Antes de que hiele (24 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

Jim había sido un guía misterioso y soberbio que vivía apartado de los demás, el traidor que se ganó la confianza de todos manteniéndose invisible. «Jim había encontrado un escondite en la luz», se dijo. «Lo que yo deseo ahora es hallar a un dios capaz de conducirme hasta el interior de las sagradas tinieblas.» Así, iba de una de aquellas pequeñas iglesias a la siguiente, participando en las plegarias y los cánticos, pero el vacío que llevaba dentro crecía y crecía: tenía la sensación de que, un día, explotaría en mil pedazos. Una mañana despertó con la abrumadora sensación de que debía partir. En la ciudad de México no encontraba el menor rastro de Dios. Como si aún no hubiese dado con el buen camino.

Aquel mismo día abandonó la ciudad y se dirigió al norte. Tomó varios autocares locales para abaratar el viaje. Algunos tramos los hizo en camiones, a los que paraba por el camino. En Laredo, cruzó la frontera hacia Tejas. Pidió habitación en el motel más económico que encontró y pasó casi una semana entera en una biblioteca buscando cuanto se había escrito en los periódicos acerca de la catástrofe. Para su sorpresa, había aún algunos seguidores del Templo del Pueblo que responsabilizaban al FBI, a la CIA o al gobierno estadounidense de haber incitado al suicidio masivo y haber perseguido a Jim y a sus adeptos. Empezó a sudar. ¿Cómo había personas que protegían a ese traidor? ¿Acaso no querían que les desvelaran la mentira sobre la que se asentaba su existencia? Durante sus largas noches de insomnio pensaba que debía dejar escrito todo lo sucedido. Era el único testigo superviviente. Debía contar toda la historia del Templo del Pueblo, la historia de Jim, un traidor que, al final, cuando comprendió que estaba a punto de perder su poder, se arrancó la máscara del amor y mostró su verdadero rostro, esa espantosa calavera con las cuencas vacías. Así, compró un bloc y se dedicó a anotar en él cuanto recordaba. Acababa de empezar cuando le sobrevino una duda. Si tenía intención de contar la verdad de lo ocurrido, no tendría otro remedio que desvelar su identidad. No podría seguir siendo John Lifton, sino un hombre que, un día, tuvo otra nacionalidad y otro nombre. ¿Era eso lo que quería? Aún no estaba seguro.

Y fue durante aquellas semanas, cruzada ya la frontera de Tejas, cuando se planteó en serio la posibilidad de suicidarse. Si el vacío que minaba su interior no podía llenarse con ningún dios, se vería obligado a llenarlo con su propia sangre; el cuerpo era un recipiente, nada más. Él ya había localizado un lugar desde el que podría arrojarse a la vía del tren. Casi estaba decidido a ello cuando hizo una visita más a la biblioteca, para ver si se había escrito algo nuevo acerca del suicidio masivo de Guyana.

Y en uno de los periódicos más leídos de la zona, el
Houston Chronicle
, descubrió una entrevista a una mujer llamada Sue-Mary Legrande. Una fotografía de la mujer acompañaba el artículo. Tenía unos cuarenta años, el cabello oscuro y un rostro delgado y muy alargado. La mujer hablaba de Jim Jones y aseguraba que ella conocía su secreto. Él leyó la entrevista y comprendió que era una hermana espiritual lejana de Jim. Según contaba la mujer, se habían visto a menudo en la época en que él pretendía haber tenido aquellas revelaciones que acabaron conduciéndolo a fundar su iglesia, el Templo del Pueblo.

«Yo conozco sus secretos», afirmaba Sue-Mary Legrande. Pero ¿a qué secretos se refería? Eso no lo explicaba. Observó atentamente la fotografía. Los ojos de Sue-Mary parecían mirarlo a él. Estaba separada, tenía un hijo ya mayor y poseía una pequeña empresa de ventas por correo en Cleveland, a través de la cual vendía algo que ella llamaba «manuales de autorrealización». Hizo memoria y creyó recordar, de sus años de instituto, que Cleveland era una ciudad de Ohio que se había fundado, principalmente, a raíz de la creación de las primeras grandes líneas ferroviarias norteamericanas. La ciudad, si no estaba equivocado, no sólo constituía un importante nudo ferroviario, sino que también poseía fundiciones, de las que salieron los primeros raíles que empezaron a extenderse por las llanuras del país. Y, además, había allí una mujer que decía conocer el secreto de Jim Jones.

Dobló el periódico y lo devolvió a su casillero. Después se despidió con un ademán de la amable bibliotecaria y salió a la calle. Hacía un día sorprendentemente cálido para ser diciembre, poco antes de Navidad. Se detuvo a la sombra de un árbol. «Si Sue-Mary Legrande me contase cuál es el secreto de Jim Jones, yo podría comprender por qué me dejé engañar por él. Y entonces jamás volveré a caer en un error similar.»

Llegó a Cleveland en tren poco antes de Nochebuena, tras un viaje de más de treinta horas. Una vez allí, buscó un hotel barato en un barrio destartalado cercano a la estación. Cenó hasta saciarse en una tienda de ultramarinos china donde también servían comidas y regresó al hotel. En la recepción había un gran abeto de plástico adornado con luces que parpadeaban. En el televisor se oían villancicos al tiempo que las imágenes publicitarias cruzaban la pantalla. De repente sintió una ira violenta. Jim no había sido sólo un traidor que había traído el vacío a su espíritu. También lo había engañado en otros asuntos. Jim había afirmado siempre que la verdadera fe conllevaba la renuncia. Pero ¿qué dios había pedido al hombre que renunciase a su propio hijo o a su mujer? Él buscaba una fe para regresar junto a aquellos a los que había abandonado. Jim lo había engañado. Y ahora estaba más perdido que nunca.

Se tumbó en la cama de la habitación, en la penumbra. «En este momento no soy más que un ser humano en una habitación de hotel», se dijo. «Si muriese, o simplemente desapareciese, nadie me echaría de menos. En mi calcetín hay dinero suficiente para pagar la habitación y mi entierro; eso, si no viene nadie y me roba el dinero, pues entonces tendrían que arrojarme a una fosa común. Descubrirían que no hay nadie llamado John Lifton. O, al menos, que esa persona no soy yo. Pero tal vez fuese un caso de los que se archivan, como esos papeles que guardamos sin saber por qué. Y ya está. No soy más que un hombre solo en este hotel cuyo nombre ni siquiera me he molestado en memorizar.»

El día de Navidad nevó sobre Cleveland. Comió pasta china, verduras y arroz en la tienda de ultramarinos y después fue a tumbarse a la cama del hotel. Al día siguiente, el 26 de diciembre, dejó de nevar. Sobre calles y aceras se había posado un fino manto de nieve, estaban a tres grados bajo cero y no soplaba la menor brisa. El lago Erie relucía como la superficie de un espejo. Con ayuda de la guía telefónica y de algunos planos de la ciudad, logró localizar a Sue-Mary Legrande en una dirección de los suburbios del sudoeste de Cleveland. Se dijo que, sin duda, Dios quería que él fuese a verla aquel día. Se lavó a conciencia, se afeitó y se vistió con las prendas que había adquirido en una tienda de ropa usada de Tejas, antes de poner rumbo a Ohio. «¿Qué pensará ella cuando, al abrir la puerta, vea mi rostro?», se preguntó. «Lo más probable es que sienta compasión. No creo que le inspire ninguna otra cosa.»

Salió del hotel y tomó en la estación un autobús que bordeaba el lago Erie. Sue-Mary Legrande vivía en el número 1024 de Madison. Le llevó menos de media hora llegar a su destino. Vivía en una casa de piedra rodeada de altos árboles que la ocultaban. Titubeó un instante antes de atravesar la pequeña arboleda y llamar a la puerta. Sue-Mary Legrande era tal y como la había visto en la fotografía del
Houston Chronicle
, quizás aún más delgada de lo que él se imaginaba. La mujer lo miró con recelo, dispuesta a cerrar la puerta.

—Yo sobreviví —explicó él—. No todos murieron en Guyana. Yo sobreviví. He venido porque deseo conocer el secreto de Jim Jones. Quiero saber por qué nos traicionó.

Ella lo miró largo rato, antes de contestar. No dejaba traslucir la menor sorpresa, la menor emoción.

—Lo sabía —dijo al fin la mujer—. Sabía que alguien vendría.

Abrió un poco más la puerta y se hizo a un lado. Él la siguió y se quedó en su casa durante casi veinte años. Y a través de ella consiguió conocer al Jim Jones que él nunca supo ver. Sue-Mary le contó con su dulce voz cuál había sido el oscuro secreto de Jim Jones. No era un representante de Dios, sino que pretendía ocupar su lugar. Según Sue-Mary, Jim Jones había comprendido que, un buen día, su soberbia lo desbarataría todo. Y, sin embargo, no fue capaz de cambiar el rumbo al que tal soberbia lo había llevado.

—¿Estaba loco? —le preguntó él en cierta ocasión.

Sue-Mary estaba segura de que Jim Jones era cualquier cosa menos un loco. Albergaba buenas intenciones. Deseaba extender la fe cristiana por todo el mundo. Pero su soberbia se lo impidió y transformó su amor en odio. Nunca había sido un loco. Por eso alguien debía seguir sus pasos, tomar el relevo. Tenía que ser alguien capaz de no caer en la soberbia y que, al mismo tiempo, no dudase en mostrarse implacable cuando fuese necesario. Porque el movimiento de fe cristiana debía resurgir con sangre.

Él se quedó y le ayudó a llevar su empresa de venta por correo, a la que Sue-Mary había dado el nombre de Llaves de Dios. Ella misma escribía todos y cada uno de los singulares manuales de autoayuda que la gente podía solicitar por correo. Pero él no tardó en descubrir que Sue-Mary comprendía a Jim Jones porque también era una traidora. Estudió los manuales y halló que todo era un caos de consejos sobre espiritualidad, salpicados de citas de la Biblia, con frecuencia inventadas o modificadas. Y, sin embargo, se quedó junto a Sue-Mary; ella lo había acogido. Él necesitaba tiempo para colmar su vacío. Tiempo para averiguar cuál sería su misión en la vida. Se tomaría el tiempo que precisara para triunfar en aquello en lo que Jim Jones había fracasado. No caería en la soberbia, y nunca olvidaría que el renacimiento de la fe cristiana exigiría víctimas de sangre.

El tiempo pasó y los nefastos recuerdos de la selva de Guyana, cada vez más lejanos, fueron desdibujándose en su memoria. Entre él y Sue-Mary nació un amor que él, durante mucho tiempo, creyó que era la gracia que había estado buscando, aquello con lo que llenaría su vacío. Dios estaba en Sue-Mary. Por fin había alcanzado lo que ansiaba. No obstante, nunca abandonó por completo la idea de poner por escrito su relato sobre el tiempo transcurrido junto a Jim. Alguien debía escribir la historia del traidor y del Anticristo. Pero lo iba posponiendo.

La empresa de venta por correo de Sue-Mary marchaba bien y siempre tenían mucho trabajo. En especial, a partir del momento en que ella ideó lo que llamaba «el Paquete del Punto del Dolor», que vendía por cuarenta y nueve dólares más gastos de envío, y con el que obtuvo un gran éxito. Empezaron a enriquecerse, dejaron el apartamento de Madison y se mudaron al campo, a una gran casa en Middleburg Heights. El hijo de Sue-Mary, Richard, volvió una vez completados sus estudios en Minneapolis y se instaló a vivir en una casa vecina. Era un chico algo solitario, pero siempre amable. Era como si se alegrase de no tener que hacerse cargo de la soledad de su madre él solo.

El fin se produjo de forma precipitada, inesperada. Un día, Sue-Mary fue al centro de Cleveland. Él supuso que tendría algún asunto que resolver allí. Cuando regresó, la mujer se sentó frente a él, en su escritorio, y le reveló que iba a morir. Pronunció aquellas palabras con una facilidad extraña, como si la liberase decir la verdad.

—Tengo cáncer y voy a morir —dijo—. La metástasis se extiende por mi cuerpo sin control alguno. No hay esperanza de salvación. Me quedan unos tres meses de vida.

Sue-Mary murió ochenta días después de su visita al médico, cuando le anunciaron que su vida tocaba a su fin. Fue un día de primavera de 1999. Puesto que nunca se casaron, Richard heredó todos sus bienes. La noche en que la enterraron, ambos fueron al lago Erie y dieron un largo paseo. Richard quería que él se quedase y le ofreció ser socio de la empresa de venta por correo y compartir los beneficios. Pero él ya había tomado una decisión. El vacío tan sólo se había paliado temporalmente durante todos aquellos años vividos junto a Sue-Mary. Y ahora tenía una misión que cumplir. Había madurado sus ideas acerca de su gran plan. Era como si, por fin, hubiese comprendido que Dios le había concedido una visión profética y que su función consistía en realizarla en la Tierra. Él levantaría la espada contra el gran vacío que lo rodeaba, el vacío de un dios cada vez más esquivo. Por supuesto, a Richard no le contó eso. Él sólo quería algún dinero, la cantidad de la que Richard creyese poder deshacerse sin poner en peligro la empresa. Después se marcharía. Sí, tenía una misión que cumplir. Y Richard no hizo preguntas.

Salió de Cleveland el 19 de mayo de 2001 y voló a Copenhague vía Nueva York. Ya entrada la noche del 21 de mayo, llegó a Helsingborg. Cuando, después de tantos años, pisó de nuevo suelo sueco, permaneció unos minutos inmóvil, sobrecogido. Era como si los últimos vestigios del recuerdo de Jim Jones hubiesen desaparecido por fin sin dejar el menor rastro.

22

Kurt Wallander estaba a punto de llamar a la compañía de electricidad cuando volvió la corriente. Tan sólo unos segundos después de que las luces se encendiesen de nuevo, sufrieron los tres un gran sobresalto. En efecto, un perro entró en la casa seguido de Henrietta Westin. El perro, que llevaba las patas llenas de barro, saltó sobre Kurt Wallander y le manchó el jersey. Henrietta lanzó un rugido al animal, que se fue como un rayo a tumbarse en su cesta. Después, la mujer arrojó iracunda la correa del animal y miró a Linda.

—¿Con qué derecho entráis en mi casa cuando yo estoy ausente? No me gusta la gente que se dedica a curiosear.

—Si no se hubiese ido la luz, habríamos salido de inmediato —intervino Kurt Wallander.

Linda notó que su padre estaba a punto de perder los estribos.

—Eso no contesta a mi pregunta —insistió ella—. ¿Por qué entráis en mi casa si yo no os he abierto la puerta?

Linda estaba ya segura: su padre iba a estallar en un ataque de cólera.

—Sólo queríamos saber dónde está Anna —terció Linda.

Henrietta, que no pareció escucharla, dio unos pasos por la habitación observando atentamente a su alrededor.

—Espero que no hayáis tocado nada.

—No hemos tocado nada —aseguró Wallander—. Tenemos algunos detalles que aclarar. Después nos iremos.

Henrietta se detuvo en seco y lo miró fijamente.

—¿Qué es lo que hay que aclarar? A ver, escucho.

—Podríamos sentarnos, ¿no?

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