Antes de que los cuelguen (31 page)

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Authors: Joe Abercrombie

—Eso parece —Glokta bajó lentamente el catalejo—. Y desde luego se lo va a ganar.

Un ciego guiando a otros ciegos

Encajado entre el barril del agua y un saco de pienso para caballos, el Primero de los Magos yacía retorcido en el carro, tumbado sobre su espalda y con un rollo de cuerda a modo de almohada. Logen nunca le había visto tan avejentado, tan flaco, tan débil. Respiraba con dificultad y su piel, pálida y salpicada de manchas, se tensaba en torno a sus huesos bañada en sudor. De vez en cuando temblaba, se revolvía y musitaba extrañas palabras mientras sus ojos parpadeaban como si fuera un hombre atrapado en una pesadilla.

—¿Qué le ha pasado?

Quai bajó la vista.

—Siempre que se recurre al Arte se toma prestado del Otro Lado, y lo que se toma prestado ha de devolverse. Conlleva riesgos, incluso para un maestro. Tratar de cambiar el mundo con el pensamiento... qué arrogancia —las comisuras de sus labios se curvaron hacia arriba esbozando una sonrisa—. Puede que haya pedido prestado con excesiva frecuencia. Cada vez que se toca el mundo inferior, se deja atrás parte de uno mismo...

—¿Atrás? —masculló Logen mirando al anciano que se convulsionaba en la carreta. No le gustaba la forma de hablar de Quai. No le parecía que fuera cosa de risa encontrarse perdido en medio de ninguna parte sin tener la más mínima idea de adonde se dirigían.

—Quién me iba a decir que alguna vez vería al Primero de los Magos tan indefenso como un bebé —susurró Quai posando una mano en el pecho de Bayaz—. Su vida pende de un hilo. Si ahora alargara mi mano... esta mano tan débil... podría matarle.

Logen frunció el ceño.

—¿Para qué ibas a querer hacer eso?

Quai alzó la vista y le dirigió una sonrisa enfermiza.

—¿Para qué iba a querer hacerlo alguien? Hablaba por hablar —y, acto seguido, apartó la mano.

—¿Cuánto tiempo permanecerá así?

El aprendiz se recostó en el carro y miró al cielo.

—No hay forma de saberlo. Quizás unas cuantas horas. O quizás para siempre.

—¿Para siempre? —A Logen le rechinaron los dientes—. ¿Qué será de nosotros entonces? ¿Tienes idea de adonde nos dirigimos? ¿O por qué? ¿O de lo qué tenemos que hacer cuando lleguemos a nuestro destino? ¿Nos damos la vuelta?

—No —el rostro de Quai se volvió tan afilado como la hoja de una espada. Mucho más afilado de lo que Logen jamás habría esperado de él—. Tenemos enemigos a nuestras espaldas. Darse ahora la vuelta sería más peligroso que seguir adelante. Continuamos.

Logen hizo una mueca de dolor y se frotó los ojos. Se sentía cansado, dolorido, enfermo. Se arrepentía de no haberle preguntado a Bayaz cuáles eran los planes cuando tuvo la ocasión. Puestos a ello, se arrepentía de haber dejado el Norte. Ya habría encontrado la manera de ajustar cuentas con Bethod, y así podría haber muerto en un lugar conocido a manos de gentes a las que comprendía.

No sentía ningún deseo de liderar el grupo. En tiempos había ansiado obtener fama, y gloria, y respeto, pero el precio que había tenido que pagar por todo ello había sido muy alto y a la postre habían resultado ser unos premios bastante insustanciales. Muchos hombres se habían puesto en sus manos, y él los había guiado por una ruta dolorosa y sangrienta que conducía directamente al barro. Ya no tenía ambiciones. A la hora de tomar decisiones, estaba maldito.

Se quitó las manos de los ojos y echó un vistazo a su alrededor. Bayaz seguía musitando sumido en su sueño febril. Quai contemplaba con desgana las nubes. Luthar estaba de espaldas a los demás con la mirada clavada en el fondo del desfiladero. Ferro estaba sentada en una roca, limpiando con un trapo su arco y mirándole con cara de pocos amigos. Pielargo, que, como cabía esperar, había vuelto a aparecer en cuanto pasó el peligro, se encontraba un poco apartado de los demás sonriendo satisfecho. Logen hizo una mueca de desesperación y exhaló un prolongado suspiro. No quedaba más remedio. No había más candidatos.

—Está bien, nos dirigiremos hacia el puente ese de Aulcus y luego ya veremos.

—No es una buena idea —le replicó Pielargo acercándose al carro y echando un vistazo a su interior—. No es una buena idea en absoluto. Ya se lo advertí al patrón antes de su... percance. La ciudad está desierta, arrasada, en ruinas. Es un lugar devastado, destruido, peligroso. Es posible que el puente siga en pie, pero según algunos rumores...

—Aulcus era lo planeado, así que me parece que eso es lo que haremos.

Pielargo siguió a lo suyo, como si no le hubiera oído.

—En mi opinión sería preferible regresar a Calcis. Todavía nos falta más de la mitad del camino para llegar a nuestro destino y tenemos víveres y agua de sobra para el viaje de vuelta. Con un poco de suerte...

—¿No le pagaron por el viaje completo?

—Bueno, esto, claro que sí, pero...

—Aulcus.

El Navegante pestañeó.

—En fin, ya veo que está usted decidido. Salta a la vista que la determinación, el arrojo y la energía se cuentan entre sus dones, pero, aunque esté mal que yo lo diga, entre los míos se cuentan la cautela, la sabiduría y la experiencia, y no me cabe absolutamente ninguna duda de que...

—Aulcus —gruñó Logen.

Pielargo se quedó con la boca entreabierta. Luego la cerró de golpe.

—De acuerdo. Seguiremos la ruta que regresa a la llanura y tiraremos hacia el oeste en dirección a los tres lagos. Aulcus se encuentra en su cabecera, pero el viaje es largo y peligroso, sobre todo ahora que el invierno se está echando encima. Creo que deberíamos...

—Solucionado —Logen se dio la vuelta sin dar ocasión a que el Navegante dijera nada más. Aquélla era la parte más fácil. Sorbió entre dientes y se dirigió hacia donde estaba Ferro.

—Bayaz está... —trató de dar con la expresión correcta— ...fuera de combate. Y no sabemos por cuánto tiempo.

Ferro asintió con la cabeza.

—¿Seguimos adelante?

—Hummm... supongo que sí... ése era el plan.

—Muy bien —se puso de pie encima de la roca y se echó el arco al hombro—. Entonces será mejor que nos pongamos en marcha.

Más fácil de lo que había esperado. Demasiado fácil, quizás. Se preguntó si no estaría pensando otra vez en fugarse. La verdad era que él mismo se lo había planteado.

—Ni siquiera sé adónde vamos.

Ferro soltó un resoplido.

—Yo nunca sé adónde voy. Y, si quieres saber mi opinión, te diré que me parece una mejora que asumas tú el mando —hizo ademán de dirigirse hacia los caballos—. Nunca me he fiado de ese calvo de mierda.

Ya sólo quedaba Luthar. Seguía de espaldas a todos, con los hombros caídos y un aspecto que daba pena verlo. Logen se fijó en que los músculos de sus sienes se movían sin parar.

—¿Se encuentra bien?

Luthar apenas pareció oírlo.

—Quería luchar. Quería, y sabía cómo hacerlo, incluso tenía la mano en mis aceros —golpeó con rabia la empuñadura de una de sus espadas—. Pero me sentía tan impotente como un maldito bebé. ¿Por qué no he sido capaz de moverme?

—¿Se trata de eso? Por los muertos, muchacho, eso es algo que le pasa a mucha gente la primera vez.

—¿De veras?

—Más de lo que se imagina. Por lo menos no se ha cagado encima.

—¿Se quedó usted paralizado la primera vez?

Logen frunció el ceño.

—No, yo no. Matar me resulta muy fácil. Siempre ha sido así. Créame, tiene suerte.

—¿Y si me matan por no ser capaz de reaccionar?

—Bueno —tuvo que reconocer Logen—, ese riesgo existe —Luthar agachó todavía más la cabeza y Logen le dio una palmada en el brazo—. ¡Pero no le han matado! ¡Animo, muchacho, tiene suerte! ¿Acaso no sigue vivo? —Luthar asintió con gesto apesadumbrado. Logen le rodeó el hombro con el brazo y lo condujo hacia los caballos—. Y además tiene la posibilidad de hacerlo mejor la próxima vez.

—¿La próxima vez?

—Claro. Siempre puede intentar hacerlo mejor la próxima vez. En eso consiste la vida.

Logen, entumecido y dolorido, volvió a montar en la silla. Entumecido de tanto cabalgar, dolorido por el combate en el desfiladero. Un pedazo de roca le había golpeado en la espalda y había recibido un fuerte puñetazo en un lado de la cabeza. Podía haber sido peor.

Echó un vistazo a los demás. Estaban montados, mirándole. Cuatro rostros, a cual más diferente, pero todos ellos luciendo poco más o menos la misma expresión. La de quien aguarda órdenes. ¿Por qué demonios pensaba la gente que él tenía respuesta para todo? Tragó saliva e hincó las espuelas.

—En marcha.

La estratagema del Príncipe Ladisla

—Se lo digo en serio, no debería pasar tanto tiempo aquí, coronel West —Pike dejó un momento su martillo. La luz anaranjada de la forja se reflejaba en sus ojos, que relucían en medio de su rostro desfigurado—. Va a dar lugar a habladurías.

La cara de West se contrajo en una sonrisa nerviosa.

—Es el único sitio caliente en todo el maldito campamento —era cierto, pero poco tenía que ver con la verdadera razón de su presencia allí. Era el único sitio en todo el maldito campamento donde nunca irían a buscarle: los hombres hambrientos, los hombres congelados, los hombres sin agua, o sin armas, o sin la más mínima idea de qué demonios hacían ahí. Los hombres que habían muerto de frío o a causa de alguna enfermedad y que había que enterrar. Ni siquiera los muertos parecían capaces de arreglárselas sin contar con West. Todo el mundo le necesitaba, de día y de noche. Todo el mundo menos Pike, su hija y el resto de los presidiarios. Eran los únicos que parecían ser capaces de valerse por sí mismos, y, por eso, su forja se había convertido en su refugio. Un refugio ruidoso, abarrotado y humeante, pero muy grato a pesar de todo. Lo prefería mil veces a tener que estar con el Príncipe y su Estado Mayor. Aquí, rodeado de criminales, se respiraba una atmósfera más... decente.

—Ya está usted otra vez en medio, coronel —Cathil le apartó. En su mano enguantada sostenía unas tenazas que apretaban la hoja de un cuchillo al rojo vivo. Con gesto ceñudo, la metió en agua y se puso a darle vueltas mientras el vapor se alzaba silbante a su alrededor. West observaba sus movimientos ágiles y diestros, las perlas de humedad acumuladas en su nervudo brazo, la parte de atrás de su cuello, sus cabellos oscuros, en punta a causa del sudor. Ahora le costaba trabajo creer que en un primer momento la hubiera confundido con un chico. Puede que manejara el metal con la misma destreza que cualquiera de los hombres, pero la forma de su cara, y no digamos ya su pecho, su cintura o la curvatura de su trasero, eran inconfundiblemente femeninos.

Cathil giró la cabeza y le pilló mirándola.

—¿No tenía un ejército que mandar?

—Pueden pasarse diez minutos sin mí.

La muchacha sacó del agua la hoja fría y renegrida y la dejó caer en el montón que había junto a la piedra de afilar.

—¿Está seguro?

Puede que tuviera razón en eso. West respiró hondo, exhaló un suspiro y, bastante a su pesar, se dio la vuelta, cruzó la puerta de la cabaña y se aventuró a salir de nuevo al campamento.

Tras el calor de la fragua, el aire invernal le pellizcaba las mejillas, así que se levantó el cuello del abrigo, se rodeó el cuerpo con los brazos y comenzó a andar pesadamente por el camino principal. Cuando dejó atrás el fragor de la forja, se dio cuenta del silencio sepulcral que reinaba en el campamento de noche. Mientras se abría paso en medio de la oscuridad, oía el ruido del barro escarchado succionándole las botas, el áspero resuello de su aliento, el sonido apagado de la maldición de algún soldado en la lejanía. Se detuvo un momento y, cruzándose de brazos para darse calor, alzó la vista. El cielo estaba completamente despejado y las estrellas, una multitud de puntitos relucientes, se extendían en medio de la oscuridad como polvo brillante.

—Qué hermosura —se dijo.

—Uno acaba acostumbrándose.

Era Tresárboles, que se acercaba sorteando las tiendas, acompañado del Sabueso. Su rostro en sombra, una superficie en la que alternaban los pozos oscuros y los ángulos claros, parecía un acantilado iluminado por el claro de luna, pero, aun así, West se dio cuenta de que traía malas noticias. Ni en sus mejores momentos podría describirse al norteño como un tipo de aspecto cómico, pero ahora su gesto era verdaderamente tétrico.

—Bien hallado —dijo West en la lengua del Norte.

—¿Eso cree? Bethod se encuentra a cinco días del campamento.

De pronto West tuvo la sensación de que el frío le traspasaba el abrigo y le penetraba en la carne provocándole un estremecimiento.

—¿Cinco días?

—Eso si es que se ha estado quieto desde que lo vimos, lo cual no es muy probable. Lo de estarse quieto no va con Bethod. Si ha decidido marchar hacia el sur, puede que esté a sólo tres días. O a menos incluso.

—¿Con qué fuerzas cuenta?

El Sabueso se humedeció los labios y una nube de vaho se esparció por el aire gélido enmarcando su rostro afilado.

—Yo diría que unos diez mil, aunque puede que detrás vengan más.

La sensación de frío de West se acentuó.

—¿Diez mil? ¿Tantos?

—En torno a diez mil, sí. Siervos la mayoría.

—¿Siervos? ¿Infantería ligera?

—Ligera, sí, pero no como esa basura que tienen ustedes aquí —Tresárboles lanzó una mirada desdeñosa a las tiendas raídas y a los precarios fuegos que ardían en las chapuceras fogatas—. Las batallas han hecho de los siervos de Bethod unos soldados curtidos y sanguinarios, las interminables marchas les han vuelto tan resistentes como la madera. Se pueden pasar todo el día corriendo y aun así combatir al caer la tarde si es necesario. Hay arqueros, lanceros, y todos con gran experiencia.

—Y tampoco andan escasos de Caris —masculló el Sabueso.

—Ni mucho menos. Hombres provistos de sólidas cotas de malla y buenos aceros y, por si fuera poco, con caballos de sobra. También habrá Grandes Guerreros, eso es seguro. Bethod se trae lo más granado de sus fuerzas, y entre ellos habrá grandes jefes de clan. Eso, y gentes extrañas venidas del este. Salvajes de las tierras que quedan más allá de Crinna. Al norte habrá dejado desperdigados a algunos de sus muchachos para que sus amigos los persigan, y él se ha traído al sur a sus mejores guerreros para enfrentarse a la parte más débil de su ejército —juntando sus cejas, el viejo guerrero lanzó una mirada tétrica al destartalado campamento—. No se lo tome a mal, pero, si hay batalla, no tienen ustedes ninguna posibilidad de ganar.

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