Antes de que los cuelguen (63 page)

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Authors: Joe Abercrombie

—Hay pocos rincones en el mundo más oscuros que éste —Pielargo los adelantó en la entrada y comenzó a bajar de dos en dos los peldaños de la escalinata; Jezal le seguía saltando a la pata coja.

—¿Qué pasa? —gritó Ferro descolgándose el arco del hombro.

—¡Cabezas Planas! —rugió Nuevededos.

Ferro le miró sin comprender y el norteño sacudió la mano que tenía libre.

—¡A galope tendido!

Qué mala suerte que Jezal hubiera derrotado a Bremer dan Gorst y que Bayaz le hubiese elegido para aquel viaje demencial. Qué mala suerte que se le hubiese ocurrido aprender a manejar los aceros. Qué mala suerte que su padre quisiera que se alistara en el ejército en lugar de no hacer nada en la vida igual que sus dos hermanos. Y qué extraño que en su momento todo aquello pareciera una buena suerte. A veces no es tan fácil distinguirlas.

Jezal llegó dando tumbos hasta su caballo, se agarró a la empuñadura de la silla y se montó torpemente. Pielargo y Nuevededos ya estaban a lomos de sus monturas. Bayaz estaba metiendo el cayado en su sitio con mano temblorosa. A sus espaldas, desde algún lugar de la ciudad, llegó el tañido de una campana.

—Oh, vaya —dijo Pielargo escrutando con los ojos muy abiertos la multitud de estatuas—. Oh, vaya.

—Qué mala suerte —susurró Jezal.

Ferro le estaba mirando.

—¿Cómo?

—Nada —Jezal apretó los dientes y picó con las espuelas a su caballo.

La suerte no existía. No era más que la palabra que empleaban los idiotas para justificar las consecuencias de su propia imprudencia, de su egoísmo, de su estupidez. La mayor parte de las veces la mala suerte no era más que el resultado de unos planes mal trazados.

Y ahí estaba la prueba.

Había advertido a Bayaz de que en la ciudad había alguien más aparte de cinco pálidos imbéciles y ella. Le había advertido, pero nadie le había hecho caso. La gente sólo cree lo que quiere creer. Idiotas.

Mientras cabalgaba, observaba a los otros. Quai, sentado en el traqueteante carro, miraba al frente con los ojos entornados. Luthar contraía hacia atrás los labios enseñando los dientes y se aplastaba contra su caballo como un consumado jinete. Bayaz, con las mandíbulas encajadas y el semblante pálido y demacrado, aferraba las riendas con expresión tétrica. Pielargo miraba hacia atrás cada dos por tres con los ojos dilatados de espanto. Nuevededos resollaba, pegaba botes sobre la silla y empleaba más tiempo en mirar las riendas que en mirar el camino. Cinco idiotas y ella.

Oyó un gruñido y vio un bicho agazapado en un tejado bajo. Nunca había visto nada igual: una especie de simio cheposo, contrahecho y de miembros extremadamente largos. Pero los simios no arrojan lanzas. Siguió la trayectoria con la mirada y vio cómo impactaba con un ruido sordo en el lateral del carro y se quedaba clavada vibrando. Luego pasaron de largo y siguieron traqueteando por los surcos del camino.

Puede que ése hubiese fallado, pero en las ruinas que tenían por delante había muchos más bichos como aquél. Ferro los veía desplazarse por los sombríos edificios. Correteaban por los tejados, acechaban desde las ventanas destartaladas y desde los vanos vacíos de las puertas. Estuvo tentada de probar a lanzarles una flecha, pero, ¿de qué habría servido? Ahí afuera había montones de ellos. Cientos, al parecer. ¿De qué serviría acabar con uno si dentro de un momento ya los habrían dejado atrás? Sería malgastar una flecha.

De pronto una roca se estrelló a su lado y sintió que un fragmento pasaba zumbando y le rozaba el dorso de la mano. En su piel apareció una gota de sangre oscura. Ferro torció el gesto, agachó la cabeza y se pegó todo lo que pudo al traqueteante lomo de su montura. No, la suerte no existía.

Pero tampoco tenía sentido proporcionarles un blanco demasiado fácil.

Logen pensaba que los Shanka le quedaban ya muy atrás, pero, pasada la impresión que le había causado ver uno, la sorpresa se desvaneció. A esas alturas ya debería de saberlo. Son los amigos los que se quedan atrás. A los enemigos los tienes siempre pisándote los talones.

Por todas partes se oían campanas que resonaban entre las ruinas. El cráneo de Logen retumbaba con su clamor, que se introducía como una puñalada entre el restallar de los cascos de los caballos, el chirriar de la carreta y el zumbido del aire. Tañían a lo lejos, justo al lado, por delante, por detrás. Los edificios, grises sombras donde acechaba el peligro, pasaban desfilando a toda velocidad. Un objeto pasó volando delante de él, se estrelló contra las piedras y salió rebotado girando sobre sí. Una lanza. Oyó el zumbido de otra a sus espaldas y luego vio una más que caía con estrépito ante él. Tragó saliva, entornó los ojos para protegerse del viento que le daba en la cara y se esforzó por desterrar de su mente la imagen de una lanza clavándosele con un golpe seco en la espalda. Tampoco le costó demasiado, el mero hecho de mantenerse bien agarrado reclamaba toda su atención.

Ferro se había dado la vuelta en su silla para gritarle algo, pero sus palabras se perdieron en medio del estruendo general. Le respondió negando con la cabeza y ella señaló furiosa el tramo de camino que tenían delante. Entonces lo vio. Una grieta atravesaba el camino y avanzaba al galope hacia ellos. Logen abrió una boca casi igual de ancha y exhaló un gemido de espanto.

Tiró de las riendas justo a tiempo, y las pezuñas del caballo patinaron y resbalaron sobre las viejas losas, dando un brusco giro a la derecha. La silla de montar pegó un bandazo y Logen, babeando de miedo, se aferró a su montura. Los adoquines volaban por debajo convertidos en un simple borrón gris; a su izquierda, a unas pocas zancadas, veía pasar como una exhalación el borde del abismo, del que arrancaban numerosas grietas que avanzaban hacia el cuarteado camino. Sentía la presencia cercana de sus compañeros y los oía gritar, pero no conseguía distinguir lo que decían. Estaba demasiado ocupado bamboleándose, dando dolorosos botes y haciendo lo imposible por no caerse del caballo mientras susurraba una y otra vez:

—Sigo vivo, sigo vivo, sigo vivo...

De repente, atravesado en medio del camino, apareció un templo inmenso que conservaba intactos sus imponentes pilares y el colosal frontón de piedra que lo coronaba. El carro irrumpió en el templo entre dos de las columnas y el caballo de Logen se coló entre otras dos. Atravesaron una zona de sombra y de golpe se encontraron todos en un amplio vestíbulo a cielo abierto. La grieta se había tragado el muro de la izquierda, y la techumbre, si es que alguna vez la tuvo, hacía mucho que había desaparecido. Dando botes y sacudidas sobre su montura y casi sin aliento, Logen continuó galopando con los ojos clavados en un amplio arco que tenía justo delante, un cuadrado de luz que se abría en medio de la oscuridad de la piedra. Ahí estaba su salvación, se dijo para sí. Si lograban atravesarlo, podrían escapar. Si lograban atravesarlo...

No vio venir la lanza, tampoco la oyó, pero, aunque no hubiera sido así, poco podría haber hecho para esquivarla. En cierto modo tuvo suerte, porque no le acertó en la pierna por poco. Se hundió en la carne del caballo, lo cual, por supuesto, ya no fue una suerte. Oyó al caballo resoplar a la vez que se le doblaban las patas delanteras y, luego, salió despedido de la silla, con la boca abierta, pero sin producir sonido alguno, y vio cómo el suelo se abalanzaba hacia él. La dura piedra se estrelló contra su pecho y le vació los pulmones. Se golpeó la mandíbula contra el suelo y la cabeza se le inundó de una luz cegadora. Rebotó y salió rodando envuelto en un torbellino de extraños ruidos y luz resplandeciente. Finalmente se quedó parado de costado.

Yacía aturdido en el suelo, profería leves gruñidos, la cabeza le daba vueltas y los oídos le zumbaban: no sabía dónde estaba ni quién era. Y, de golpe, el mundo se recompuso de nuevo.

Alzó bruscamente la cabeza. Se había quedado a menos de una lanza del abismo. A lo lejos oía el sonoro rumor del agua que discurría por el fondo. Rodó de lado, y se alejó del caballo, que aún coceaba levemente mientras pequeños hilos de sangre oscura se abrían paso entre las ranuras de las piedras que tenía debajo. Vio a Ferro, con una rodilla en tierra, sacando flechas de su aljaba y disparándolas hacia los pilares por los que habían pasado hacía sólo un momento.

Había Shanka allí, montones de ellos.

—Mierda —gruñó Logen mientras reptaba de espaldas impulsándose por las polvorientas losas con los talones.

—¡Vamos! —gritó Luthar bajándose de su montura. Con la cara contraída en un gesto de dolor, comenzó a retirarse por el suelo polvoriento dando tumbos y saltando a la pata coja—. ¡Vamos!

Un Cabeza Plana que blandía un hacha enorme cargó contra ellos soltando un alarido. De pronto, pegó un salto y dio una vuelta en el aire con una de las flechas de Ferro hundida en la cara. Pero había más, muchos más, correteando agachados por entre los pilares con las lanzas listas para ser arrojadas.

—¡Son demasiados! —gritó Bayaz. El anciano alzó la vista y miró las enormes columnas y la gigantesca mole de piedra que tenían encima. Luego apretó con fuerza la mandíbula, y el aire a su alrededor empezó a reverberar.

—Mierda —con el equilibrio perdido, Logen avanzaba hacia donde estaba Ferro haciendo eses como un borracho. El vestíbulo entero parecía bambolearse y los latidos de su propio corazón le retumbaban en la cabeza. De pronto, oyó un ruido muy agudo y vio cómo uno de los pilares se resquebrajaba de arriba abajo, soltando una nube de polvo. Luego sonó una especie de chirrido sordo y la gran mole de piedra del frontón comenzó a desplazarse. Un par de Shanka alzaron la vista al caer sobre ellos una llovizna de piedrecillas y luego se pusieron a señalar hacia arriba y a farfullar atropelladamente.

Logen agarró a Ferro de la muñeca con todas sus fuerzas.

—¡Maldita sea! —bufó ella dejando caer la flecha que tenía en la mano al sentir el tirón de Logen, que estuvo a punto de caer y de arrastrarla consigo al suelo. Se irguió de nuevo y tiró de ella. Una lanza pasó zumbando a su lado, resbaló por las losas y se precipitó por el borde de la grieta. Se oía a los Shanka moverse, intercambiar bufidos y gruñidos: empezaban a atravesar en tropel los pilares y a acceder al vestíbulo.

—¡Vamos! —gritó de nuevo Luthar dando un par de pasos renqueantes hacia ellos y apremiándoles con señas para que le siguieran.

Logen se fijó en Bayaz. Estaba de pie, rígido, tembloroso, con los labios fruncidos hacia atrás y los ojos desorbitados. El aire vibraba y reverberaba a su alrededor y, debajo de sus pies, el polvo del suelo ascendía lentamente y se enroscaba en torno a sus botas. Se oyó un tremendo crujido y, al volver la cabeza, Logen vio caer en picado un inmenso bloque de piedra labrada. Se estrelló contra el suelo con un estruendo que hizo vibrar todo el pavimento, aplastando a un infortunado Shanka sin darle tiempo siquiera a gritar; una espada de filo serrado que se deslizó rebotando por el suelo y un copioso chorro de sangre oscura fueron los únicos signos de que alguna vez había existido. Pero venían más. A través del polvo que flotaba en el aire, se distinguían sus oscuras siluetas, cargando con las armas en alto.

De pronto, uno de los pilares se partió en dos. Se dobló y osciló con absurda lentitud, despidiendo fragmentos que volaban por el vestíbulo. La enorme mole de piedra que sostenía empezó a agrietarse y se inclinó hacia abajo, arrojando bloques del tamaño de una casa. Logen se dio la vuelta y, arrastrando consigo a Ferro, se lanzó de bruces al suelo, se aplastó contra las losas, cerró con fuerza los ojos y se cubrió la cabeza con las manos.

Se oyó entonces una detonación, el estampido más atronador que Logen había oído en su vida. La tierra rugió y gimió torturada, como si el mundo entero se le estuviera cayendo encima. Tal vez fuera lo que estaba ocurriendo. Bajo su cuerpo, el suelo dio una sacudida y retembló. Hubo otro estallido ensordecedor, luego un prolongado estrépito, después un suave repicar y finalmente algo parecido al silencio.

Logen dejó de apretar la mandíbula y abrió los ojos. El aire estaba lleno de punzantes motas de polvo, pero el tacto le decía que estaba tumbado en una especie de pendiente. Tosió y trató de moverse. La piedra que tenía debajo del pecho emitió un agudo chirrido y se desplazó un poco, inclinándose aún más. Logen soltó un grito ahogado y se aplastó contra la superficie, aferrándose a la piedra con las puntas de los dedos. Seguía agarrando con una mano el brazo de Ferro y sintió que los dedos de ella se cerraban con fuerza alrededor de su muñeca. Giró lentamente la cabeza para echar un vistazo y se quedó helado.

Los pilares habían desaparecido. El vestíbulo había desaparecido. El propio suelo había desparecido. La inmensa grieta se lo había tragado todo y ahora se abría justo debajo de donde estaban. Al fondo, a lo lejos, el agua bufaba y embestía con furia las ruinas destrozadas. La boca de Logen se abrió; apenas podía dar crédito a lo que veían sus ojos. Estaba tumbado de lado sobre una enorme losa de piedra, que hasta hacía un momento había formado parte del pavimento, pero que ahora oscilaba sobre el borde de un precipicio vertiginoso.

Los dedos morenos de Ferro se aferraban a su muñeca, su manga desgarrada estaba recogida a la altura del codo, los tendones se destacaban en su antebrazo debido al esfuerzo. Un poco más allá, Logen alcanzaba a ver su hombro y luego su cara, contraída por la tensión. El resto era invisible: colgaba al otro lado del borde de la losa, suspendido sobre el abismo.

—Chisss —siseaba Ferro. Sus ojos amarillos estaban dilatados y con el brazo que tenía libre daba manotazos buscando un punto de apoyo en la lisa superficie de la pendiente. De pronto, un trozo de piedra se desgajó del borde cuarteado de la losa y Logen lo oyó caer tintineando y rebotando por la tierra quebrada.

—Mierda —susurró sin apenas atreverse a respirar. ¿Cómo iban a salir de ésa? Dígase una cosa de Logen Nuevededos: no tiene suerte.

Arrastró la mano que tenía libre por la superficie picada de la piedra hasta que dio con un pequeño resalto al que agarrarse. Luego se fue aupando centímetro a centímetro hacia el otro extremo del bloque. Flexionó el brazo y empezó a tirar de la muñeca de Ferro.

Sonó un chirrido estremecedor y el suelo que tenía debajo se inclinó lentamente hacia arriba. Logen soltó un gimoteo y se aplastó contra la losa para intentar detenerla. Se produjo una sacudida escalofriante y se le metió un poco de polvo en la cara. La piedra rechinó y la losa se balanceó suavemente hacia el lado contrario. Se quedó inmóvil, resollando. No se podía ir ni para arriba ni para abajo.

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