Antes de que hiele (55 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

—En efecto, estoy diciendo que mientes. Y no pienso marcharme de aquí hasta que no hayas contestado a mis preguntas. Tengo que saber dónde está Zebran. Creo que la amenaza un grave peligro. Y Anna, de algún modo, está implicada en todo esto. Tal vez tú también lo estés, aunque no sé hasta qué punto. Pero no me cabe la menor duda de que tú sabes más de lo que finges saber.

—Márchate de aquí ahora mismo. Yo no sé nada —gritó Henrietta, fuera de sí.

El perro se levantó raudo de la cesta y empezó a ladrar.

Henrietta se puso de pie, fue hasta una ventana, la abrió con gesto ausente y volvió a cerrarla de nuevo para, finalmente, dejarla entreabierta. Linda no sabía cómo continuar, pero tenía muy claro que, esta vez, no podía dejar que se le escabullese. Henrietta se calmó por fin y se dio media vuelta. No quedaba ni rastro de su amabilidad inicial.

—Siento haber perdido el control, pero no me gusta que me acusen de mentirosa. No sé dónde está Zebran. Tampoco entiendo por qué dices que Anna tiene algo que ver con su desaparición.

Linda comprendió que Henrietta estaba, en verdad, indignada. Y si no lo estaba, lo simulaba muy bien. No llegaba a gritar, pero su voz sonaba como un rugido, y no había vuelto a sentarse, sino que seguía de pie junto a la ventana.

—La noche en que pisé la trampa para zorros, ¿con quién estabas hablando?

—¡Vaya!, ¿así que me espiabas?

—Puedes llamarlo como quieras. ¿Por qué crees, si no, que estaba aquí? Quería saber por qué no me habías dicho la verdad cuando te pregunté por Anna.

—El hombre que estaba aquí conmigo había venido para hablar de una pieza musical.

—No —rechazó Linda forzándose a sí misma a darle un tono de serenidad a su respuesta—. Era otra persona.

—¿Una vez más me acusas de estar mintiendo?

—Sé que estás mintiendo.

—Yo siempre digo la verdad —aseguró Henrietta—. Sólo que a veces contesto con evasivas, pues deseo proteger mis secretos.

—Bien, tú lo llamas evasivas, yo lo llamo mentiras. Yo sé quién estuvo aquí.

—¿Ah, sí? —Henrietta volvía a hablar con voz chillona.

—Pues sí. O era el padre de Anna, o un hombre llamado Torgeir Langaas.

Henrietta dio un respingo.

—¿Torgeir Langaas? —bramó—. ¿O el padre de Anna? ¿Por qué iban a estar aquí? No conozco a ese tal Torgeir Langaas. Y el padre de Anna lleva veinticuatro años desaparecido. Debe de estar muerto y yo no creo en fantasmas. Torgeir Langaas, ¿qué nombre es ése? Te lo repito: no conozco a nadie con ese nombre y el padre de Anna está muerto, no existe, Anna tiene alucinaciones. Ella está en Lund y no tengo ni idea de adónde puede haber ido Zebran.

Henrietta se dirigió a la cocina y regresó con un vaso de agua. Después, retiró unas casetes que había sobre la silla situada frente a Linda y se sentó en ella. Linda se volvió para poder verle el rostro y comprobó que estaba sonriendo y, cuando empezó a hablar de nuevo, adoptó un tono suave, apacible, casi cauteloso.

—Lo siento, no era mi intención perder los nervios.

Linda la miró. Una alarma se disparó en su interior. Debía caer en la cuenta de algún detalle, pero no se le ocurría qué podía ser. Al mismo tiempo, comprendió que la conversación había fracasado. Lo único que había logrado era que Henrietta se cerrase en banda. «Aquí hacen falta policías expertos», se dijo al tiempo que se arrepentía de lo que acababa de hacer. Su padre, o quienquiera que interrogase a Henrietta la próxima vez, lo tendría más crudo para sonsacarle lo que la mujer, a todas luces, no deseaba contar.

—¿Hay algo más sobre lo que creas que estoy mintiendo?

—Verás, lo cierto es que no creo casi nada de lo que me dices. Pero no puedo impedir que me mientas. Sólo quiero que comprendas que he venido a verte porque estoy preocupada por Zebran, tengo miedo de que le ocurra algo.

—¿Y qué iba a ocurrirle?

Linda tomó la determinación de decirle la verdad.

—Creo que hay alguien, quizá varias personas, que están dedicándose a matar a mujeres que han abortado. Zebran abortó una vez. La mujer que murió en la iglesia lo había hecho también. Habrás oído hablar del caso, supongo.

Henrietta se quedó inmóvil, y Linda tomó su actitud por una confirmación.

—¿Y qué pinta Anna en todo ese asunto?

—No lo sé. Pero tengo miedo.

—¿Miedo de qué?

—De que alguien mate a Zebran y de que ocurra algo en lo que Anna esté implicada.

En ese momento, el rostro de Henrietta sufrió una pequeña alteración, fugaz, muy leve, pero que Linda percibió. Incapaz, no obstante, de interpretarla, pensó que ya no avanzaría más y se inclinó para tomar su cazadora, que había dejado en el suelo. Sobre la mesa que tenía a su lado había un espejo colgado en la pared. Linda echó una ojeada y entrevió el rostro de Henrietta, que no la miraba a ella, sino más allá, en dirección a la ventana entreabierta. Fue una mirada furtiva, que Henrietta rectificó enseguida para volver a posarla sobre Linda.

Mientras se incorporaba, con la cazadora en la mano, comprendió qué había estado mirando Henrietta. La ventana entreabierta.

Linda se puso de pie y empezó a ponerse la cazadora mientras se volvía hacia la ventana. No había nadie al otro lado, pero estaba segura de que lo había habido. Permaneció un segundo inmóvil, con un brazo en la manga de la cazadora. La voz chillona de Henrietta, la ventana que la mujer había abierto como por casualidad, las repeticiones del nombre que Linda había mencionado y la insistencia de Henrietta en que no conocía a nadie con ese nombre… Terminó de ponerse la cazadora sin atreverse a mirar a Henrietta a la cara, pues temía que ésta leyese el temor en su rostro.

Linda apretó el paso hacia la puerta y acarició al perro. Henrietta la había seguido.

—Siento no poder ayudarte.

—Sí que puedes —repuso Linda—. Pero has optado por no hacerlo.

Dicho esto, abrió la puerta y salió. Dobló la esquina de la casa, mirando a su alrededor. No vio a nadie. «Sin embargo, hay alguien», se dijo, «alguien que está viéndome a mí y, sobre todo, alguien que oyó lo que decía Henrietta. Y ella repitió mis palabras, de modo que quien estaba al otro lado de la ventana sabe ahora lo que yo sé, mis sospechas y mis temores.»

Se apresuró en dirección al coche. Tenía miedo, y no dejaba de pensar en que, una vez más, había actuado de forma errónea. En efecto, en el momento en que se agachó para acariciar al perro, en ese preciso momento tenía que haber empezado a interrogar a Henrietta en serio. Pero, en lugar de hacerlo, se había ido.

Se alejó de allí sin dejar de mirar por el espejo retrovisor. Veinte minutos más tarde, entraba en el aparcamiento de la comisaría. El viento soplaba ahora con fuerza. Encogida de frío, se apresuró en llegar a la puerta del edificio.

46

Cuando se disponía a abrir la puerta, resbaló y se partió el labio al caer de bruces contra el suelo. Durante un segundo estuvo a punto de perder el conocimiento, pero logró ponerse en pie y tranquilizó con un gesto a la recepcionista, que acudía en su ayuda. Vio que tenía la mano llena de sangre, y se dirigió a los servicios de los vestuarios. Se lavó la cara, aguardó hasta que el labio dejó de sangrar, y al volver a recepción se encontró con Stefan Lindman, que acababa de cruzar la puerta y la miraba divertido.

—La familia apaleada —se burló—. Tu padre asegura que se golpeó contra una puerta. ¿Qué te ha pasado a ti? ¿Ha sido la misma puerta? A ver, ¿cómo vamos a llamaros cuando nos confunda el mismo apellido, Moratón y Labiopartido?

Linda se echó a reír y, al instante, la herida del labio se abrió de nuevo, de modo que tuvo que volver a los servicios, de donde regresó con una toalla de papel. Después, cruzaron juntos las puertas de acceso al pasillo que conducía a los despachos.

—La verdad es que le tiré a la cara una bandejita de cristal, así que, en su caso, no fue ninguna puerta.

—La gente suele contar hazañas de pesca —comentó Stefan Lindman—, y cada vez que se cuenta una de esas hazañas, los peces van aumentando de tamaño. Creo que con las heridas pasa lo mismo: se empieza hablando de una puerta y se acaba describiendo un enfrentamiento apoteósico. Así que no veo por qué una bandejita lanzada de forma poco honrosa por una mujer no puede transformarse en una puerta…

Ya ante la puerta del despacho del inspector, se detuvieron.

—¿Dónde está Anna?

—Pues parece que ha vuelto a desaparecer. No he conseguido localizarla.

Stefan Lindman llamó a la puerta.

—Será mejor que entres y se lo cuentes.

Su padre estaba sentado con los pies sobre la mesa, mordisqueando el extremo de un lápiz y, al verla, la miró inquisitivo.

—¿No ibas a buscar a Anna?

—Sí, eso creía yo, pero no la he encontrado.

—¿Qué quieres decir?

—Lo que oyes. Que no está en su casa.

Kurt Wallander no logró ocultar su impaciencia. Entonces se percató de que ella tenía el labio hinchado. Linda, que lo vio venir, se preparó.

—¿Qué te ha pasado?

—Me resbalé cuando venía a la comisaría.

Su padre meneó la cabeza… y se echó a reír. Su habitual humor cáustico solía inclinar a Linda a evitar su compañía, pero, si bien era cierto que se alegraba al verlo de buen humor, no lo era menos que le desagradaba su risa, que sonaba como un relincho, por si fuera poco, estentóreo. Si se hallaban en algún local y él empezaba a reír, todo el mundo se volvía.

—¿Qué es lo que te hace tanta gracia?

—Tu abuelo se resbalaba cada dos por tres. No sé cuántas veces lo vi tropezar con latas de pintura, marcos viejos y todos los desechos que solía acumular a su alrededor. Me consta que Gertrud intentaba por todos los medios abrirle vías de acceso en el taller, pero no tardaba ni un día en volver a tropezar y caerse.

—Vamos que, según tú, lo he heredado de él.

El inspector arrojó el lápiz sobre la mesa y puso los pies en el suelo.

—¿Has llamado a Lund, a sus compañeros de piso? En algún lugar estará, digo yo.

—Pero no donde nos sea fácil encontrarla, así que no vale la pena buscarla por teléfono.

—Pero la has llamado al móvil, ¿verdad?

—No tiene móvil.

Aquella respuesta despertó su interés.

—¿Y por qué no tiene móvil?

—Porque no quiere.

—¿No habrá alguna otra razón?

Linda comprendió enseguida que sus preguntas tenían un sentido, que no obedecían simplemente a la curiosidad. En efecto, hacía varias semanas, una noche en que se sentaron a cenar en el balcón, estuvieron hablando hasta tarde y comparando la época actual con la de diez o veinte años atrás. Él sostenía que las dos diferencias más significativas venían reflejadas por algo que había surgido y por algo que había desaparecido. Y le pidió a Linda que adivinase de qué se trataba. No le costó mucho deducir que lo que había surgido eran los teléfonos móviles; sin embargo, le resultó más difícil caer en la cuenta de cuál era la otra diferencia: que en la actualidad había muchos menos fumadores que antes.

—Todo el mundo tiene un móvil —prosiguió su padre—, sobre todo los jóvenes. Pero Anna Westin no. ¿Cómo te lo explicas? ¿Cómo lo explica ella?

—No lo sé. Según Henrietta, es porque no quiere estar localizable a todas horas.

Kurt Wallander reflexionó un instante.

—¿Estás segura de que eso es cierto? ¿No será más bien que sí tiene un móvil, pero te lo ha ocultado?

—Tú lo has dicho: si me lo ha ocultado, no puedo saber que tiene móvil.

—Eso es, sí.

El inspector se inclinó sobre el teléfono de su escritorio y marcó la extensión de Ann-Britt Höglund para pedirle que acudiese a su despacho. Medio minuto más tarde, la agente aparecía en la puerta. Linda pensó que parecía cansada y, además, desaliñada: iba despeinada y llevaba la camisa sucia. Le recordó a Vanja Jorner, con la única diferencia de que Ann-Britt Höglund no estaba tan obesa como la hija de Birgitta Medberg.

Linda oyó cómo su padre le pedía que investigase si existía algún número de móvil a nombre de Anna Westin, y se mostró irritado porque a ella no se le hubiese ocurrido.

Ann-Britt Höglund se marchó dispuesta a obedecer, no sin antes dedicarle a Linda una sonrisa que más parecía un mohín.

—No le gusto a esa mujer —declaró Linda.

—Si no recuerdo mal, ella tampoco te caía muy bien a ti. Yo creo que estáis en paz. Hasta en las comisarías pequeñas como ésta, no todo el mundo le cae bien a todo el mundo. —Su padre se levantó—. ¿Un café?

Los dos se dirigieron al comedor, donde el inspector no tardó en enzarzarse en una crispada discusión con Nyberg. Linda no consiguió comprender del todo el motivo. En éstas, entró Martinson blandiendo un papel.

—Ulrik Larsen —anunció—, el hombre que te asaltó para robarte en Copenhague.

—No —corrigió Linda—. No me atacó para robarme, sino para amenazarme y advertirme que no fuera por ahí preguntando por un hombre llamado Torgeir Langaas.

—Sí, eso era precisamente lo que iba a decir —afirmó Martinson—. Ulrik Larsen se ha retractado de su primera versión. El problema es que no ha ofrecido una nueva. Se niega a admitir que te amenazase, y sostiene que no conoce a nadie llamado Torgeir Langaas. Los colegas daneses están convencidos de que miente, pero no logran arrancarle la verdad.

—¿Y eso es todo?

—No exactamente, pero prefiero que Kurre escuche el resto.

—Pues que no te oiga llamarlo Kurre —lo previno Linda—. Detesta que lo llamen así.

—¿Crees que no lo sé? —preguntó Martinson—. Le gusta tanto como a mí cuando me llaman Marta.

—¿Y quién te llama Marta?

—Mi mujer, cuando se enfada conmigo.

La disputa que había estallado en un rincón del comedor tocó a su fin. Martinson le contó lo que ya le había revelado a Linda.

—Hay algo más —aseguró para terminar— y, ciertamente, de lo más extraño. Como es natural, los colegas daneses han buscado a conciencia el nombre de Ulrik Larsen en los registros. Y resulta que es todo lo contrario de un delincuente: treinta y siete años, aparentemente muy honrado, casado, con tres hijos y con una profesión que no es la primera en la que uno piensa cuando se enfrenta a personas que tienen problemas con la justicia.

—¿Ah, no? ¿Y a qué se dedica? —quiso saber Kurt Wallander.

—Es sacerdote.

Todos los colegas que se encontraban en el comedor clavaron en Martinson una mirada atónita.

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