Read Antes de que los cuelguen Online
Authors: Joe Abercrombie
—Dicen que su padre es el mismísimo Rey de la Unión.
—¿Qué importa de quién seas hijo si no vales más que una boñiga? Ya podría estar ardiendo que ni siquiera me molestaría en orinarle encima —el Sabueso no pudo menos que asentir. El tampoco lo haría.
Estaban todos sentados en círculo alrededor del lugar donde debería haber estado el fuego, si Tresárboles les hubiera dejado encenderlo. Cosa que no había hecho, por supuesto, a pesar de los insistentes ruegos de los sureños. Hiciera el frío que hiciera, no estaba dispuesto a permitirlo. No mientras los exploradores de Bethod anduvieran por ahí. Habría sido como proclamar dónde se encontraban gritando a todo pulmón. A un lado se sentaban el Sabueso y sus compañeros: Tresárboles, Dow y Tul, junto con Hosco, que se apoyaba en un codo como si nada de aquello tuviera que ver con él. Al otro, los de la Unión.
A pesar del frío, el cansancio y el hambre, Pike y la muchacha trataban de poner a mal tiempo buena cara. Había algo en ellos que le decía al Sabueso que estaban acostumbrados a todo eso. West parecía estar al límite de sus fuerzas: tenía las manos ahuecadas y no paraba de soplárselas como si se temiera que de un momento a otro fueran a ponerse negras y a desprenderse del resto del cuerpo. Al Sabueso le parecía que habría hecho mejor en quedarse el abrigo en lugar de dárselo al último miembro del grupo.
El Príncipe, sentado en el medio, mantenía la barbilla alzada intentando disimular que estaba reventado, cubierto de mugre y que empezaba a oler tan mal como todos los demás. Trataba de aparentar que podía dar órdenes y que tal vez habría alguien dispuesto a obedecerlas. En eso, opinaba el Sabueso, estaba muy equivocado. En una banda como la suya, a los jefes se los elegía por sus méritos y no por ser hijos de alguien. Se elegían jefes que tuvieran agallas y, desde ese punto de vista, lo más seguro es que hicieran más caso a la chica que al capullo aquel.
—Me parece que ya va siendo hora de que discutamos cuál es el plan —se quejaba—. Algunos de nosotros andamos a ciegas —el Sabueso advirtió que Tresárboles ya había empezado a fruncir el entrecejo. No le hacía ninguna gracia tener que cargar con aquel idiota, y menos aún hacer como si le importara un carajo su opinión.
Tampoco favorecía las cosas el hecho de que varios de ellos no pudieran entenderse al hablar. De los de la Unión, el único que hablaba la lengua del Norte era West. Y de los norteños, sólo el Sabueso y Tresárboles hablaban la lengua de la Unión. Tul tal vez pillara el sentido general de lo que se decía. Pero Dow ni eso. Y en cuanto a Hosco, bueno, el silencio viene a significar más o menos lo mismo en cualquier idioma.
—¿Qué dice ahora? —refunfuñó Dow.
—No sé qué de unos planes —le respondió Tul.
Dow soltó un resoplido.
—De lo único que entiende ese culo fofo es de mierda —el Sabueso se fijó en que West tragaba saliva. Entendía muy bien lo que se decía y sin duda era consciente de que a algunos de los muchachos se les estaba empezando a agotar la paciencia. El Príncipe, en cambio, no parecía darse cuenta de nada.
—Resultaría bastante útil saber cuántos días creen que nos quedan para llegar a Ostenhorm.
—No vamos hacia el sur —terció Tresárboles en norteño cuando su Alteza aún no había acabado de hablar.
Por un instante, West dejó de soplarse las manos.
—¿Ah, no?
—No lo hemos hecho desde que nos pusimos en marcha.
—¿Por qué?
—Porque Bethod se dirige hacia el norte.
—No hay duda —dijo el Sabueso—. Hoy mismo lo he visto.
—¿Por qué se da la vuelta si tiene franco el camino a Ostenhorm? —inquirió West.
—Le diré por qué —repuso Dow con sorna—. A Bethod no le interesa esa ciudad. Al menos, no de momento.
—Lo que pretende es partirlos a todos ustedes en trozos pequeños para así poder masticarlos mejor —apostilló Tul.
El Sabueso asintió con la cabeza.
—Como ese trozo en que estaba usted, y del que ahora debe de estar escupiendo los huesos.
—Discúlpenme —intervino el Príncipe, que no tenía ni idea de lo que se estaba hablando—, pero creo que sería mejor que continuáramos en la lengua común.
Tresárboles hizo caso omiso y siguió hablando en norteño.
—Va a partir ese ejército suyo en pequeños trozos y luego los va a ir aplastando uno por uno. Ustedes creen que se dirige al sur, así que debe de suponer que su amigo el Mariscal Burr enviará una parte de sus hombres hacia allá. Entretanto, él se dirigirá al norte y pillará desprevenido al resto del ejército y, si no son demasiados, los hará picadillo igual que hizo antes con ustedes.
—Luego —tronó Tul—, cuando sus preciosos soldados estén atrapados en el barro o traten de retirarse cruzando el río...
—Sin prisas, irá cascando las ciudades como si fueran nueces en invierno y sus Caris arramblarán con todo lo que haya dentro. —Dow se relamió los dientes y miró a la chica. La miró igual que un perro miraría a una loncha de tocino. La muchacha le sostuvo la mirada, lo cual, en opinión del Sabueso, decía mucho en su favor. Dudaba mucho que él hubiera tenido el valor de hacerlo de haber estado en su situación.
—Bethod va hacia el norte y eso mismo haremos nosotros —Tresárboles lo dijo en un tono que no admitía discusión—. Le tendremos vigilado y, si conseguimos andar rápido y llevarle la delantera, cuando su amigo Burr ande dando tumbos por estos bosques podremos avisarle de dónde está Bethod antes de que se dé de bruces con él como un ciego que tropieza con un pozo y se cae dentro.
El Príncipe pegó un manotazo al suelo.
—¡Exijo que se me informe del contenido de esta conversación!
—Bethod se dirige al norte con su ejército —le susurró West entre dientes—. Y nosotros vamos a seguirle.
—¡Esto es intolerable! —exclamó el muy imbécil dando un tirón a los mugrientos puños del abrigo—. ¡Una estrategia como ésa nos pondrá a todos en peligro! ¡Haga el favor de informarles de que partimos de inmediato hacia el sur!
—¡Asunto arreglado, pues! —todos se volvieron para ver quién había hablado y se quedaron de piedra. Era Hosco, hablando en la lengua de la Unión con tanta naturalidad y soltura como el propio Príncipe—. Usted se va para el sur. Nosotros nos vamos para el norte. Y yo ahora me voy a orinar —y, dicho aquello, se puso de pie y se internó en la oscuridad. El Sabueso se le quedó mirando con la boca abierta. ¿Por qué demonios había tenido que aprender una lengua extranjera cuando en la suya nunca decía más de dos palabras seguidas?
—¡Muy bien! —graznó el Príncipe con una vibración nerviosa en la voz—. ¡De gente así no cabía esperar otra cosa!
—¡Alteza! —le susurró West—. ¡Los necesitamos! ¡Sin su ayuda no conseguiremos llegar a Ostenhorm ni a ninguna otra parte!
La muchacha miró de reojo al Príncipe.
—¿Pero es que acaso sabe usted dónde está el sur? —el Sabueso contuvo una risotada, pero al Príncipe no parecía haberle hecho mucha gracia.
—¡Tenemos que dirigirnos al sur! —exclamó con la cara palpitándole de rabia.
Tresárboles le atajó enfurecido.
—Aun suponiendo que ésta fuera una banda en la que las decisiones se adoptaran por votación, que no es el caso, los bultos no tienen voto —ahora hablaba en la lengua de la Unión, pero el Sabueso se olía que el Príncipe no se iba a alegrar demasiado de enterarse de lo que estaba diciendo—. Tuvo la oportunidad de dar órdenes, y ya ve adonde le ha llevado eso. Por no hablar de adonde les ha llevado a los que fueron tan imbéciles de obedecerle. Nuestros nombres no se van a sumar a esa lista, puede estar seguro. Si quiere venir con nosotros, más vale que aprenda a seguir nuestro paso. Y si lo que quiere es dar órdenes, pues bien...
—Al sur se va por ahí —dijo el Sabueso señalando los bosques con un dedo—. Buena suerte.
Al Archilector Sult, jefe de la Inquisición de Su Majestad.
Eminencia:
Continúa el asedio de Dagoska. Durante tres días seguidos los gurkos han lanzado ataques contra nuestras murallas, cada uno de ellos de mayor envergadura y con más determinación que el anterior. Intentan cegar nuestro canal con rocas, salvarlo con pontones, trepar por nuestras murallas con escalas, derribar nuestras puertas con arietes. Tres veces han atacado y las tres veces han sido repelidos. Han sufrido numerosas bajas, pero eso es algo que se pueden permitir. Los soldados del Emperador pululan por la península como hormigas. Pero nuestros hombres son arrojados, nuestras defensas, sólidas, nuestra determinación, inquebrantable, y los barcos de la Unión siguen surcando la bahía manteniéndonos bien provistos. Puede estar seguro: Dagoska no caerá.
Con respecto a otra cuestión de menor importancia, le agradará saber que el asunto de la Maestre Eider ya está solventado. Durante un tiempo aplacé su ejecución, pensando que tal vez podríamos aprovechar sus contactos con los gurkos para usarlos en su propia contra. Por desgracia para ella, la posibilidad de que una iniciativa sutil de ese tipo diera algún fruto se ha evaporado, por lo que ya no nos es de ninguna utilidad. Habiendo considerado que la visión de una cabeza femenina decorando las almenas podría haber tenido un efecto pernicioso en la moral de las tropas —al fin y al cabo, en esta guerra nosotros somos los representantes de la civilización— he optado por sellar el destino de la antigua Maestre del Gremio de los Especieros de una forma discreta pero, se lo puedo asegurar, absolutamente definitiva. Ninguno de los dos debemos preocuparnos ya de ella ni de su fracasada conspiración.
Como siempre, Eminencia, sirvo y obedezco.
Sand dan Glokta
Superior de Dagoska
Había silencio junto a las aguas. Silencio, oscuridad, quietud. Pequeñas olas acariciaban los pilotes del muelle, la madera de los barcos emitía un leve crujido, una brisa fresca soplaba desde la bahía y el negro mar espejeaba a la luz de la luna bajo un cielo tachonado de estrellas.
Nadie imaginaría que hace sólo unas horas, a menos de medio kilómetro, los hombres morían a centenares. Que el aire estaba henchido de gritos de dolor y de furia. Que aún ahora, al otro lado de las murallas terrestres, arden dos enormes torretas de asedio rodeadas de cadáveres que yacen en el suelo como hojas caídas en otoño...
Glokta sintió un chasquido en el cuello al darse la vuelta para escrutar la oscuridad. Mirando con recelo a uno y otro lado, la figura del Practicante Frost surgió de las sombras entre las siluetas negras de dos edificios. Delante de él conducía a un prisionero; una persona de bastante menos estatura que caminaba encorvada envuelta en una capa, con la capucha subida y las manos atadas a la espalda. Las dos figuras cruzaron el polvoriento suelo de los muelles y sus pisadas resonaron al bajar por las planchas de madera del embarcadero.
—Muy bien, Frost —dijo Glokta cuando el albino hizo parar al prisionero—. Me parece que ya no necesitamos eso —el puño blanco del Practicante echó hacia atrás la capucha.
El rostro de Carlot dan Eider, consumido, demacrado, anguloso y con una colección de rasguños en sus mejillas rehundidas, quedó iluminado por la pálida luz de la luna. Llevaba la cabeza rapada, a la manera de los traidores confesos, y la pérdida de su cabellera hacía que el cráneo pareciera extrañamente pequeño, casi como el de un niño, y el cuello absurdamente largo y frágil. Una fragilidad que quedaba aún más resaltada por la presencia de un rodal de moratones inflamados, oscuros recuerdos de las marcas de los eslabones de la cadena de Vitari. Apenas quedaba nada de aquella mujer acicalada e imperiosa que le había cogido de la mano en la cámara de audiencias del Lord Gobernador, una ocasión que parecía haber tenido lugar hacía varios siglos.
Pasarse unas cuantas semanas en la oscuridad durmiendo en el pútrido suelo de una celda sofocante, sin saber si seguirás vivo dentro de una hora, es una experiencia que le destroza el aspecto a cualquiera. Nadie lo sabe mejor que yo
.
La mujer, con las aletas de la nariz dilatadas y los ojos brillando en la oscuridad, alzó la barbilla.
Esa actitud entre temerosa y desafiante que suelen adoptar ciertas personas cuando saben que están a punto de morir
.
—Superior Glokta, había perdido toda esperanza de volver a verle —sus palabras tal vez tuvieran un tono confiado, pero no lograban disimular el miedo que latía en su voz—. ¿Y ahora qué? ¿Una piedra atada a las piernas y un chapuzón en la bahía? ¿No le parece un poco teatral?
—Desde luego que sí, pero no es eso lo que tengo en mente —alzó la vista hacia Frost y le hizo una leve seña con la cabeza. Eider se estremeció, cerró con fuerza los ojos, se mordió los labios y encogió los hombros al sentir que la descomunal figura del Practicante se acercaba a ella,
¿Qué estará esperando? ¿El golpe brutal en la nuca? ¿La puñalada entre los omoplatos? ¿El alambre asfixiante alrededor del cuello? Ah, terrible incógnita. ¿Cuál de todas ellas será?
Frost alzó una mano. Un brillo metálico surcó la oscuridad. Luego se oyó el leve clic de la llave que se introducía en las esposas de Eider y las soltaba.
La Maestre abrió lentamente los ojos y, con idéntica lentitud, se llevó las manos hacia delante y las miró parpadeando como si fuera la primera vez que las viera.
—¿Qué significa esto?
—Esto significa exactamente lo que parece —Glokta señaló el embarcadero con la cabeza—. Ese barco zarpa para Westport con la próxima marea. ¿Tiene contactos en Westport?
Los tendones del cuello de Eider palpitaron al tragar saliva.
—Tengo contactos en todas partes.
—Bien. Esto significa que la dejo libre.
Se produjo un prolongado silencio.
—¿Libre? —Eider se llevó una mano a la cabeza y se frotó con gesto ausente su cráneo rapado mientras miraba largamente a Glokta.
No sabe si creérselo, y no es de extrañar. Tampoco yo sé si creérmelo
—. Los años deben de haber ablandado a Su Eminencia hasta el punto de hacerle casi irreconocible.
Glokta resopló con sorna.
—No lo creo. Sult no sabe nada de esto. Si lo supiera, a estas horas estaríamos usted y yo dándonos un chapuzón en la bahía con sendas piedras atadas a los tobillos.
Los ojos de la mujer se entornaron.
La Reina de los mercaderes evalúa el trato
.
—En tal caso, ¿cuál es el precio?
—El precio es que usted esté muerta. Olvidada. Quítese Dagoska de la cabeza, se ha acabado. Búsquese otro pueblo al que salvar. El precio es que deje la Unión y no vuelva a pisarla nunca. Nunca jamás.