Antes de que hiele (30 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

Pero no avanzó más en su razonamiento. No había ninguna conclusión que extraer. Ninguna respuesta a sus preguntas. Salió del coche y ajustó el asiento a su medida. Miró de nuevo a su alrededor.
Un hombre había aparecido caminando bajo la fuerte luz del sol Ella lo había visto por detrás y pensó que era el padre de Anna
. Pero ahora negó con un gesto, enojada por aquel absurdo juego. Anna se había obsesionado con la suposición de que el hombre que había visto en la calle era su padre. Y tal vez hubiese quedado tan decepcionada que había decidido marcharse. Ya lo había hecho en otras ocasiones: emprendía viajes repentinos y, cuando regresaba, nadie sabía dónde había estado. Se lo había contado Zebran, que era quien había ido cubriendo las lagunas sobre la vida de Anna durante los años en que ella y Linda perdieron el contacto. Sin embargo Zebran también le había asegurado que siempre había alguien que sabía que Anna se había marchado, pues la joven siempre dejaba alguna pista.

«Pero ¿a quién le dejaba aquella pista?», se preguntaba Linda. «Ése es el problema. Que no doy con la persona a la que suele contárselo.» Volvió a la explanada de gravilla, observó la torre de la iglesia, donde aleteaban unas palomas, y continuó hacia la casa, que seguía desierta y abandonada. «Un noruego llamado Torgeir Langaas compró la casa», repitió para sí. «Y pagó al contado.»

Rodeó el edificio y posó la mirada, meditabunda y ausente a un tiempo, sobre las sillas y mesas de madera. Había arbustos de grosella negra y roja. Arrancó algunos racimos y, mientras comía la fruta recién cortada, volvió a sorprenderse pensando en Mona. ¿Por qué había tenido siempre tanto miedo? Su madre no la espiaba por curiosidad; su acuciante deseo de registrar sus cosas nacía del miedo. Pero ¿miedo a qué? «¿Tal vez a que su hija resultase ser alguien diferente de quien ella creía? Una niña de nueve años puede representar distintos papeles, y puede tener secretos, pero difícilmente podría ser tan hipócrita que sea preciso rebuscar tanto entre sus jerséis y braguitas para saber quién es, en especial cuando se trata de tu propia hija.»

No obstante, hasta que Mona no encontró su diario y se dedicó a leerlo a escondidas, no se desató el verdadero conflicto. Ella tenía entonces trece años y había escondido el diario detrás de un panel suelto de uno de los armarios. Al principio, estaba segura de que allí no había peligro. Hasta el día en que se lo encontró unos centímetros más allá de donde ella lo había dejado. Linda lo supo enseguida. Su cámara secreta había dejado de serlo, Mona se dedicaba a visitarla cuando ella no estaba en casa. Aún recordaba la indignación que sintió cuando tomó conciencia de ello. En aquella ocasión, llegó a experimentar auténtico odio contra su madre. Siguió comiendo grosellas mientras pensaba que, más tarde, a lo largo de su vida, jamás había sentido un odio tan intenso como en esa ocasión en que, a los trece años, descubrió la traición de su madre.

Aquel recuerdo de la adolescencia tenía una continuación y un final. Linda decidió en aquella ocasión dejar que su madre cayese en la trampa de ser sorprendida en flagrante delito. De modo que, en la primera página que estaba en blanco, escribió que sabía que Mona lo había leído y que le registraba los cajones. Después, dejó el diario en su lugar y se fue a la escuela. Pero, a mitad de camino, se dio la vuelta. Decidió hacer novillos, pues sabía que, de todos modos, sería incapaz de concentrarse en el contenido de las clases y pasó el resto del día deambulando por las tiendas de la ciudad. Cuando llegó a casa estaba empapada en un sudor frío. Su madre, en cambio, la miró como si nada hubiese ocurrido. Por la noche, ya tarde, cuando se suponía que dormían, se levantó, fue a buscar el diario y comprobó que su madre había escrito algunas líneas debajo de las suyas. Ahora bien, ni una sola palabra sobre si se sentía o no avergonzada, ni una disculpa; tan sólo una promesa: «Ya no voy a leerlo más, te lo prometo».

Linda arrancó unas cuantas grosellas más. «Nunca más volvimos a hablar del asunto», recordó. «Aunque creo que dejó de husmear en mis cosas, nunca pude estar segura. Tal vez desarrolló una habilidad especial para que sus fisgoneos pasaran desapercibidos; o tal vez a mí dejase de importarme. Pero lo cierto es que nunca hablamos de ello.» Estaba a punto de dejar el jardín cuando, desde detrás de dos altos castaños, algo atrajo su mirada. Se acercó para verlo mejor y dio un respingo. Parecía un cuerpo tendido, un bulto envuelto en ropas, con los brazos y las piernas estiradas. Sintió que se le aceleraba el corazón al tiempo que forzaba la vista, como si sus ojos pudiesen convertirse en una lente de aumento. Ignoraba cuánto tiempo permaneció inmóvil observando el bulto. Finalmente, no le cupo la menor duda: no podía tratarse de una persona. Se acercó un poco más y comprobó que lo que yacía tras los árboles era un espantapájaros. Al otro lado de una colina se alzaba un cerezo. Linda supuso que habían colocado allí el espantapájaros para proteger sus frutos, y que se había caído sin que nadie se hubiese percatado de ello ni se hubiese molestado en volver a ponerlo en pie. «Parece un cadáver», se dijo. «Las ropas podridas y un cuerpo crucificado que nadie inhumó.» El armazón del espantapájaros estaba recortado en corcho, pero iba vestido con gran detalle. Llevaba una chaqueta de traje de caballero, y, curiosamente, la parte de abajo era una falda. El rostro, bajo un ajado sombrero de color marrón, era una bolsa de lino blanco rellena de hierba sobre la que habían pintado ojos, nariz y boca.

Linda se acuclilló y observó la falda. Era de color rojizo y estaba menos estropeada que el resto de la vestimenta. Tuvo una certeza más visceral que racional: Anna tenía una falda como aquélla, pero ¿no la había visto ella en su armario cuando estuvo inspeccionándolo? Ya no estaba segura. Notó un fuerte mareo. ¿Habían utilizado la falda de Anna para vestir al espantapájaros? Si seguía ese razonamiento, sólo le faltaba dar un paso; si, en efecto, esa falda era de Anna, aquello no podía significar más que una cosa: que Anna estaba muerta.

Echó a correr hacia la iglesia, subió al coche y partió hacia Ystad a una velocidad que sobrepasaba todos los límites establecidos. Aparcó mal ante la puerta de la casa de Anna y subió a la carrera hasta el apartamento. «No voy a rezar, porque no creo en Dios», confesó para sí, «pero, Dios mío, haz que la falda de Anna esté en ese armario.» Abrió las puertas de un tirón y revolvió entre la ropa de su amiga, pero la falda no estaba allí y, por más que buscó, no dio con ella. Sintió cómo todo su cuerpo se estremecía de miedo, un miedo frío. Corrió al cuarto de baño para mirar en el cesto de la ropa sucia, pero nada. Después la vio. Estaba en la lavadora, revuelta con otras prendas. La sensación de alivio fue tan abrumadora que se sentó en el suelo del cuarto de baño y lanzó un grito.

Miró su rostro en el espejo del baño y decidió que ya era suficiente. No podía seguir obsesionándose con la idea de que a Anna le hubiese sucedido algo. En vez de andar por ahí conduciendo su coche, debía hablar con Zebran. En algún lugar tenía que haber alguien que conociera el paradero de Anna.

Bajó a la calle. ¿No debería, después de todo, dar por terminada su absurda búsqueda visitando al corredor de fincas de Skurup? Pese a que aún no había tomado ninguna decisión, se sentó en el coche y puso rumbo al oeste.

El corredor de fincas se llamaba Ture Magnusson y estaba vendiéndole una casa en Trunnerup a una pareja de jubilados alemanes. Linda tomó asiento y se puso a hojear un catálogo lleno de casas en venta mientras esperaba. Oyó que el alemán de Ture Magnusson era bastante deficiente. Había visto su nombre fijado a la pared, debajo de su fotografía. Al parecer, en aquella inmobiliaria tenían empleados a dos corredores, pero el único que estaba en la oficina era Ture Magnusson. Mientras pasaba las hojas del catálogo fue quedándose atónita ante los precios y preguntándose qué sería de su viejo sueño de mudarse al campo y tener un par de caballos. En efecto, hasta el final de su adolescencia, aquél había sido uno de sus sueños, uno de los objetivos que se había propuesto en la vida. El sueño se desvaneció, de forma repentina, y en la actualidad le costaba imaginarse a sí misma viviendo en alguna finca de las afueras y hundida en el lodo otoñal y en la nieve, cuando el invierno extendiese su manto por las colinas. «En algún punto del trayecto, y sin que yo me haya percatado de ello, me he convertido en una urbanita», resolvió. «La pequeña Ystad no es más que una etapa en el camino hacia algo distinto, algo más grande. Quizá Malmö o Gotemburgo. O incluso Estocolmo.»

Ture Magnusson se levantó y se le acercó solícito al tiempo que le dedicaba una amable sonrisa.

—Tienen un plan de amortización personalizado y esas cosas suelen llevar más tiempo —le explicó tras haberse presentado—. ¿En qué puedo ayudarte?

Linda le explicó el motivo de su visita, aunque, en esta ocasión, no se presentó como policía. Ture Magnusson empezó a asentir aun antes de que ella hubiese concluido. Parecía recordar aquella venta sin necesidad de consultar sus archivos.

—Así es. La casa que hay detrás de la iglesia de Lestarp la compró un noruego. Un hombre amable y rápido a la hora de tomar decisiones. Vamos, el cliente ideal Pago al contado, ninguna pega, ninguna vacilación.

—¿Cómo podría ponerme en contacto con él? Verá, estoy interesada en la casa.

Ture Magnusson la estudió con la mirada. Cuando echó la silla hacia atrás, en equilibrio sobre dos patas y apoyándola contra la pared, la silla rechinó.

—A decir verdad, el hombre pagó una suma demasiado elevada por aquella casa. Como es natural, yo no debería decir tal cosa, pero lo cierto es que, sin pensar mucho, podría señalar hasta tres casas que se encuentran en mejor estado, mejor situadas y a mejor precio.

—Ya, pero a mí me interesa esa casa en concreto. Supongo que al menos podré preguntarle al noruego si quiere venderla, ¿no?

—Por supuesto que sí. Se llama Torgeir Langaas —canturreó Ture Magnusson imitando el soniquete de la lengua noruega. Linda se percató de que su voz era muy hermosa. El hombre se levantó para ir a otra sala y, cuando volvió, traía en las manos un archivador abierto.

—Torgeir Langaas —leyó en voz alta—. Su apellido se escribe con dos aes. Nacido en un lugar llamado Bærum hace cuarenta años.

—¿Cuál es su dirección en Noruega?

—Ninguna. Vive en Copenhague.

Ture Magnusson le pasó el archivador a Linda para que ella misma pudiese leer la información. «Calle de Nedergade, 12», rezaba la casilla correspondiente.

—¿Cómo es ese hombre?

—¿Por qué lo preguntas?

—Bueno, por si crees que no tiene sentido que viaje hasta Copenhague para hablar con él.

Ture Magnusson volvió a apoyar la silla contra la pared.

—Verás, yo siempre intento saber cómo son los clientes —comenzó—. Digamos que es una condición indispensable en este trabajo. Ante todo, hay que seleccionar y eliminar a aquellos que jamás comprarán nada, pero que invierten todo su tiempo en torturar a los corredores de fincas exigiéndoles que les muestren todo tipo de casas. Torgeir Langaas deseaba cerrar un negocio, eso lo vi de inmediato y con toda claridad tan pronto como atravesó la puerta de la inmobiliaria. Muy educado y amable. Y ya había elegido la casa. Así que fuimos hasta allí en coche, echó una ojeada y no hizo ninguna pregunta. Volvimos a la oficina y, una vez aquí, sacó un fajo de billetes de un maletín. No es lo habitual, claro. Hasta entonces, sólo me había sucedido dos veces. Uno de nuestros jóvenes tenistas, muy rico y famoso en el país, apareció un día con una maleta llena de billetes de cien y compró una gran finca en Västra Vemmenhög. Por lo que sé, nunca puso los pies en ella. Y, en otra ocasión, se presentó la excéntrica viuda del Rey de las Botas de Goma. Hasta se trajo con ella a un mayordomo, que fue quien pagó por una casa, pequeña y grotesca, que había camino de Rydsgård, donde, al parecer, había vivido algún antepasado de la señora.

—¿Quién es ese Rey de las Botas de Goma?

—Un hombre muy rico que poseía una fábrica de botas de goma en Höganäs. Aunque ni que decir tiene que nunca superó a Dunkers, de Helsingborg.

Pero Linda no tenía la menor idea de quién era el tal Dunkers de Helsingborg. Anotó la dirección de Copenhague y ya se disponía a marcharse cuando Ture Magnusson alzó la mano para retenerla un instante.

—Verás, ahora, al recordarlo, he caído en la cuenta de que había algo más; algo que noté entonces pero que, en realidad, no quedó registrado en mi memoria, porque la compraventa fue muy rápida.

—¿Y de qué se trata?

Ture Magnusson meneó lentamente la cabeza.

—Pues es difícil de explicar. Resulta que noté que se volvía a mirar atrás con mucha frecuencia. Como si estuviese preocupado porque hubiese a su espalda alguien a quien no deseaba ver. Además, fue al lavabo varias veces mientras estuvimos en la oficina. Y recuerdo que, la última vez que salió, le brillaban los ojos.

—¿Crees que había estado llorando?

—No, más bien que había tomado algo…

—¿Quieres decir que había bebido?

—Pues no olía a alcohol. Aunque, claro está, pudo haber bebido vodka.

Linda pensaba si le quedaba alguna pregunta más que hacer.

—Pero, ante todo, fue amable y educado —intervino Ture Magnusson interrumpiendo sus pensamientos—. Y, quién sabe, siempre es posible que desee vender la casa y que te la venda a ti.

—¿Qué aspecto tenía?

—Una cara bastante corriente. Lo que mejor recuerdo son sus ojos, no sólo porque le brillasen. Había en ellos algo afilado, que se te clavaba. Supongo que la mayoría de las personas dirían que su mirada era amenazante.

—Pero él no lo era, ¿no es así?

—No, no. Él era muy amable. Un cliente ideal. Recuerdo que ese día compré una botella de vino para la cena, sólo por celebrar que había sido una buena jornada, y sin el menor esfuerzo.

Linda salió de la agencia inmobiliaria y, ya en la calle, pensó: «Daré un paso más. Iré a Copenhague y haré una visita a Torgeir Langaas. No tengo ni idea de por qué lo hago. Tal vez para convencerme de que no hay nada anómalo en la desaparición de Anna. Porque no ha desaparecido. Simplemente se marchó y se olvidó de decírmelo. Lo único que sucede es que me subo por las paredes porque aún no puedo empezar a trabajar».

Partió en dirección a Malmö y, poco antes de llegar a la salida hacia Jägersro y el puente de Öresundsbron, decidió hacer un alto en aquella ciudad. Buscó hasta dar con la casa de Limhamn, aparcó y atravesó la verja. Había un coche aparcado a la entrada. Linda supuso que habría alguien de visita. Cuando estaba a punto de llamar al timbre, detuvo la mano a medio camino, sin saber por qué. Rodeó la casa, abrió la portezuela del jardín y se acercó a la terraza acristalada. El jardín se veía muy cuidado y habían pasado el rastrillo por el sendero de gravilla. La puerta de la terraza estaba entreabierta, de modo que penetró en ella y aplicó el oído. Aunque no se oía nada, estaba segura de que había alguien en casa, de lo contrario la puerta habría estado cerrada: las personas a las que había ido a visitar ocupaban gran parte de sus vidas cerrando puertas y controlando alarmas. Finalmente, entró. Reconoció el cuadro que colgaba en la pared, encima del sofá: de niña, había contemplado muchas veces a aquel oso pardo que parecía hendido por una llamarada que lo descomponía en pedazos. Siempre le había desagradado. Recordaba que su padre lo había ganado en un sorteo y se lo había regalado a Mona por su cumpleaños. Oyó un ruido procedente de la cocina, de modo que Linda se encaminó hacia allí.

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