Antes de que hiele (63 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

—Tenéis que dar con ellos.

—Bueno, no podemos excluir la posibilidad de que se hayan suicidado. Pero, mientras no hallemos sus cuerpos, hemos de contar con que están vivos. Pueden disponer de más lugares donde esconderse, como el del bosque de Rannesholm. Nadie sabe cuántos escondites tenía preparados Torgeir Langaas, y nadie podrá decirlo con certeza hasta que los hayamos encontrado.

—Torgeir Langaas está desaparecido, y también Erik Westin. Pero la más desaparecida de todos es Anna.

Cuando terminaron la conversación, Linda y Zebran hablaron de la posibilidad de que Erik Westin estuviese formando una nueva secta. Ya sabían que había personas que estaban dispuestas a seguirlos. Una de ellas era el pastor Ulrik Larsen, que amenazó y atacó a Linda en Copenhague. Él era uno de los seguidores de Erik Westin, uno de los que aguardaban a ser llamados para una misión. Linda pensó en lo que había dicho su padre: no podrían estar seguros hasta que no atrapasen a Erik Westin. Un día, tal vez otro camión cargado de dinamita se estrellaría contra una catedral, al igual que había ocurrido en Lund. Llevaría mucho tiempo reconstruir la catedral destrozada.

Después, cuando Linda hubo dejado a Zebran en su casa, ya segura de que su amiga podía quedarse sola, fue a dar un paseo y se sentó en el embarcadero, en la cafetería del puerto. Hacía frío y soplaba el viento, pero ella encontró un sitio resguardado. Ignoraba si lo que sentía por Anna era añoranza o algo distinto. «Nunca llegamos a ser amigas de verdad», se dijo. «Nuestra verdadera amistad pertenecerá siempre a nuestra adolescencia.»

Cuando su padre llegó por la noche, le comunicó que habían encontrado a Torgeir Langaas. Su coche se había estrellado contra un árbol y todo apuntaba a que se trataba de un suicidio. Sin embargo, de Erik Westin seguían sin tener el menor rastro. Linda se preguntó si alguna vez llegaría a saber si el hombre a quien vio a la luz del sol ante la iglesia de Lestarp era Erik Westin. Y si sería él quien había estado husmeando en su coche. Eran preguntas que seguían sin respuesta.

Había una pregunta más que, no obstante, ella había logrado responder por sí misma. Las misteriosas palabras que leyó en el diario de Anna, «las bombas, los peligros»…, era tan sencillo, se dijo Linda, «mi padre, mi padre», para Anna no había nada más.

Linda y su padre estuvieron hablando hasta bien entrada la noche. La policía había empezado a reconstruir la vida de Erik Westin y halló una conexión con aquel pastor llamado Jim Jones y con su secta, que se entregó a la muerte en la selva de Guyana. Erik Westin era un ser extremadamente complejo cuya personalidad jamás podrían descifrar por completo. Pero, desde luego, no era un loco. La imagen que tenía de sí mismo y que se hacía patente en las «fotografías sagradas» que sus discípulos llevaban, era la de una persona humilde. Subyacía una lógica en su modo de pensar, por más que fuese una lógica retorcida y enferma. No era un loco, pero sí un fanático, dispuesto a hacer lo necesario para llevar a cabo aquello en lo que creía, dispuesto a sacrificar a seres humanos si lo consideraba preciso. Permitió que matasen a aquellos que amenazaban su gran plan y a quienes, según él, habían cometido crímenes que debían pagarse con la vida. Pero a todo buscaba respuesta en la Biblia. Ninguna acción debía acometerse sin antes haber encontrado una confirmación en los textos sagrados.

Erik Westin era un hombre desesperado que no creía ver más que maldad y decadencia a su alrededor. De este modo podían entenderlo, aunque nunca, claro está, justificar lo que hizo. A fin de evitar que aquello se repitiese, para que, en el futuro, pudiesen identificar con más facilidad a las personas dispuestas a estallar como bombas humanas, para evitar que aquello volviese a ocurrir, no debían cometer el error de calificar a Erik Westin como un loco. Pues no lo era, sostenía el padre de Linda.

En realidad, no había mucho más que decir. Todos aquellos que iban a llevar a cabo las bien planeadas explosiones en las catedrales esperaban una sentencia y la extradición a sus respectivos países, la policía de todo el mundo buscaba a Erik Westin y el otoño traería por fin las heladas y los vientos fríos del noreste.

Estaban a punto de irse a dormir cuando sonó el teléfono. Kurt escuchó en silencio e hizo unas preguntas. Cuando colgó, Linda no quiso preguntarle qué había sucedido. Vio que el llanto asomaba a los ojos de su padre, que le comunicó que Sten Widén acababa de fallecer. Quien llamaba era una de sus mujeres, tal vez la última con la que había compartido su vida. Ella le había prometido que llamaría a Kurt Wallander y le diría que todo había pasado ya y que «había ido bien».

—¿Qué ha querido decir con eso?

—Así solíamos hablar de la muerte Sten y yo, cuando éramos jóvenes. Como de algo a lo que había que enfrentarse, como una lucha. Aunque no hubiese más que un resultado posible, uno podía agotar a la muerte de modo que a ésta sólo le quedaran fuerzas para asestar una última estocada. Así acordamos que sería la muerte para nosotros, algo que tendríamos que superar y que debía «ir bien».

Linda se dio cuenta de que estaba muy triste.

—¿Quieres que hablemos de ello?

—No —negó su padre—. El dolor por la ausencia de Sten es algo que puedo sufrir yo solo.

Permanecieron sentados aún unos minutos, en silencio. Sin mediar palabra, su padre se fue a la cama. Tampoco durante la noche del martes Linda durmió mucho. La pasó pensando en todas aquellas personas que, en el nombre de Dios, estaban dispuestas a inmolarse y a dinamitar unas iglesias que odiaban. De lo que tanto su padre como Stefan Lindman le habían contado, y de lo que había leído en los periódicos, se deducía que aquellos hombres y mujeres no eran, en absoluto, unos monstruos. Su manera de comportarse era humilde. Aludían constantemente a la bondad de su empresa, que consistía en preparar, de una vez por todas, el camino hacia el verdadero Reino de Dios en la Tierra.

Podía esperar un día. Ni uno más. De modo que, la mañana del 11 de septiembre, una mañana fría y de mucho viento, se encaminó a la comisaría tras una noche que había dejado la huella de la primera helada. Se probó el uniforme y firmó la retirada del resto de su equipo. Después, estuvo hablando durante una hora con Martinson, que le entregó su primera hoja de servicio. Tenía libre el resto del día, pero no quería pasarlo sola en el apartamento de Mariagatan, de modo que se quedó en la comisaría.

Hacia las tres de la tarde, se sentó en el comedor a tomarse un café con Nyberg, que había ido a sentarse con ella por iniciativa propia, resuelto a mostrar su lado más amable. Tras unos minutos entró Martinson y, poco después, su padre. Martinson encendió el televisor.

—Parece que ha ocurrido algo en Estados Unidos —anunció Martinson.

—¿El qué? —preguntó Linda.

—No lo sé. Ahora lo veremos.

La imagen del reloj en la pantalla: una emisión especial de los servicios informativos. Cada vez acudían más agentes al comedor. Cuando la emisión comenzó por fin, la sala estaba casi llena.

Epílogo
Una chica en el tejado

La alarma se recibió en la comisaría poco después de las siete de la tarde del viernes 23 de noviembre. Linda, que aquella tarde patrullaba con el agente Ekman, recibió el aviso. Acababan de poner paz en una disputa familiar en Svarte y ya iban de regreso a Ystad. Una joven había trepado hasta el tejado de un bloque de pisos de alquiler cercano a la entrada oeste de la ciudad y amenazaba con saltar. Por si fuera poco, iba armada de una escopeta de perdigones. Quien dirigía la operación quería que acudieran rápidamente más coches al lugar. Ekman encendió las luces giratorias y pisó el acelerador.

Cuando llegaron, observaron que ya se habían congregado muchos curiosos en torno al edificio. Varios focos de gran potencia iluminaban a la chica, que, en efecto, estaba sentada sobre el tejado con una escopeta en la mano. Sundin, que era el responsable de hacer bajar a la chica, expuso a Ekman y a Linda la situación. Los servicios de salvamento habían llevado una escalera mecánica, pero la chica amenazó con saltar si la extendían hasta el tejado.

La situación estaba muy clara. La chica tenía dieciséis años y se llamaba Maria Larsson. Había recibido tratamiento hospitalario por problemas psíquicos en varias ocasiones. Vivía con su madre, que era alcohólica. Precisamente aquella tarde habían discutido por algo. Maria llamó a la puerta de un vecino y, en cuanto éste le abrió, ella se precipitó al interior del apartamento y echó mano de la escopeta y de los perdigones, pues sabía dónde los guardaba el hombre. Por supuesto, el inquilino del apartamento tendría que vérselas con las autoridades, ya que a todas luces no había custodiado debidamente el arma.

Pero ahora lo más urgente era salvar a Maria. En primer lugar, había amenazado con saltar, después con pegarse un tiro; luego, una vez más, con saltar y dispararle a quien intentase acercarse a ella. Su madre presentaba tal estado de embriaguez que no podían contar con su ayuda. Además, existía el riesgo de que empezase a gritarle a su hija, con lo que la induciría a cumplir sus amenazas.

Varios policías habían intentado ya hablar con la muchacha a través de una trampilla que había a unos veinte metros del lugar en que ella se encontraba, junto al canalón. En aquel preciso momento, un sacerdote se esforzaba por hacerla entrar en razón pero, al ver que la joven dirigía el arma contra él, el sacerdote se agachó enseguida. Todos se afanaban febrilmente por localizar a alguna amiga de Maria que pudiese hacerla desistir de su propósito. Nadie dudaba de que la joven estaba lo bastante desesperada como para cumplir sus amenazas.

Linda tomó prestados unos prismáticos y los dirigió hacia la chica. Desde el preciso instante en que recibió la alarma, pensó en la ocasión en que ella misma estuvo a punto de dejarse caer desde el puente. Cuando vio a Maria temblando sentada en el tejado, sus manos convulsas aferradas a la escopeta y su rostro cubierto de llanto helado, sintió que estaba viéndose a sí misma. A sus espaldas oía discutir a Sundin, a Ekman y al sacerdote. Todos estaban desorientados. Linda dejó los prismáticos y se volvió hacia los tres hombres.

—Deja que yo hable con ella —propuso la agente en prácticas.

Sundin sacudió la cabeza con expresión vacilante.

—Yo me vi en la misma situación hace ya tiempo. Además, es posible que a mí me escuche, puesto que no soy mucho mayor que ella.

—No puedo permitir que corras ese riesgo. Aún no estás preparada para saber qué conviene decir y qué no, en una situación de este tipo. Además, el arma está cargada y la chica parece desesperada, por lo que puede empezar a disparar en cualquier momento.

—Deja que lo intente —sugirió el anciano sacerdote con voz decidida.

—Yo estoy de acuerdo —intervino Ekman.

Sundin seguía dudando.

—¿No sería mejor, de todos modos, que antes llamases a tu padre para preguntarle?

Linda se puso fuera de sí.

—Él no tiene nada que ver con esto. Es asunto mío y sólo mío. Y de Maria Larsson.

Al final, Sundin cedió. Sin embargo, Linda no pudo subir al desván para pasar al tejado por la trampilla hasta que no se hubo equipado con un chaleco antibalas y un casco. Ella se dejó puesto el chaleco, pero se quitó el casco antes de asomar la cabeza por la trampilla. La chica había oído el entrechocar de las tejas y, cuando Linda miró hacia donde estaba la joven, comprobó que sostenía la escopeta con ambas manos, dispuesta a disparar. Linda se agachó.

—¡No te acerques! —gritó la chica—. Si lo haces, dispararé antes de saltar.

—Tranquila —respondió Linda—. Me quedaré aquí, no pienso moverme de donde estoy, pero ¿me dejarás que hable contigo?

—¿Y qué tienes que decirme tú?

—¿Por qué haces esto?

—Porque quiero morir.

—Sí, yo también deseé morir una vez. Eso es lo que quería contarte.

La chica no contestó. Linda aguardó un instante, antes de contarle su propia experiencia sobre la barandilla de un puente, qué la había empujado a hacer tal cosa y quién logró hacerla bajar de allí y desistir de su propósito.

—¿Y eso qué tiene que ver conmigo? Mi historia terminará ahí abajo, en la calle. Vete de aquí y déjame en paz.

Linda, desconcertada, se preguntó qué hacer. Creía que su historia la haría recapacitar, pero ahora veía que había sido una ingenua. «He visto morir a Anna», recordó. «Pero más importante fue ver la alegría que sintió Zebran por seguir con vida.»

De modo que decidió seguir hablando con Maria.

—Quisiera darte una razón para vivir —le dijo.

—No hay ninguna.

—Dame el arma y ven aquí. Hazlo por mí.

—¡Pero si no me conoces!

—No, pero yo también me vi en una situación similar. Y te aseguro que aun hoy tengo pesadillas, a menudo, en las que de verdad me dejo caer desde el puente y me veo morir.

—Cuando estás muerta dejas de tener pesadillas. Yo no quiero vivir.

Así fueron avanzando y retrocediendo en la conversación. Tras un lapso de tiempo que Linda no fue capaz de determinar, puesto que el tiempo parecía haberse detenido tan pronto como asomó la cabeza por la trampilla, notó que la chica empezaba a interesarse de verdad por la conversación. Hablaba con voz más sosegada, menos estridente. Ya era un primer paso. Ahora empezaría a tenderle a Maria un salvavidas invisible. Pero nada dio por seguro hasta que la propia Linda, agotadas ya todas las palabras, empezó a llorar. Entonces capituló Maria.

—Quiero que apaguen los focos. No quiero ver a mi madre. Sólo quiero verte a ti. Y tampoco quiero bajar todavía.

Linda vaciló un instante. ¿No sería una trampa? ¿Habría decidido saltar cuando apagasen los focos?

—¿Y por qué no vienes conmigo ahora?

—Quiero estar a solas. Sólo serán diez minutos.

—¿Para qué?

—Para ver cómo me siento después de haber decidido que quiero seguir viva.

Linda bajó. Apagaron los focos y Sundin empezó a controlar el tiempo en su reloj. De repente, los dramáticos sucesos de los primeros días de septiembre le sobrevinieron con violenta vivacidad. Se había sentido profundamente aliviada cuando empezó a trabajar, y su nuevo apartamento la tenía tan ocupada que no había tenido ocasión de reflexionar sobre aquellos tremendos hechos. Lo más importante, pese a todo, había sido el tiempo compartido con Stefan Lindman. Habían empezado a salir en su tiempo libre y, poco a poco, a mediados de octubre, Linda comprendió que no era ella la única que se había enamorado. Ahora, mientras trataba de distinguir la figura de la chica que había decidido seguir viviendo, sintió que había llegado el momento de enterrar en el pasado cuanto había sucedido.

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