Antes de que los cuelguen (85 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Al pasar junto a algunos de ellos, les hizo un gesto con la cabeza en un intento de aparentar que todo aquello no era más que simple rutina. Se preguntó cuánto tiempo faltaría para que alguien se negara a obedecer sus órdenes, para que alguien entrara por la fuerza en la tienda, para que alguien descubriera que el Lord Mariscal estaba a mitad de camino de la tierra de los muertos y que llevaba así un buen rato. Se preguntó si sucedería antes de que el frente se rompiera en el valle y el puesto de mando fuera asolado por los Hombres del Norte. Si sucedía después, supuso, ya daría lo mismo.

Pike le miraba con un gesto que tal vez pretendiera ser una sonrisa. A West le habría gustado responderle de la misma manera, pero, por mucho que lo hubiera intentado, no le habría salido.

El Sabueso estaba sentado, recobrando el aliento. Tenía la espalda apoyada en el árbol caído y el arco colgando de un puño. Junto a él, clavada en la tierra húmeda, había una espada. Se la había cogido a un carl muerto, y la había estado usando, y se imaginaba que antes de que concluyera el día tendría que volver a usarla. Estaba lleno de manchas de sangre: en las manos, en la ropa, por todas partes. Sangre de Cathil, de Cabezas Planas, suya. No tenía demasiado sentido molestarse en limpiarla: dentro de no mucho volvería a mancharse.

Tres veces habían cargado los Shanka colina arriba, y las tres veces los habían rechazado, aunque cada una de ellas les había costado más trabajo que la anterior. El Sabueso se preguntaba si conseguirían rechazarlos de nuevo cuando volvieran a la carga. Porque no tenía ninguna duda de que volverían. Ni la más mínima duda. El cuándo y el cómo era lo que le preocupaba.

A través de los árboles le llegaban los gritos y los alaridos de los heridos de la Unión. Había muchos heridos. Uno de los Caris había perdido una mano en el último ataque. Perder tal vez no fuera el verbo adecuado, pues se la habían arrancado de cuajo con un hacha. Justo después de que ocurriera había estado chillando como un loco, pero ahora permanecía en silencio, resollando suavemente. Con un trapo y un cinturón le habían hecho un torniquete en el muñón y ahora lo miraba fijamente con esa mirada extraña que tienen a veces los heridos. Sus ojos dilatados contemplaban con gesto vacío la muñeca mutilada como si no entendiera lo que estaba viendo. Como si no dejara de sorprenderle.

El Sabueso se incorporó lentamente y se asomó por encima del árbol. Se veía a los Cabezas Planas en el bosque. Ahí estaban, sentados entre las sombras. Esperando. Le daba mala espina verlos así, al acecho. Los Shanka o atacan sin parar hasta que se acaba con ellos o salen huyendo.

—¿A qué esperan? —siseó—. ¿Cuándo han aprendido a esperar los Shanka?

—¿Cuándo han aprendido a combatir para Bethod? —refunfuñó Tul mientras limpiaba su espada—. Han cambiado muchas cosas, y ninguna para mejor.

—¿Cuándo se ha visto que algo cambie a mejor? —rezongó Dow desde el otro extremo de la fila.

El Sabueso frunció el ceño. Su nariz había olfateado algo, un olor a humedad. Abajo, entre los árboles, se veía una especie de palidez que se iba adensando más cuanto más la miraba.

—¿Qué es eso? ¿Niebla?

—¿Niebla? ¿Aquí arriba? —Dow soltó una risilla tan áspera como el graznido de un cuervo—. ¿A esta hora del día? ¡Ja! Un momento, espera...

Ahora todos lo veían: un rastro blanco que se aferraba a la ladera húmeda. El Sabueso tragó saliva. La boca se le había quedado seca. De pronto se sentía inquieto, y no sólo por los Shanka que aguardaban allá abajo. La niebla avanzaba sigilosa entre los árboles, enroscándose a los troncos y expandiéndose a ojos vista. Las difusas siluetas de los Cabezas Planas empezaron a moverse entre la masa gris.

—No me gusta esto —oyó decir a Dow—. No es natural.

—¡Atentos, muchachos! —la voz profunda de Tresárboles—. ¡Atentos ahora! —aquello dio ánimos al Sabueso, aunque no le duraron mucho. Se meció de atrás adelante. Empezaba a sentirse enfermo.

—No, no —susurró Escalofríos, mirando a uno y otro lado como si buscara una vía de escape.

El Sabueso se dio cuenta de que se le había erizado el vello de los brazos, que la piel le hormigueaba y que se le había formado un nudo en la garganta. Un miedo indescriptible se estaba apoderando de él, un miedo que ascendía por la colina junto a la niebla: arrastrándose por el bosque, enroscándose en los árboles, deslizándose por debajo del tronco que les servía de parapeto.

—Es él —susurró Escalofríos con los ojos tan abiertos como unas botas holgadas, y, acto seguido, se aplastó contra el suelo como si tuviera miedo de que le oyeran—. ¡Es él!

—¿Quién? —graznó el Sabueso.

Escalofríos sacudió la cabeza y se aplastó aún más contra la tierra húmeda. El Sabueso se vio embargado por un intenso deseo de imitarle, pero se obligó a sí mismo a incorporarse y a echar un vistazo por encima del árbol. ¿Un Gran Guerrero asustado como un niño en la oscuridad, y sin saber por qué? Mejor hacerle frente, pensó. Craso error.

Había una sombra en la niebla, una sombra demasiado alta y demasiado erecta para corresponder a un Shanka. Era un hombre enorme, descomunal, tan grande como Tul o más. Un gigante. El Sabueso se frotó sus ojos irritados, pensando que tal vez se tratara de algún efecto luminoso en medio de aquella oscuridad, pero no lo era. Se acercó, la sombra aquella, y fue cobrando forma, y cuanto más nítida se volvía, mayor era el temor que provocaba.

Había estado en muchas partes, el Sabueso, a lo largo y ancho de todo el Norte, pero jamás había visto un ser tan extraño y tan antinatural como aquel gigante. Llevaba la mitad de su cuerpo enfundada en una armadura negra: un ensamblaje de planchas metálicas tachonadas y atornilladas, batidas y aristadas, martilleadas, retorcidas y erizadas de pinchos. Al margen de las correas, cintos y hebillas que sujetaban la armadura, la otra mitad estaba desnuda, El pie descalzo, el brazo desnudo, el pecho al aire, todo ello abultado con feas placas y cuerdas de músculos. Una máscara cubría su cara, una máscara de hierro negro estriado.

Al aproximarse un poco más, su figura se destacó de la niebla y el Sabueso advirtió que el gigante tenía la piel tatuada. Teñida de azul y llena de minúsculas letras. No había ni un solo centímetro de su cuerpo que no estuviera garabateado. Aparentemente no iba armado, pero no por eso resultaba menos terrible. Más bien al contrario. Desdeñaba usarlas, incluso en el campo de batalla.

—Por los muertos —exhaló el Sabueso con la boca abierta del espanto.

—Atentos, muchachos —gruñó Tresárboles—. Atentos —la voz del viejo guerrero era lo único que impedía que el Sabueso saliera corriendo para no regresar jamás.

—¡Es él! —gritó uno de los Caris con una voz tan chillona como la de una niña—. ¡Es el Temible!

—¡Cierra la boca! —se oyó gritar a Escalofríos—. ¡Ya sabemos quién es!

—¡Flechas! —gritó Tresárboles.

Al Sabueso le temblaban las manos mientras apuntaba al gigante. Incluso a aquella distancia le resultaba duro hacerle frente. Tuvo que obligar a su mano a soltar la cuerda: la flecha rebotó en la armadura y se perdió entre los árboles. El tiro de Hosco fue bastante mejor. Su saeta acertó al gigante en pleno costado y se clavó hasta el fondo en su carne tatuada. Como si nada. Más flechas salieron volando de los arcos de los Caris. Una le alcanzó en el hombro, otra le atravesó su enorme pantorrilla. El gigante ni siquiera profirió una queja. Seguía avanzando con la misma constancia con que crece la hierba; y la niebla, y los Cabezas Planas, y el terror venían con él.

—Mierda —masculló Hosco.

—¡Es un demonio! —aulló uno de los Caris—. ¡Un demonio salido del infierno! —el Sabueso empezaba a pensarlo también. Sentía que el miedo se iba extendiendo a su alrededor, sentía que los hombres comenzaban a flaquear. Se dio cuenta de que él mismo, casi sin darse cuenta, se estaba echando hacia atrás.

—¡Muy bien! —bramó Tresárboles con voz firme y profunda como si él no sintiera miedo—. ¡A la de tres! ¡A la de tres, cargamos!

El Sabueso miró al viejo guerrero, pensando que se había vuelto loco. Al menos ahí arriba tenían un árbol para parapetarse. Oyó a dos Caris que murmuraban; sin duda pensaban lo mismo que él.

Como plan, no les convencía demasiado la idea de cargar colina abajo contra una multitud de Shanka, en medio de la cual había un gigante sobrenatural.

—¿Estás seguro? —le susurró el Sabueso.

Tresárboles ni se molestó en mirarle.

—¡Lo mejor que puede hacer un hombre cuando tiene miedo es salir a la carga! La sangre hierve y el miedo se convierte en furia. ¡El terreno nos es favorable, así que no nos vamos a quedar aquí esperando!

—¿Seguro?

—Vamos allá —dijo Tresárboles dándose la vuelta.

—Vamos allá —gruñó Dow lanzando una mirada iracunda a los Caris, como desafiándolos a que se opusieran.

—¡A la de tres! —retumbó la voz de Cabeza de Trueno.

—Ajá —terció Hosco. El Sabueso tragó saliva; todavía no estaba seguro de que fuera a seguirlos. Con los labios apretados formando una línea tensa, Tresárboles se asomó por encima del árbol, observó las figuras que avanzaban entre la niebla y la gran silueta que se alzaba en el medio, mientras mantenía retrasada una mano para indicarles que esperaran. Que esperaran a que estuvieran a la distancia apropiada. Que esperaran a que llegara el momento apropiado.

—¿Salimos a la de tres o después de que diga tres? —susurró Escalofríos.

El Sabueso sacudió la cabeza.

—Poco importa, con tal de que salgas —aunque él tenía la sensación de que los pies se le habían vuelto de piedra.

—¡A la de una!

—¿Una ya? —el Sabueso volvió la cabeza y vio el cuerpo de Cathil tapado con una manta y tendido junto a la hoguera apagada. Tal vez debería haberle enfurecido, pero sólo sirvió para que sintiera más miedo aún. No quería acabar como ella. Tragó saliva, se dio la vuelta y empuñó con fuerza el cuchillo y la espada que había cogido prestada a los muertos. El hierro no sabe lo que es el miedo. Buenas armas, preparadas para ejecutar su sangrienta misión. Con estar la mitad de preparado que ellas se habría conformado, pero no era la primera vez, y ya sabía que nunca se está preparado del todo. En realidad, ni siquiera hace falta estar preparado. Se tira para adelante y punto.

—¡A la de dos!

Ya casi había llegado el momento. Sintió que se le dilataban los ojos, que la nariz absorbía el aire gélido, que la piel le hormigueaba de frío. Olía a hombres, a pinos, a Shanka, a niebla húmeda. Oyó un jadear acelerado a su espalda, pasos lentos un poco más abajo, gritos a lo largo de la fila, su propia sangre retumbándole en las venas. Lo veía todo, discurriendo con la misma lentitud con que gotea la miel. Los hombres se movían a su alrededor, hombres duros de semblante duro, acomodando su peso, sobreponiéndose al miedo, a la niebla, preparándose. Ninguno se quedaría atrás, ahora ya estaba seguro. Sintió que los músculos de sus piernas se tensaban para levantarle.

—¡Tres!

Tresárboles fue el primero en saltar por encima del tronco y el Sabueso salió justo detrás, rodeado de hombres que cargaban y llenaban el aire con sus gritos, su furia y su miedo. Y él también corría y chillaba; los pies aporreando la tierra y sacudiendo sus huesos, el aliento y el viento corriendo acelerados, los árboles negros y el cielo blanco dando sacudidas y temblando, la niebla volando a su encuentro y, en su interior, aguardando, unas formas oscuras.

Descargó su espada contra una de ellas mientras pasaba rugiendo a su lado, y la hoja le abrió un tajo profundo y la arrojó hacia atrás. El impacto le dio casi media vuelta al Sabueso, que siguió adelante girando, tambaleándose, gritando. La hoja se hundió en la pierna de un Shanka y le arrancó un pie, y el Sabueso se precipitó por la ladera patinando por el fango y tratando de no perder el equilibrio. Los ruidos del combate, sordos, extraños, llegaban de todas partes. Los hombres bramaban maldiciones, los Shanka gruñían, el metal chocaba con estrépito, el acero se hundía con un ruido sordo en la carne.

El Sabueso daba tumbos y se deslizaba entre los árboles, sin saber por dónde le vendría el siguiente Cabeza Plana, sin saber si no se encontraría de repente con una lanza clavada en la espalda. Distinguió una silueta en medio de la mugre gris y corrió hacia ella gritando a todo pulmón. La niebla pareció despejarse ante él, y se detuvo horrorizado dando un patinazo que le retumbó en la garganta y estuvo a punto de hacerle caer de espaldas.

El Temible, más grande y más espantoso que nunca, con su piel tatuada erizada de flechas rotas, se encontraba a menos de cinco zancadas de él. Tampoco contribuía a mejorar las cosas el hecho de que con su brazo extendido agarrara del cuello a un carl que se revolvía y daba patadas al aire. Los tendones tatuados de su antebrazo palpitaron y se retorcieron, sus enormes dedos se cerraron con fuerza y entonces los ojos del carl se desorbitaron y su boca se abrió sin dejar escapar ruido alguno. Luego se oyó un crujido, y el gigante arrojó el cadáver, que salió volando hecho un guiñapo y luego rodó y rodó por la nieve y el barro con su cabeza medio suelta hasta que por fin se paró y quedó inmóvil.

El Temible se erguía en medio de la niebla que fluía a su alrededor, mirando al Sabueso tras su máscara negra y aguardando, y el Sabueso, casi a punto de orinarse encima, le devolvía la mirada.

Pero cuando hay que hacer algo lo mejor es hacerlo sin más. Más vale eso que vivir con miedo. Es lo que habría dicho Logen. En vista de lo cual, el Sabueso abrió la boca, lanzó un grito lo más fuerte que pudo y, blandiendo en alto su espada prestada, se lanzó a la carga.

El gigante alzó el brazo chapado de metal y paró el golpe de la hoja. Al impactar los dos metales, los dientes del Sabueso castañetearon y la espada se le escapó de las manos y salió dando vueltas por el aire, pero, de inmediato, coló su cuchillo por debajo del brazo del gigante y se lo hundió hasta la empuñadura en el costado tatuado.

—¡Ja! —gritó el Sabueso, pero la celebración duró poco. El enorme brazo del Temible salió disparado de la niebla y le propinó en el pecho un golpe de revés que lo lanzó gorgoteando por los aires. El bosque giró como un torbellino y, de pronto, un árbol pareció surgir de la nada y se estrelló contra su espalda, arrojándolo desmadejado al barro. Trató de respirar y no pudo. Trató de darse la vuelta y no pudo. Sentía una opresión terrible en las costillas, como si tuviera una gigantesca roca sobre el pecho.

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