Antes de que los cuelguen (84 page)

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Authors: Joe Abercrombie

—Tira —bufó Tresárboles.

—¡Maldita sea! ¿Es que no ves que no sale? —le gruñó pegándose a su cara.

—¡Vale! ¡Vale! —el Sabueso soltó la flecha. Cathil tosió y exhaló una especie de gorgoteo. La muchacha se estremecía, temblaba, tomaba aire entrecortadamente y echaba babas rosáceas por la boca.

Tresárboles se pasó por la mejilla una mano que le dejó la cara manchada de sangre.

—Si no sale tirando, habrá que sacarla por el otro lado, empujando.

—¿Cómo?

—¿Qué... dice? —castañeteó Cathil.

El Sabueso tragó saliva.

—Tenemos que empujarla.

—No —musitó abriendo mucho los ojos—. No.

—No hay más remedio —la muchacha soltó un resoplido, agarró el asta, la partió a media altura y luego cerró las palmas de las manos sobre el extremo quebrado.

—No —lloriqueó.

—Aguanta, muchacha —musitó Tresárboles en la lengua común mientras volvía a sujetarle los brazos—. Aguanta. Adelante, Sabueso.

—No...

El Sabueso apretó los dientes y empujó con fuerza el asta rota. Cathil dio una sacudida y exhaló una especie de suspiro, luego se le pusieron los ojos en blanco y perdió el conocimiento. El Sabueso dio media vuelta a su cuerpo, que estaba tan flácido como un trapo, y vio que la punta de la flecha sobresalía por la espalda.

—Bien, bien, ha salido —luego la agarró justo por debajo de la hoja, la retorció con suavidad y la sacó del todo. Al extraerla salió sangre, pero no mucha.

—Buena señal —dijo Tresárboles—. No parece que le haya alcanzado el pulmón.

El Sabueso se mordió los labios.

—Buena señal —agarró un rollo de vendas, lo puso sobre el húmedo agujero de la espalda y empezó a envolverle el pecho mientras Tresárboles la levantaba para que pudiera pasar la venda por debajo—. Buena señal, buena señal —lo decía una y otra vez mientras sus dedos entumecidos por el frío daban vueltas a la venda hasta dejarla lo más prieta posible. Sus manos estaban ensangrentadas, la venda estaba ensangrentada, el vientre y la espalda de Cathil estaban llenos de las marcas rosáceas que habían dejado sus dedos, estrías de tierra oscura y de oscura sangre. Le bajó la camisa y le dio suavemente la vuelta hasta ponerla sobre la espalda. Luego le tocó la cara: sus ojos cerrados tenían un tacto cálido, el pecho subía y bajaba suavemente y un leve vaho se enroscaba en torno a su boca.

»Voy a por una manta —se puso de pie de un salto, hurgó en su petate y sacó de un tirón una manta, desperdigando un montón de bártulos alrededor de la hoguera. La desenrolló, la sacudió y la tendió sobre la chica—. Así estarás calentita, ¿eh? Bien calentita —se la metió por los costados para que no se colara el frío y luego la remetió por debajo de los pies—. Bien calentita.

—Sabueso.

Tresárboles se había agachado y tenía la oreja pegada a la boca de la muchacha. Se irguió y sacudió lentamente la cabeza.

—Ha muerto.

—¿Cómo?

A su alrededor, el aire se había llenado de blancos copos. Volvía a nevar.

—¿Dónde diablos se ha metido Poulder? —gruñó el Mariscal Burr mientras miraba hacia el valle abriendo y cerrando los puños con exasperación—. ¡Le dije que aguardara hasta que hubiéramos entablado batalla, no hasta que nos hubieran aplastado!

A West no se le ocurría ninguna respuesta. En efecto, ¿dónde se había metido Poulder? La nevada cada vez era más copiosa; caía suavemente formando remolinos y torbellinos y extendía sobre el campo de batalla un manto gris que confería a toda la escena un toque de irrealidad. El ruido llegaba amortiguado y resonante como si proviniera de un lugar increíblemente lejano. Detrás de las líneas del frente, los mensajeros, motas negras que se movían por la tierra blanca, iban y venían al galope con apremiantes peticiones de refuerzos. El número de heridos no paraba de crecer: hombres que gemían transportados en parihuelas, o que resollaban montados en carromatos, o que renqueaban, silenciosos y ensangrentados, por el camino que discurría por debajo del puesto de mando.

Incluso a través de la nieve se podía ver que las tropas de Kroy se encontraban en una situación muy comprometida. El recto perfil de las líneas se había quebrado de manera alarmante en el centro, y las unidades, fusionadas unas con otras por el caos y la confusión del combate, se habían disuelto hasta formar una sola masa apelotonada. West ya no llevaba la cuenta del número de oficiales del Estado Mayor de Kroy que habían llegado al puesto de mando reclamando refuerzos o el permiso para replegarse, todos ellos mandados de vuelta con una sola orden: resistir y esperar. De Poulder, entretanto, lo único que llegaba era un ominoso e inexplicable silencio.

—¿Dónde diablos se ha metido? —Burr avanzó a pisotones hacia su tienda, sembrando de huellas oscuras la inmaculada costra blanca del suelo—. ¡Usted! —gritó a un asistente haciéndole una seña apremiante con la mano. West lo siguió a una respetuosa distancia, abrió la solapa de la tienda y pasó adentro, con Jalenhorm pegado a sus talones.

El Mariscal Burr se inclinó sobre su mesa y arrancó una pluma de un tintero, salpicando de motas negras el tablero.

—¡Suba a esos bosques y busque al general Poulder! ¡Entérese de qué demonios está haciendo y regrese aquí de inmediato!

—¡Sí, señor! —chilló el oficial en posición de firmes.

La pluma de Burr garabateó unas órdenes en el papel.

—¡Infórmele de que tiene orden de lanzar su ataque
inmediatamente
! —rubricó el documento con un brusco golpe de muñeca y entregó el papel al asistente.

—¡A las órdenes, señor! —el joven oficial salió de la tienda con paso resuelto.

Burr se volvió a sus mapas, bajó la vista hacia ellos haciendo una mueca de dolor y se puso a mirarlos, acariciándose la barba con una mano y apretándose el vientre con la otra.

—¿Dónde diablos se ha metido Poulder?

—Tal vez le estén atacando, señor.

Burr eructó y contrajo el semblante, luego volvió a eructar y descargó sobre la mesa un puñetazo que hizo que el tintero diera un bote.

—¡Maldita sea esta indigestión! —acto seguido, estampó un pulgar en el mapa—. Si Poulder no llega pronto, habrá que recurrir a las tropas de refresco, ¿entiende, West? Tendremos que emplear la caballería.

—Sí, señor, desde luego.

—No podemos permitirnos otro fracaso —el mariscal torció el gesto y tragó saliva. A West le pareció que de pronto se había puesto muy pálido—. No podemos... no podemos... —se bamboleó un poco y sus ojos parpadearon.

—Señor, se encuentra...

—¡Puaaggh! —el Mariscal Burr se echó hacia delante y arrojó un vómito negro sobre la mesa. Los mapas se empaparon y los papeles se tiñeron de un intenso color rojo. West estaba paralizado y la mandíbula se le iba abriendo lentamente. Con los puños clavados en la mesa y todo el cuerpo temblando, Burr exhaló una especie de gorjeo, se volvió a encorvar y lanzó otra vomitona—. ¡Gaaaargh! —luego se apartó de la mesa de golpe y, con babas rojas colgando de los labios y los ojos desorbitados en su cara pálida, soltó un gemido ahogado y cayó hacia atrás arrastrando consigo un mapa empapado de sangre.

West comprendió lo que estaba pasando justo a tiempo de lanzarse hacia delante y sujetar el cuerpo inerte del mariscal antes de que cayera al suelo. Luego se puso a dar tumbos por la tienda, esforzándose por sostenerlo.

—¡Dios mío! —exhaló Jalenhorm.

—¡Quieres ayudarme! —le rugió West. El grandullón se plantó junto a él de un salto y agarró el otro brazo de Burr. Entre los dos, mitad en vilo, mitad a rastras, lo condujeron a su lecho. West desabrochó el botón de arriba de la guerrera del mariscal y le aflojó el cuello—. Debe de ser el estómago —masculló entre dientes—. Lleva semanas quejándose...

—¡Voy a por un cirujano! —chilló Jalenhorm.

Se levantó a toda prisa, pero West le retuvo agarrándole del brazo.

—No.

El grandullón le miró fijamente.

—¿Qué dices?

—Como se sepa que está enfermo, cundirá el pánico. Y entonces Poulder y Kroy harán lo que les venga en gana. El ejército se desbandará. Nadie debe enterarse hasta que la batalla haya concluido.

—Pero...

West se levantó, plantó una mano en el hombro de Jalenhorm y le miró a los ojos. Ya sabía lo que había que hacer. No estaba dispuesto a convertirse en el espectador de un nuevo desastre.

—Escúchame. Tenemos que seguir adelante con el plan. Tenemos que hacerlo.

—¿Quiénes? —Jalenhorm miró exasperado a la tienda—. ¿Tú y yo solos?

—Si no hay más remedio, sí.

—Pero está en juego la vida de un hombre.

—Está en juego la vida de miles de hombres —bufó West—. No podemos permitirnos otro fracaso, él mismo lo dijo.

Jalenhorm se había puesto casi tan pálido como Burr.

—No creo que quisiera decir...

—No te olvides de lo mucho que me debes —West se acercó a él—. Si no fuera por mí, en este momento formarías parte de una de las pilas de cadáveres que se pudren al norte del Cumnur —no le agradaba tener que recurrir a aquello, pero no le quedaba más remedio; no había tiempo para andarse con delicadezas—. ¿Lo ha entendido, capitán?

Jalenhorm tragó saliva.

—Sí, señor, creo que sí.

—Bien. Tú ocúpate del Mariscal Burr, que yo me haré cargo de lo de ahí fuera —y, acto seguido, West se levantó y se dirigió a la entrada de la tienda.

—¿Y si el mariscal se...?

—¡Improvisa! —respondió, volviendo un instante la cabeza. Tenía que ocuparse de algo que importaba mucho más que la vida de un solo hombre. Se agachó y salió al aire gélido. En los alrededores de la tienda, repartidos por el puesto de mando, había cerca de una veintena de oficiales y guardias que señalaban al valle blanco, miraban a través de catalejos o intercambiaban murmullos—. ¡Sargento Pike! —West hizo una seña al presidiario, que se acercó a grandes zancadas bajo la nevada—. Necesito que se quede aquí haciendo guardia, ¿entendido?

—A sus órdenes, señor.

—Quiero que monte guardia y que no deje entrar a nadie excepto al capitán Jalenhorm y a mí. A nadie —luego bajó el tono de voz—. Bajo ninguna circunstancia.

Pike asintió con la cabeza y sus ojos centellearon en medio de la masa rosácea de su cara.

—Entendido —y, dicho aquello, se dirigió a la tienda y, como quien no quiere la cosa, se plantó junto a la entrada con los pulgares metidos en el cinto de su espada.

Poco después, un caballo descendía a galope tendido por la ladera y, al llegar al puesto de mando, se detenía corcoveando y arrojando vaho por el hocico. El jinete desmontó de un salto y avanzó unos pocos pasos dando tumbos antes de que West consiguiera interceptarlo.

—¡Traigo un mensaje urgente para el Mariscal Burr de parte del general Poulder! —barboteó a toda prisa. Luego trató de dar un paso hacia la tienda, pero West no se apartó.

—El mariscal está ocupado. Comuníquemelo a mí.

—Tengo órdenes expresas de...

—A mí, capitán.

El hombre parpadeó.

—La división del general Poulder libra una batalla en los bosques, señor.

—¿Una batalla?

—Una batalla encarnizada. Nuestra ala izquierda ha sufrido una serie de ataques brutales y nos está costando mucho mantener las líneas. ¡El general Poulder solicita permiso para replegarse y reagruparse, señor, hemos perdido la formación!

West tragó saliva. El plan comenzaba a desbaratarse y estaba en peligro inminente de irse por completo al traste.

—¿Replegarse? No. Imposible. Si se repliega, la división de Kroy quedará desprotegida. Dígale al general Poulder que resista y que si hay alguna posibilidad lance el ataque previsto. ¡Dígale que no debe replegarse bajo ninguna circunstancia! ¡Todo el mundo debe cumplir con su deber!

—Pero, señor, tiene que...

—¡Váyase! —gritó West—. ¡Inmediatamente!

El hombre le hizo el saludo militar y se aupó de nuevo al caballo. Aún se le podía ver espoleando su montura colina arriba, cuando ya había otro jinete deteniendo su caballo en las proximidades de la tienda. Era el coronel Felnigg, el segundo de Kroy. A ése no iba a resultar tan fácil quitárselo de encima.

—Coronel West —le llamó mientras bajaba del caballo—. ¡Nuestra división se bate duramente a lo largo de todo el frente, y ahora ha aparecido su caballería en nuestra ala derecha! ¡Una carga de caballería contra un regimiento de levas! —avanzaba ya hacia la tienda mientras se quitaba los guantes—. ¡Sin refuerzos no resistirán mucho, y si ceden, nuestro flanco saltará en pedazos! ¡Puede ser el fin! ¿Dónde diablos se ha metido Poulder?

West intentó sin éxito que Felnigg aminorara el paso.

—El general Poulder también ha sido atacado. Pero ordenaré que se envíen de inmediato las tropas de refresco y...

—No será suficiente —gruñó Felnigg apartándole y reemprendiendo la marcha hacia la tienda—. Debo hablar con el Mariscal Burr de...

Pike se plantó delante de él, apoyando una mano en la empuñadura de su espada.

—El mariscal está... ocupado —susurró. Sus ojos se destacaban de una forma tan amenazadora en su rostro quemado que el propio West sintió un atisbo de inquietud. Durante unos instantes se produjo un tenso silencio mientras el oficial del Estado Mayor y el presidiario se miraban fijamente.

Luego Felnigg vaciló y retrocedió un paso. Parpadeó y se humedeció los labios con gesto nervioso.

—Ocupado. Ya. Bueno —se apartó otro paso—. Me dice que se enviarán las tropas de refresco, ¿no?

—De inmediato.

—Bien, bien... le comunicaré al general Kroy que van a llegar refuerzos —Felnigg metió un pie en el estribo—. Pero esto resulta muy irregular —añadió dirigiendo una mirada ceñuda a la tienda, a Pike, a West—. Extremadamente irregular —y, acto seguido, picó espuelas y salió disparado hacia el valle. Mientras le veía alejarse, West pensó que era poco probable que Felnigg se imaginara hasta qué punto era irregular la situación. Luego se volvió hacia un asistente.

—El Mariscal Burr ha ordenado que las tropas de refresco entren en acción en el flanco derecho. Deben cargar contra la caballería de Bethod hasta hacerla retroceder. Si cede ese flanco, estamos perdidos. ¿Entendido?

—Necesito una orden escrita del mariscal.

—No hay tiempo para órdenes escritas —rugió West—. ¡Vuelva ahí abajo y cumpla con su deber!

El asistente obedeció y salió corriendo por la nieve hacia la ladera que conducía a los dos regimientos que aguardaban pacientemente en medio de la ventisca. Mientras le veía alejarse, West movía nervioso los dedos. Los hombres empezaron a montar y, luego, moviéndose al trote, se pusieron en formación de combate. West se mordió los labios y se dio la vuelta. Los oficiales y los guardias del Estado Mayor de Burr le contemplaban con una gama de miradas que expresaban desde una leve curiosidad hasta una patente desconfianza.

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