Antes de que hiele (51 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

—¿Cómo qué? —lo interrumpió Ann-Britt Höglund.

—No lo sabemos. Pero ya hemos descubierto un escondite en el bosque, un escondite en el que una mujer fue asesinada.

—Pero la cabaña no es tan espaciosa como para dar cobijo a veinte personas, ¿no crees?

—Soy consciente de ello. Aun así, esta información es relevante para el caso. Hemos estado seguros, al menos a partir del asesinato en la iglesia de Frennestad, de que los criminales son más de uno. Y ahora puede haber indicios de que sean bastantes más.

—A mí no me parece verosímil —objetó Martinson—. ¿Estás diciendo que nos enfrentamos a una banda de asesinos?

—Puede tratarse de una secta —apuntó Stefan Lindman.

—O de las dos cosas —completó Kurt Wallander—. O de algo que aún no se nos ha ocurrido. Incluso puede que nos hallemos ante una pista que nos haya confundido. Pero no sacaremos ninguna conclusión, al menos no por ahora. Ni siquiera una conclusión provisional. Continuaremos trabajando y, hasta nueva orden, dejaremos a un lado la información proporcionada por la señora Tademan.

Stefan Lindman refirió su encuentro con Håkan Holmberg y lo que el famoso cerrajero le había revelado sobre las llaves. Sin embargo, no mencionó la circunstancia de que Linda lo hubiese acompañado.

—Un hombre que habla sueco con acento —comentó Kurt Wallander—. Nuestro eslabón noruego. O nuestro eslabón noruego-danés. Aquí lo tenemos de nuevo. Bien, creo que podemos dar por sentado que se trataba de las llaves de las iglesias de Hurup y Frennestad.

—De hecho, ya lo sabemos —confirmó Nyberg—. Las hemos comparado.

El silencio inundó la sala.

—Veamos, un noruego encarga una copia de las llaves de dos iglesias —retomó Kurt Wallander—. Una mujer estadounidense muere estrangulada en una de las dos iglesias. ¿Quién la ha matado y por qué motivo? Ésas son las preguntas a las que debemos hallar respuesta. —Se volvió hacia Ann-Britt Höglund—: ¿Qué dicen los colegas daneses sobre el hombre llamado Vigsten?

—Es profesor de piano. Trabajó como director de ensayos del teatro Det Kongelige y fue, al parecer, muy bueno y admirado. Ahora, en cambio, vive en una especie de creciente nebulosa y cada día le cuesta más cuidar de sí mismo. Pero nadie tiene conocimiento de que viva acompañado de otra persona. Y menos aún, él mismo.

—¿Y Larsen?

—Se ratifica en su declaración.

Kurt Wallander lanzó una mirada furtiva a su hija, antes de proseguir.

—Bien, sigamos en Dinamarca. ¿Qué más tenemos sobre aquella mujer, Sylvi Rasmussen?

Martinson rebuscó entre sus papeles.

—Cuando llegó a Dinamarca como refugiada después de la revolución en los países del Este, se cambió su verdadero nombre por el de Sylvi Rasmussen. Después, adicción a las drogas, la calle…, en fin, la canción de siempre sobre cómo una mujer llega a la prostitución. Al parecer, tanto los clientes como sus amigos la apreciaban, todos tenían una buena opinión sobre su persona. No hay nada que llame la atención en su vida, salvo que toda ella fue una tragedia deplorable. —Martinson ojeó sus documentos antes de volver a dejarlos sobre la mesa—. Nadie tiene ni idea de quién pudo ser su último cliente, pero podemos dar por sentado que fue él quien la asesinó.

—¿No tenía una agenda en el apartamento?

—No. Pero en él han encontrado huellas de doce personas, y están tratando de identificarlas. Nos llamarán si descubren algo de interés.

Linda notó que la mente de su padre trabajaba a toda velocidad, y que éste se esforzaba por interpretar y descifrar toda la información que los demás iban aportando: no recopilaba los datos de forma pasiva, sino que trataba de detectar en ellos mensajes ocultos que podían pasárseles por alto.

—La mujer de la iglesia —intervino su padre—. Nos ha llegado información complementaria de nuestros más que solícitos colegas de Tulsa. El señor Richardson sigue superándose a sí mismo. De hecho, nos han llegado montones de faxes y de mensajes de correo electrónico. Pero es una lástima, nada de lo que contienen conduce a ninguna parte. De modo que seguimos sin saber cómo y por qué fue a morir estrangulada en una de nuestras iglesias.

Dicho esto, cedió la palabra. Linda era la única que no se pronunció a lo largo de toda la reunión. Media hora después, se tomaron una breve pausa para ventilar la habitación e ir por unos cafés. A Linda la dejaron de vigilante de las ventanas.

Una ráfaga de viento tiró al suelo algunos de los documentos daneses de Martinson. Cuando se agachó a recogerlos, descubrió en uno de ellos una fotografía de Sylvi Rasmussen. Linda observó su rostro atentamente. Había en sus ojos un atisbo de terror. Linda se estremeció al pensar en su trágico destino.

Estaba a punto de dejar los papeles en su lugar cuando le llamó la atención algo escrito en una de las páginas. Sylvi Rasmussen se había sometido, según el forense, a dos o tres abortos. Linda clavó la mirada en el documento mientras recordaba a los dos marinos daneses sentados a una mesa, al pequeño jugando en el suelo y a Zebran hablando de su aborto… Y pensó en la violenta reacción de Anna. Se quedó inmóvil, conteniendo la respiración, sin apartar la vista de la fotografía de Sylvi Rasmussen.

En ese momento, su padre entró en la sala.

—Creo que ya lo sé —le dijo Linda.

—¿Qué sabes qué?

—Antes quisiera preguntar algo sobre la mujer de Tulsa.

—¿Qué pasa con la mujer de Tulsa?

Ella negó con un gesto al tiempo que señalaba la puerta.

—Prefiero que la cierres antes.

—Estamos en una reunión.

—Es que no puedo pensar si todos están aquí. Pero creo que tengo algo importante que decir.

Kurt Wallander la miró y comprendió que hablaba en serio; luego fue a cerrar la puerta.

43

Linda pensó que era la primera vez que su padre la tomaba en serio sin la menor sombra de duda, sin la menor reserva, al menos desde que ella había alcanzado la mayoría de edad. Cuando era niña, en los momentos más difíciles del matrimonio de sus padres, ella notó, del modo inconsciente pero seguro propio de un niño, que su padre la tomaba en serio. Después hubo una época en que él se convirtió para ella en el provocador hermano mayor que tal vez, en el fondo, añoraba tener. A este lapso de tiempo sucedió otro en que dominaron otras formas de relación, muy distintas entre sí, aunque todas de naturaleza compleja. De hecho, aún recordaba con horror las épocas en que él sentía celos de sus novios.

En dos ocasiones, como mínimo, había expulsado por la fuerza a sus inocentes pretendientes y, en otra ocasión, la estuvo espiando una noche en el puerto deportivo de Ystad.

Las ideas se arremolinaban en su mente. Su padre comprendió que hablaba en serio y asomó la cabeza al pasillo para avisar de que la reunión quedaba aplazada unos minutos. Alguien protestó, pero él cerró la puerta sin más.

Se sentaron en torno a la mesa, el uno frente al otro.

—¿Qué querías preguntar?

—¿Sabes si la mujer llamada Harriet Bolson abortó alguna vez? ¿O si Birgitta Medberg lo hizo? Si no me equivoco, la respuesta es «sí» para la mujer de Tulsa, y negativa para Birgitta Medberg.

En un primer momento, su padre frunció el entrecejo, porque no comprendía nada; después se impacientó. Finalmente, echó mano a los documentos que tenía ante sí y empezó a hojearlos con enojo creciente, antes de arrojar el archivador.

—Aquí no dice una sola palabra sobre ningún aborto.

—Pero ¿figura ahí toda la información sobre ella?

—Por supuesto que no. La descripción de la vida de una persona, por insignificante que haya sido, ocupa muchas más páginas que las que contiene ese archivador. Harriet Bolson no parece haber sido la persona más excitante del mundo, pero si tomó una decisión tan dramática como la de un aborto, nada hay sobre el particular en la información que Clark Richardson ha enviado desde Estados Unidos hasta el momento.

—¿Y Birgitta Medberg?

—Pues no lo sé. Pero en su caso no será muy difícil averiguarlo. Supongo que no hay más que llamar por teléfono a su desagradable hija. Aunque, claro, tal vez la gente no cuente a sus hijos ese tipo de cosas, ¿no? Que yo sepa, Mona no abortó jamás. Y tú, ¿sabes algo al respecto?

—No.

—¿Quieres decir que tú no sabes nada, o que no lo hizo?

—Mi madre no abortó nunca. De ser así, yo lo sabría.

—En fin, he de admitir que no entiendo nada. No veo por qué eso ha de ser tan importante.

Linda intentaba pensar con claridad. Cierto que podía estar en un error, pero, sin saber por qué, estaba convencida de que tenía razón.

—¿Podemos intentar averiguar si abortaron o no?

—Lo haré, cuando me hayas explicado por qué es tan importante.

Linda sintió que algo se quebraba en su interior. Empezó a llorar y a golpear fuertemente la mesa con los puños. Detestaba llorar en presencia de su padre y, en general, en presencia de cualquiera. La única persona ante la que podía llorar sin que ello la llenase de angustia era su abuelo.

—Les pediré que se informen debidamente —rectificó el padre al tiempo que se ponía de pie—. Pero cuando regrese, has de contarme por qué era tan importante como para retrasar la reunión. Estamos hablando de cadáveres de verdad; no se trata de ningún ejercicio de la Escuela Superior de Policía.

Linda tomó una bandejita de cristal que había sobre la mesa y la arrojó contra su padre de modo que lo alcanzó en la ceja. La sangre empezó a correr de inmediato y fue a gotear sobre el archivador que llevaba el nombre de Harriet Bolson en el lomo.

—Perdona, no era mi intención…

Kurt se presionó un puñado de servilletas de papel contra la herida.

—No soporto que te burles de mí.

Dicho esto, abandonó el despacho. Linda recogió los cristales rotos. Estaba tan furiosa que no cesaba de temblar. Sabía que su padre estaba que echaba chispas. Ninguno de los dos soportaba que lo humillaran. Pero ella no se arrepentía de nada.

Su padre tardó un cuarto de hora en volver. Llevaba una venda provisional en la frente y restos de sangre reseca en la mejilla. Linda estaba dispuesta a oírlo rugir, pero él se sentó en la silla sin chistar.

—¿Cómo estás? —preguntó ella.

Kurt obvió la pregunta.

—Ann-Britt Höglund ha llamado a Vanja Jorner, la hija de Birgitta Medberg. La mujer se puso fuera de sí al oír la pregunta y amenazó con llamar a los diarios vespertinos para contarles que somos unos policías pésimos que no hacemos nuestro trabajo. Pero Ann-Britt logró finalmente sacarle la información: con toda probabilidad, Birgitta Medberg no abortó deliberadamente en toda su vida.

—Sí, eso era lo que yo pensaba —murmuró Linda—. ¿Qué hay de la otra mujer, la de Tulsa?

—Ann-Britt Höglund está llamando ahora a Estados Unidos. No logramos ponernos de acuerdo sobre la hora que será allí, pero ha optado por llamar en lugar de enviar un fax, para que sea más rápido. —Dicho esto, se pasó la mano por la venda y añadió—: Ahora te toca a ti.

Linda habló despacio, no sólo para controlar su tono de voz, sino también para no saltarse ningún detalle importante.

—Veo ante mí a cinco mujeres. Tres de ellas están muertas, una de ellas ha desaparecido y la quinta estuvo desaparecida, pero regresó. De pronto, intuyo un contexto. Vosotros habéis creído en todo momento que Birgitta Medberg fue asesinada porque tomó el camino que no debía tomar. Sin embargo, ella no encaja en lo que yo creo que es, al menos, una explicación parcial de lo que está ocurriendo. Sylvi Rasmussen fue asesinada y, por los documentos recibidos de Copenhague, sabemos que abortó varias veces. Supongamos que la respuesta de Estados Unidos nos confirma que también Harriet Bolson lo hizo. Como es el caso, igualmente, de la cuarta persona, la que ahora está desaparecida, es decir, Zebran. Hace tan sólo un par de días, me contó que había abortado con apenas quince años. Y tal vez sea eso lo que une a estas mujeres.

Linda hizo una pausa que aprovechó para beber agua. Su padre tamborileaba con los dedos sobre la mesa con la mirada fija en la pared.

—Pues sigo sin entender adónde quieres ir a parar.

—No he terminado aún. Zebran no me lo contó sólo a mí. Anna Westin también estaba presente y la escuchó igual que yo, pero su reacción fue muy extraña. Pareció indignarse de un modo desmesurado. Ni yo ni Zebran entendimos nada. Anna se puso hecha una furia en cuanto tocamos el tema del aborto. Se levantó y se marchó. Después, cuando Anna comprendió que Zebran había desaparecido, se echó a llorar, temblaba y, en determinado momento, se agarró con fuerza de mi brazo. Y, pese a todo, a mí me dio la sensación de que no estaba asustada por Zebran, sino por sí misma.

Linda guardó silencio mientras su padre se tanteaba la frente vendada con los dedos.

—¿Qué quieres decir con eso de que parecía más asustada por sí misma?

—No lo sé.

—Tienes que intentar explicarte.

—Te lo digo como lo siento. Estoy segura e insegura a un tiempo.

—¿Cómo puede ser?

—Te digo que no lo sé.

Su padre miraba ausente la pared que ella tenía detrás. Linda sabía que eso sólo significaba que su padre estaba muy concentrado.

—Quiero que se lo cuentes a los demás —declaró al cabo.

—No puedo hacerlo.

—¿Por qué no?

—Porque me pondré nerviosa. Puedo estar equivocada. Y quizá la mujer de Tulsa no haya abortado jamás en su vida.

—Tienes una hora para prepararte —le advirtió él al tiempo que se levantaba—, ni un minuto más. Yo se lo explicaré a los demás. —Dicho esto, salió de la sala y cerró la puerta tras de sí.

A Linda le dio la sensación de que sería incapaz de salir de aquella habitación. Como si él la hubiese encerrado, pero no con una llave, sino con el tiempo que le había concedido para prepararse: una hora, ni un minuto más. Intentó poner por escrito lo que pensaba en un bloc de notas. Para ello, había tomado uno que había sobre el escritorio. Cuando lo abrió, se quedó atónita mirando un dibujo bastante malo de una señora desnuda que se ofrecía en una pose bastante tentadora. Ante su asombro, descubrió que era el bloc de Martinson. «Pero ¿por qué me sorprendo?», se preguntó. «Todos los hombres que conozco dedican un tiempo incalculable a desnudar señoras en sueños.»

De modo que fue a buscar un bloc nuevo que había sobre el proyector, escribió en él el nombre de las cinco mujeres y rodeó el de Zebran con un círculo.

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