Antes de que los cuelguen (61 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Luthar, con gesto nervioso, echó un vistazo al agua atronadora, preguntándose sin duda si no sería más bien allí abajo donde encontraría su tumba.

—¿Está seguro de que resistirá?

—En los Viejos Tiempos aguantaba el paso de miles de personas al día. Decenas de miles. Caballos y carretas, ciudadanos y esclavos, que fluían incesantemente en uno y otro sentido de día y de noche. Aguantará —Ferro observó cómo las pezuñas del caballo de Bayaz se posaban con un golpe metálico en el puente.

—Ciertamente este Creador era un hombre... dotado de muy notables dones —murmuró el Navegante espoleando a su caballo para se pusiera en marcha.

Quai hizo restallar las riendas.

—Vaya si lo era. Y de ellos ya no queda ni rastro en el mundo.

Nuevededos fue el siguiente y luego le siguió Luthar, que no parecía tenerlas todas consigo. Ferro, en cambio, permanecía inmóvil bajo la lluvia mirando con gesto ceñudo el puente, el carro, a los cuatro caballos y a los cuatro jinetes. No le gustaba todo aquello. Ni el río ni el puente ni la ciudad. Conforme avanzaban, la sensación de que se trataba de una trampa no había hecho sino incrementarse y ahora ya estaba plenamente convencida de ello. Nunca debería haber hecho caso a Yulwei. Nunca debería haber dejado el Sur. Qué demonios hacía ella en aquella desolación gélida, húmeda y desértica con una cuadrilla de pálidos impíos.

—Yo no pienso pasar por ese bicho —dijo.

Bayaz se dio la vuelta para mirarla.

—¿Es que tienes pensado cruzar volando? ¿O simplemente piensas quedarte a ese lado?

Se echó para atrás en la silla y se cruzó de brazos.

—Puede que lo haga, sí.

—Tal vez sea preferible discutir el asunto una vez que hayamos cruzado la ciudad —murmuró el Hermano Pielargo, volviendo la vista atrás y lanzando una mirada nerviosa a las calles desiertas.

—Tiene razón —terció Luthar—. En este lugar se respira una atmósfera maligna...

—A la mierda con todos y con sus atmósferas —gruñó Ferro—. ¿Por qué tengo que cruzarlo? ¿Qué es exactamente eso que hay al otro lado del río que puede serme tan útil? Me prometió venganza, viejo pálido, y lo único que me ha dado han sido mentiras, lluvia y mala comida. ¿Por qué habría de dar un solo paso más en su compañía? ¡Dígame!

Bayaz torció el gesto.

—Mi hermano Yulwei te ayudó en el desierto. De no haber sido por él, estarías muerta. Le diste tu palabra...

—¿Mi palabra? ¡Ja! La cadena de una palabra es muy fácil de romper, anciano —y, acto seguido, adelantó las muñecas y luego las separó bruscamente—. Ya está. Ya me he liberado de mi palabra. ¡No prometí aceptar que se me convirtiera en una esclava!

El Mago dejó escapar un prolongado suspiro y luego se echó hacia delante sobre su montura.

—Bastante complicada es la vida para que encima vengas tú a poner también tu granito de arena. Dime, Ferro, ¿por qué ese empeño en poner las cosas más difíciles de lo que ya son?

—Tal vez Dios tuviera algún propósito al hacerme como soy, pero no sé cuál es. ¿Qué es la Semilla?

Directamente al grano. El ojo del anciano pálido pareció palpitar al oírle pronunciar esa palabra.

—¿La Semilla? —masculló desconcertado Luthar.

Bayaz frunció el ceño al ver los gestos de asombro de sus compañeros.

—Puede que fuera mejor no saberlo.

—No me vale. Si vuelve a quedarse dormido una semana entera, quiero saber qué es lo que estamos haciendo y por qué.

—Ya estoy del todo recuperado —repuso Bayaz, pero Ferro sabía que mentía. No había ni una sola parte de su cuerpo que no pareciera más encogida, más avejentada y más débil de lo que estaba antes. Puede que hubiera estado despierto y hablando, pero no estaba ni mucho menos recuperado. Iba a tener que encontrar un argumento más sólido que ése si quería camelarla—. No volverá a pasar, puedes estar segura de...

—Se lo voy a preguntar otra vez, a ver si al fin obtengo una respuesta clara. ¿Qué es la Semilla?

Bayaz se la quedó mirando fijamente, y ella le sostuvo la mirada.

—Muy bien. Nos sentaremos bajo la lluvia y charlaremos un rato sobre la naturaleza de las cosas —y, dicho aquello, sacó al caballo del puente hasta dejarlo a menos de una zancada de la entrada, y, luego, sonrió como si se sintiera muy aliviado de poder compartir al fin una pesada carga—. La Semilla es el nombre con el que se conoce una cosa que Glustrod extrajo de las entrañas de la tierra. Es el instrumento que empleó para hacer todo esto.

—¿Esto? —gruñó Nuevededos.

—Todo esto —y, a continuación, el Mago señaló con el brazo la devastación que se extendía a su alrededor—. La Semilla convirtió la ciudad más grandiosa del mundo en un montón de ruinas y asoló la tierra que la rodea por toda la eternidad.

—¿Entonces es un arma? —murmuró Ferro.

—Es una piedra —terció de repente Quai, agazapado dentro del carro y sin mirar a nadie—. Una roca del mundo inferior. Que los diablos dejaron atrás, enterrada, cuando Euz los expulsó de nuestro mundo. Es el Otro Lado encarnado. La sustancia primigenia de la magia.

—En efecto —susurró Bayaz—. Felicidades, maese Quai. Ya veo que en un tema al menos no es usted un perfecto ignorante. ¿Y bien, Ferro? ¿Te vale con esa respuesta?

—¿Una simple roca hizo todo esto? —Nuevededos no parecía demasiado contento—. ¿Para qué demonios la queremos?

—Creo que algunos de nosotros pueden imaginárselo —Bayaz miraba a Ferro a los ojos con una sonrisa enfermiza, como si supiera exactamente lo que pensaba. Tampoco era raro que lo supiera.

No era ningún secreto.

A Ferro todas esas historias sobre demonios, excavaciones y viejas ruinas empapadas le traían al fresco. Estaba demasiado ocupada imaginándose al Imperio de Gurkhul convertido en una tierra muerta. Su pueblo, borrado del mapa. Su Emperador, olvidado. Sus ciudades, reducidas a polvo. Su poder, un vago recuerdo. La mente de Ferro era un hervidero de imágenes de muerte y venganza. Una sonrisa asomó a su rostro.

—Bien —dijo—, ¿pero para qué me necesita?

—¿Quién ha dicho que me hagas tanta falta?

Ferro resopló con sorna.

—Dudo mucho que me hubiera aguantado tanto tiempo si no me necesitara.

—Muy cierto.

—¿Por qué me necesita entonces?

—Porque la Semilla no se puede tocar. El mero hecho de mirarla puede resultar dañino. Tras la caída de Glustrod, entramos con el ejército del Emperador en la ciudad devastada para ver si había supervivientes. No encontramos ninguno. Sólo horrores y ruinas y cadáveres; de éstos, tantos que no pudimos contarlos. Enterramos millares y millares en fosas de cien cada una que excavamos por toda la ciudad. Fue un trabajo muy largo y, cuando estábamos en ello, una compañía de soldados encontró un objeto extraño bajo las ruinas. Su capitán lo envolvió en su capa y se lo llevó a Juvens. Antes de que cayera la noche, el hombre se había marchitado y había muerto, y su compañía no corrió mejor suerte. Perdieron todo el cabello y sus cuerpos se consumieron. En menos de una semana aquellos cien hombres no eran más que cadáveres. Juvens, en cambio, no sufrió daño alguno —Bayaz señaló al carro—. Por eso fabricó Kanedias esa caja, y por eso la tenemos con nosotros. Para protegernos. Ninguno de nosotros está a salvo. Ninguno excepto tú.

—¿Por qué yo?

—¿Nunca te has preguntado por qué no eres como los demás? ¿Por qué no distingues los colores? ¿Por qué no sientes dolor? Tú eres lo mismo que eran Juvens y Kanedias. Lo mismo que era Glustrod. Lo mismo que el propio Euz, incluso.

—Sangre de demonio —murmuró Quai—. Maldita y bendita a un tiempo.

Ferro le lanzó una mirada asesina.

—¿Qué quiere decir?

—Tienes antepasados de la estirpe de los demonios —y una de las comisuras de los labios del aprendiz se curvó hacia arriba formando una sonrisa de complicidad—. Tal vez se remonte a los momentos más remotos de los Viejos Tiempos, o a antes incluso, pero el caso es que no eres del todo humana. Eres una reliquia. Conservas un pequeño vestigio de la sangre del Otro Lado.

Ferro abrió la boca para soltarle un insulto, pero Bayaz la interrumpió.

—Es un hecho incontestable, Ferro. No te habría traído si hubiese tenido la más mínima duda. Pero no debes intentar negarlo. Debes asumirlo. Es un raro don. Puedes tocar la Semilla. Tal vez seas tú la única capaz de hacerlo en todo el Círculo del Mundo. Sólo tú puedes tocarla y sólo tú puedes llevarla a la guerra —se inclinó hacia delante hasta pegarse a ella, y le susurró—: Pero sólo yo puedo hacerla arder. Con un calor capaz de convertir la totalidad de Gurkhul en un desierto. Con un calor capaz de reducir a cenizas a Khalul y a todos sus servidores. Con un calor de una intensidad tal que hasta tú misma sentirás que te has cobrado cuanta venganza necesitabas y más aún. ¿Vendrás ahora? —y, acto seguido, dio un chasquido con la lengua, apartó su caballo y lo condujo de nuevo hacia el puente.

Ferro miraba con gesto ceñudo la espalda del viejo pálido mientras cabalgaba detrás de él mordisqueándose el labio. Cuando se lo chupó, sintió un regusto a sangre. Sangre, sí, pero no dolor. No le hacía gracia creer en algo que le hubiera dicho el Mago, pero era innegable que ella no era igual a los demás. Recordaba que una vez pegó un mordisco a Aruf y éste le dijo que debía de haber tenido por madre a una serpiente. ¿Por qué no un demonio? A través de las ranuras del metal, contempló el agua que atronaba abajo a lo lejos y torció el gesto, pensando en su venganza.

—En realidad no importa qué sangre tengas —Nuevededos cabalgaba a su lado. Montando tan mal como siempre, mirándola y hablando con voz suave—. Los hombres se hacen a sí mismos, eso solía decirme mi padre. Y supongo que eso también es válido para las mujeres.

Ferro no le contestó. Tiró de las riendas y dejó que los demás se adelantaran. Mujer, demonio o serpiente, qué más daba. Lo único que le importaba era hacer daño a los gurkos. Su odio era intenso y estaba fuertemente enraizado. Le producía una sensación cálida y familiar. Era su más viejo amigo.

No podía confiar en nada más.

Ferro fue la última en salir del puente. Mientras los demás se encaminaban hacia la ciudad devastada, echó la vista atrás y miró las ruinas de las que venían, que asomaban desde la otra orilla semiocultas por el manto de lluvia.

—¡Chiss! —Dio un tirón a las riendas, se incorporó apoyándose en las espuelas y escrutó el paisaje que se extendía al otro lado de las tumultuosas aguas, repasando con la vista los cientos de ventanas, los cientos de umbrales, los cientos de grietas, huecos y espacios que se abrían en los muros semiderruidos.

—¿Qué has visto? —oyó que le preguntaba con inquietud Nuevededos.

—Algo —pero ya no veía nada. A lo largo del cuarteado muro de contención se agazapaban vacíos y silenciosos innumerables esqueletos de edificios.

—No queda nada vivo en este lugar —dijo Bayaz—. La noche está a punto de caer y por una vez creo que a mis pobres huesos no les vendría mal dormir bajo un techo que los proteja de la lluvia. Tus ojos te han engañado.

Ferro le miró con cara de pocos amigos. Sus ojos nunca la engañaban, fueran o no los ojos de un demonio. Había algo en la ciudad. Lo sentía.

Y los estaba vigilando.

Suerte

—Arriba, Luthar.

Los ojos de Jezal temblaron y se abrieron. Había tanta luz que apenas conseguía distinguir dónde estaba; soltó un gruñido, pestañeó y luego se hizo sombra con una mano. Alguien le sacudía el hombro. Nuevededos.

—Hay que ponerse en marcha.

Jezal se incorporó, tosió y volvió a pestañear. Un chorro de luz, saturado de motas de polvo en suspensión, entraba en la estrecha recámara y le daba de lleno en la cara.

—¿Dónde se han metido los demás? —dijo con la voz todavía adormilada.

El norteño volvió bruscamente su desgreñada cabeza hacia uno de los ventanales. Entornando los ojos, Jezal alcanzó a distinguir la figura del Hermano Pielargo: estaba de pie, mirando hacia el exterior con las manos enlazadas a la espalda.

—Nuestro amigo el Navegante está admirando las vistas. Los demás están fuera, ocupándose de los caballos y decidiendo la ruta. Pensé que no le vendría mal pasarse unos minutos más debajo de la manta.

—Gracias —Jezal alzó la vista a tiempo de ver que Nuevededos le arrojaba una galleta. Trató de cogerla, pero su mano mala seguía estando bastante torpe, y cayó al suelo. El norteño se encogió de hombros—. Un poco de polvo no le hará daño.

—Me imagino que no —Jezal la recogió, la limpió un poco con el dorso de la mano y le pegó un mordisco, poniendo mucho cuidado de emplear el lado bueno de la boca. Luego se quitó de encima la manta, se dio la vuelta y se levantó rígidamente del suelo.

Mientras daba unos pasos de prueba con los brazos estirados y sujetando la galleta con una mano, Logen le miraba.

—¿Qué tal va la pierna?

—Ha conocido tiempos peores —y también mejores. Al mantener tiesa la pierna herida, caminaba con una leve cojera, y siempre que apoyaba su peso sobre la rodilla y el tobillo, le dolía, pero al menos podía andar y cada mañana iba a mejor. Al llegar al tosco muro de piedra, cerró los ojos y aspiró una bocanada de aire. Era tal el gozo que le producía el simple hecho de poder mantenerse de pie otra vez, que no sabía si reír o llorar de felicidad.

—De ahora en adelante me sentiré agradecido por cada paso que pueda dar.

Nuevededos sonrió.

—Ese sentimiento suele durar uno o dos días, luego volverá a quejarse de la comida.

—No lo haré —dijo con firmeza Jezal.

—De acuerdo. Dejémoslo en una semana —se encaminó hacia la ventana que había al otro extremo de la recámara, proyectando una alargada sombra sobre el polvo del suelo—. Pero, entretanto, creo que debería echarle un vistazo a esto.

—¿A qué? —Jezal subió a la pata coja hasta el lugar donde estaba el Hermano Pielargo. Jadeando y sacudiendo un poco su pierna dolorida, se apoyó en una columna agujereada que había a un lado de la ventana. Luego alzó la vista y se quedó boquiabierto.

Debían de estar bastante altos. En la parte de arriba de una empinada ladera que daba a la ciudad. Suspendido en el cielo a la altura de los ojos de Jezal, el sol naciente, envuelto en la calima matinal, brillaba con una desleída tonalidad amarillenta. Por encima, el cielo lucía claro y pálido, con apenas unos pocos jirones de nubes blancas que permanecían casi inmóviles.

Incluso en ruinas, cientos de años después de su caída, la vista de Aulcus cortaba la respiración.

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