Antes de que los cuelguen (80 page)

Read Antes de que los cuelguen Online

Authors: Joe Abercrombie

—¿Coronel West?

Antes de darse la vuelta ya sabía quién era. No había muchas mujeres en el campamento que tuvieran mucho que hablar con él. Cathil estaba de pie en la nieve fangosa, envuelta en un abrigo prestado. Tenía una expresión furtiva, un gesto como avergonzado. Pero su visión seguía provocándole una oleada de rabia y de azoro.

No era justo. No tenía ningún derecho sobre ella. No era justo, pero eso sólo servía para empeorar las cosas. No podía quitarse de la cabeza la cara del Sabueso, vista de lado, y los gemidos de ella. La horrible sorpresa que se había llevado. La horrible decepción también.

—Será mejor que vaya con ellos —dijo West con gélida formalidad tras haber tenido que forzarse a decir algo—. Estará más segura —luego se dio la vuelta, pero ella le detuvo.

—Quien estaba fuera de la tienda... la otra noche... era usted, ¿verdad?

—Me temo que sí. Sólo había ido para ver si necesitaba algo —mintió—. No tenía ni idea de... con quién iba a estar.

—En ningún momento pretendí que usted...

—Con el Sabueso —masculló mientras un gesto de perplejidad asomaba a su semblante—. ¿Con él? No entiendo... ¿por qué? —por qué él y no yo era lo que quería decir, pero consiguió contenerse.

—Sé... Sé lo que debe de pensar.

—¡No tiene que darme ninguna explicación! —bufó aunque no ignoraba que acababa de pedírsela—. ¿Qué más da lo que yo piense? —lo escupió con bastante más veneno de lo que habría deseado, pero su propia falta de control sólo sirvió para enfurecerlo más y hacerle perder los estribos—. ¡Con quién se acueste usted no es asunto mío!

Cathil hizo una mueca de dolor y bajó la vista.

—No era mi intención... Estoy en deuda con usted, lo sé. Es sólo que... Es usted demasiado violento para mí. No es más que eso.

Mientras la mujer ascendía trabajosamente la ladera siguiendo a los norteños, West la miraba fijamente sin dar crédito a lo que acababa de oír. ¿No tenía ningún problema en acostarse con aquel salvaje apestoso, pero
él
le parecía demasiado violento? Era tan injusto que la rabia estuvo a punto de asfixiarle.

Preguntas

Acuciado por las prisas, el coronel Glokta entró a la carga en el comedor luchando valientemente con la hebilla del cinto de su espada.

—¡Maldita sea! —bufó. Estaba torpe. No conseguía cerrar el condenado trasto—. ¡Maldita sea, maldita sea!

—¿Necesita ayuda con eso? —inquirió Shickel, que estaba sentada arrimada a la mesa con los hombros surcados de quemaduras negras y varias heridas abiertas con un aspecto tan reseco como el de un trozo de carne en una carnicería.

—¡No necesito ni mierda de ayuda! —chilló él arrojando el cinto al suelo—. ¡Lo que necesito es que alguien me explique qué pasa aquí! ¡Esto es una vergüenza ¡No tolero que ningún miembro de mi regimiento ande sentado por ahí en pelotas! ¡Y menos aún con unas heridas tan repugnantes! ¿Qué ha sido de su uniforme, muchacha?

—Creía que le preocupaba más el Profeta.

—¡Olvídese de él! —repuso Glokta mientras se arrastraba como un gusano hacia el banco que había enfrente de la chica—. ¿Qué hay de Bayaz? ¿Qué hay del Primero de los Magos? ¿Quién es? ¿Qué pretende ese viejo cabrón?

Shickel sonrió con dulzura.

—Oh, eso. Creí que todo el mundo lo sabía. La respuesta es...

—¡Sí! —masculló el coronel con la boca seca y tan ansioso como un colegial—. ¿La respuesta es...?

La muchacha soltó una carcajada y se puso a dar palmadas al banco que tenía al lado.
Pam, pam, pam
.

—La respuesta es...

La respuesta es...

Pam, pam, pam
. Los ojos de Glokta se abrieron de golpe. Fuera aún estaba medio oscuro. A través de las cortinas sólo se filtraba un tenue resplandor.
¿A quién se le puede ocurrir venir a aporrear la puerta a estas horas? Las buenas noticias suelen llegar de día
.

Pam, pam, pam.

—¡Ya va! ¡Ya va! —chilló—. ¡Estoy tullido, no sordo! ¡Ya lo oigo!

—¡Pues entonces abra la puerta! —la voz llegaba amortiguada desde el pasillo, pero su acento estirio era inconfundible.
Vitari, la muy zorra. Justo lo que me faltaba a estas horas de la noche
. Glokta hizo todo lo posible por sofocar sus gemidos mientras desenredaba con cautela sus miembros entumecidos de la manta empapada de sudor, a la vez que hacía girar suavemente la cabeza de lado a lado en un infructuoso intento de conferir un mínimo grado de movilidad a su cuello contrahecho.

Pam, pam.

Me pregunto cuándo fue la última vez que tuve a una mujer aporreando la puerta de mi dormitorio
. Cogió el bastón, que estaba apoyado en el colchón, y luego, apretando uno de los pocos dientes que le quedaban contra sus labios y gruñendo suavemente para sus adentros, se fue arrastrando fuera de la cama hasta que una de sus piernas cayó en los tablones del suelo. A continuación, se impulsó con fuerza hacia delante, apretando los ojos para aguantar el dolor punzante que le subía por la espalda, y finalmente consiguió quedarse sentado, jadeando como si acabara de correr diez kilómetros.
¡Te vas a enterar, te vas a enterar! ¡Si es que consigo salir de la cama, claro!

Pam.

—¡Ya voy, maldita sea! —plantó su bastón en el suelo y se puso de pie tambaleándose.
Cuidado, cuidado
. Los músculos de su atrofiada pierna izquierda se agitaban con violencia haciendo que su pie sin dedos se retorciera y diera sacudidas como un pez agonizante.
¡Maldito apéndice repugnante! Si no fuera por lo mucho que duele, cualquiera creería que no forma parte mi cuerpo. Pero calma, calma, vamos a hacer las cosas con suavidad
.

—Chisss —chistó como un padre que tratara de reconfortar a un niño que estuviera llorando, mientras masajeaba con delicadeza su carne destrozada y trataba de respirar más despacio—. Chisss —la convulsión se vio sustituida por un temblor más controlable.
Lo máximo a lo que puedo aspirar, me temo
. Consiguió bajarse su camisola, llegar hasta la puerta arrastrando los pies, girar con furia la llave en la cerradura y abrir.

Vitari estaba de pie en el pasillo, una negra silueta envuelta que se apoyaba contra la pared.

—No puede vivir sin mí, ¿verdad? —gruñó mientras se acercaba a la pata coja a la silla—. ¿Qué es lo que le fascina tanto de mi dormitorio?

La Practicante atravesó tranquilamente el umbral y lanzó una mirada desdeñosa a la mísera habitación.

—Será que me gusta verle sufrir.

Glokta soltó un resoplido mientras se frotaba con cautela su rodilla dolorida.

—En tal caso a estas alturas ya debe de tener húmeda la entrepierna.

—Sorprendentemente, no es así. Hoy tiene usted un aspecto lamentable.

—¿Es que alguna vez no lo tengo? ¿Ha venido para burlarse de mi aspecto o hay algún asunto que debamos tratar?

Vitari cruzó sus largos brazos y se apoyó en la pared.

—Tiene que vestirse.

—¿Más excusas para verme desnudo?

—Sult quiere verle.

—¿Ahora?

La Practicante levantó los ojos con impaciencia.

—Oh, no, podemos tomárnoslo con calma. Ya le conoce.

—¿Adónde vamos?

—Ya lo verá cuando lleguemos —y, acto seguido, avivó el paso, obligándole a resollar, contraer el rostro y resoplar mientras se abría paso dolorosamente por las oscuras arcadas, las sombrías callejuelas y los grises patios del Agriont, que lucían descoloridos bajo la tenue luz de las primeras horas de la mañana.

La grava del parque crujía y chirriaba bajo los torpes pasos de sus botas. Frías gotas de rocío salpicaban la hierba y el aire estaba denso con una pálida neblina. En medio de la suciedad de la atmósfera, surgieron de pronto unos árboles, negras garras sin hojas, y, luego, un alto muro vertical. Vitari le condujo hacia una imponente verja flanqueada por dos guardias. Sus pesadas armaduras estaban labradas en oro, sus gruesas alabardas tachonadas de oro y en su librea llevaban cosido el sol dorado de la Unión.
Caballeros de la Guardia. La guardia personal del Rey
.

—¿El palacio? —murmuró Glokta.

—Oh, qué va, los arrabales, genio.

—Alto —resonó a través de la visera de su yelmo la voz de uno de los dos caballeros mientras alzaba una mano enfundada en un guantelete—. Sus nombres y el motivo de su visita.

—Superior Glokta —se acercó renqueando hasta el muro y se apoyó contra los húmedos sillares, apretando la lengua en sus encías vacías para tratar de soportar mejor el dolor de su pierna—. Y, en cuanto al motivo de la visita, pregúntele a ella. Esto no ha sido idea mía, se lo aseguro.

—Practicante Vitari. El Archilector nos aguarda. Ya lo sabe, maldito imbécil, se lo dije antes al salir.

Si fuera posible para un hombre embutido en una armadura poner cara de ofendido, aquél era uno de ellos.

—Por cuestión de protocolo debo preguntar a todo el mundo.

—¡Abra de una maldita vez! —gritó Glokta apretando el puño contra su muslo tembloroso—. Mientras aún pueda pasar tambaleándome por mi propio pie.

El guardia, enfurecido, descargó un golpe contra la verja, y una portezuela se abrió en su interior. Vitari la traspasó, agachándose, y Glokta la siguió y se puso a renquear por un sendero de piedras bien labradas que atravesaba un umbrío jardín. Gotas de agua colgaban de las ramas plagadas de brotes y caían desde las imponentes estatuas. El graznar de un cuervo invisible sonaba absurdamente alto en la quietud de la mañana. El palacio, una amalgama de tejados, torres, esculturas y piedras ornamentadas, se alzaba frente a ellos, recortado sobre la pálida claridad de la mañana.

—¿Qué hacemos aquí? —bufó Glokta.

—Ya lo verá.

Glokta subió un escalón y pasó cojeando entre dos imponentes columnas y otros dos caballeros de la Guardia, tan inmóviles y silenciosos que bien habrían podido pasar por dos armaduras vacías. El golpeteo de su bastón en el pulido suelo de mármol resonaba en el vestíbulo, cuyas elevadas paredes, levemente iluminadas por el titilar de las velas, estaban cubiertas de murales. Escenas de triunfos y logros pretéritos, series de reyes erguidos y de pechos abombados que señalaban con el dedo, blandían armas o leían proclamas. Llegó luego a un tramo de escaleras, con las paredes y el techo decorados con un magnífico relieve de flores doradas que centelleaban y refulgían iluminados por las velas, y comenzó a ascender penosamente mientras Vitari le aguardaba impaciente en lo alto de la escalinata.
El hecho de que tengan un valor incalculable no significa que sean más fáciles de subir, maldita sea
.

—Es ahí —masculló la Practicante.

Alrededor de una puerta que se encontraba a unas veinte zancadas se veía a un grupo de hombres de aspecto preocupado. Un caballero de la Guardia se sentaba doblado sobre una silla, con el casco en el suelo, la cabeza entre las manos y los dedos metidos entre los rizos de su cabellera. Otros tres hombres formaban un corro y hablaban en tono apremiante produciendo un murmullo que rebotaba en las paredes y resonaba por la galería.

—¿No viene?

Vitari negó con la cabeza.

—A mí no me ha mandado llamar.

Los tres hombres alzaron la vista al ver a Glokta acercarse a ellos cojeando.
Vaya un grupo para encontrárselo murmurando en un pasillo de palacio antes del amanecer
. El Lord Chambelán Hoff vestía un camisón, que se había puesto con evidente premura, y en su cara hinchada lucía la expresión de alguien que estuviera viviendo una pesadilla. El Lord Mariscal Baruz tenía su cabellera gris metálica alborotada y llevaba una camisa arrugada con medio cuello vuelto hacia arriba y el otro medio hacia abajo. El Juez Marovia tenía las mejillas chupadas, los ojos sanguinolentos y en su mano mórbida se apreciaba un ligero temblor mientras señalaba la puerta.

—Ahí dentro —susurró—. Es terrible. Terrible. ¿Qué podemos hacer?

Glokta frunció el ceño, pasó por delante del sollozante guardia y se acercó renqueando al umbral.

Era un dormitorio.
Y verdaderamente magnífico. Bueno, al fin y al cabo esto es un palacio
. Sedas de vivos colores tapizaban las paredes, de las que colgaban oscuros lienzos con marcos dorados. Había una chimenea enorme, labrada con piedra marrón y roja, con la forma de un templo kantic en miniatura. La cama era un mastodonte de cuatro postes, cuyos cortinajes debían de abarcar un espacio más amplio que el de todo el dormitorio de Glokta. Las ropas de la cama estaban revueltas y arrugadas, pero no había ni rastro de su ocupante. Un ventanal estaba entreabierto y, desde el mundo gris de fuera, se colaba una brisa fresca que hacía que las llamas de las velas parpadearan y bailotearan.

El Archilector Sult estaba de pie cerca del centro de la cámara contemplando con gesto ceñudo el suelo al otro lado de la cama. Si Glokta había esperado encontrarlo tan desarreglado como a sus tres colegas del otro lado de la puerta, se llevó una decepción. Su túnica blanca estaba inmaculada, sus blancos cabellos perfectamente peinados y mantenía sus manos enguantadas de blanco entrecruzadas por delante.

—Eminencia... —comenzó a decir Glokta mientras se acercaba a él. Pero entonces se fijó en algo que había en el suelo. Un fluido oscuro, que desprendía un brillo negro a la luz de las velas.
Sangre. Qué cosa menos sorprendente
.

Avanzó un poco más con paso renqueante. El cadáver estaba tumbado sobre su espalda al otro lado de la cama. La sangre había salpicado las sábanas blancas, los tablones del suelo y la pared de detrás, además de empapar los dobladillos de las opulentas cortinas del ventanal. La camisa rasgada también estaba empapada. Una mano se encontraba enroscada, la otra, desgarrada a la altura del pulgar. En uno de los brazos tenía abierta una herida enorme, a la que le faltaba un buen trozo de carne.
Como si se lo hubieran arrancado de un mordisco
. Una de las piernas estaba doblada en sentido contrario al de la articulación y por la carne abierta asomaba un trozo de hueso quebrado. El gaznate había sufrido un destrozo tan brutal que la cabeza estaba prácticamente separada del tronco, pero eso no impedía reconocer la cara que, con los ojos dilatados y enseñando los dientes, parecía contemplar con gesto sonriente el primoroso estucado del techo.

—El Príncipe Heredero Raynault ha sido asesinado —murmuró Glokta.

El Archilector alzó sus manos enguantadas y, lentamente, con mucha suavidad, aplaudió, propinándose unos golpecitos en la palma de la mano con los dedos.

Other books

A Private Affair by Donna Hill
Kinflicks by Lisa Alther
House Haunted by Al Sarrantonio
Twang by Cannon, Julie L.
Date With the Devil by Don Lasseter
Wonderstruck by Feinberg, Margaret
Grail by Elizabeth Bear