Read Antes de que los cuelguen Online
Authors: Joe Abercrombie
Su ceño se volvió luego hacia la cama. Odiaba las camas, los divanes, los almohadones. Las cosas blandas reblandecen; a ella no le hacían falta. Se recordaba tumbada en la oscuridad en un lecho blando el primer día de su esclavitud. Cuando no era más que una niña pequeña y débil. Se recordaba tumbada en la oscuridad y llorando porque estaba sola. Ferro se rascó con furia la costra hasta que sintió que la sangre comenzaba a brotar. Aborrecía a aquella niña débil y estúpida que se había dejado capturar. Despreciaba su recuerdo.
Pero su mirada más ceñuda se la reservaba a Nuevededos, que yacía de espaldas, con la cabeza inclinada hacia atrás, la boca abierta y los ojos cerrados, expulsando el aliento suavemente por la nariz y envuelto en unas mantas arrugadas de las que sobresalía uno de sus pálidos brazos, doblado en una postura bastante incómoda en apariencia. Dormía como un niño. ¿Por qué había follado con él? ¿Y por qué seguía haciéndolo? Jamás debería haberle tocado. Jamás debería haberle dirigido la palabra. No necesitaba a ese grandullón pálido, feo y estúpido.
No necesitaba a nadie.
Ferro no paraba de decirse que ella odiaba todo eso, y que ese odio jamás desaparecería. Pero por mucho que se pusiera de morros, por mucho que frunciera el ceño y se hurgara las costras, no le era fácil seguir sintiendo lo mismo. Miró la cama, la oscura madera que reflejaba la luz de las ascuas de la chimenea, las sombras que bailoteaban en las sábanas arrugadas. ¿A quién demonios le iba a importar que durmiera allí en vez de en el amplio y frío colchón de su habitación? La cama no era enemiga suya. Así que se levantó de la silla, dio unos pasos de puntillas y se metió dentro, de espaldas a Nuevededos, poniendo mucho cuidado en no despertarlo. No por respeto a él desde luego.
Simplemente no quería tener que dar explicaciones.
Sacudió los hombros y se movió de espaldas hacia él buscando el punto más cálido. Le oyó gruñir y luego sintió que se daba la vuelta. Contuvo la respiración y se preparó para salir de la cama de un salto. Nuevededos le rodeó el costado con un brazo, vertió su aliento caliente en su cuello y en sueños le masculló al oído unos sonidos ininteligibles.
La presión de su cuerpo, grande y cálido, ya no le producía la sensación de estar atrapada. El peso de su mano pálida posada suavemente sobre sus costillas y el pesado brazo que la rodeaba casi le producían una sensación... grata. Aquello hizo que torciera el gesto.
Ninguna cosa grata duraba mucho.
Así que deslizó su mano sobre el dorso de la de él, le palpó los dedos y el muñón del que le faltaba y luego entrelazó su mano con la suya e hizo como si se sintiera embargada de una sensación de seguridad y plenitud. ¿Qué tenía de malo? Agarró con fuerza la mano y se la apretó contra el pecho.
Porque sabía que no duraría mucho.
—Bienvenidos, caballeros. General Poulder, general Kroy. Bethod se ha retirado al Torrente Blanco y ya no es fácil que encuentre un terreno favorable para hacernos frente —Burr tomó aire con brusquedad y sus ojos abarcaron con una mirada grave a todos los presentes—. Es muy probable que mañana mismo entremos en combate.
—¡Espléndido! —exclamó Poulder dándose una palmada en el muslo con aplomo.
—Mis hombres están listos —murmuró Kroy alzando el mentón el centímetro reglamentario. Los dos generales, y los numerosos integrantes de sus respectivos Estados Mayores, se fulminaron con la mirada desde los extremos opuestos de la amplia tienda de Burr, cada uno de ellos tratando de superar a su homólogo en ardor guerrero. West sintió que se le fruncía el labio mientras los contemplaba. Dos pandillas de críos en el patio de un colegio no se habrían comportado de una forma más infantil.
Burr alzó las cejas y se volvió hacia sus mapas.
—Por suerte para nosotros, los arquitectos que diseñaron la fortaleza de Dunbrec realizaron también un estudio pormenorizado del territorio circundante. Tenemos la inmensa fortuna de contar con unos mapas extremadamente precisos. Lo que es más, hace poco un grupo de norteños se ha pasado a nuestro bando trayendo consigo una información muy exacta sobre las fuerzas de Bethod, sus posiciones y sus planes.
—¿Por qué habríamos de fiarnos de la palabra de una jauría de perros del Norte, que ni siquiera son leales a su propio Rey? —dijo desdeñoso Kroy.
—Si el Príncipe Ladisla se hubiera mostrado más dispuesto a escucharlos, señor —terció West—, puede que todavía se encontrara entre nosotros. Igual que la división que tenía a su mando —el general Poulder se rió entre dientes y sus gentes le imitaron. A Kroy, como cabía esperar, no le hizo tanta gracia. Lanzó una mirada asesina desde un extremo de la tienda, a la que West respondió con otra de una inexpresividad gélida.
Burr carraspeó y siguió adelante.
—Bethod tiene en sus manos la fortaleza de Dunbrec —la punta de su vara golpeó un hexágono negro—. Una posición desde la que se domina la única vía importante que sale de Angland, a la altura en que vadea el Flujo Blanco, nuestra frontera con el Norte. El camino se aproxima a la fortaleza por el oeste, atajando luego hacia el este atravesando un amplio valle que se abre entre dos boscosas cadenas montañosas. El grueso de las tropas de Bethod acampa en las cercanías de la fortaleza, pero tiene la intención de lanzar un ataque hacia el este siguiendo el camino tan pronto como aparezca nuestro ejército —la vara de Burr recorrió como una cuchillada la línea oscura arrancando un zumbido al grueso papel—. El valle por el que discurre el camino, un terreno pelado formado por campos de hierba sembrados de matojos y con algunas formaciones pedregosas, le proporcionará espacio de sobra para maniobrar —se volvió hacia los oficiales, aferrando la vara, y plantó los puños con firmeza en la mesa que tenía delante—. Lo que pretendo es que caigamos en su trampa. O, más bien... que parezca que hemos caído. ¿General Kroy?
Kroy dejó de fulminar a West con la mirada y respondió con un seco:
—¿Sí, Lord Mariscal?
—Su división se desplegará a ambos lados del camino y avanzará a buen paso hacia la fortaleza con objeto de alentar a Bethod a lanzar su ataque. Entretanto, la división del general Poulder se habrá abierto paso entre los bosques en lo alto de la cadena septentrional, por aquí —y su vara golpeó las masas verdes de los promontorios boscosos—, hasta situarse justo delante de la posición del general Kroy.
—Justo
delante
de la posición del general Kroy —repitió sonriente Poulder como si le hubieran concedido un gran privilegio. Kroy expresó su desagrado con una mueca.
—Justo
delante, sí —prosiguió Burr—. Cuando las tropas de Bethod ocupen por completo el valle, su misión será caer sobre ellas desde arriba cogiéndolas por un flanco. Es crucial que espere a que los Hombres del Norte se encuentren plenamente enzarzados en el combate, general Poulder, para que así podamos rodearlos, arrollarlos y, con un poco de suerte, cobrarnos la mayor parte de la pieza de una sola atacada. Si dejamos que se replieguen a los vados, la fortaleza cubrirá su retirada y no podremos perseguirlos. Rendir Dunbrec puede llevarnos meses.
—¡Por supuesto, Lord Mariscal —exclamó Poulder—, mi división esperará hasta el último momento, puede estar seguro de ello!
Kroy soltó un resoplido desdeñoso.
—Eso no le supondrá ninguna dificultad. Llegar tarde es una de sus especialidades, según tengo entendido. ¡No habría necesidad de presentar ahora batalla si hubiera interceptado a los Hombres del Norte la semana pasada, en lugar de dejar que le esquivaran!
Poulder se erizó.
—¡Se dice fácil cuando uno estuvo sentado en el flanco derecho sin hacer nada! ¡Suerte tuvo que no pasaran por allí de noche! ¡A lo mejor habría tomado su retirada por un ataque y emprendido la huida con toda su división!
—¡Caballeros, por favor! —rugió Burr dando un estacazo a la mesa con su vara—. ¡Habrá ocasión de combatir para todos y cada uno de los miembros del ejército, se lo puedo asegurar, y, si todos cumplen las órdenes, abundante gloria para todos también! ¡Tenemos que actuar coordinadamente si queremos que este plan dé sus frutos! —soltó un eructo, contrajo la cara y se humedeció los labios con gesto amargo mientras los dos generales y sus respectivos Estados Mayores se intercambiaban miradas de odio. West se habría reído con ganas de no haber estado en juego la vida de muchos hombres, la suya entre otras.
—General Kroy —dijo Burr con el mismo tono con el que un padre se dirige a un hijo travieso—. Quiero estar seguro de que comprende a la perfección cuáles son mis órdenes.
—Desplegar mi división a ambos lados del camino —masculló Kroy— y avanzar hacia Dunbrec lentamente y en buen orden, siguiendo el valle en dirección este, con objeto de atraer a Bethod y a sus salvajes a entablar combate.
—Muy bien. ¿General Poulder?
—Hacer que mi división avance oculta por el bosque hasta situarla
justo delante
de los regimientos del general Kroy y en el último momento cargar sobre la escoria del Norte y cogerlos por el flanco.
Burr consiguió que sus labios dibujaran una sonrisa.
—Correcto.
—¡Un plan excelente, Lord Mariscal, permítame que se lo diga! —Poulder se estiró satisfecho las guías de su mostacho—. Puede estar seguro de que mi caballería los hará pedazos. ¡Pedazos!
—Me temo que no podrá contar con su caballería, general —terció West hablando con tono neutro—. Los bosques son muy tupidos y los caballos no le servirán de nada. Incluso podrían alertar a los Hombres del Norte de su presencia. No podemos correr ese riesgo.
—Pero... mi caballería —masculló apesadumbrado Poulder—. ¡Son mis mejores regimientos!
—Permanecerán aquí, señor —dijo con voz monocorde West—, en las proximidades del cuartel general del Mariscal Burr, y bajo su mando directo, en calidad de unidades de reserva. No entrarán en acción a menos que sea necesario —ahora fue la furia de Poulder la que tuvo que aguantar con gesto pétreo, mientras los rostros de Kroy y su Estado Mayor se rasgaban con unas sonrisas tan amplias y reglamentadas como carentes de toda alegría.
—No creo que... —bufó Poulder.
Burr le cortó en seco.
—La decisión está tomada. Pero hay una última cosa que quiero que tengan en cuenta. Según unos informes que hemos recibido, Bethod va a recibir refuerzos. Una especie de hombres salvajes procedentes de la otra vertiente de las montañas del norte. Mantengan los ojos abiertos y protejan bien sus flancos. Mañana les haré llegar las órdenes referentes al momento en que han de ponerse en marcha, que con toda probabilidad será con las primeras luces del día. Eso es todo.
—¿Está seguro de que podemos confiar en que harán lo que se les ha dicho? —inquirió West mientras observaba a los dos grupos enfilar con gesto adusto la salida de la tienda.
—¿Qué otra opción hay? —el mariscal se dejó caer en una silla haciendo una mueca de dolor y posó las manos en su vientre mientras contemplaba con gesto ceñudo el gran mapa—. Pero no creo que haya motivos para preocuparse. A Kroy no le queda otra opción que avanzar por el valle y combatir.
—¿Y qué me dice de Poulder? Le creo perfectamente capaz de buscarse alguna excusa para quedarse en los bosques sin hacer nada.
El Lord Mariscal sonrió mientras hacía un gesto negativo con la cabeza.
—¿Y dejar que sea Kroy el que haga todo el trabajo? ¿Y si consigue derrotar a los Hombres del Norte él solo y se lleva toda la gloria? No. Poulder nunca se arriesgará a que ocurra eso. Con un plan como éste no les queda más remedio que colaborar —se interrumpió un instante y alzó la vista hacia West—. Tal vez debería mostrarse un poco más respetuoso con ellos.
—¿Cree que se lo merecen, señor?
—Desde luego que no. Pero si, por un casual, perdiéramos mañana, lo más probable es que sea uno de ellos el que se ponga mis botas y ocupe mi puesto. ¿Y cuál sería su situación entonces?
West sonrió.
—Estaría acabado, señor. Pero no creo que vaya a conseguir cambiar eso por el hecho de mostrarme más respetuoso. Me odian por lo que soy, no por lo que digo. Más vale que diga lo que quiera mientras pueda.
—Tal vez tenga razón. Son un maldito incordio, pero al menos sus estupideces son previsibles. Es Bethod quien me preocupa. ¿Hará lo que queremos que haga? —Burr eructó, tragó saliva y luego volvió a eructar—. ¡Maldita sea esta maldita indigestión!
Tresárboles y el Sabueso estaban despatarrados en un banco que había junto a la entrada de la tienda: una rara pareja entre los almidonados y planchados uniformes de los oficiales y los guardias.
—Esto me huele a batalla —dijo Tresárboles mientras West se les acercaba a buen paso.
—Ha acertado —West señaló a los hombres que vestían el uniforme negro del Estado Mayor de Kroy—. Mañana por la mañana la mitad del ejército descenderá por el valle con la esperanza de atraer a Bethod al combate —luego señaló a los hombres de uniforme carmesí de Poulder—. La otra mitad avanzará por los bosques de los montes con la esperanza de sorprenderlos antes de que logren emprender la huida.
Tresárboles asintió lentamente con la cabeza.
—Suena bien el plan ese.
—Bueno y sencillo —apostilló el Sabueso. West hizo una mueca de dolor. Apenas aguantaba mirarle.
—No tendríamos ningún plan si no fuera por esa información que nos han traído —alcanzó a decir entre dientes—. ¿Están seguros de que es fiable?
—Todo lo seguros que se puede estar —dijo Tresárboles.
El Sabueso sonrió.
—Escalofríos no es mala gente, y el rastreo que he hecho parece confirmar sus palabras, así que supongo que es cierto. Aunque nunca se puede asegurar, claro.
—Claro. En fin, creo que se han ganado un descanso.
—No le diré que no a eso.
—Les he reservado un puesto en el extremo izquierdo de nuestras líneas, a la cola de la división del general Poulder, en un promontorio entre los árboles. Estando allí no deberían verse envueltos en la refriega. No creo que mañana haya un lugar más seguro en todo el ejército. Atrinchérense y enciendan un fuego; si todo va bien, nuestra próxima conversación tendrá lugar ante el cadáver de Bethod —y, acto seguido, les tendió la mano.
Tresárboles sonrió mientras se la estrechaba.
—Ya habla como nosotros, Furioso. Cuídese —el Sabueso y él comenzaron a alejarse ascendiendo pesadamente por la ladera en dirección al lindero del bosque.