Antes de que hiele (26 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

«Estamos en la nueva casa de Lestarp, la que está situada detrás de la iglesia, el primer camino a la izquierda, una señal roja sobre el tronco de un viejo roble, allí detrás. No olvidemos que Satanás tiene un gran poder. Pero nosotros vemos cómo otro ángel poderoso desciende de los cielos envuelto en una nube
…»

Linda dejó la carta en el asiento. La idea que se había resistido a ascender a su conciencia lo hizo por fin. Y, después de todo, tenía que agradecérselo al jugador de ajedrez mirón. A todos, salvo a Anna, los presentó con una ocupación. Pero Anna era sólo Anna. Y estudiaba medicina porque quería ser médico. Pero ¿qué le había dicho la propia Anna cuando le contó que había visto a su padre por la calle? Anna le refirió que había visto a alguien caer desplomado al suelo, alguien que necesitaba ayuda. Pero ella no soportaba ver sangre ni accidentes, eso era lo que Anna le había dicho. Y Linda pensó que aquello llamaba la atención en una persona que quería ser médico. Miró la carta que había dejado sobre el asiento. ¿Qué significaba?
Otro ángel poderoso desciende de los cielos envuelto en una nube
.

La luz del sol era cegadora; pese a que estaban a principios de septiembre, era uno de los días más calurosos del verano. Sacó de la guantera un mapa de Escania y comprobó que Lestarp estaba entre Lund y Sjöbo. Bajó el quitasol del coche. «Es una imagen demasiado infantil», afirmó para sí. «Pero en la carta había una araña muerta que cae como cuando se desinfla un globo. Y Anna no está. La imagen infantil aparece junto a la realidad. La casa de dulces de la realidad. La realidad de unas manos entrelazadas y de una cabeza cortada.»

Fue como si, hasta aquel momento, no hubiese comprendido exactamente qué había visto en la cabaña. Y la figura de Anna, sus rasgos, se desvanecían. «Tal vez ni siquiera estudie medicina», aventuró. «Es como si hoy, en el día más cálido del verano, hubiese descubierto que lo ignoro todo acerca de Anna Westin. Su persona se torna una extraña bruma. O tal vez sea ella quien se ha disfrazado de nube.»

Tomó una decisión. Sin pensárselo mucho, puso rumbo a Lestarp. Aquel día, la temperatura ascendió en Escania hasta casi alcanzar los treinta grados.

23

Linda aparcó ante la iglesia de Lestarp.

Se veía que no hacía mucho que la iglesia había sido restaurada. La puerta brillaba con la reciente mano de pintura. Sobre el dintel colgaba un cuadro, con fondo negro y marco dorado, donde se informaba de que el templo había sido construido en el año 1851, bajo el reinado de Oscar I. Linda tenía un vago recuerdo de que, según le había contado su abuelo, su tatarabuelo había fallecido en alta mar ese mismo año. Hizo memoria al tiempo que buscaba unos servicios en el atrio de la iglesia. Su tatarabuelo se había ahogado durante una travesía en un velero cuyo timón se partió en pedazos, de modo que la embarcación fue a parar al fondeadero de Skagen en medio de una fuerte tormenta con viento del noroeste. Todos murieron, y los cadáveres aparecieron cuando la tormenta cedió, días más tarde; su tatarabuelo recibió sepultura en una tumba anónima. Linda bajó la escalera que conducía hasta la cripta, donde encontró por fin los servicios. El eco de sus pasos retumbaba en el recinto, y sentía el frescor de los gruesos muros de piedra. Abrió la puerta de los servicios y se imaginó de pronto que Anna estaría allí esperándola. Pero los servicios estaban desiertos. Recordó lo que, a propósito del naufragio, le dijo su abuelo: «A mí sólo me interesan las fechas verdaderamente importantes. Como la fecha en que alguien se ahoga o en que alguien nace, como en tu caso».

Cuando hubo terminado, se lavó las manos a conciencia, como para eliminar los restos del lánguido apretón de manos de aquel desagradable jugador de ajedrez. Después observó su rostro en el espejo, mientras se alisaba el pelo: no estaba mal. La boca, como de costumbre, con una expresión demasiado severa; la nariz algo prominente; los ojos, eso sí, muy despiertos, y los dientes muy regulares, lo que solía despertar envidia. Se estremeció ante la idea de que el jugador de ajedrez pudiese haberla besado y se apresuró a subir de nuevo la escalera. Entonces apareció un hombre de edad que llevaba una caja de velas. El hombre dejó la caja sobre una mesa y se llevó la mano a la espalda.

—Dios bien podría evitarle el dolor a un fiel creyente —se lamentó el hombre.

Hablaba en voz baja. Linda comprendió la razón. En efecto, no estaban solos en la iglesia. En un banco había una persona sentada. Linda creyó que se trataba de un hombre. Pero se equivocaba.

—Gudrun reza por sus hijos —explicó el hombre en un susurro—. Viene todos los días. Hemos tenido que cambiar las normas y abrir todos los días, para que ella pueda venir a orar. Yo creo que lleva ya diecinueve años haciéndolo.

—¿Qué ocurrió?

—El tren atropelló a sus dos hijos. Fue una tragedia horrible. Uno de los conductores de la ambulancia que estuvo recogiendo los restos perdió la cordura después de aquello. Al menos, eso dicen. Un día salió con la ambulancia para atender una emergencia y, de repente, le pidió al que conducía que se detuviese. Bajó del coche, se adentró en el bosque y desapareció. Encontraron su cuerpo tres años más tarde. Y Gudrun seguirá viniendo aquí hasta el día de su muerte. Yo creo que morirá en el mismo banco donde suele sentarse.

Dicho esto, el hombre tomó de nuevo la caja de velas y se encaminó al altar por el pasillo central. Linda salió a la luz del sol. «La muerte está en todas partes», constató. «Es como si me llamase e intentase engañarme. No me gustan las iglesias. Y no puedo soportar a las mujeres que lloran solas en las iglesias. ¿Cómo encajar eso con mi deseo de ser policía? ¿Encaja tan mal como el hecho de que Anna no soporte ver sangre ni gente que se desmaya, y quiera ser médico? Tal vez la gente se haga médico por la misma razón por la que se hace policía. Para ver si vale… Pero ver si vale, ¿para qué?», siguió razonando mientras entraba en el cementerio. Deambular entre las lápidas se le antojó algo así como curiosear en las estanterías de una biblioteca. Cada lápida era el lomo o la cubierta de un libro. Allí yacía enterrado el hacendado Johan Ludde, desde hacía noventa y siete años, junto con su esposa Linnea. Ésta contaba sólo cuarenta y uno cuando falleció, mientras que Johan Ludde tenía setenta y seis. Así pues, toda una historia se ocultaba en aquella tumba descuidada a cuyo pie yacían los restos parduscos de un ramo de flores. Linda hojeaba entre los títulos y las portadas. Se imaginaba su propia lápida, la de su padre, las de todos sus amigos. Pero no la de Birgitta Medberg. Aquello le resultaba imposible.

En el césped, vio una lápida semioculta por la grama. Linda se acuclilló y retiró el musgo y la tierra. «SOFIA, 1854-1869» Aquella niña no había vivido más de quince años. ¿Se habría balanceado ella también sobre una barandilla sin que nadie acudiese en su ayuda?

Linda continuó su paseo por el cementerio. Pensó en la arboleda que su padre le había mostrado, donde las lápidas habían sido sustituidas por árboles. ¿Qué aspecto tendría su propio cementerio? Se lo imaginaba semejante al paisaje que había visto durante una excursión por el archipiélago de Estocolmo. El último grupo de islotes, más allá de Möja, donde rocas de diversos tamaños apenas asomaban a la superficie del agua. Un archipiélago. Las rocas serían como los árboles de su padre. «Una roca, un islote, un muerto. Las vías marítimas y las luces de los faros muestran el camino.»

Se dio la vuelta de repente y salió del cementerio casi a la carrera. Había que evitar la muerte. Si llamabas, ella acudía. La puerta de la iglesia se abrió de pronto, pero no fue la muerte quien asomó por ella, sino el sacristán, que ahora llevaba cazadora y una gorra con visera.

—¿Quién es Sofía? —quiso saber Linda.

—Tenemos cuatro difuntos con ese nombre. Dos que alcanzaron una edad muy avanzada, una de treinta años que murió al dar a luz y otra de quince años.

—Yo preguntaba por la más joven.

—Pues lo sabía, pero ya no lo recuerdo bien. Creo que murió de tuberculosis. Una familia pobre, el padre era un tullido, creo. En fin, pobres diablos de hospicio. Pero la lápida la pagó uno de los comerciantes de Lestarp. Y corrían rumores, claro está.

—¿Qué rumores?

—Pues que había dejado a la niña embarazada. Y que quería acallar su conciencia pagándole una lápida. Pero eso yo no puedo asegurarlo, claro.

Linda lo acompañó hasta su coche.

—¿Conoces los nombres de todos los difuntos y sus historias?

—No de todos, pero sí de la mayoría. No hay que olvidar que las tumbas se reutilizan. Bajo los muertos recientes yacen otros más antiguos. También entre los muertos existen varias generaciones, distintos pisos en el jardín de los difuntos. Y sus voces susurran.

—¿Cómo?

—Verás, yo nunca he visto fantasmas. Pero te aseguro que oigo sus susurros entre las lápidas. Yo creo que uno debe escoger a quién tener a su lado cuando lo entierren. Porque muertos hemos de estar ahí abajo mucho tiempo, por así decirlo. ¿Y quién quiere caer al lado de una vieja cascarrabias? ¿O de un viejo incapaz de cerrar el pico y que, además, no sepa contar una buena historia? Se oyen las voces, los susurros. Y estoy seguro de que algunos muertos se divierten más que otros. —Abrió la puerta del coche y se protegió los ojos del sol con la mano para poder verla bien—. ¿Quién eres tú?

—Estoy buscando a una amiga.

—Eso está bien, ir en busca de una amiga en un hermoso día en que brilla el sol. Espero que la encuentres. —El hombre sonrió—. Pero ya te digo que nunca he visto fantasmas.

Linda lo vio alejarse.

«Yo sí he visto fantasmas», se dijo, «y, precisamente por eso, sé que no existen.»

No subió al coche, y siguió el camino que conducía a la parte posterior de la iglesia y del cementerio. Descubrió el árbol con la marca roja casi de inmediato. Tomó un camino que descendía hacia una hondonada. La casa era vieja y estaba muy descuidada. Uno de los laterales era de madera pintada de rojo, el resto de piedra encalada. El tejado había sido reparado con lajas de pizarra de distintos colores. Linda se detuvo y echó una ojeada a su alrededor. Reinaba el más absoluto silencio. Un tractor oxidado, prácticamente cubierto de matojos, asomaba junto a unos manzanos. La puerta de la casa se abrió y una mujer vestida de blanco salió y se encaminó directamente hacia Linda. ¿La habrían descubierto? No comprendía cómo. No había visto a nadie por el camino, y ahora se encontraba oculta entre los árboles. Pero la mujer iba hacia ella, no cabía la menor duda. Al acercarse, le sonrió. Parecía de la misma edad que Linda.

—He visto que necesitabas ayuda —aseguró la mujer, ya ante ella, en una mezcla de danés e inglés.

—Estoy buscando a una amiga —aclaró Linda—. Anna Westin.

La mujer volvió a sonreír.

—Aquí ninguno de nosotros tiene nombre. Sígueme al interior de la casa, quizá la encuentres allí.

La suavidad de su voz hizo dudar a Linda. Pese a que sintió que estaba a punto de caer en una trampa, la siguió. La mujer abrió la puerta y entraron en una fresca penumbra. Habían eliminado todos los muros interiores, la sala estaba encalada, las paredes desnudas y grandes planchas de madera, sin alfombras, cubrían el suelo. Tampoco había muebles, pero, en una de las paredes, entre dos ventanas en arco de medio punto con gruesas bisagras de hierro, colgaba una cruz de color negro tallada en madera. Alrededor de las paredes, en el suelo, había personas sentadas. A Linda le llevó un rato conseguir que la vista se habituase a la escasa luz. Aquél era, en efecto, uno de los pocos puntos débiles que había detectado en sí misma durante los años en la Escuela Superior de Policía. Sus ojos necesitaban bastante tiempo para adaptarse a la luz o la oscuridad. Incluso consultó con un médico, que le examinó los ojos. Pero todo estaba bien; simplemente, ella necesitaba más tiempo para adaptarse al pasar de la luz a la oscuridad.

Las personas sentadas en el suelo, la mayoría de ellas rodeándose las rodillas con los brazos, eran de diversas edades. Nada tenían en común, salvo que se hallaban en la misma sala y que estaban sentadas en completo silencio. También vestían de modo distinto unas de otras. Así, un hombre que llevaba el pelo corto vestía traje y corbata y, a su lado, había una mujer de edad que llevaba un vestido muy sencillo. Linda paseó la mirada por la sala. Anna no se encontraba allí. La mujer la miró inquisitiva, y Linda negó con un gesto.

—Hay otra sala —explicó la mujer.

Linda la siguió. Las paredes estaban pintadas de blanco, las ventanas eran rectangulares y no tenían las bisagras de hierro. También allí había gente sentada en el suelo, apoyada contra la pared. Linda observó todos los rostros de la habitación. Anna no estaba. Pero ¿qué sucedía en aquella casa, en realidad? ¿Qué decía la carta que leyó sin permiso?
¿Un ángel envuelto en una nube
? «¿Qué está pasando aquí?», se extrañó. Al mismo tiempo, no cesaba de preguntarse cómo habían podido verla desde el interior. ¿Tendrían puestos de vigilancia en los árboles que rodeaban la casa?

—Salgamos —propuso la mujer que la había acompañado.

Salieron al jardín, en la parte posterior de la casa, donde había sillas y mesas de madera dispuestas a la sombra de un haya. Se acomodaron allí. Linda había empezado a sentir una gran curiosidad. Aquellas personas guardaban algún tipo de relación con Anna. Linda resolvió revelar sin más rodeos a qué había ido allí.

—Estoy buscando a Anna Westin. Ha desaparecido. Encontré en su buzón una carta en la que se daban instrucciones de cómo llegar aquí. Comprendo que aquí nadie tenga nombre, pero para mí ella es Anna Westin.

—¿Puedes explicarme qué aspecto tiene?

«Esto no me gusta nada», decidió. «Esa sonrisa, esa paz, son artificiales. La sensación es de lo más desagradable. Como cuando le estreché la mano al jugador de ajedrez.»

Linda describió entonces a su amiga Anna. La mujer no cesaba de sonreír.

—Creo que no la he visto —declaró al fin—. ¿Tienes aquí la carta?

—La dejé en el coche.

—¿Y dónde está el coche?

—Lo he aparcado delante de la iglesia. Es un Golf de color rojo. La carta está en el asiento delantero. Y no cerré el coche con llave. Una imprudencia. —Se hizo el silencio. El malestar de Linda crecía a cada segundo—. ¿Qué hacéis aquí?

—Supongo que eso ya te lo habrá contado tu amiga. Todos los miembros deben conducir a otras personas a nuestro templo.

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