Read Antes de que los cuelguen Online
Authors: Joe Abercrombie
Mientras contemplaba a la mujer revolviéndose en el suelo, Glokta se repasaba con la lengua sus encías desnudas.
Tiene que morir. No hay otra opción. Su Eminencia exige el más severo castigo. Su Eminencia exige que se dé un escarmiento. Su Eminencia exige que no haya clemencia
. Sus ojos no paraban de pestañear y toda la cara le palpitaba. Faltaba aire en la sala y hacía tanto calor como en una forja. Estaba empapado de sudor y muerto de sed. Apenas podía respirar. Se sentía casi como si fuera a él a quien estuvieran estrangulando.
Y lo más irónico de todo es que tiene razón. Mi victoria, de una forma u otra, supone una pérdida para todo el mundo en Dagoska. Los primeros frutos de mis esfuerzos exhalan ya sus últimos suspiros en la tierra de nadie que se extiende ante las puertas de la ciudad. Nada podrá detener ya la carnicería. Los cadáveres de los gurkos y de las gentes de Dagoska y de la Unión se irán apilando unos encima de otros hasta enterrarnos, y todo habrá sido obra mía. Habría sido mucho mejor que hubiera tenido éxito el plan de la Maestre. Habría sido mucho mejor que yo hubiera muerto en las mazmorras del Emperador. Mejor para el Gremio de los Especieros, mejor para los habitantes de Dagoska, mejor para los gurkos, mejor para Korsten dan Vurms, para Carlot dan Eider, mejor incluso para mí.
Eider ya casi había dejado de patalear.
Otra cosa más que habrá que arrojar a un oscuro recodo. Otro recuerdo que vendrá a acosarme cuando esté solo. Pero, esté bien o esté mal, tiene que morir. Tiene que morir
. El siguiente aliento de la Maestre fue como una vibración amortiguada. El siguiente, un leve resuello.
Ya casi está. Casi
.
—¡Pare! —ordenó Glokta.
¿Cómo?
Severard levantó de golpe la vista.
—¿Cómo?
Vitari no parecía haberse dado cuenta y seguía tensando la cadena.
—¡Pare he dicho!
—¿Por qué? —bufó.
Sí, ¿por qué?
—¡Yo doy órdenes, no razones! —exclamó de nuevo.
Resoplando de indignación, Vitari soltó la cadena y luego retiró la bota de la cabeza de Eider. La mujer no se movía. Su respiración era muy superficial, un tenue rumor apenas audible.
Pero respira. El Archilector querrá que se le dé una explicación, una explicación muy satisfactoria. Me pregunto qué le diré
.
—Llevadla de nuevo a la mazmorra —dijo apoyándose en el bastón y levantándose trabajosamente de la silla—. Es posible que aún pueda sernos de utilidad.
De pie junto a la ventana, Glokta se asomaba a la noche con gesto ceñudo, contemplando cómo la cólera de Dios se abatía sobre la ciudad. Formadas en hilera a una distancia que quedaba fuera del alcance de las ballestas de las murallas, las tres gigantescas catapultas no habían parado de disparar desde primeras horas de la tarde.
En cargar y tener lista cada una de ellas empleaban cerca de una hora. Había seguido todo el proceso con el catalejo.
Primero se alineaba la máquina y luego se calculaba el alcance. Un grupo de ingenieros barbudos, ataviados con túnicas blancas, discutían entre sí, oteaban con sus catalejos, hacían oscilar plomadas, manejaban compases, papeles y ábacos y realizaban minuciosos ajustes en los enormes cerrojos que sujetaban la catapulta.
Una vez que se habían dado por satisfechos, se echaba hacia atrás el gigantesco brazo hasta colocarlo en posición de disparo. Para alzar el contrapeso, un bloque de hierro negro que representaba el rostro ceñudo de un soldado gurko, se necesitaba un tiro de veinte caballos, que sudaban copiosamente bajo el restallar de los látigos.
Luego, mediante una laboriosa maniobra ejecutada por un sistema de poleas y una cuadrilla de peones ceñudos que no paraban de bramar y hacer aspavientos, el enorme proyectil, un barril de no menos de una zancada de diámetro, era colocado en la cuchara de la catapulta. Acto seguido, los hombres se hacían a un lado y se retiraban apresuradamente. Entonces, un esclavo, provisto de un largo palo con un trapo ardiendo en un extremo, avanzaba lentamente hacia la máquina y prendía el barril. Se alzaban las llamas, en algún lugar se accionaba una palanca, el enorme contrapeso caía, el poderoso brazo, largo como un tronco de pino, salía disparado hacia delante y la munición en llamas volaba hacia las nubes. Llevaban varias horas surcando el cielo y cayendo rugientes sobre la ciudad, y seguían haciéndolo mientras el sol se iba hundiendo en el oeste, el cielo comenzaba a oscurecerse y las colinas de tierra firme se volvían negras siluetas en la lejanía.
Glokta vio un nuevo barril remontar el vuelo, un brillo intenso que se destacaba en medio del cielo negro y trazaba una línea de chispas que quedaba marcada a fuego en su retina. Durante un instante eterno, pareció quedarse suspendido sobre la ciudad, casi a la altura de la Ciudadela, y luego se precipitó desde el cielo, chisporroteando como un meteorito y arrastrando tras de sí una estela de fuego anaranjado. Cayó en medio de la Ciudad Baja. Las llamas salieron disparadas hacia arriba y luego se abatieron furiosas sobre las minúsculas casuchas de los arrabales. Al cabo de un instante, el trueno de la detonación alcanzaba la ventana y hacía a Glokta contraer la cara en un gesto de dolor.
Polvos explosivos, ¿Quién iba a decirme cuando los vi crepitar sobre el banco del Adepto Químico que podrían llegar a ser un arma tan terrible?
Medio veía y medio se imaginaba unas figurillas que corrían de acá para allá intentando sacar a los heridos de los escombros en llamas, intentando rescatar lo que pudieran de sus viviendas en ruinas, largas cadenas de nativos de rostro tiznado que se pasaban cubos con gesto tétrico en un intento vano de atajar aquella hoguera infernal.
Siempre son los que menos tienen los que más pierden en las guerras
. Los incendios se extendían ya por toda la Ciudad Baja. Resplandecían, reverberaban y parpadeaban avivados por el viento que venía del mar, cuya negra superficie estaba sembrada de brillantes reflejos anaranjados, amarillos y rojos. Incluso desde esa altura se respiraba una atmósfera cargada de un humo denso y asfixiante.
Ahí abajo debe de ser el mismísimo infierno. Felicidades de nuevo, Superior Glokta
.
De pronto, sintió una presencia en el umbral de la puerta y se dio la vuelta. Era Shickel. A la luz de las velas, su menuda figura no era más que una silueta negra.
—No necesito nada —murmuró volviéndose de nuevo hacia el espectáculo majestuoso, morboso y horripilante que se contemplaba desde la ventana.
Al fin y al cabo, no todos los días se puede ver una ciudad en llamas
. Pero, en lugar de irse, su sirviente entró en la sala.
»Tienes que irte, Shickel, estoy esperando una especie de visita y puede que haya problemas.
—Conque una visita, ¿eh?
Glokta alzó la vista. La voz de la chica sonaba rara. Más profunda, más dura. Su rostro, una mitad en sombra y la otra iluminada por el parpadeo naranja que proyectaban los incendios, también parecía cambiado. Su expresión era bastante extraña: enseñaba los dientes y le miraba fijamente con unos ojos ávidos y refulgentes mientras avanzaba paso a paso hacia él. Una expresión casi atemorizadora.
Si yo fuera de los que se asustan fácilmente
... Y, de pronto, todas las piezas encajaron.
—¿Tú? —exhaló.
—Yo.
¿Tú?
Glokta no pudo contenerse y se le escapó una carcajada.
—¡Harker te tuvo en sus manos! ¡Ese idiota da contigo por casualidad y voy yo y te dejo libre! —no podía dejar de reír—. Qué buena lección, ¿eh? ¡Nunca le hagas un favor a nadie!
—No necesito que me des lecciones, maldito tullido —dio un paso más. Ya sólo estaba a tres zancadas.
Ése es el lugar
.
—¡Espera! —Glokta alzó una mano—. ¡Dime sólo una cosa! —la mujer se detuvo, elevando una ceja con gesto interrogante.
Justo ahí
—. ¿Qué le pasó a Davoust?
Shickel sonrió. En su boca asomó una hilera de dientes limpios y muy afilados.
—Nunca salió de esta habitación —luego se acarició el estómago—. Está aquí dentro —Glokta se esforzó en resistir la tentación de mirar hacia arriba mientras el bucle de una cadena descendía lentamente del techo—. Y ahora vas a ir a hacerle compañía —tuvo tiempo de dar medio paso más antes de que la cadena la agarrara por debajo de la barbilla y tirara de ella hacia arriba, dejándola suspendida en el aire, bufando, escupiendo, pataleando, revolviéndose.
Severard, que estaba oculto bajo la mesa, salió de un salto de su escondrijo y trató de sujetar las piernas desbocadas de Schickel. El pie descalzo de la mujer se estrelló contra su cara y, soltando un alarido, el Practicante rodó desmadejado por la alfombra.
—Mierda —exhaló Vitari al ver que Shickel metía una mano por debajo de la cadena y empezaba a tirar de ella, bajándola de las vigas—. Mierda —cayeron juntas en el suelo, forcejearon durante unos instantes y, de pronto, una sombra negra que agitaba los brazos surcó la oscuridad: Vitari había salido despedida. Al estrellarse contra la mesa que había al otro extremo de la sala, emitió un gemido y luego quedó inerte en el suelo. Severard, aturdido, seguía quejándose mientras trataba de darse la vuelta con las manos aferradas a la máscara. Glokta y Shickel se quedaron mirándose de hito en hito.
Mi Devorador y yo. Feo asunto
.
Cuando la muchacha se abalanzó sobre él, Glokta se pegó a la pared, pero Shickel sólo pudo dar un paso antes de que Frost cargara contra ella con todas sus fuerzas y la aplastara contra la alfombra. Durante unos instantes, siguieron tirados en el suelo, pero, de pronto, la chica logró ponerse de rodillas y, poco a poco, a pesar de tener encima la enorme mole del Practicante, consiguió levantarse del todo y dio un paso hacia Glokta.
Empleando toda su musculatura, los brazos del albino estrechaban con fuerza el cuerpo de la muchacha e intentaban hacerla retroceder, pero ella seguía avanzando lentamente, apretando los dientes, con un brazo inmovilizado junto a su menudo cuerpo mientras la mano que tenía libre lanzaba zarpazos hacia el cuello de Glokta.
—¡Uuuzzz!—bufaba Frost. Los tendones de sus poderosos antebrazos parecían estar a punto de reventar, tenía toda la cara contraída por el esfuerzo y sus ojos rosáceos amenazaban con salírsele de las órbitas. Pero ni aun así era suficiente. Glokta, aplastado contra la pared, observaba fascinado cómo la mano se iba acercando cada vez más hasta quedar a sólo unos centímetros de su garganta.
Feísimo asunto
.
—¡Toma, monstruo! —chilló Severard. Se oyó un zumbido y un garrote surcó el aire y golpeó el brazo extendido, partiéndolo limpiamente en dos. Entre la carne ensangrentada, Glokta vio asomar un trozo de hueso; sin embargo, los dedos seguían moviéndose hacia él. El garrote se estrelló contra la cara de la muchacha y le lanzó la cabeza hacia atrás. La sangre le manaba a borbotones de la nariz y tenía la mejilla abierta de un tajo. Pero ella seguía intentando avanzar. Frost resoplaba debido al esfuerzo que le estaba costando mantener inmovilizado el otro brazo mientras Shickel tiraba hacia delante, bufando y enseñando los dientes, dispuesta a arrancarle a Glokta la garganta de un mordisco.
Severard se desprendió de su garrote, agarró a la muchacha del cuello y, con las venas de la frente palpitándole y gruñendo por el esfuerzo, tiró de la cabeza hacia atrás. La escena no podía resultar más estrambótica: dos hombres, uno de ellos grande y fuerte como un toro, intentaban desesperadamente derribar a una simple chiquilla. Poco a poco, los dos Practicantes consiguieron apartarla. Severard la levantó un pie del suelo y Frost, lanzando un bramido, la alzó en vilo y, haciendo acopio de las pocas fuerzas que le quedaban, la arrojó contra la pared.
Tratando desesperadamente de incorporarse, Shickel escarbó el suelo con un brazo mientras el otro colgaba flácido a un lado. Desde las sombras, Vitari emitió un gruñido y alzó en el aire una de las pesadas cadenas del Superior Davoust. Los eslabones se desgajaron al estrellarse contra la cabeza de la chica, y, acto seguido, los tres Practicantes se abalanzaron sobre ella como perros de presa sobre un zorro, y, profiriendo gruñidos de rabia, propinaron a Shickel una somanta de patadas y puñetazos.
—¡Basta! —exclamó Glokta—. ¡Todavía hay que interrogarla! —se acercó renqueando hasta los jadeantes Practicantes y miró hacia abajo. Shickel había quedado reducida a una masa informe e inerte. Un montón de harapos, ni siquiera demasiado grande.
Más o menos como estaba cuando la encontré la primera vez. ¿Cómo es posible que una simple chiquilla haya estado a punto de vencer a estos tres?
El brazo roto, con los dedos flácidos y ensangrentados, estaba tendido sobre la alfombra.
Me parece que ésta ya no representa una amenaza para nadie
.
Pero entonces el brazo empezó a moverse. El hueso se arrastró hacia la carne y volvió a encajarse, produciendo un crujido escalofriante. Los dedos palpitaron, dieron una sacudida, se pusieron a rascar el suelo y comenzaron a deslizarse hacia el tobillo de Glokta.
—¿Qué clase de bicho es éste? —exhaló Severard mirando hacia abajo.
—Las cadenas —dijo Glokta apartándose con cautela—. ¡Rápido!
Con gran estrépito, Frost sacó dos pares de cadenas que había en un saco y las alzó resoplando. Unas tiras de hierro negro, gruesas como un árbol joven y pesadas como un yunque, que habían sido fabricadas para los prisioneros más fornidos y peligrosos. Aferró dos de ellas a los tobillos de la muchacha, le ató las muñecas con otra y, a continuación, los trinquetes se deslizaron el uno sobre el otro con una irrevocabilidad que resultaba muy tranquilizadora.
Vitari, que había sacado un buen trecho de tintineante cadena del saco, se puso a enrollarla alrededor del cuerpo inerte de Shickel, mientras Severard lo mantenía un poco levantado, tensándola con fuerza al completar cada vuelta y prosiguiendo luego con la misma operación. Dos gruesos candados remataron la faena.
Los cerraron justo a tiempo. Shickel recuperó de golpe la conciencia y empezó a revolverse en el suelo. Forcejeó con las cadenas y lanzó un gruñido a Glokta. La nariz ya había vuelto a encajarse en su sitio y el corte de la mejilla se había cerrado.
Como si jamás hubiera sufrido daño alguno. Una vez más, Yulwei tenía razón
. La cadena emitió un traqueteo al lanzarse la muchacha hacia delante soltando dentelladas, y Glokta se vio obligado a retroceder con paso tambaleante.