Antes de que hiele (21 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

Linda frunció el ceño, también ella tenía miedo a la oscuridad. Los años que precedieron a la separación de sus padres, cuando se pasaban las noches discutiendo, no podía dormir en la habitación a oscuras. Necesitaba que hubiera una lámpara encendida, así se sentía protegida. Le llevó muchos años superar aquel miedo a la oscuridad. A veces, cuando estaba preocupada, aún volvía a atacar.

Avanzó hacia la luz, dio un rodeo para evitar un rastrillo oxidado y se aproximó al jardín. Se detuvo a escuchar. ¿No estaría Henrietta despierta, componiendo? Siguió hacia la valla y la saltó. «El perro», recordó entonces, «el perro de Henrietta. ¿Qué voy a hacer si empieza a ladrar? Bien mirado, ¿qué estoy haciendo aquí en medio de tanta oscuridad? Dentro de unas horas, mi padre y quizá también Ann-Britt Höglund y yo tendremos que venir aquí. ¿Qué creo que voy a descubrir yo solita?» Sin embargo, sabía que no se trataba de eso, sino de que había despertado de una pesadilla que le había transmitido un mensaje: Anna la llamaba.

Prosiguió con precaución hasta la fachada de la casa, donde se hallaban las ventanas iluminadas. Oyó voces. Al principio, no pudo determinar de dónde procedían. Después vio que una de las ventanas estaba entreabierta. La voz de Anna era suave, le había dicho el hombre en el rellano de la escalera. Y aquélla no era la voz de Anna, sino la de Henrietta. La suya y la de un hombre. Linda aplicó el oído, intentando estirar al máximo las antenas invisibles de las orejas. Se aproximó hasta que pudo ver el interior por la ventana. Henrietta estaba sentada en una silla, con la cara vuelta a medias hacia la pared. En el sofá, de espaldas a la ventana, estaba el hombre. Linda se acercó un poco más. Era incapaz de entender qué decía el hombre. Henrietta hablaba de una composición, algo sobre doce violines y un violonchelo solitario, una última cena, la música apostólica. Linda no comprendía a qué se refería Henrietta. Procuraba no hacer ruido. En algún lugar, dentro de la casa, estaba el perro. Pensó en quién sería el hombre con el que hablaba Henrietta a esas horas de la noche.

De repente, muy despacio, Henrietta volvió la vista hacia la ventana tras la cual se encontraba Linda, que se sobrecogió. Henrietta la miraba a los ojos. «No puede verme» se dijo Linda, «es imposible.»

Pero algo en la mirada de la mujer la llenó de temor. Se dio la vuelta y echó a correr, pero pisó el borde de la losa que cubría una bomba de agua. La base metálica de la bomba resonó y el perro empezó a ladrar.

A todo correr, Linda volvió sobre sus pasos. Tropezó y cayó, se arañó la cara y siguió corriendo. Oyó que se abría la puerta de la casa, lejos, a su espalda, en el instante en que saltaba precipitadamente la valla para seguir por el sendero en dirección al coche. En algún punto del trayecto, sin embargo, tomó un camino equivocado. De repente, se sintió perdida. Jadeó, desesperada, tratando de recobrar el resuello, y aplicó el oído. Henrietta no había soltado al perro; de otro modo, el animal ya la habría encontrado. Escuchó en la oscuridad, pero no parecía haber nadie por allí cerca. Pese a todo, sentía tal miedo que no cesaba de temblar. Con mucho cuidado, retrocedió para encontrar el punto del sendero en que éste se desviaba hacia el camino en que había dejado el coche. Pero se confundió de nuevo; la asustaba la oscuridad, y las sombras se transformaban en árboles y los árboles en sombras. Tropezó de nuevo; y cayó.

Cuando se levantó, sintió un intenso dolor en la pierna izquierda, como si un montón de cuchillos estuviesen cortándosela. Gritó e intentó liberarse de lo que le producía el dolor. Pero no podía moverse. Tenía la sensación de que un animal le aferrase la pierna con sus dientes. Pero el animal no respiraba, no emitía sonido alguno. Se tanteó la pierna con la mano. Y palpó allí algo frío, hierro, y una cadena. Entonces comprendió de qué se trataba. Un cepo le había apresado la pierna.

La mano quedó empapada de sangre. Siguió gritando. Pero nadie la oyó. Nadie acudió en su ayuda.

19

En cierta ocasión, soñó que moría sola en una fría noche de invierno. En su sueño, patinaba a la luz de la luna sobre un lago helado, en un bosque lejano. De improviso, caía sobre el hielo y se rompía la pierna. Empezaba a gritar, pero nadie la oía. Moría congelada sobre el hielo y, en el instante en que el corazón dejó de latir, se despertó con un sobresalto.

Mientras intentaba liberarse del cepo que le atenazaba la pierna, recordó aquel sueño. En un principio, no quiso llamar a su padre para pedirle ayuda. Pero aquella boca de hierro no cedía. Finalmente, sacó el móvil y marcó el número de su padre. Le contó dónde se encontraba y que necesitaba ayuda.

—¿Qué te ha pasado?

—Pues que he quedado atrapada en una especie de cepo.

—¿Qué quieres decir?

—Que tengo algo así como una garra de hierro alrededor de la pierna.

—Voy ahora mismo.

Linda esperaba. Empezaba a sentir frío y pensó que tardaría una eternidad en ver las luces del coche de su padre. Se detuvieron junto a la casa. Linda gritó. Enseguida oyó que se abría la puerta de la casa; el perro empezó a ladrar. Los vio atravesar la oscuridad. Una linterna que iba iluminando el camino le permitió ver a su padre, a Henrietta y al perro. Había otra persona más en el grupo, pero se había quedado rezagada, en la penumbra.

—Has quedado atrapada en un viejo cepo para zorros. ¿Quién lo habrá puesto ahí?

—Yo no —replicó Henrietta—. Habrá sido el propietario de los terrenos.

—Pues hablaremos con él —amenazó el padre mientras abría el cepo—. Será mejor que te llevemos al hospital.

Linda probó a apoyar el pie en el suelo y, aunque le dolía, logró sostenerse sobre él. El hombre que había permanecido entre las sombras se adelantó.

—Un nuevo colega al que aún no te he presentado —aclaró su padre—. Stefan Lindman. Empezó con nosotros hace unas semanas.

Linda lo miró. Enseguida le gustó su rostro, que vio a la luz de la linterna.

—¿Qué estabas haciendo aquí? —quiso saber Henrietta.

—A esa pregunta puedo contestar yo —aseguró Stefan Lindman.

Linda oyó que hablaba en dialecto. ¿De dónde sería? ¿De Värmland, quizás? Ya en el coche, camino de Ystad, le preguntó a su padre.

—Es de la zona de Västergötland —aclaró Kurt—. Allí hablan así de raro. Con ese dialecto es difícil que lo respeten a uno. Los de Östergötland, Västergötland y Gotland son los que peor lo tienen. Y los que consiguen hacerse respetar con más facilidad son, al parecer, los de Norrland, ignoro por qué.

—¿Y cómo iba él a saber lo que yo estaba haciendo allí?

—Seguro que se ha inventado algo. Pero a mí quizá puedas explicarme qué has ido a buscar a esa casa a estas horas, ¿no?

—Es que soñé con Anna.

—¿Y qué soñaste?

—Que me llamaba. Me desperté y salí corriendo hacia la casa de Henrietta. No sabía qué iba a hacer allí. La vi por la ventana. Estaba con un hombre. Después ella volvió la cabeza y me vio. Entonces yo eché a correr y caí en el cepo.

—Bueno, ahora al menos ya sé que no volverás a lanzarte a investigar por tu cuenta a medianoche —se burló su padre.

—No te lo tomas en serio. ¿No comprendes que es muy grave?, ¿qué Anna ha desaparecido de verdad? —estalló Linda.

—Sí, sí. Te tomo en serio a ti. Y me tomo en serio la desaparición de Anna. Y toda mi vida y la tuya también me las tomo en serio. La mariposa ha sido decisiva.

—¿Y qué estáis haciendo?

—Todo lo que hay que hacer. Ponerlo todo patas arriba, buscar información, obtener declaraciones. Nos mantenemos a la expectativa, sin pretender demasiado, y tal vez así logremos algo. Pero hacemos todo lo que tenemos que hacer. Y, a partir de ahora, no hablaremos más del asunto hasta que no te hayan visto la pierna en el hospital.

Les llevó una hora salir de allí con la pierna vendada. Cuando estaban a punto de marcharse, llegó Stefan Lindman. Linda pudo ver ahora con más claridad que llevaba el pelo muy corto y que tenía los ojos azules.

—Le dije que tenías pérdida de visión nocturna —aclaró alegremente—. Y con eso tuvo que contentarse cuando volvió a preguntar qué hacías por allí despistada a esas horas.

—Dentro de la casa había un hombre. Yo lo vi —añadió Linda.

—Henrietta Westin me contó que había recibido la visita de un hombre que deseaba que escribiese la música de un drama en verso. Parece totalmente verosímil, la verdad.

Linda se puso la cazadora. Lamentó haberle gritado a su padre, pues, además, consideraba que era un indicio de debilidad. No debía gritar, sino controlarse siempre. Se había comportado como una tonta, cuando lo que tenía que hacer era dirigir la atención hacia las tonterías de los demás. Pese a todo, el alivio que sentía era lo más importante. En efecto, la desaparición de Anna era ya un hecho admitido y no simples figuraciones suyas. Una mariposa azul había lo había resuelto todo. El precio era aquel dolor intenso en la pierna.

—Stefan te llevará a casa. Yo tengo que irme.

Linda entró en los servicios y se peinó un poco. Stefan la esperaba en el pasillo. Llevaba una cazadora de piel negra y una mejilla mal afeitada. Eso a Linda no le gustó. Los hombres que iban mal afeitados eran lo peor que podía imaginarse. De modo que optó por caminar junto al lado bien afeitado.

—¿Qué tal te sientes?

—¿Tú qué crees?

—Pues supongo que te dolerá. Y yo sé lo que es eso.

—¿El qué?

—El dolor.

—¿Acaso has caído alguna vez en una trampa para osos?

—Era una trampa para zorros. Pero no, nunca he pisado ninguna.

—Entonces tampoco sabes cómo me siento.

Stefan le abrió la puerta del hospital. Linda seguía irritada. Aquella mejilla mal afeitada la había sacado de quicio. De pronto, cesó la conversación. Estaba claro que Stefan no era de esos que hablaban por hablar. «Como en la Escuela Superior de Policía», rememoró Linda. «Estaba el grupo charlatán y el grupo medio mudo, los que no hacían más que reírse de todo y los que todo lo engullían con su inmenso silencio. Sin embargo, la mayoría pertenecían a la tribu más numerosa, la de los charlatanes que no saben lo que es cerrar el pico.»

Llegaron a la parte posterior del hospital. Stefan señaló un Ford oxidado. Cuando le abrió la puerta, el conductor de una de las ambulancias se le acercó y le preguntó cómo se le había ocurrido aparcar allí, bloqueando la entrada de las ambulancias.

—He venido a recoger a una policía herida —se excusó al tiempo que señalaba a Linda.

El hombre de las ambulancias asintió y se marchó sin decir nada. Linda sintió que el uniforme invisible volvía a sentarle bien, mientras, con no poco esfuerzo, se acomodaba en el asiento del acompañante.

—Calle de Mariagatan, dijo tu padre. ¿Dónde está eso?

Linda le fue indicando. El interior del coche despedía un fuerte olor.

—Es pintura —aclaró Stefan—. Es que estoy arreglándome una casa en Knickarp.

Giraron para entrar en la calle de Mariagatan. Linda señaló el portal y él bajó del coche y fue a abrirle la puerta.

—Ya nos veremos —dijo a modo de despedida—. ¿Sabes?, yo he tenido cáncer. Así que sé muy bien lo que es sentir dolor. Ya sea de un tumor o de un cepo para zorros.

Linda lo vio desaparecer en el coche. De pronto, cayó en la cuenta de que ni siquiera recordaba su apellido.

Tan pronto como entró en el apartamento, todo el cansancio se le vino encima. Estaba a punto de echarse en el sofá de la sala de estar cuando sonó el teléfono, que le trajo la voz de su padre.

—Me han dicho que ya estás en casa, ¿no?

—¿Cómo se llama el que me ha traído a casa?

—Stefan.

—Sí, lo sé, pero ¿el apellido?

—Lindman. Es de Borås, creo. O de Skövde, no sé. En fin, ahora tienes que descansar.

—Me gustaría saber qué ha dicho Henrietta. Supongo que ya habrás hablado con ella.

—Sí, pero ahora no tengo tiempo de contártelo.

—Pues si no tienes tiempo, búscalo. Dime sólo lo más importante.

—A ver. Espera un poco.

Su voz desapareció y Linda supuso que estaba en la comisaría, pero a punto de salir. Oyó puertas al cerrarse y sonido de móviles mezclado con el rugir de motores de coche. Finalmente, volvió a oír a su padre. El hombre parecía agobiado.

—¿Estás ahí?

—Sí, sí, aquí estoy.

—Bien, muy brevemente… A veces pienso que me gustaría que alguien hubiese inventado una especie de estenografía pero para hablar… En fin, Henrietta dijo que no sabía dónde estaba Anna. Que no había sabido nada de ella. No me dio la impresión de estar deprimida. Anna no le había dicho nada sobre su padre, pero Henrietta insiste en que es un episodio recurrente en la vida de su hija, que cree verlo de vez en cuando por la calle. Es decir, que es su palabra contra la tuya. No supo darnos ninguna pista. Y tampoco sabía nada de Birgitta Medberg. Así que la entrevista no resultó muy productiva.

—¿Notaste si mentía?

—¿Cómo iba a notarlo?

—Tú sueles decir que, con oler a la gente, ya sabes si miente o no.

—Me pareció que decía la verdad.

—Pues te ha mentido.

—Bueno, tengo que irme. Pero Stefan, el policía que te llevó a casa, está intentando hallar una conexión entre Anna y Birgitta Medberg. Además, hemos dado una orden de búsqueda. Más no podemos hacer.

—¿Cómo va la cosa en el bosque?

—Despacio. Bueno, ahora sí tengo que irme.

La conversación concluyó. Linda no quería estar sola y llamó a Zebran. Tuvo suerte, porque el hijo de Zebran estaba en casa de una prima de ella, Titchka; su amiga se aburría sola en casa y le prometió que iría a verla de inmediato.

—Tráete algo de comer —rogó Linda—. Tengo hambre. El restaurante chino de la plaza Torget está bien. Ya sé que te obliga a dar un rodeo, pero te prometo que haré lo mismo por ti el día en que caigas en una trampa para animales.

Después de comer, Linda le contó a Zebran todo lo ocurrido. Zebran había oído por la radio la noticia del macabro hallazgo. Pero le costaba entender la preocupación de Linda por Anna.

—Si yo fuese un mal tipo y tuviese la intención de atacar a alguien, me andaría con cuidado con Anna. ¿Sabías que hizo un curso de no sé qué clase de lucha? No conozco muy bien las reglas, pero creo que ahí todo está permitido. Salvo, quizá, matar al contrincante. Nadie se mete con Anna sin salir mal parado.

Linda lamentó haber empezado a hablar de Anna con Zebran. La amiga se quedó una hora más, hasta que llegó el momento de ir a buscar a su hijo.

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