Antes de que hiele (52 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

Habían pasado cuarenta y cinco minutos cuando la puerta se abrió y Linda quedó liberada de su prisión. Fue como si toda una legación encabezada por su padre se presentase con paso marcial. El inspector blandía en su mano unos documentos.

—Harriet Bolson abortó dos veces.

Con las gafas en la mano, las que tenían la patilla rota, leyó en voz alta:

«Lo cierto es que por aquí no solemos hablar ni fácil ni abiertamente de esos temas. De modo que tuve que ponerme serio, y así lo conseguí: sí señor, en efecto, esa mujer hizo dos veces lo que usted pregunta. Supongo que es importante, pero ¿por qué?».

Una vez leído el documento, se sentó. Los otros lo imitaron.

—La pregunta de Clark Richardson es, claro está, fundamental. ¿Por qué? Eso es lo que tenemos que averiguar. Así que, Linda, puedes exponer tu teoría.

Linda respiró hondo y logró explicar cuáles eran sus sospechas sin vacilar una sola vez. Cuando hubo concluido, su padre tomó el relevo.

—Es evidente que Linda ha dado con una pista que puede ser importante. Aún no estamos seguros, y seguiremos avanzando con cautela, puesto que el terreno es escurridizo. Pero creo que esto tiene cierto sentido, no podemos ignorarlo; incluso más sentido que nada de lo que hemos conseguido desenterrar hasta ahora.

En ese momento se abrió la puerta y Lisa Holgersson se escurrió hacia el interior de la sala y se sentó a la mesa. Kurt Wallander dejó caer el papel y alzó las manos como si se dispusiese a dirigir una orquesta.

—Creo que nos encontramos ante algo cuyo significado exacto desconocemos, pero que no por ello es menos real.

Se levantó y sacó un trípode con un gran bloc, en el que alguien había escrito «MÁS SUELDO, JODER». Aquello despertó cierto regocijo en la sala e incluso hizo reír a Lisa Holgersson. Kurt Wallander pasó la página y sonrió amable.

—Como ya sabéis, no me gusta que me interrumpan. Si tenéis que abuchearme, por favor, hacedlo cuando haya terminado.

—Yo me he traído tomates —bromeó Martinson—. Ann-Britt huevos podridos. En cuanto a los demás, tirarán a matar al pianista. Tu hija parece que ya ha apuntado al objetivo. Por cierto, que la sangre ha traspasado la venda. Pareces el general Döbeln en la batalla de Jutas.
[15]

—¿Quién es ése? —quiso saber Stefan Lindman.

—Un hombre cuya misión era vigilar un puente en Finlandia —explicó Martinson—. ¿No aprendiste nada en la escuela?

—No, el que vigilaba el puente tenía otro nombre
[16]
—observó Ann-Britt Höglund—. Yo lo estudié en la escuela. Era un escritor ruso.

—Finlandés —corrigió Linda para su propia sorpresa—. Se llamaba Sibelius.

—¡Joder! —exclamó Kurt Wallander.

Martinson se levantó de su asiento.

—Esto hay que aclararlo. Llamaré a mi hermano Albin, que es profesor de matemáticas —decidió antes de abandonar la sala.

—Creo que no se llamaba Sibelius —intervino Lisa Holgersson—, pero sí algo parecido.

Tras unos minutos, Martinson regresó a la sala.

—Se llamaba Topelius
[17]
—informó—. Pero Döbeln, en la batalla de Jutas, llevaba una gran venda en la frente. Así que, en eso, tenía yo razón.

—Ya, pero no vigilaba ningún puente —murmuró Ann-Britt Höglund.

El silencio volvió a reinar en la sala.

Kurt Wallander trató entonces de sintetizar todo lo que sabían; tras su prolongada exposición, volvió a sentarse y declaró:

—En algún punto, hemos cometido un error. ¿Por qué no le pedimos al agente inmobiliario de Skurup, el que vendió la casa de Lestarp, que escuche la grabación con la llamada en que informaban de los cisnes ardiendo? Ese hombre tiene que acudir aquí lo antes posible. Arregladlo para que venga.

Martinson se levantó, dispuesto a salir una vez más. Stefan Lindman fue a abrir un poco una de las ventanas.

—¿Hemos preguntado a Noruega si tienen allí información sobre algún Torgeir Langaas? —preguntó Lisa Holgersson.

Kurt Wallander miró a Ann-Britt Höglund.

—Aún sin respuesta —aclaró la agente.

—Conclusiones —atajó Kurt Wallander al tiempo que, con una ojeada a su reloj, daba a entender que la reunión discurría hacia su fin—. Es demasiado pronto, pero no por ello menos necesario que avancemos en dos direcciones al mismo tiempo. Por un lado, puede que todo esté relacionado y, por otro, cabe considerar que nada guarde relación. Pero el punto de partida es la primera opción. Nos enfrentamos a personas que planean y llevan a cabo algo que, en apariencia, puede antojársenos una locura, pero que tal vez no lo sea para los autores. Sacrificios, incendios, asesinatos rituales. Estaba pensando en la Biblia que hemos encontrado y que alguien se ha dedicado a anotar. Es fácil pensar que se trata de un desquiciado, pero tal vez no lo sea tanto. Un plan con pies y cabeza, personas normales y corrientes, pero que se enfrentan a sus semejantes de un modo retorcido e incomprensiblemente brutal. Además, tengo la sensación de que hemos de darnos prisa. Las cosas suceden a un ritmo cada vez más rápido. Algo se está acelerando. Lo primero es dar con el paradero de Zebran. Y hablar con Anna Westin. —Se dirigió entonces a Linda—: Tú podrías ir a buscarla y mantener con ella una conversación amistosa pero seria. Todos estamos preocupados por la desaparición de Zebran.

—¿Quién cuida del niño? —preguntó Ann-Britt Höglund directamente a Linda y, para variar, sin arrogancia.

—Una vecina que se ocupa de él de vez en cuando.

Kurt Wallander aporreó la mesa con la palma de la mano en señal de que daba por concluida la reunión.

—Torgeir Langaas —recordó ya de pie—. Hay que meterles prisa a los colegas noruegos. Los demás nos dedicaremos a buscar a Zebran.

Linda fue a tomarse un café con su padre. Pasaron quince minutos sin que cruzasen una sola palabra. El tenso silencio se quebró cuando Svartman acudió a sentarse con ellos.

—Västerås ha encontrado huellas dactilares que coinciden con las de Eslöv. Puede que también haya huellas de neumático que coincidan. No entre Västerås y Eslöv, claro, sino entre Sölvesborg y Trelleborg. Pensé que querrías saberlo.

—Pues no, en absoluto. De hecho, ni siquiera sé de qué estás hablando.

Svartman pareció venirse abajo. En efecto, como vio Linda, su padre se comportaba de forma desconsiderada cuando estaba de mal humor. Ahora lo comprendía.

—La dinamita —le recordó Svartman—. Los robos.

—No puedo dedicarle ni un minuto a ese asunto. ¿No hay nadie más que pueda encargarse de ello?

—Yo estoy al cargo. Pero me dijiste que querías que te mantuviese informado.

—¿Eso dije? Pues lo había olvidado. Bueno, ahora ya sé que se está haciendo algo.

Svartman se levantó y se marchó.

—¿De qué estaba hablando?

—Tuvimos una serie de algo que parecían robos de dinamita organizados simultáneamente, hace cosa de un mes. Es la primera vez que se roba tal cantidad de explosivo en Suecia al mismo tiempo. Sólo eso.

Tras apurar el café, fueron al despacho de Wallander. Veinte minutos más tarde, Martinson llamaba a la puerta al tiempo que la abría sin esperar respuesta. Al ver allí a Linda, se sorprendió.

—Perdón.

—¿Qué pasa?

—Ture Magnusson ha venido a escuchar la grabación.

Linda vio a su padre saltar de la silla. Después, la agarró por el brazo y la arrastró consigo por el pasillo. Ture Magnusson parecía nervioso. Martinson fue a buscar la cinta y, puesto que Kurt Wallander recibió una llamada de Nyberg, con el que no tardó en empezar a discutir a causa de unas «huellas de frenazos traspapeladas», Linda tuvo que recibir al apurado agente inmobiliario.

—¿Habéis conseguido encontrar al noruego? —quiso saber el hombre.

—No.

—No estoy seguro de poder reconocer su voz.

—Tampoco es eso lo que te pedimos. Sólo queremos que lo intentes.

La llamada telefónica terminó en el mismo momento en que Martinson volvía con aire preocupado.

—La casete debió de quedarse aquí —observó—. En el archivo no está.

—¿A nadie se le ocurrió devolverla a su lugar? —preguntó Kurt Wallander irritado.

—A mí no —se disculpó Martinson.

Rebuscó en la estantería detrás de los reproductores. Linda observaba a su padre mientras éste asomaba la cabeza por la puerta de la central de alarmas.

—Se ha perdido una casete —rugió—. ¿Alguien puede echarnos una mano?

Ann-Britt Höglund se les unió en la búsqueda, pero nadie dio con la casete. Linda veía enrojecer a su padre por momentos. Pero, al final, no fue él quien explotó, sino Martinson.

—¿Cómo coño vamos a poder realizar nuestro trabajo si las casetes desaparecen como por arte de magia? —vociferó. Sostenía en la mano un manual de instrucciones de un reproductor de casetes que lanzó contra la pared.

Siguieron buscando la casete con la grabación. Parecía que todo el distrito policial de Ystad estaba entregado a la búsqueda de la casete desaparecida. Pero no apareció. Linda miró a su padre, que parecía cansado, tal vez incluso abatido, aunque ella sabía que no tardaría en recobrar las energías.

—En fin, lo sentimos mucho —se excusó ante Ture Magnusson—. Parece que la casete con la grabación ha desaparecido, así que no podemos ofrecerte ninguna voz sobre la que pronunciarte.

—¿Puedo presentar una propuesta? —preguntó Linda. Había dudado hasta el último segundo, pero, al final, se había decidido—. Creo que puedo imitar la voz del sujeto. Es un hombre, claro, pero puedo intentarlo.

Ann-Britt Höglund le dedicó una mirada displicente.

—¿Por qué crees que podrías hacer tal cosa?

Linda pensó que podía haberle ofrecido una prolija respuesta sobre cómo, por pura casualidad, en uno de sus primeros meses en la Escuela Superior de Policía, durante una fiesta con sus compañeros, se le ocurrió imitar a un conocido presentador de televisión. No era una actuación que tuviese preparada, pero lo hizo tan bien que sus compañeros quedaron impresionados. Después, ella misma pensó que había sido la suerte del principiante, pero cuando, ya a solas, intentó imitar otras voces, no tardó en darse cuenta de que poseía una inusitada capacidad para reproducirlas con exactitud. A veces fracasaba por completo, pero, en la mayoría de los casos, lo lograba.

—Puedo intentarlo —repitió—. No perdemos nada con ello.

Stefan Lindman, que había entrado en el despacho, asintió animándola.

—Bueno, ya que estamos aquí… —opinó vacilante Kurt Wallander al tiempo que señalaba a Ture Magnusson.

—Bien, date la vuelta. No has de ver a nadie, tan sólo escuchar. A la menor duda, nos lo dices.

Linda fraguó un plan. No iría directa al objetivo, sino que daría un rodeo.

—¿Quién recuerda lo que decía? —preguntó Stefan Lindman.

Martinson, que tenía muy buena memoria, repitió las palabras del sujeto. Linda sabía exactamente cómo proceder. Sería un ejercicio para todos los que se encontraban en el despacho, no sólo para Ture Magnusson.

Puso la voz grave y buscó el acento adecuado. Ture Magnusson negó con un gesto.

—No estoy seguro. Casi me inclino a decir que es la misma voz, pero sólo casi.

—Me gustaría hacerlo una vez más —dijo Linda—. No me ha salido del todo bien.

Nadie opuso objeción alguna y Linda se mantuvo, una vez más, en el límite del tono exacto. Ture Magnusson volvió a disentir con un gesto.

—No sé, no sé —admitió—. No podría jurarlo, la verdad.

—Una última vez —pidió Linda.

Ahora era el momento. Respiró hondo y repitió las palabras, decidida a imitar la voz con total exactitud. Para cuando ella hubo terminado, Ture Magnusson ya se había dado la vuelta.

—¡Sí! —exclamó—. Así sonaba su voz. Era él. Bueno, era su voz.

—Ya, bueno, al tercer intento —intervino Ann-Britt Höglund—. ¿Qué valor puede tener eso?

Linda no logró ocultar su satisfacción. Su padre, que en todo momento se había mostrado escéptico, lo notó enseguida.

—¿Por qué no la ha reconocido hasta el tercer intento? —preguntó.

—Porque modulé la voz de otro modo las dos primeras veces —explicó Linda—. Hasta el tercer intento, no imité verdaderamente la voz de la grabación.

—Pues yo no he notado ninguna diferencia —opinó reticente Ann-Britt Höglund.

—Hay muchos matices que pueden variar al imitar una voz —precisó Linda.

—¡Vaya, vaya! —exclamó Kurt Wallander al tiempo que se ponía de pie—. ¿Es eso cierto?

—Lo es.

El inspector miró fijamente a Ture Magnusson.

—¿Estás seguro?

—Eso creo.

—Bien, en ese caso, gracias.

Linda fue la única que le estrechó la mano a Ture Magnusson y lo acompañó hasta la recepción.

—Lo has hecho muy bien —lo felicitó—. Gracias por venir.

—¿Cómo puede nadie imitar una voz con tanta habilidad? —preguntó el agente inmobiliario—. Casi podía ver a ese hombre ante mí —le comentó antes de marcharse.

—Creo que ha llegado el momento de ir a buscar a Anna —sentenció Kurt Wallander.

Linda llamó a la puerta del apartamento de Anna, pero nadie acudió a abrir. Anna no estaba en casa. Linda permaneció unos minutos inmóvil en el rellano de la escalera. De repente, empezó a comprender por qué Anna había decidido desaparecer una vez más.

44

Aquella noche tuvo un sueño que recordó cuando despertó, al amanecer. Empezaba con un episodio de la época en que aún se dedicaba a confeccionar sandalias. En una ocasión, había visitado Malmö con Henrietta y Anna. Mientras Henrietta iba al dentista, él se dirigió al puerto con Anna. Una vez allí, escribieron en un papel un mensaje, lo metieron en una botella y lo lanzaron al mar. Y aquella noche soñó que la botella, con su mensaje, había vuelto. En el sueño, se vio a sí mismo junto al lago próximo al camping en el que él había vivido, retirado en su caravana. Él recuperaba la botella que le traían las aguas del lago y leía el mensaje que, junto con Anna, había lanzado hacía ya tantos años. Sin embargo, era incapaz de descifrar lo que había escrito. Las letras y las palabras le resultaban extrañas.

Después, de improviso, su sueño cambiaba de escenario. Ahora estaba sentado en la orilla de otro lago y, a través de unos prismáticos, observaba unos cisnes ardiendo. Cuando los cisnes cayeron en el agua como esferas carbonizadas, vio a través de las lentes a dos personas. Aquello lo sorprendió pues, en realidad, había sido Torgeir quien había visto en la orilla a Linda, la amiga de Anna, y a su padre. De modo que en el sueño, él había adoptado la identidad de Torgeir.

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