Read Antes de que los cuelguen Online
Authors: Joe Abercrombie
Ninguno de los dos abrió la boca. Nada de últimas palabras. Nada de frases para el recuerdo. Ningún gesto de furia, de remordimiento, de victoria o de derrota. El norteño alzó su arma.
De pronto su cuerpo pegó una sacudida. Dio un traspié hacia delante. Se quedó quieto, parpadeando, balanceándose. Lentamente, con expresión aturdida, se dio media vuelta. Su cabeza volvió a dar una sacudida.
—Tengo algo en... —dijo con lengua de trapo. Luego se palpó la nuca con la mano que tenía libre—. Dónde está mi... —acto seguido, sus talones dieron un giro completo y, lanzando una pierna al aire, el hombre se desplomó de costado sobre el barro. Detrás había otra persona. West la vio acercarse, agacharse sobre él. Un rostro de mujer. Le resultaba familiar.
—¿Está vivo?
Bastó eso para que la mente de West se recompusiera. Entre toses, tomó una bocanada de aire y luego rodó por el suelo y agarró su espada. ¡Hombres del Norte, había Hombres del Norte en su retaguardia! Se puso de pie a toda prisa y se limpió de sangre los ojos de un manotazo. ¡Les habían tendido una encerrona! Estaba mareado y tenía la sensación de que la cabeza le iba a estallar. ¡La caballería de Bethod, disfrazada, había irrumpido en el puesto de mando del Príncipe! Con los ojos desorbitados y los tacones de sus botas resbalando en el barro, se puso a dar vueltas en redondo buscando enemigos entre la niebla, pero ahí no había nadie. Sólo estaban Cathil y él. El estruendo de los cascos de los caballos se había desvanecido, los jinetes, por el momento, habían pasado de largo.
Bajó la vista y miró su acero. La hoja estaba partida a unos pocos centímetros de la empuñadura. Un trasto inútil. Lo dejó caer. Con la cabeza retumbándole en todo momento, se agachó, arrancó al norteño muerto la espada de los dedos y la tentó agarrándola por la empuñadura. Un arma pesada, con una hoja gruesa y mellada, pero serviría.
Luego miró el cadáver que yacía de costado. El hombre que había estado a punto de matarle. Tenía la parte de atrás del cráneo rehundida y reducida a un amasijo de esquirlas rojas. Cathil sujetaba en una mano un mazo de herrero. La cabeza del mazo estaba embadurnada de sangre oscura y de mechones de cabello apelmazado.
—Le ha matado usted —le había salvado la vida. Los dos lo sabían, no habría hecho falta decirlo.
—¿Qué hacemos ahora?
Marchar hacia las primeras filas. Eso era lo que hacían siempre los gallardos oficiales que aparecían en las historias que West solía leer de pequeño. Dirigirse hacia el fragor de la lucha. Formar una nueva unidad con los soldados desbandados, llevarlos de nuevo al combate, cambiar las tornas de la batalla en el momento decisivo. Y, luego, de vuelta a casa a tiempo de cenar y de recibir las medallas.
La idea estuvo a punto de arrancar a West una carcajada cuando volvió la vista hacia la devastación y las masas de cuerpos mutilados que los jinetes habían dejado a su paso. El momento del heroísmo había pasado, bien lo sabía. Hacía mucho que había pasado.
El destino de los hombres del valle estaba sellado desde hacía mucho tiempo. Desde que Ladisla decidió cruzar el río. Desde que Burr trazó sus planes. Desde que el Consejo Cerrado decidió enviar al Príncipe Heredero al Norte para que se labrara una reputación. Desde que los nobles de la Unión mandaron a mendigos en lugar de soldados para que lucharan por su Rey. A lo largo de los días, las semanas y los meses previos se habían combinado cientos de azares que finalmente habían convergido en aquel mísero barrizal. Unos azares que ni Burr ni Ladisla ni el propio West habrían podido predecir ni evitar.
No podía hacer nada para cambiar las cosas, nadie podía hacerlo. La jornada estaba perdida.
—Proteger al Príncipe —ordenó.
—¿Cómo?
West se puso a rastrear por el suelo, escarbando entre los despojos, dando la vuelta a los cadáveres con sus manos sucias. Se encontró con la cara de un mensajero que le miraba: tenía el rostro surcado por una raja de la que colgaba una masa de pulpa sanguinolenta. West soltó una arcada, se tapó la boca y gateó hasta el siguiente cadáver. Un miembro del Estado Mayor del Príncipe, con el semblante congelado en un leve gesto de sorpresa. Una espada mellada atravesaba las gruesas borlas doradas de su guerrera y le llegaba hasta el vientre.
—¿Qué demonios hace? —era la voz áspera de Pike—. Ahora no hay tiempo para eso —el presidiario se había agenciado un hacha. Una pesada hacha norteña con el filo teñido de sangre. Seguramente no era una buena idea que un criminal estuviera en posesión de un arma como ésa, pero West tenía otras preocupaciones más apremiantes.
—¡Tenemos que encontrar al Príncipe Ladisla!
—A la mierda con él —bufó Cathil—. ¡Salgamos de aquí!
West se zafó de la mano de la mujer, tropezó con un montón de cajas rotas y volvió a limpiarse los ojos de sangre. Era por allí. Por allí cerca era el último lugar donde había estado Ladisla.
—¡No, se lo ruego, no! —chilló una voz ratonil. El heredero al trono de la Unión yacía boca arriba en una oquedad abierta en el barro, medio oculto por el cuerpo retorcido de uno de sus guardias. Tenía los ojos apretados, los brazos cruzados sobre la cara y su uniforme blanco estaba lleno de salpicaduras de barro y de sangre—. ¡Habrá un rescate! —gimoteó—. ¡Un buen rescate! Mucho más cuantioso de lo que puedan imaginarse —separó un poco los dedos y miró con un ojo. Luego aferró la mano de West—. ¡Coronel West! ¿Es usted? ¡Está vivo!
No había tiempo de andarse con cortesías.
—¡Alteza, tenemos que irnos!
—¿Irnos? —farfulló Ladisla, mirándole asombrado con su cara surcada por los churretes que habían dejado las lágrimas—. Pero no puede ser que... no querrá decir que... ¿Hemos ganado?
West estuvo a punto de arrancarse la lengua de un mordisco. Resultaba grotesco que le hubiera caído en suerte aquella misión, pero tenía que salvar al Príncipe. Seguramente aquel imbécil presuntuoso e inútil no merecía salvarse, pero eso no cambiaba nada. West tenía que hacerlo por él mismo, no por Ladisla. Como súbdito, era su deber salvar al futuro Rey; como soldado, era su deber salvar a su general; como hombre, tenía que salvar a otro hombre. De momento, era una de las pocas cosas que podía hacer.
—Sois el heredero del trono, tenéis que salvaros —West se agachó y cogió al Príncipe del codo.
Ladisla se llevó la mano al cinto.
—Me parece que he perdido la espada...
—¡No hay tiempo que perder! —West le alzó en volandas: si era preciso, se lo echaría al hombro y cargaría con él. Acto seguido, comenzó a abrirse paso entre la niebla, seguido de cerca por los dos presidiarios.
—¿Está seguro de que vamos bien? —rezongó Pike.
—Lo estoy —nada más lejos de la realidad. La niebla se había espesado aún más. El martilleo que sentía en su cabeza y el constante goteo de sangre sobre sus ojos dificultaban su concentración. El fragor del combate parecía llegar de todas partes: chirridos y estrépitos metálicos, quejidos y lamentos, aullidos de furia, todos ellos resonando en medio de la niebla, ora lejanos, ora aterradoramente próximos. Surgían de pronto figuras difusas que parecían desplazarse flotando por el aire, vagas siluetas amenazadoras y sombras oscilantes que, al cabo de un instante, volvían a desaparecer. Un jinete pareció emerger de entre la niebla y West, exhalando un grito ahogado, alzó la espada. Las nubes se alejaron arremolinándose. No era más que un carro de provisiones cargado de barriles, con la mula parada delante y el conductor caído a un lado con una lanza rota clavada a la espalda.
»Por aquí —susurró West, y, acto seguido, correteó hacia el carro, procurando mantenerse todo lo pegado al barro que le fue posible. La presencia de carros era una buena señal. Indicaba que habían dado con el convoy de la intendencia, y eso significaba pertrechos, provisiones, cirujanos. También significaba que estaban saliendo del valle y dejando atrás la línea del frente, eso si es que todavía existía algo digno de tal nombre. West se quedó un momento cavilando. La presencia de carros era una mala señal. Los carros eran sinónimo de pillaje. Los Hombres del Norte, ávidos de botín, caerían sobre ellos como un enjambre de moscas atraídas por un tarro de miel. Señaló con el dedo el tramo de niebla que se extendía en dirección opuesta al lugar donde se encontraban los carros vacíos, rodeados de barriles reventados y cajas volcadas, y el resto del grupo le siguió sin hacer más ruido que el chapotear de sus pasos en el barro y el bronco jadear de su respiración.
Avanzaban penosamente por terreno descubierto entre sucios terrones de una hierba que poco a poco se iba haciendo más alta. Los otros le adelantaron, uno a uno, y él les hizo señas de que siguieran adelante. Sólo tendrían una oportunidad si seguían en movimiento, pero a cada paso que daba se le hacía más duro andar. La sangre que manaba del corte que tenía bajo el cuero cabelludo le goteaba por entre los cabellos y le caía por un lado de la cara. En lugar de mejorar, el dolor de cabeza cada vez iba a peor. Se sentía débil, enfermo, horriblemente mareado. Caminaba doblado, haciendo esfuerzos por no perder el equilibrio y con la mano aferrada a la gruesa empuñadura de la espada, como si aquello le ayudara a mantenerse en pie.
—¿Se encuentra bien? —inquirió Cathil.
—¡No se pare! —alcanzó a decir con un gruñido. Acababa de oír un ruido de cascos de caballo, o al menos se lo había parecido. Era el miedo, y nada más que el miedo, lo único que le impulsaba a seguir adelante. Se fijó en los demás, que marchaban trabajosamente por delante. El Príncipe Ladisla era el que estaba más destacado, luego iba Pike y, justo delante de él, Cathil, que de vez en cuando volvía la vista atrás. Un poco más lejos, entre la niebla que ya comenzaba a despejarse, distinguió un grupo de árboles. Fijó la vista en sus formas fantasmales y comenzó a ascender a trompicones la ladera en esa dirección, con el aliento raspándole en la garganta.
De pronto, oyó la voz de Cathil.
—No —mientras se daba la vuelta, sintió que la garganta se le cerraba de espanto. En la misma ladera, un poco más abajo, vio la silueta de un jinete.
—¡Corra hacia los árboles! —resolló. En vista de que la chica no se movía, la agarró del brazo y, al tirar de ella hacia delante, perdió el equilibrio y cayó de bruces en el barro. Se dio la vuelta en el suelo, se levantó como pudo y dando tumbos se alejó de ella, de los árboles y de la salvación, avanzando transversalmente por la ladera. Vio cómo la figura del norteño cobraba forma al salir de entre la niebla. Ya había visto a West y trotaba hacia él, lanza en ristre.
Las piernas y los pulmones le ardían mientras seguía renqueando por la ladera, empleando las últimas fuerzas que le quedaban en alejar al jinete lo más posible. Ladisla ya había alcanzado la arboleda. Pike se estaba metiendo entre la maleza. Cathil miró hacia atrás por última vez y luego siguió a su padre. West ya no podía más. Se detuvo, se puso en cuclillas y aguardó la llegada del norteño. Estaba tan agotado que no podía permanecer de pie, y menos aún defenderse. El sol se había abierto paso entre las nubes y brillaba reflejado en la hoja de la lanza. West no tenía ni idea de lo que haría cuando le alcanzara su enemigo. Aparte de morir.
De repente, el jinete se empinó sobre la silla de montar y se llevó una mano al costado. Entre sus dedos asomaban unas plumas. Unas plumas grises que vibraban azotadas por el viento. Dejó escapar un breve grito. Luego, el grito se interrumpió y el norteño se le quedó mirando. Una punta de flecha le sobresalía del cuello. Soltó la lanza y se fue inclinando hacia atrás hasta caer de la silla. Su caballo pasó al lado de West al trote, ascendió un poco más por la colina, trazando una leve curva, y luego aminoró la marcha y se detuvo.
West permaneció unos instantes agachado en la tierra húmeda, tratando de explicarse sin éxito cómo era posible que hubiera escapado a una muerte segura. Luego se levantó y avanzó tambaleándose hacia los árboles. Tenía las articulaciones tan flojas como las de un muñeco y dar un paso le suponía un esfuerzo sobrehumano. De pronto se le doblaron las rodillas y se estrelló contra unos matojos. Entonces sintió que unos dedos robustos le hurgaban en la herida del cuero cabelludo y oyó unas palabras masculladas en la lengua del Norte.
—¡Ah! —gritó West entreabriendo los ojos.
—Deje de gimotear —el Sabueso le miraba fijamente—. No es más que un arañazo. Ha salido bastante bien parado. Cierto que venía directo hacia mí, pero, de todas formas, ha tenido suerte. No siempre acierto.
—Suerte —musitó West. Se dio la vuelta sobre los matojos mojados y, asomándose entre los troncos de los árboles, contempló el valle. La niebla empezaba por fin a despejarse, dejando al descubierto un paisaje poblado de carros destrozados, pertrechos destrozados, cuerpos destrozados. Los desagradables despojos de una derrota terrible. O de una terrible victoria, si se pertenecía al bando de Bethod. A unas cien zancadas vio a un hombre que corría desesperado hacia otra pequeña arboleda. Un cocinero, a juzgar por su atuendo. Un jinete le perseguía con la lanza encajada debajo del brazo. Falló a la primera pasada, pero luego le acertó y lo derribó. Tal vez debería haberse sentido horrorizado al ver cómo el caballo pisoteaba al hombre mientras su jinete lo cosía a lanzadas, pero lo único que sintió fue una vergonzosa sensación de alivio. El alivio de no ser él.
Por las laderas del valle se veían más figuras y más jinetes. Otras tantas pequeñas tragedias destinadas a un final sangriento, pero West ya no pudo seguir mirando. Se dio la vuelta y dejó que su cuerpo resbalara hacia la acogedora protección de los matorrales.
El Sabueso, entretanto, se reía en voz baja.
—Tresárboles se va a partir el culo cuando vea lo que he pillado —luego señaló uno por uno a los embarrados y exhaustos integrantes del extraño grupo—. El coronel West, más muerto que vivo, una chica con un martillo ensangrentado, un tipo con una cara que parece el fondo de un cazo y este muchacho de aquí, que, si no me equivoco, es el responsable de este desastre. Por los muertos, hay que ver la de vueltas que da el mundo —luego sacudió lentamente la cabeza y miró a West, que estaba tirado boca arriba en el suelo jadeando como un pez fuera del agua.
—Tresárboles... se va a partir... el culo.
Al Archilector Sult, jefe de la Inquisición de Su Majestad.
Eminencia:
Tengo buenas noticias para usted. La conspiración ha sido desenmascarada y arrancada de raíz. Korsten dan Vurms, el hijo del Lord Gobernador, y Carlot dan Eider, la Maestre del Gremio de los Especieros, eran los dos cabecillas. Se les someterá a un interrogatorio y luego serán castigados ejemplarmente para que el pueblo vea cuáles el precio de la traición. Al parecer, Davoust murió a manos de un agente gurko que llevaba infiltrado en la ciudad desde hacía mucho tiempo. El asesino aún anda suelto pero, ahora que los conspiradores están en nuestras manos, no tardará mucho en caer.
He mandado arrestar al Lord Gobernador Vurms. La traición del hijo hace que el padre no sea de fiar, y, en cualquier caso, su persona ha representado en todo momento un estorbo para la correcta administración de la ciudad. Se lo mandaré de vuelta en el próximo barco para que entre sus colegas del Consejo Cerrado y usted decidan su destino. Le envío también al Inquisidor Harker, bajo la acusación de haber dado muerte a dos prisioneros que habrían podido proporcionarnos una información de gran valor. Le he interrogado y estoy convencido de que no ha tomado parte en la conspiración, lo cual no quita para que sea culpable de un delito de incompetencia de una gravedad equiparable a la de una traición. Dejo en sus manos la decisión sobre su castigo.
El ataque de los gurkos llegó con las primeras luces de la mañana. Una serie de tropas escogidas, provistas de pontones y escalas, se lanzaron al asalto, atravesando el campo abierto, y fueron recibidas con una letal descarga de las quinientas ballestas que tenemos desplegadas a lo largo de nuestras murallas. Un intento audaz, pero un tanto precipitado, que pudimos repeler sin mayor problema, causando numerosas bajas entre las filas enemigas. Tan sólo dos destacamentos, particularmente arrojados, lograron alcanzar el canal artificial, momento en el que pontones, escalas y hombres fueron barridos por una poderosa corriente que fluye del mar a la bahía a ciertas horas del día, un fenómeno natural tan venturoso como fortuito.
El terreno despejado que se extiende entre nuestro canal y las filas enemigas está ahora sembrado de cadáveres gurkos y he ordenado a nuestros hombres que disparen contra cualquiera que trate de prestar auxilio a los heridos. Los gemidos de los moribundos y la visión de los cadáveres en descomposición tendrán el saludable efecto de debilitar la moral del enemigo.
Aunque ya hemos degustado el dulce sabor de la victoria, lo cierto es que este ataque no tenía otro objetivo que tantear la fortaleza de nuestras defensas. El mando gurko se ha limitado a meter el pie en el agua para comprobar su temperatura. El siguiente ataque será de una magnitud completamente distinta. Tres poderosas catapultas, montadas a menos de cuatrocientas zancadas de nuestras murallas y perfectamente capaces de arrojar piedras de gran tamaño sobre la Ciudad Baja, permanecen de momento en silencio. Puede que tengan el propósito de tomar Dagoska intacta, pero si persistimos en su defensa, dejarán a un lado sus vacilaciones.
De hombres, ciertamente, no andan escasos. Todos los días llegan a la península nuevos contingentes. En la actualidad, por encima de la muchedumbre se distinguen los estandartes de ocho legiones y hemos detectado también la presencia de salvajes provenientes de todos los territorios del continente kantic. Una hueste impresionante, cuyo número puede alcanzar fácilmente los cincuenta mil hombres, se prepara para el ataque. El Emperador gurko, Uthma-al-Dosht, ha concentrado todas sus fuerzas para lanzarlas contra nuestras murallas, pero nos mantendremos firmes.
Pronto volverá a tener noticias mías. Hasta entonces, sirvo y obedezco.
Sand dan Glokta
Superior de Dagoska