al sur, hacia el mar. En una de las salidas los aguardaba un coche de policía. Ellos se pegaron al otro vehículo y, cuando éste se puso en marcha, lo siguieron hasta el camino empedrado que conducía a la finca llamada Vik.

—¿Quién se supone que soy yo?

—Mi hija —contestó él—. Nadie reparará siquiera en que estás conmigo. A menos que pretendas ser otra cosa que mi hija. Por ejemplo, policía.

Salieron del coche. El viento soplaba fuerte y azotaba la fachada de los edificios de la finca. Los dos agentes de seguridad ciudadana los saludaron. Uno de ellos se llamaba Wahlberg; el otro, Ekman. Wahlberg estaba muy resfriado, y Linda, que temía contagiarse, se tapó rápidamente la boca con la mano. Ekman, cuyos ojos miopes parpadearon, se inclinó hacia ella con una sonrisa.

—Pensé que no empezarías hasta dentro de dos semanas.

—No, ha venido sólo para acompañarme —aclaró expeditivo Kurt Wallander—. ¿Qué ha ocurrido aquí?

Se dirigieron a la parte posterior de la casa, donde no hacía mucho que habían construido un establo. El granjero, que estaba arrodillado junto al animal muerto, muy cerca del enorme comedero, era un joven de la misma edad que Linda. «Los campesinos suelen ser viejos», razonó ella. «En mi mente no hay lugar para granjeros de mi edad.»

Kurt Wallander alargó la mano y se la estrechó.

—Tomas Åkerblom —se presentó el joven.

—Ésta es mi hija. Estaba conmigo cuando llamaron y me ha acompañado.

Cuando Tomas Åkerblom dirigió la vista hacia ella, la luz del establo bañó el rostro del joven. Linda vio que tenía los ojos llenos de lágrimas.

—¿Quién es capaz de hacer algo así? —preguntó con voz trémula—. ¿Qué clase de persona hace algo así?

El joven se hizo a un lado, como para descorrer un telón invisible tras el que dejar al descubierto una instalación macabra. Linda ya había percibido el olor a carne chamuscada. Ahora veía, además, al ternero, tendido de costado ante ella. El ojo que quedaba hacia arriba había desaparecido bajo las llamas y la piel aún humeaba. El olor a gasolina le provocaba náuseas y dio un paso atrás. Kurt Wallander la observaba con suma atención. Ella negó con un gesto: no, no iba a desmayarse. Él asintió y echó un vistazo a los alrededores.

—Cuéntame, ¿qué ha pasado?

Tomas Åkerblom obedeció.

—Pues acababa de echarme en la cama y me había dormido ya —contó, a punto de prorrumpir en llanto—. Me despertó una especie de alarido. Al principio creí que había sido yo mismo, suele ocurrirme cuando sueño. Y me levanté de la cama. Pero después comprendí que procedía del establo. Los animales mugían y oí que uno de ellos estaba en un apuro. Descorrí la cortina de la ventana y vi el fuego.
Äpplet
[6]
estaba ardiendo, aunque entonces no sabía que era él, sino sólo uno de los terneros. El pobre animal corría y se estrellaba contra la pared exterior del establo, con todo el cuerpo y la cabeza en llamas. En realidad, no comprendía lo que estaba viendo. Corrí escaleras abajo, me calcé unas botas y, cuando salí, el ternero ya había caído al suelo y yacía entre convulsiones. Eché mano a una lona e intenté apagar el fuego pero, para entonces, ya estaba muerto. Fue horrible. Recuerdo que pensaba: «Esto no está sucediendo, esto no es verdad, nadie prende fuego a un animal».

Tomas Åkerblom guardó silencio.

—¿Viste algo? —quiso saber Wallander.

—Te he contado lo que vi.

—Pero has dicho «nadie prende fuego a un animal», ¿no? ¿Por qué lo has dicho? Pudo haber sido un accidente, ¿no crees?

—¿Cómo iba un ternero a rociarse a sí mismo con gasolina y prenderse fuego? Y, además, ¿por qué? Jamás he oído decir que los animales se suiciden.

—En otras palabras, que alguien ha tenido que hacerlo. Y a eso me refiero. ¿Viste a alguien cuando descorriste la cortina?

Tomas Åkerblom reflexionó un instante antes de responder. Linda procuraba seguir el razonamiento de su padre y adelantarse a su siguiente pregunta.

—Sólo vi al animal ardiendo.

—¿Se te ocurre quién puede haberlo hecho?

—Un chiflado. Sólo un desequilibrado es capaz de hacer algo semejante.

Kurt Wallander asintió.

—Bien, por ahora no avanzaremos más. Deja al animal donde está. Volveremos más tarde, cuando haya amanecido, para echar un vistazo.

Regresaron a los coches.

—Sólo un desequilibrado podría hacer algo así —insistió Tomas Åkerblom.

Kurt Wallander no respondió. Linda vio que estaba cansado, llevaba el ceño fruncido y, de repente, se le antojó un hombre mayor. «Mi padre está preocupado», concluyó. «Primero, parece, que alguien ve unos cisnes ardiendo, después un ternero llamado
Äpplet
arde de verdad.»

Como si le hubiese leído el pensamiento, su padre se volvió hacia Tomas Åkerblom y observó, ya a punto de abrir la puerta del coche:


Äpplet
es un nombre muy curioso para un animal.

—De adolescente, yo jugaba al tenis de mesa. Y a algunos de los animales más jóvenes les he dado el nombre de los grandes jugadores de este deporte. Por ejemplo, tengo un buey que se llama
Waldner
.

Kurt Wallander asintió de nuevo. Linda vio que sonreía. Sabía que su padre apreciaba a las personas originales.

Regresaron a Ystad.

—¿Qué crees que hay detrás de todo esto? —preguntó Linda.

—En el mejor de los casos, se nos ha presentado un sádico que disfruta torturando animales.

—¿En el mejor de los casos?

Él tardó en contestar.

—En el peor de los casos, es un perturbado que no se contentará con matar animales —reveló al fin.

Linda lo entendió perfectamente. Y sabía que lo mejor que podía hacer en aquel momento era no preguntar nada más.

8

Cuando Linda despertó, a la mañana siguiente, se encontró sola en el apartamento. Habían dado las siete y media. Se levantó, se estiró un poco y pensó que la habría despertado el ruido de la puerta al marcharse su padre. «Cierra de un portazo a propósito», se dijo. «Quiere ser estricto y que no me quede holgazaneando en la cama sin necesidad.»

Se levantó y abrió la ventana. El día estaba despejado, seguía haciendo calor. Los sucesos de la víspera acudieron a su mente. El cadáver humeante del animal y su padre, que, de pronto, le pareció un anciano agotado por el trabajo. «La preocupación se hace patente en su aspecto», pensó. «Puede ocultármelo casi todo, menos cuando está preocupado.»

Desayunó y se vistió con la misma ropa del día anterior, pero se arrepintió enseguida y se cambió dos veces, hasta que estuvo satisfecha. Después llamó a Anna. Tras cinco señales de llamada, saltó el contestador. Linda habló como si Anna la estuviera escuchando y le pidió que descolgase el auricular. Pero no parecía haber nadie. Se puso ante el espejo del vestíbulo y se preguntó si seguía preocupada por que la resuelta Anna se hubiese marchado sin decir palabra. «No», se dijo, «no estoy preocupada. Anna tiene una explicación. Simplemente, está buscando al hombre que vio en la calle y que tuvo la desfachatez de parecerse a su padre.»

Linda bajó al puerto deportivo y deambuló por los muelles. El mar brillaba como un espejo. Una mujer medio desnuda, tumbada en la proa de un barco, roncaba a pierna suelta. «Trece días aún», calculó. «¿De quién habré heredado esta impaciencia? De mi padre no creo, pero tampoco de mi madre.»

Volvió sobre sus pasos. Alguien había dejado un periódico sobre un noray, y hojeó las páginas de anuncios buscando entre los de coches usados. Un Saab por diecinueve mil. Su padre había prometido ayudarle regalándole diez mil coronas. Quería un coche, pero ¿un Saab por tan sólo diecinueve mil? ¿Cuánto tiempo le duraría?

Se guardó el periódico en el bolsillo y se dirigió a casa de Anna. Nadie respondió. Forzó de nuevo la cerradura con la ganzúa y, ya en el recibidor, tuvo la repentina sensación de que alguien había estado allí después de abandonar ella el apartamento la noche anterior. Permaneció inmóvil y paseó la mirada por las paredes del recibidor, por la ropa que colgaba del perchero, los zapatos bien colocados en fila… ¿Había cambiado algo? No vio nada que confirmase aquella sensación.

Continuó hasta el interior del apartamento y se sentó en el sofá. «Una habitación vacía», se dijo. «Mi padre intentaría encontrar rastros de lo sucedido, recrear el perfil de las personas, reconstruir hechos dramáticos. Pero yo no veo nada, salvo que Anna no está aquí.»

Se puso de pie y recorrió despacio el apartamento, dos veces. Estaba convencida de que Anna no había estado allí durante la noche. Pero tampoco otra persona. Lo único que detectó fue el rastro invisible que ella misma había dejado.

Entró en el dormitorio de Anna y se sentó ante su escritorio. Dudó un instante, pero la curiosidad la venció. Sabía que su amiga escribía un diario. Desde siempre. Linda recordaba, en el último año de secundaria, cómo Anna se retiraba a algún rincón apartado para escribir en su diario. Un chico que, en una ocasión, se lo arrebató fue víctima de tal acceso de ira, acompañado de un mordisco en el hombro, que a nadie volvió a ocurrírsele la idea de echarle mano a sus notas.

Abrió uno de los cajones del escritorio, que estaba lleno de viejos diarios manoseados y escritos desde la primera hasta la última página. Linda abrió los demás cajones, que contenían lo mismo, diarios. En las tapas figuraba la fecha de cada uno. Hasta que Anna cumplió los dieciséis, las tapas de los diarios eran todas de color rojo. En ese momento se rebeló contra aquel color y, en adelante, sólo escribió en diarios de tapas negras.

Linda cerró los cajones y levantó algunos papeles que había sobre el escritorio. Allí estaba el diario que estaba escribiendo entonces. «Miraré sólo la última página», decidió. Se excusó a sí misma diciéndose que lo hacía porque, después de todo, estaba preocupada por ella. Abrió, pues, la última página en la que Anna había escrito. Tenía fecha del día anterior, el mismo día en que Linda tenía que haberse visto con ella. Linda se inclinó sobre el texto. Anna tenía una letra muy pequeña, como si tratase de esconder las palabras. Leyó el texto dos veces. La primera, sin entender nada; la segunda, con creciente curiosidad. Lo que Anna había escrito no tenía sentido: «… las bombas, los peligros, las bombas, los peligros…». ¿Estaba ante algún código, o sería una lengua secreta sólo comprensible para iniciados?

Linda rompió su promesa de no leer más que la última página del diario. Y pasó la hoja hacia atrás. Allí el texto era muy distinto. Anna había anotado: «El libro de texto de Saxhusen sobre los principios clínicos no es más que un fracaso pedagógico; imposible de leer y de comprender. ¿Cómo pueden hacer libros de texto como ése? Los futuros médicos se apartarán aterrados de su carrera y se decantarán por la investigación, que, además, es más rentable». Después, la joven había escrito: «Por la mañana tuve algo de fiebre, hace viento» —Linda recordó que así era— y que no sabía dónde habría «guardado las llaves de repuesto del coche». Linda volvió a las últimas anotaciones y releyó el texto muy despacio, intentando ponerse en el lugar de Anna mientras ésta escribía aquellas palabras. No había tachaduras, cambios ni titubeos. El estilo era uniforme, en absoluto vacilante, siempre decidido. «Las bombas, los peligros, las bombas, los peligros. Veo que, en lo que va de año, me he anotado diecinueve veces para la lavandería. Si tengo algún sueño, es el de convertirme en un médico desconocido en alguna zona rural. Tal vez en el norte. Pero ¿hay algún pueblo en el norte del país?»

Ahí terminaba el texto. «No dice ni una palabra sobre el hombre al que había visto en la calle de Malmö al otro lado del ventanal del hotel», observó Linda. «Ni una palabra, ni una alusión, nada. ¿No son esas cosas las que la gente escribe en los diarios?»

Con el fin de obtener una confirmación de esto último, pasó las páginas hacia atrás. De vez en cuando, Anna había escrito sobre ella. «Linda es una amiga», había señalado, por ejemplo, el 20 de julio, entre el relato de una visita de su madre, donde afirmaba que «discutieron sobre nada en particular», y la anotación relativa a su plan de «ir esta noche a Malmö para ver una película rusa».

Durante casi una hora, Linda estuvo debatiéndose entre el remordimiento y el deseo de hallar más comentarios sobre ella. «Linda puede ser muy exigente», había escrito Anna el 4 de agosto. «¿Qué hicimos ese día?», se preguntó Linda, sin poder recordarlo. El 4 de agosto fue uno más de los interminables días de aquel verano. Linda no tenía siquiera una agenda, pues organizaba sus días con la ayuda de notas sueltas y solía apuntarse los números de teléfono en las muñecas.

Cerró el diario. Allí no había nada. Tan sólo aquella extraña frase con la que se cerraba el diario. «Aquí no parece ella misma», reflexionó Linda. «El resto de las anotaciones son fruto de una persona equilibrada cuyos problemas no son más graves que los de la mayoría. Pero el último día, el día en que cree haber visto a su padre, desaparecido desde hace veinticuatro años, escribe con insistencia sobre bombas y peligros… Es absurdo. ¿Por qué no escribe sobre su padre? ¿Por qué escribe algo incomprensible?»

Linda sentía que la preocupación volvía a invadirla. ¿Estaría justificado el temor expresado por Anna ante la posibilidad de estar volviéndose loca? Linda se colocó junto a la misma ventana a la que Anna se había dirigido durante su conversación con ella. El sol brillaba con intensidad y los reflejos de sus rayos sobre una ventana del otro lado de la calle la obligaron a entornar los ojos. «¿Habrá sufrido un trastorno mental? Ella cree que ha visto a su padre. Y eso puede haberla alterado, incluso perturbado, hasta el punto de perder el control sobre sí misma y lanzarse a hacer algo que, más adelante, llegue a lamentar. Pero ¿el qué?»

Se estremeció. El coche. El coche de Anna, el pequeño Golf rojo. Si se hubiese marchado, el coche tampoco estaría. Linda se apresuró, escaleras abajo, hasta el patio donde se encontraban las plazas de aparcamiento de los vecinos. Y allí estaba el coche. Tanteó las puertas, que estaban cerradas. Parecía recién lavado, cosa que le sorprendió. «El coche de Anna suele estar sucio», recordó. «Todas y cada una de las veces que ha venido a recogerme, el coche estaba sucio. Pero ahora está reluciente. Hasta las llantas brillan.»

Subió de nuevo al apartamento y se sentó en la cocina, donde intentó hallar una explicación lógica. Pero ¿qué pretendía explicar? El único hecho irrefutable era que Anna no estaba en casa cuando ella acudió a la cita. Y aquello no podía deberse a ningún malentendido. Anna tampoco podía haberlo olvidado. Su amiga optó, pues, por no estar en casa. Sin duda tenía que hacer algo que fuese más importante. Algo para lo que no necesitaba el coche. Puso en marcha el contestador automático, pero sólo oyó su propia voz. Dejó vagar la mirada hasta la puerta. «Alguien la llama. Alguien que no soy yo, ni Zebran, ni la madre de Anna. ¿Qué otros amigos tiene? Según me dijo, no tiene novio desde el mes de abril, cuando despachó a un chico al que yo no llegué a conocer, un tal Måns Persson, que estudiaba electromagnética en Lund y que resultó ser mucho menos fiable de lo que Anna creyó en un principio.» Recordó que a Anna le dolió mucho aquel desengaño, ella misma se lo contó mientras repetía que se lo pensaría dos veces antes de iniciar otra relación.

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