Antes de que hiele (29 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

Linda reflexionó un instante. ¿Qué habría hecho su padre?

—¿Quién conoce todo lo que se dice en el pueblo?

El hombre la miró inquisitivo.

—Pues… supongo que yo.

—Quiero decir, aparte de ti. Si hay alguien que sepa quién es el dueño de esta casa, ¿quién es esa persona?

—Tal vez Sara Edén, la maestra que vive en la casita que hay junto al taller de mecánica. Está retirada, se pasa el día hablando por teléfono y sabe todo lo que ocurre en el pueblo. Por desgracia, también sabe todo lo que no ocurre. Y, si se le antoja que falta algo, se lo inventa. No sé si me explico. En el fondo es buena persona, aunque tiene una curiosidad mórbida.

—Y, si me presento en su casa, ¿qué puede ocurrir?

—Pues que le darás una alegría a una anciana solitaria.

La verja se abrió y entró la mujer llamada Gudrun, cuya mirada se cruzó con la de Linda. Después, la mujer desapareció en el interior de la iglesia.

—Todos los días —comentó el hombre—, a la misma hora, el mismo dolor, el mismo rostro.

Linda bajó hasta la casa. Se detuvo y miró a su alrededor. Aún parecía abandonada. Volvió a la iglesia, decidió que dejaría el coche allí aparcado y se dirigió, por una pendiente, a un taller de mecánica, donde lucía un letrero en el que se leía: RUNES BIL & TRAKTOR. En un lateral del taller se amontonaban piezas de coches desguazados. Al otro lado se alzaba una alta valla de madera. Linda se imaginó que la vieja maestra no deseaba que sus vistas quedasen arruinadas por un montón de coches desguazados. Abrió la verja y entró en un jardín armoniosamente arreglado; la mujer, que se afanaba inclinada sobre un seto, se incorporó al oír los pasos de Linda. La joven comprendió enseguida que tenía ante sí a Sara Edén, la persona a la que ella buscaba.

—¿Y quién eres tú? —barbotó la mujer.

—Me llamo Linda. Quería saber si tiene inconveniente en que le haga algunas preguntas.

Sara Edén se acercó a Linda amenazándola con una pala de jardín. Linda pensó que algunas personas eran como perros rabiosos.

—¿Y por qué has de venir tú aquí a hacer preguntas?

—Estoy buscando a una amiga que ha desaparecido.

Sara Edén le lanzó una mirada llena de desconfianza.

—¿No es la policía la que ha de dedicarse a esos menesteres, a buscar gente desaparecida y cosas así?

—Yo soy policía.

—En ese caso, tal vez puedas mostrarme tu placa. Sé que tengo derecho a pedírtela, me lo dijo mi hermano mayor, que, durante muchos años, fue director de escuela en Estocolmo. Pese a todo lo que penó en escuelas problemáticas llenas de alumnos aún más problemáticos, llegó a vivir hasta los ciento un años.

—Aún no tengo la placa. En realidad, voy a ser policía. Policía en prácticas.

—Ya, bueno, supongo que una no va mintiendo por ahí sobre algo así. ¿Eres fuerte?

—Sí, bastante.

Sara Edén le señaló una carretilla que rebosaba de yerbas y de matojos.

—Tengo un montón de compost en la parte trasera. Pero hoy no estoy muy bien de la espalda. No suele pasarme, quizás anoche dormí en una mala postura.

Linda tomó la carretilla, que pesaba mucho. No obstante, logró arrastrarla hasta el cúmulo de compost. Una vez allí, la vació. Sara Edén empezó entonces a mostrar una cara más amable. En un pequeño cenador había unas cuantas sillas bastante anticuadas y una mesa.

—¿Quieres un café?

—Sí, gracias.

—Pues siento tener que remitirte a la máquina de café que hay en la tienda de muebles, en la carretera camino a Ystad. Porque yo no bebo café. Ni té tampoco, por cierto. —Y añadió—: Pero puedo ofrecerte un agua mineral.

—No, gracias, no es necesario.

Se sentaron en las sillas. A Linda no le costaba imaginarse que Sara Edén hubiese dedicado su vida a ser maestra. Lo más probable era que la viese a ella como a una clase entera de alumnos potencialmente problemáticos.

—Bien, ¿vas a contármelo?

Linda le explicó el motivo de su visita y le contó que la pista de Anna la había llevado hasta la casa situada a espaldas de la iglesia. Linda se esforzó cuanto pudo por no dejar traslucir su preocupación ni su sospecha de que hubiese sucedido algo grave.

—Habíamos quedado en vernos, pero algo se torció.

Sara Edén escuchó la historia de Linda con creciente desencanto.

—¿Y cómo crees que podría ayudarte yo?

—Estoy intentando averiguar quién es el propietario de la casa.

—Verás, hubo un tiempo en que una siempre sabía quién era el propietario de las escrituras de un inmueble. Hoy, en cambio, con los tiempos que corren, ya no es posible saber quién ha comprado o vendido una casa. Y, de buenas a primeras, una descubre que el vecino de al lado es un delincuente buscado por la policía.

—En fin, yo pensé que, tratándose de un pueblo tan pequeño, tal vez sería fácil saberlo.

—Según he oído, últimamente iba y venía mucha gente a esa casa, pero no parece que hayan estado armando escándalo ni molestando. Si no lo entendí mal, los que la ocupaban pertenecían a una especie de movimiento por la salud. Puesto que yo me preocupo por la mía y no pienso permitir que mi hermano, allá en el cielo, se regocije de que yo no haya vivido tantos años como él, me preocupo por lo que como y por lo que hago. Tampoco soy tan conservadora que no me atreva a ceder a la curiosidad de conocer métodos alternativos para cuidar la salud. Así que acudí a aquella casa en una ocasión. Una señora muy amable que hablaba inglés me entregó un folleto informativo. Ya no recuerdo cómo se llamaban, pero sostenían algo así como que la meditación y algunos jugos naturales podían ser fundamentales para la salud.

—¿Y no volviste?

—Pues no, porque me dio la sensación de que todo aquello era un tanto oscuro.

—¿Conservas el folleto?

Sara Edén señaló el montón de compost.

—Dudo mucho que quede algo de él. No sólo las personas se convierten en polvo. También el papel se descompone.

Linda rebuscó en su mente otra pregunta que hacer, pero toda aquella situación le parecía cada vez más absurda. Finalmente, se levantó.

—¿Ya no hay más preguntas?

—No.

Las dos mujeres volvieron a la fachada principal de la casa.

—Le temo al otoño —confesó Sara Edén de pronto—. Tengo miedo de toda esa niebla que se nos acerca a hurtadillas, la lluvia incesante y los cuervos graznando en las copas de los árboles. Lo único que me mantiene el ánimo es la idea de la llegada de la primavera y de todas las flores que estoy plantando ahora.

Linda atravesó la verja.

—Un noruego —prosiguió la mujer—. A veces entro en el taller a regañar a Rune, por tanto ruido como hacen con las herramientas los domingos. Rune me tiene un poco de respeto, creo yo. Es de esas personas que no pueden ocultar el miedo que, de pequeños, tenían a sus maestros. Cuando le regaño, suele cesar el golpeteo. Rune me dijo una vez que un noruego acababa de ir a repostar a su surtidor de gasolina y que le había pagado con un billete de mil. Rune no está acostumbrado a los billetes de mil. Y me comentó que le parecía que aquel noruego era el propietario de la casa.

—En otras palabras, que debería preguntar a Rune.

—Sí, si puedes esperar. Ahora está en Tailandia, de vacaciones. No quiero ni pensar qué es lo que hace allí exactamente.

Linda reflexionó un instante.

—Así que un noruego… ¿No dijo el nombre?

—No.

—¿Y el aspecto que tenía?

—Tampoco. Yo, en tu lugar, preguntaría a los que, con toda probabilidad, habrán vendido la casa. La inmobiliaria más popular de la zona es la de la entidad bancaria Sparbankernas Fastighetsförmedling. Además, tienen una oficina aquí, en Lestarp, de modo que quizás ellos lo sepan.

Cuando se despidieron, Linda pensó que Sara Edén era una persona a la que le gustaría conocer mejor. Cruzó la calle y pasó ante una peluquería de señoras antes de entrar en la pequeña oficina bancaria. El único empleado que había alzó la vista cuando la oyó entrar. Ella le explicó lo que quería y él respondió sin tener que buscar la información ni en su memoria ni en sus archivadores.

—Exacto. Nosotros nos encargamos de la venta de esa casa. El vendedor era un residente en Malmö, un dentista llamado Sved, que la utilizaba como residencia veraniega hasta que, al parecer, se cansó de ella. Anunciamos su venta en Internet y en el diario
Ystads Allehanda
. Y un día llegó un ciudadano noruego que quería verla. Le pedí a uno de nuestros agentes de Skurup que se ocupase de él. Solemos hacerlo así, puesto que yo soy el único encargado de esta oficina bancaria y no puedo atender los negocios de compraventa de inmuebles. Dos días más tarde, el negocio estaba cerrado. Por lo que yo recuerdo, el noruego pagó al contado. Y es que los noruegos ahora tienen bastante dinero —añadió con cierta insatisfacción, como disgustado por la buena marcha de la economía noruega.

Pero lo que a Linda le interesaba era el nombre del comprador.

—No tengo aquí la documentación, pero puedo llamar a Skurup.

En ese momento entró un cliente, un hombre de edad que caminaba apoyado en dos bastones.

—Disculpa, pero me temo que antes debo atender al señor Alfredsson —le advirtió el hombre desde el otro lado de la ventanilla.

Linda se dispuso a esperar, aunque le costaba disimular su impaciencia. El anciano tardó un siglo en arreglar su asunto y Linda le sujetó la puerta para que saliese. El empleado del banco llamó por teléfono. Tras unos minutos de espera, recibió una respuesta que anotó en un papel. Luego le dio las gracias, se despidió y le pasó la nota a Linda, que pudo leer: «Torgeir Langås».

—Es posible que su apellido se escriba con dos aes, o sea, Langaas.

—¿Cuál es su dirección?

—Sólo me has pedido el nombre, ¿no?

Linda asintió.

—Del resto puedes enterarte en Skurup. ¿Puedo preguntarte a qué viene tanto interés en saber quién es el propietario de la casa?

—Es posible que quiera comprarla —repuso Linda antes de abandonar el banco.

De nuevo en la calle, se apresuró a volver al coche. Ya tenía un nombre y una nacionalidad. Tan pronto como abrió la puerta del coche, notó que había algo distinto. En efecto, un recibo que ella había dejado sobre el salpicadero estaba ahora en el suelo; también habían desplazado una caja de cerillas. No había cerrado el coche con llave, de modo que cualquiera podía haber entrado mientras ella hacía sus pesquisas.

Dedujo que no podía tratarse de un ladrón, porque la radio seguía en su sitio. Entonces, ¿quién había entrado en el coche? ¿Y por qué?

26

El primer pensamiento que le vino a la mente fue un puro despropósito. «Ha sido mi madre la que ha estado aquí. Mona ha estado registrando el coche, igual que hacía con mis cajones.» Se acomodó con cautela en el asiento. Durante una fracción de segundo, la asaltó una duda terrible, y un temblor recorrió todo su cuerpo: una bomba. Algo haría estallar el coche y destrozaría su vida. Pero, naturalmente, no había ninguna bomba. Un pájaro se había cagado en el parabrisas. Eso era todo. Sin embargo, notó también algo raro en el asiento. Lo habían corrido una muesca hacia atrás, de lo que dedujo que la persona que se había sentado en él era más alta que ella. Olfateó el interior del coche, pero no detectó ningún olor extraño, ni a loción para después del afeitado ni a perfume. Miró por todas partes. En la taza de plástico negro que Anna tenía fijada con cinta adhesiva a la parte posterior de la caja de cambios, y en la que solía guardar las monedas para la gasolina, también notó algo raro, aunque no supo decir el qué.

Volvió a pensar en Mona. Todos los años que vivió con ella, se habían dedicado a jugar al gato y al ratón. No recordaba el momento exacto en que descubrió que su madre le registraba sus cosas a todas horas en busca de algún secreto desconocido. Tal vez tenía ocho o nueve años la primera vez que notó que siempre había algo distinto cuando volvía de la escuela. Claro que, al principio, pensó que era ella, que no recordaba bien cómo había dejado las cosas. La manga de la rebeca roja estaba sobre el jersey verde y no al revés. Llegó incluso a preguntárselo directamente a su madre, que se enfadó bastante. Y aquello suscitó en ella su primera sospecha. Después, empezó en serio el juego de policías y ladrones. Linda comenzó a disponer trampas entre su ropa, sus juguetes y sus libros. Pero, al parecer, su madre comprendió enseguida que la habían descubierto. Linda se vio obligada a preparar trampas cada vez más complejas. Aún conservaba un bloc de notas en el que iba escribiendo, y en ocasiones incluso diseñando, las distintas trampas para estar segura de que no olvidaba el modo exacto en que disponía las cosas, una disposición que su madre iba a destrozar, delatándose.

Siguió inspeccionando el interior del coche. «Una madre ha estado husmeando por aquí. Una madre, que puede haber sido hombre o mujer. De hecho, hay madres masculinas y padres femeninos; el que los padres metan las narices en la vida de sus hijos con el fin de averiguar algo de su propia vida es más frecuente de lo que se cree. Entre mis amigos, me parece que no hay ninguno que se salve, todos han padecido a un padre fisgón.» Pensó en su padre. A él jamás se le ocurrió revolver sus cosas. Algunas noches en que estaba despierta en la cama lo había descubierto mirando por la rendija de la puerta para comprobar que estaba en casa. Pero jamás se le había ocurrido emprender expediciones en el terreno de Linda para descubrir sus secretos. Al contrario que Mona.

Linda se agachó junto al volante para mirar bajo el asiento, donde tenia que haber un pequeño cepillo que Anna utilizaba para limpiar la tapicería. Y, en efecto, allí estaba. Sin embargo, Linda se percató enseguida de que alguien lo había tocado. Abrió la guantera y revisó metódicamente el contenido. Pero no faltaba nada. ¿Qué podía significar aquello? Tal vez, después de removerlo todo, no hallaron nada de valor. La radio no les había parecido valiosa. Buscaban otra cosa. Sin embargo, si seguía esa línea de razonamiento, aquello era muy significativo, le permitía conocer mejor cómo era aquella madre que había estado de visita en el coche. Llevarse la radio habría sido una manera fácil de ocultar su intervención, su espionaje. En tal caso, Linda habría pensado que se trataba de un simple robo y se habría enfurecido consigo misma por haber sido tan perezosa como para no cerrar el coche.

«Parece que tengo que vérmelas con una madre que no es especialmente despierta», concluyó.

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