Antes de que hiele (60 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

Necesitaba pedirle consejo a alguien, de modo que marcó el número del móvil de su padre, pero no respondía. Probó entonces con el de Stefan Lindman, que comunicaba, igual que el de Martinson, que fue el siguiente con el que lo intentó. Se disponía a probar de nuevo cuando un coche apareció por la calle y fue a detenerse justo ante el portal de Arma. Era un coche negro, quizá azul oscuro, que parecía un Saab. Se apagó la luz en el apartamento de Anna. Linda observaba, presa de la mayor tensión; las manos, que aún sostenían el móvil, empezaron a sudarle. Anna salió del portal y se sentó en el asiento trasero del misterioso coche, que partió enseguida. Linda los siguió sin dejar de marcar el número de su padre, que continuaba sin contestar. En la autovía de Österleden la adelantó un camión que iba a gran velocidad. Linda se mantuvo detrás del camión, aunque, de vez en cuando, se aproximaba al centro de la calzada para asegurarse de que el coche de color oscuro seguía delante. Al cabo de unos minutos, tomaron el desvío hacia Kåseberga.

Linda se mantenía a tanta distancia como podía del coche en el que viajaba Anna. Quiso volver a llamar, pero el móvil se le escurrió de la mano y fue a caer entre los asientos. Dejaron atrás el desvío que conducía al puerto de Kåseberga y continuaron en dirección este y, cuando llegaron a Sandhammaren, el coche que la precedía giró. La pilló por sorpresa, pues no había puesto el intermitente, de modo que no pudo girar a su vez. Linda prosiguió y se detuvo una vez que tuvo a su espalda tanto la pequeña colina como una pronunciada curva posterior. A la altura de una parada de autobús, dio media vuelta, pero no se atrevió a llegar hasta Sandhammaren.

Vio entonces un desvío secundario hacia la izquierda. Linda decidió tomar aquel camino, angosto y serpenteante, que desembocaba en una verja desplomada y una cosechadora oxidada. Se apeó del coche. El viento soplaba con más fuerza junto al mar. Buscó en el coche la linterna y el gorro de lana negra de su padre. Cuando se lo puso, tuvo la sensación de que la prenda la haría invisible. Sopesó la posibilidad de volver a llamar, pero, al ver que el móvil no tardaría en quedarse sin batería, se lo guardó en el bolsillo y empezó a caminar por donde había venido. Tan sólo unos cientos de metros la separaban del desvío principal hacia Sandhammaren. Avanzaba tan deprisa que empezó a sudar. El camino estaba a oscuras. Se detuvo y aguzó el oído, pero sólo se oía el viento y el rugido del mar.

Durante cuarenta y cinco minutos merodeó entre las casas que había dispersas por la zona y, a punto estaba de darse por vencida cuando, de pronto, descubrió el coche azul oscuro aparcado en medio de unos árboles. No había ninguna casa cerca. Volvió a aguzar el oído, pero todo estaba en silencio. Dirigió la linterna hacia el interior del coche, cubriéndola ligeramente con la mano, y, en el asiento trasero, donde Anna había ido sentada, había un pañuelo y unos tapones para los oídos. Se preguntó por qué estarían allí aquellos objetos al tiempo que enfocaba el haz de luz al suelo. Descubrió varios senderos que partían en distintos sentidos; uno de ellos, un sendero de arena con muchas huellas de pisadas, parecía el más transitado.

Se le ocurrió que debía llamar a su padre, pero cambió de idea cuando recordó que le quedaba poca batería, de modo que le envió un mensaje: «Estoy con Anna. Luego te llamo». Apagó la linterna y comenzó a seguir el sendero de arena. Le sorprendió comprobar que no sentía miedo, pese a que estaba contraviniendo la regla de oro que más veces había escuchado durante su formación policial: «No salgáis solos, no trabajéis nunca en solitario». Se detuvo, titubeante, y se preguntó si no debería volver. «Igual que mi padre», se dijo mientras la invadía la sorda sospecha de que, en última instancia, hacía todo aquello para demostrarle a su padre su valía.

De pronto, atisbó una luz entre los árboles y las dunas de la playa. Prestó atención, pero sólo se oía, como antes, el sonido del viento y del mar. Dio unos pasos en dirección a la luz y vio varias ventanas iluminadas. Se alzaba allí una casa solitaria. Volvió a encender la linterna, la cubrió a medias con la mano para difuminar la luz y empezó a acercarse con suma cautela. Apagó de nuevo la linterna cuando estuvo tan cerca que la luz de las ventanas iluminaba el suelo a sus pies. Una verja delimitaba el extenso jardín que rodeaba la casa. Pese a que no podía ver el mar, lo oía muy cerca. Se preguntó quién tendría una casa de aquellas características tan cerca de la playa y qué haría Anna en ella, si es que estaba allí. En ese momento, su móvil empezó a vibrar. Se sobresaltó y se le cayó la linterna al suelo. Se apresuró a responder. Era uno de sus compañeros de curso, Hans Rosqvist, que ahora trabajaba en Eskilstuna. No había hablado con él desde la fiesta de fin de curso.

—¿Llamo en mal momento? —preguntó el compañero.

Linda oyó música y el ruido de copas y botellas de fondo.

—Bueno, un poco —susurró ella—. Mejor llámame mañana, ahora estoy trabajando.

—Vaya, ¿no puedes hablar siquiera un momento?

—No. Nos llamamos mañana.

Cortó la comunicación y mantuvo el dedo en el botón de apagado del móvil, por si el compañero volvía a llamar. Aguardó dos minutos y, al ver que no llamaba, se guardó el móvil en el bolsillo. Saltó la verja con sumo cuidado. Ante la casa había varios coches aparcados, además de algunas tiendas de campaña instaladas sobre el césped.

A tan sólo unos metros de donde ella se encontraba, se abrió una ventana. Linda dio un brinco y se acuclilló. Detrás de una cortina, vio una sombra y oyó voces. Aguardó un instante y se arrastró hasta la ventana. Las voces callaron. Tenía la sensación de que unos ojos la vigilaban en la oscuridad. «Tengo que salir de aquí», se dijo con el corazón en un puño. «No debería estar aquí o, al menos, no sola.» En ese momento, se abrió una puerta y un haz de luz atravesó la negrura. Linda contuvo la respiración. Percibió el olor a humo de tabaco en el aire. «Alguien ha salido a fumar y tiene la puerta abierta», se dijo. Entre tanto, volvió a oír las voces a través de la ventana que habían dejado entreabierta.

El haz de luz desapareció y la puerta se cerró. Ahora podía oír las voces con mayor claridad. Le llevó varios minutos comprender que sólo hablaba una persona, un hombre, pero la inflexión de su voz era tan cambiante que Linda, al principio, creyó que eran varias. El hombre se expresaba con frases cortas, haciendo grandes pausas. Linda se esforzaba por oír en qué idioma hablaba, hasta que comprobó que lo hacía en inglés.

En un principio no entendía de qué hablaba. Lo que oía no era más que una masa amorfa de palabras ininteligibles. Parecía enumerar nombres de personas, de ciudades… Luleå, Västerås, Kalmar. Linda comprendió que eran algo así como instrucciones, algo que debía ocurrir en aquellos lugares a una hora y en una fecha que se repetía. Calculó mentalmente y concluyó que, lo que fuese a suceder en las ciudades mencionadas, se produciría en un plazo de veintiséis horas. El hombre hablaba con voz melódica, morosa, aunque, a veces, se volvía dura, casi chillona, para volver enseguida al tono suave.

Linda intentaba imaginarse al hombre. Tentada estuvo de ponerse de puntillas para ver el interior de la habitación, pero decidió no arriesgarse y se quedó en la incómoda posición que había adoptado desde el principio, agazapada junto a la fachada de la casa. De repente, la voz empezó a hablar de Dios. Linda sintió que se le encogía el estómago. Su padre ya lo había mencionado: cuanto estaba sucediendo tenía una dimensión religiosa.

No se le ocultaba que tenía pocas alternativas. Debía marcharse de allí y avisar a su padre y a sus colegas; por otro lado, tal vez en la comisaría hubiesen empezado a preguntarse dónde estaba. Sin embargo, no podía marcharse: la voz había empezado a hablar de Dios y de lo que iba a suceder dentro de veintiséis horas. ¿Qué mensaje ocultaban sus palabras? El hombre hablaba de la gracia sin límite que aguardaba a los mártires. ¿Quiénes eran los mártires? ¿Y qué era, exactamente, un mártir? Pensó que había demasiadas preguntas y que su cabeza no daba para más. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Por qué les hablaba con voz tan suave?

No habría sabido decir cuánto tiempo estuvo escuchando hasta que comprendió de qué hablaba el hombre. Podía ser media hora o sólo unos minutos. La terrible verdad fue haciéndosele evidente muy despacio. Para entonces llevaba ya un rato sudando, pese a que el lugar en que se había apostado junto a la fachada de la casa era muy frío. «Aquí, en esta casa de Sandhammaren, están preparando un ataque horrendo, o mejor, no uno, sino trece ataques simultáneos; y algunas de las personas que deben iniciar ese ataque ya se han puesto en marcha.»

Linda oía las palabras que se repetían sin cesar:
… colocar junto al altar y las torres
. El hombre también hablaba de
lo que iba a explotar, de los cimientos y las esquinas de lo que iba a explotar
, en lo que insistía una y otra vez. Linda recordó entonces el enojo con que reaccionó su padre cuando alguien fue a informarlo de un robo de dinamita de proporciones inusitadas. ¿Estaría relacionado con lo que ella escuchaba a través de la ventana? De repente, el orador empezó a hablar de lo importante que era atacar los principales símbolos de los falsos profetas, y que por eso había elegido como objetivo las trece catedrales.

Linda no dejaba de sudar, muerta de frío al mismo tiempo. Tenía las piernas entumecidas y le dolían las rodillas. Era consciente de que debería marcharse lo antes posible. Cuanto acababa de oír, y que ahora sabía cierto, era tan aterrador que su entendimiento no alcanzaba a asimilarlo. «Estas cosas no ocurren aquí», se dijo, «sino en países lejanos, entre personas cuyo color de piel es distinto al nuestro, cuya fe es otra que la nuestra.»

Se levantó con sumo sigilo. Al otro lado de la ventana, la voz había enmudecido. Estaba a punto de marcharse cuando otra persona empezó a hablar. Linda quedó petrificada. La nueva voz dijo
todo está listo
, sólo eso,
todo está listo
, y hablaba en sueco, pero no como un nativo. Le pareció haber oído antes esa voz: sí, era la de la grabación de la central de alarmas. Estremecida, aguardó por si Torgeir Langaas añadía algo más, pero el silencio volvió a reinar en el interior de la casa. Linda avanzó agazapada y cauta hasta la valla, sin atreverse a encender la linterna, tropezando con árboles y piedras.

Al cabo de un rato comprendió que se había perdido. No era capaz de encontrar el sendero y se vio en medio de una zona de dunas. No importaba hacia dónde mirase, la única luz que veía era la procedente de las embarcaciones que navegaban por alta mar. Se quitó el gorro y lo guardó en el bolsillo, como si llevar la cabeza descubierta pudiese ayudarle a encontrar el camino. Intentaba orientarse a partir de su posición con respecto al mar y la dirección del viento. Volvió a sacar el gorro del bolsillo, se lo puso y echó a andar.

El tiempo era ahora el factor más importante. No podía seguir deambulando entre la negrura de las dunas. Tenía que llamar, pero al llevarse la mano al bolsillo para sacar el móvil, no lo encontró. Rebuscó por los demás bolsillos de la cazadora, sin resultado. «¡El gorro!», exclamó para sí. «El móvil debió de caerse cuando lo saqué del bolsillo. Se cayó en la arena y por eso no lo oí.» Volvió sobre sus pasos gateando, pero no encontró el teléfono. «Soy una incompetente», se recriminó. «Aquí estoy, gateando en la oscuridad sin saber siquiera dónde me encuentro.» Se obligó a recobrar la calma y de nuevo trató de orientarse. De vez en cuando se detenía y, rápidamente, hendía la oscuridad que la rodeaba con la luz de la linterna.

Por fin logró dar con el sendero por el que había venido. A la izquierda se alzaba la casa con las ventanas iluminadas. Se apartó de la luz tanto como pudo y echó a correr hacia el coche de color azul oscuro. Fue como un instante de liberación. Volvió a mirar el reloj: las once y cuarto. El tiempo había transcurrido en un soplo.

El brazo surgió de la oscuridad, por detrás, y le agarró con firmeza los dos brazos. Quedó inmovilizada por aquella fuerza demasiado poderosa. Sintió el aliento en su mejilla. El brazo la obligó a dar la vuelta. Alguien orientaba una linterna encendida hacia su rostro. El hombre no tuvo que decir nada: ella sabía que quien la observaba con aquella respiración tan pesada era Torgeir Langaas.

50

El alba, que se presentó con un triste tono grisáceo, avanzaba despaciosa. La venda que cubría los ojos de Linda dejaba entrar algo de luz. Comprendió que aquella larga noche empezaba a tocar a su fin. Pero ¿qué ocurriría ahora? El más hondo silencio reinaba a su alrededor. Por extraño que pudiese parecer, su estómago no parecía resentido. Fue una idea absurda que saltó en su interior como un vigilante diminuto cuando el poderoso brazo de Torgeir Langaas se cernió sobre ella. El vigilante gritó:
Antes de que acabes conmigo, antes de que me liquides, tengo que ir al baño. Y si no hay baño aquí, en el bosque, déjame un minuto de intimidad. Me pondré en cuclillas en la arena, siempre llevo algo de papel higiénico en el bolsillo y después cubriré la mierda con arena, como un gato
.

Pero, naturalmente, ella no dijo en voz alta nada de aquello. Había sentido la respiración de Torgeir Langaas, que le enfocó su linterna en los ojos. Después, el hombre le dio un empellón, le puso la venda en los ojos y la amarró con fuerza. Linda se golpeó la cabeza contra la puerta del coche cuando él la obligó a entrar. El miedo que experimentaba era tan desmedido que sólo podía compararse con el que sintió el día en que, a punto de dejarse caer desde aquel puente, vivió el sorprendente instante de comprender que ya no deseaba morir. No oía nada, salvo el viento y el bramido del mar.

¿Estaría Torgeir Langaas aún junto al coche? No lo sabía. Y tampoco cuánto tiempo había pasado cuando se abrieron las puertas delanteras. Sin embargo, sí pudo adivinar, por los movimientos del vehículo, que eran dos las personas que se sentaban en él, una al volante y la otra en el asiento contiguo. El coche salió a empellones, el conductor lo llevaba sin cuidado, nervioso, o quizá con prisa.

Intentó determinar adónde se dirigían. Salieron a la carretera asfaltada y torcieron a la izquierda, en dirección a Ystad. Le pareció incluso que atravesaban la ciudad pero, en algún punto del camino hacia Malmö, se perdió en el mapa que había estado trazando para sus adentros. El coche cambió de dirección varias veces, dejaron el asfalto por la gravilla y de nuevo volvieron al asfalto. El coche se detuvo, pero no se abrieron las puertas. Seguía imperando el más absoluto silencio. Fue incapaz de calcular cuánto tiempo estuvo allí sentada, pero la espera terminó cuando el gris amanecer se abría paso por entre los resquicios de la venda.

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