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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

Antes de que hiele (9 page)

Linda perdió por un instante el hilo de lo sucedido a Anna y se centró en sí misma. También ella había conocido a su Måns Persson, a quien había dejado a mediados de marzo. Se llamaba Ludwig y, en cierto sentido, parecía nacido para llevar ese nombre, pues era una mezcla de césar altivo y de torpe príncipe de opereta. Linda lo había conocido en un pub una noche en que había salido con algunos compañeros de clase. Se sentaron apretujados, y el chico y sus amigos ocupaban, casualmente, la mesa contigua. Ludwig trabajaba en el servicio de limpieza, conducía el camión de la basura como si se tratase de un deportivo, y le parecía lo más natural del mundo estar orgulloso de su trabajo. Linda se sintió atraída por su risa estentórea, la alegría que transmitía su mirada y el hecho de que no la interrumpiese cuando ella hablaba, sino que, al contrario, se esforzase por escucharla pese a que los rodeaba un ruido ensordecedor.

Empezaron a salir juntos y Linda se atrevió a creer que había encontrado a un hombre de verdad entre todos los que poblaban la Tierra. Pero, de modo fortuito, a través de una persona que conocía a otra persona que, a su vez, había hablado con no se sabía quién, se enteró de que Ludwig dedicaba el tiempo libre que no compartía con Linda a una joven, dueña de una empresa de catering de Vallentuna. La ruptura fue muy brusca, Ludwig le pidió que siguiese con él, pero ella lo largó con viento fresco y se pasó una semana entera llorando. Apartó de su mente el recuerdo de Ludwig, que aún la hacía sufrir. Tal vez le ocurría lo mismo que a Anna, aunque ella no había llegado a confesárselo: aún no estaba preparada para empezar a pensar en otra persona. Sabía que a su padre lo llenaban de preocupación sus constantes cambios de novio, aunque él nunca le preguntaba.

Linda recorrió una vez más el apartamento. De repente, la situación se le antojó cómica, casi vergonzosa. ¿Qué iba a haberle ocurrido a Anna? Pues nada. Su amiga estaba en condiciones de llevar su propia vida mejor que la mayoría. El que no se encontrase en casa, tal y como habían convenido, no tenía por qué significar nada raro. Linda se detuvo junto al poyete de la cocina, donde estaba el duplicado del coche. Anna le había prestado el coche en un par de ocasiones. «Podría tomarlo prestado una vez más», se dijo. «Podría ir a hacerle una visita a su madre, por ejemplo.» Antes de marcharse, le dejó una nota en la que le decía que había tomado prestado el coche y que calculaba que regresaría al cabo de unas horas. Sin embargo, no mencionó lo preocupada que estaba.

Así, Linda se puso en marcha hacia la calle de Mariagatan, en primer lugar, con la idea de cambiarse de ropa y ponerse algo más ligero, pues hacía mucho calor. Después salió de la ciudad, tomó la salida hacia Kåseberga y se detuvo en el puerto. El agua relucía como un cristal y, en las aguas del puerto, un perro nadaba tratando de refrescarse. Junto a la tienda donde vendían pescado ahumado había un hombre de edad sentado en un banco. Cuando vio a Linda, le hizo un gesto a modo de saludo. La joven correspondió, aunque no sabía quién era. ¿Tal vez un colega de su padre ya jubilado?

Cerca de la casa en que la madre de Anna componía su peculiar música, se desvió. Había decidido acercarse a la casa donde su abuelo había vivido hasta su muerte. Aparcó el coche y se acercó al edificio. Desde que Gertrud, la viuda de su abuelo, se fue a vivir con su hermana, la casa había tenido dos propietarios. El primero era un joven que tenía una empresa de informática en Simrishamn. Cuando la empresa se declaró en quiebra, vendió la casa a una pareja de ceramistas de Huskvarna que quería trasladarse a vivir a Escania. Un letrero con la palabra «CERÁMICA» se mecía al viento junto a la verja. La puerta del cobertizo en el que su abuelo había pasado sus días pintando estaba abierta y, aunque dudó unos instantes, terminó por abrir la verja y cruzar el jardín. En un tendedero había colgada ropa de niño que ondeaba al viento.

Linda dio unos golpecitos en la puerta del cobertizo y una voz de mujer le respondió. La joven entró. Le llevó unos minutos habituarse a la poca luz del interior. Finalmente, distinguió a una mujer de unos cuarenta años que, sentada ante un tomo, recortaba con un cuchillo los trozos sobrantes de un rostro de barro. Estaba dando forma a una oreja. Linda le explicó quién era y se disculpó por aquella visita intempestiva. La mujer dejó el cuchillo y se limpió las manos, antes de invitarla a salir a la luz del sol. Estaba pálida y parecía haber dormido poco, pero tenía una mirada dulce.

—Sí, he oído hablar de él. Dicen que solía pintar aquí sus cuadros, todos iguales.

—Bueno, no exactamente iguales. Tenía dos motivos distintos. Uno era un paisaje con un urogallo, y en el otro no había ningún urogallo, sólo el paisaje, un lago, una puesta de sol, algunos árboles. Utilizaba una plantilla para todo, salvo para el sol. El sol lo pintaba él mismo.

—A veces tengo la sensación de que aún sigue ahí dentro. ¿Sabes si solía estar de mal humor?

Linda la miró perpleja.

—Verás, a veces es como si alguien estuviese gruñendo en el cobertizo.

—Pues seguro que es él.

La mujer se presentó, le dijo que se llamaba Barbro e invitó a Linda a un café.

—Gracias, pero tengo que seguir. Me he parado sólo por curiosidad.

—Nosotros nos trasladamos aquí desde Huskvarna —explicó Barbro—. Queríamos alejarnos de la ciudad, aunque no es una ciudad grande. Lars, mi marido, pertenece a la nueva generación de personas polifacéticas, capaz de arreglar una bicicleta o un reloj y de diagnosticar la enfermedad de una vaca enferma o de contar cuentos fantásticos para niños. Tenemos dos, por cierto. —La mujer guardó silencio, como si hubiese caído en la cuenta de que había revelado demasiados detalles personales ante un extraño y reflexionó un instante—. Tal vez sea eso precisamente lo que más echen de menos —prosiguió al fin—. Aquellos cuentos suyos tan maravillosos.

La mujer acompañó a Linda hasta el lugar donde ésta había aparcado el coche.

—¿Quiere decir que ya no está? —preguntó Linda discretamente.

—Pese a lo mucho que sabía, había algo que no dominaba. Esa sabiduría que nos hace conscientes de que los hijos siempre están ahí. Le entró pánico. Tomó la bicicleta y se marchó. Ha vuelto a instalarse en Huskvarna. Pero hablamos a menudo. Y ahora que no siente el peso de la responsabilidad, se ocupa mejor de los niños.

Se despidieron junto al coche.

—El abuelo solía dejar de gruñir si se le pedía con amabilidad. Pero tenía que pedírselo una mujer, de lo contrario no escuchaba. Al menos, mientras estaba vivo, reaccionaba así. Tal vez siga haciéndolo ahora que está muerto.

—¿Era un hombre feliz?

Linda meditó un instante. Aquel adjetivo no se adaptaba bien a la imagen que ella tenía de su abuelo.

—Su mayor felicidad en la vida consistía en sentarse en la penumbra del taller para hacer lo mismo que había hecho el día anterior. Hallaba el sosiego en la repetición. Si eso puede llamarse felicidad, en ese caso, sí era feliz.

Linda abrió el coche.

—Bueno, yo también soy así, de modo que sabré cómo tratarlo —aseguró la mujer con una sonrisa.

Linda se marchó. Entrevió a Barbro por el espejo retrovisor. «Yo no», se prometió, «yo nunca viviré en una vieja casa expuesta a los vientos de Österlen con dos niños. Nunca.»

La sola idea la puso nerviosa y, sin percatarse de ello, aceleró. No redujo la velocidad hasta llegar al cruce que la llevaría de nuevo a la carretera principal.

Henrietta, la madre de Anna, vivía en una casa que parecía encogerse para ocultarse tras espesas arboledas que parecían enormes torres vigía. Linda se vio obligada a buscar y retroceder varias veces hasta encontrar el desvío. Se bajó del coche y el calor le trajo a la memoria algunas escenas del viaje a Grecia que emprendió con Ludwig antes de que su relación se rompiese. Apartó de su mente aquellos pensamientos propinándose a sí misma una palmadita en la nuca y empezó a buscar entre la densa arboleda. Se detuvo un momento y, con la mano sobre los ojos, se protegió del sol. Un ruido había llamado su atención, un repiqueteo, como si alguien martilleara unos clavos de forma enloquecida. Entre el denso follaje, descubrió un pájaro carpintero que, pertinaz, repiqueteaba rítmicamente en el tronco de un árbol. «Tal vez este ritmo forme parte de la música de Henrietta», se dijo. «Si no entendí mal a Anna, su madre utiliza para su música cualquier sonido. El pájaro carpintero puede ser su tambor.»

Dejó al pájaro percusionista y pasó ante un huerto de aspecto abandonado que, con total certeza, llevaba ya muchos años sin cultivar. «¿Qué sé yo de esta mujer?», se preguntó. «Y, bien pensado, ¿qué hago aquí?» Se detuvo de nuevo, con todos sus sentidos alerta. En aquel momento, a la sombra de las altas copas de los árboles, no sentía la menor preocupación. Estaba segura de que habría una explicación lógica a la desaparición de Anna. Así pues, se dio media vuelta y encaminó sus pasos hacia el coche.

Ya no se oía al pájaro carpintero, que sin duda se había marchado. «Todo desaparece», concluyó Linda. «Las personas, los pájaros carpinteros, mis sueños y toda esa cantidad de tiempo que yo creía tener pero que ahora se me escurre entre las manos…» Entonces, como si tirara de sí misma con unas riendas invisibles, volvió a pararse. ¿Por qué se iba? Ya que había emprendido aquella excursión en el coche de Anna, bien podía entrar, saludar a Henrietta y, como quien no quiere la cosa, preguntarle si sabía adónde había ido Anna. Tal vez la joven estuviese en Lund, simplemente. «Y yo no tengo su número de teléfono de Lund», recordó, «así que puedo pedírselo a Henrietta.»

Siguió el sendero por entre los setos y llegó hasta la casa, una construcción de madera encalada y arropada por un sinfín de rosales silvestres sin podar. Un gato que remoloneaba tumbado sobre la escalinata de piedra la observaba con recelo. Linda se acercó a la entrada. Había una ventana abierta y, cuando se inclinó para acariciar al gato, oyó unos sonidos. «La música de Henrietta», concluyó.

Se incorporó con rapidez y contuvo la respiración.

No era música lo que le llegaba por la ventana abierta. Lo que se oía era el llanto de una mujer.

9

En ese instante, un perro empezó a ladrar en el interior de la casa. Linda, que se sintió como si la hubiesen sorprendido espiando, se apresuró a llamar a la puerta. Tardaron en abrir. Mientras sostenía al enfurecido pastor alemán por el lomo, Henrietta le aseguró:

—No es peligroso. Puedes entrar.

Linda, que desconfiaba de los perros que no conocía, dudó un instante antes de entrar en el vestíbulo. Sin embargo, una vez que hubo atravesado el umbral de la puerta, el perro dejó de ladrar. Como si Linda hubiese sobrepasado un límite a partir del cual el perro ya no la detectaba. Henrietta lo soltó. Linda no la recordaba tan menuda y delgada. ¿Qué le había dicho Anna? Henrietta no había cumplido aún los cincuenta. Linda pensó que, por su cuerpo, aparentaba una persona de mayor edad. Su rostro, en cambio, se conservaba joven. El perro, que al parecer se llamaba
Pathos
, le olisqueó las piernas y se retiró a su cesta, donde se tumbó a sus anchas.

Linda pensó entonces en el llanto que había oído. En el rostro de Henrietta no había ni rastro de que hubiese estado llorando. Echó un vistazo a su alrededor, pero allí no parecía haber nadie más. Henrietta se percató de su mirada.

—¿Estás buscando a Anna?

—No.

Henrietta rompió a reír.

—No, claro, ¡qué idea la mía! Pero, escucha, primero llamas para preguntar por ella y luego te presentas aquí. ¿Qué ha pasado? ¿Sigue sin aparecer?

A Linda le sorprendió que Henrietta fuese tan directa. Sin embargo, pensó que su franqueza le facilitaba las cosas a ella.

—Sí.

Henrietta se encogió de hombros y condujo a Linda a una amplia sala, resultado de haber eliminado varios tabiques, y que le servía tanto de sala de estar como de estudio.

—Seguro que está en Lund. A veces le da por esconderse. Al parecer, para ser médico, además de hacer prácticas, hay que estudiar mucha teoría. Y a Anna eso no le acaba de ir. No sé a quién se parece. A mí no, y a su padre tampoco. En fin, tal vez sólo se parezca a sí misma.

—No tendrás su número de teléfono de Lund, ¿verdad?

—No sé si tiene teléfono. Está realquilada en casa de alguien. Pero ni siquiera tengo la dirección.

—Eso es un poco raro, ¿no?

Henrietta frunció el entrecejo.

—¿Y por qué había de serlo? Anna es una persona muy misteriosa. Si no la dejas en paz, se pone furiosa. ¿No lo sabías?

—Pues no… ¿Y no tiene móvil?

—No, ella pertenece al reducido grupo de los que se oponen —explicó Henrietta—. Yo tengo móvil. Y, desde luego, no comprendo para qué se necesita ya hoy un teléfono fijo. Pero Anna no piensa igual, y no tiene móvil.

La mujer guardó silencio, como si hubiese quedado sumida en alguna reflexión. Linda echó un vistazo a la sala. Alguien había estado llorando. La idea de que Anna pudiese estar allí no se le había ocurrido hasta que la propia Henrietta lo sugirió. «Pero no será Anna», resolvió Linda. «¿Por qué iba a venir a casa de su madre y ponerse a llorar? Anna no es una persona dada al llanto. Una vez, cuando éramos pequeñas, se cayó de un columpio y se lastimó; entonces sí que lloró, pero fue, que yo recuerde, la única vez. Cuando las dos estábamos enamoradas de Tomas, yo era la que lloraba; ella sólo estaba furiosa. Aunque no tanto como asegura Henrietta.»

Linda observó a la madre de Anna, que estaba de pie en el centro de la sala, sobre el parqué reluciente. Un rayo de sol le bañaba el rostro, de perfil muy definido, exactamente igual que Anna.

—Recibo pocas visitas —declaró la mujer de repente, como si hubiese estado pensando en eso—. La gente me rehuye, porque yo también los rehuyo a ellos. Además, suelen pensar que soy un poco rara. No es normal que una quiera estar sola en medio del lodo escaniano componiendo una música que nadie quiere escuchar. Y, desde luego, el que aún siga casada con un hombre que me abandonó hace veinticuatro años no mejora la situación.

Linda detectó un dejo de soledad y amargura en la voz de Henrietta.

—¿En qué estás trabajando ahora? —preguntó solícita.

—No te esfuerces. ¿Por qué has venido? ¿Es porque estás preocupada por Anna?

—He tomado prestado su coche. Mi abuelo vivía cerca de aquí. Fui a ver su antigua casa y después pensé que podía pasar a verte. Una excursión. Los días se me hacen eternos.

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