Antes de que los cuelguen (20 page)

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Authors: Joe Abercrombie

—Hummm —repuso ella con un gruñido, y, acto seguido, se lo quitó de la mano y echó un sorbo. Mientras se secaba la boca con la manga, le miró de soslayo y frunció el ceño—. ¿Qué pasa?

—Nada —se apresuró a decir Logen mientras apartaba la vista y le mostraba las palmas de las manos—. Absolutamente nada —por dentro, sin embargo, sonreía. Pequeños gestos y tiempo. Así es como se consiguen las cosas.

Delitos menores

—Vaya frío, ¿eh, coronel?

—Sí, Alteza, el invierno casi se nos ha echado encima —algo parecido a una nevada había caído durante la noche. Un aguanieve frío que lo había dejado todo impregnado de una gélida humedad. Ahora, en la palidez de la mañana, el mundo entero aparecía medio helado. Las pezuñas de sus caballos ronzaban y chapoteaban sobre el barro escarchado. El agua goteaba tristemente de los árboles semicongelados. West tampoco era la excepción. Expulsaba vaharadas por su nariz acuosa y en la punta de sus orejas entumecidas por el frío sentía un desagradable hormigueo.

El Príncipe Ladisla, en cambio, apenas parecía notarlo. Tampoco era de extrañar, pues iba embutido en un abrigo descomunal y llevaba puestos un gorro y unos mitones de una reluciente piel negra que debían haber costado varios centenares de marcos. Sonriendo de oreja a oreja, se volvió hacia West.

—Aun así, los hombres parecen encontrarse en perfecta forma.

West apenas daba crédito a lo que acababa de oír. Las tropas del regimiento de la Guardia Real que había sido puesto a las órdenes de Ladisla parecían bastante satisfechas, cierto. Sus amplias tiendas estaban plantadas formando ordenadas hileras en medio del campamento, con una hoguera encendida delante de cada una de ellas, para que pudieran cocinar, y con los caballos atados en perfecta formación a escasa distancia.

La situación de las levas, que constituían las tres cuartas partes de las tropas, resultaba algo menos satisfactoria. En muchos casos su estado era verdaderamente lamentable. Unos hombres carentes de una preparación y un armamento adecuados, algunos de los cuales se encontraban demasiado enfermos o demasiado viejos para marchar, y no digamos ya para combatir. Los había que apenas tenían otra vestimenta que las ropas que llevaban puestas, cuyo estado, además, era pésimo. West había visto grupos de hombres que se arracimaban bajo los árboles en busca de un poco de calor, protegidos de la lluvia por un simple trozo de manta. Era una vergüenza.

—La Guardia Real anda bien provista, pero me preocupa la situación de algunas de las levas, su...

—¡En perfecta forma, sí! —exclamó Ladisla tapando sus palabras como si jamás las hubiera pronunciado—. ¡E impacientes por entrar en combate! Debe de ser el fuego que arde en sus entrañas lo que les mantiene calientes, ¿eh, West? ¡Están ansiosos por enfrentarse al enemigo! ¡Es una auténtica lástima que tengamos que aguardar aquí, matando el rato a la orilla de este dichoso río!

West se mordió el labio. Con cada día que pasaba, la capacidad de autoengaño del Príncipe Ladisla le resultaba más frustrante. A Su Alteza se le había metido en la cabeza la idea de que era un imponente y famoso general con una fuerza invencible bajo su mando. Estaba convencido de que iba a obtener una resonante victoria y que al regresar a Adua sería aclamado como un héroe. Pero en lugar de realizar el más mínimo esfuerzo para conseguir que las cosas fueran así, se comportaba como si ya lo fueran, ignorando por completo la realidad. No se le podía señalar la existencia de algún hecho molesto o desagradable, ni nada que entrara en contradicción con la disparatada idea que se había formado. Y, entretanto, los petimetres de su Estado Mayor, que en su conjunto no debían de sumar más allá de un mes de experiencia militar, le felicitaban por sus juiciosas opiniones, se intercambiaban palmadas en la espalda y se mostraban de acuerdo con todo lo que decía por absurdo que fuera.

No haber carecido de nada, no haber tenido que esforzarse nunca para conseguir algo, no haberse visto nunca en la necesidad de ejercitar ni el más mínimo atisbo de autodisciplina a lo largo de toda una vida debía de conferir a un hombre una perspectiva del mundo bastante extraña, supuso West, y ahí tenía la prueba, cabalgando a su lado todo sonriente, como si tener diez mil hombres a su cargo fuera la más insignificante de las tareas. Como bien había dicho el Lord Mariscal Burr, para el Príncipe Heredero el mundo real era un perfecto desconocido.

—Vaya frío —susurró Ladisla—. Poco que ver con los desiertos de Gurkhul, ¿eh, coronel?

—Desde luego, Alteza.

—Pero algunas cosas son iguales, ¿eh? ¡Le hablo de la guerra, West! ¡La guerra en general! ¡Es igual en todas partes! ¡El valor! ¡El honor! ¡La gloria! Usted luchó con el coronel Glokta, ¿no es así?

—Sí, Alteza, así es.

—¡Ah, cuánto me agradaba en tiempos oír el relato de sus hazañas! Fue uno de los héroes de mi juventud. ¡Rodeando al enemigo con su caballería, hostigando sus líneas de comunicación, cayendo de improviso sobre los convoyes de abastecimiento, y yo qué sé que más! —la fusta del Príncipe rodeó a un enemigo invisible, lo hostigo y cayó sobre su convoy de abastecimiento—. ¡Genial! Y me imagino que usted vio todo eso, ¿no?

—Algunas cosas sí, Alteza —había visto mucho dolor de trasero de tanto montar a caballo, muchas quemaduras provocadas por el sol, muchos saqueos, muchas borracheras, mucha fanfarronería jactanciosa.

—¡El coronel Glokta, qué hombre! No nos vendría nada mal un poco de su brío, ¿eh? ¡De su empuje! ¡Ese vigor! ¡Lástima que haya muerto!

West alzó la vista.

—No ha muerto, Alteza.

—¿Ah, no?

—Fue capturado por los gurkos. Luego, al finalizar la guerra, lo devolvieron a la Unión. Y... entró en la Inquisición.

—¿En la Inquisición? —el Príncipe parecía horrorizado—. ¿Cómo demonios es posible que un hombre renuncie a la carrera militar por eso?

West trató de dar con las palabras adecuadas, pero se lo pensó mejor.

—No consigo imaginarlo, Alteza.

—¡En la Inquisición! ¡Quién se lo habría imaginado! —durante un rato siguieron cabalgando en silencio. Pero, poco a poco, el semblante del Príncipe fue recuperando la sonrisa—. Bueno, hablábamos del honor de la guerra, ¿no?

West hizo una mueca.

—Así es, Alteza.

—Usted fue el primero en entrar por la brecha de Ulrioch, ¿no es así? ¡El primero en entrar, eso he oído! Qué honor, ¿eh? Qué gloria, ¿eh? Debió de ser toda una experiencia, ¿eh, coronel? ¡Toda una experiencia!

Abrirse paso entre un amasijo de piedras y maderos rotos plagado de cadáveres retorcidos. Medio cegado por el humo, medio asfixiado por el polvo, entre aullidos, gemidos y estruendos metálicos, sin apenas poder respirar del miedo. Hombres presionando por todas partes, quejándose, empujándose, tambaleándose, aullando, chorreando sangre y sudor, tiznados de mugre y hollín, visiones fugaces de rostros contraídos por el dolor y la furia. Demonios en el infierno.

West recordaba haber gritado «¡Adelante!» una y otra vez hasta quedarse ronco, a pesar de que no sabía qué era delante y qué era detrás. Recordaba haber ensartado a alguien con la espada, amigo o enemigo, ni lo supo entonces ni lo sabía ahora. Recordaba una caída contra una roca que le abrió la cabeza, recordaba haberse desgarrado la guerrera con un madero. Instantes, fragmentos, como si se tratara de una historia que hubiera oído de labios de otra persona.

West se ciñó el abrigo sobre sus hombros helados anhelando que fuera más grueso.

—Toda una experiencia, Alteza.

—¡Qué mala suerte que ese cabrón de Bethod no vaya a pasar por aquí! —El Príncipe Ladisla descargó con furia un fustazo al aire—. ¡Esto es casi lo mismo que hacer una maldita guardia! ¿Es que Burr me toma por tonto, eh, West, es eso lo que piensa de mí?

West respiró hondo.

—No sabría decirle, Alteza.

Pero la veleidosa mente del Príncipe ya había pasado a otra cosa.

—¿Qué hay de esas mascotas suyas? Los Hombres del Norte esos. Los de los nombres de chiste. ¿Cómo se llama el tipo ese tan sucio? ¿Cantueso?

—Sabueso.

—¡Sabueso, eso es! ¡Genial! —el Príncipe rió con ganas—. ¡Y anda que el gigante ese, en mi vida había visto un tipo más grande! ¡Excelente! ¿Qué están haciendo?

—Los he enviado a explorar al norte del río, Alteza —West habría preferido estar con ellos—. Lo más probable es que el enemigo ande bastante lejos de aquí, pero, si no es así, más vale que lo sepamos.

—Claro que sí. Excelente idea. ¡Así podremos prepararnos para el ataque!

Lo que West tenía en mente era más bien una oportuna retirada y el envío de un mensajero veloz al Mariscal Burr, pero de nada servía decirlo. El concepto de la guerra de Ladisla consistía exclusivamente en ordenar gloriosas cargas y luego irse a la cama. Las palabras «táctica» y «retirada» no formaban parte de su vocabulario.

—Sí —hablaba consigo mismo el Príncipe con los ojos clavados en la arboleda que había en la otra orilla del río—. Prepararemos un ataque y los barreremos hasta expulsarlos al otro lado de la frontera.

La frontera se encontraba a cientos de leguas de allí. West aprovechó la ocasión.

—Alteza, si me disculpa, tengo muchas cosas que hacer.

No era falso. La organización del campamento, o más bien su desorganización, se había llevado a cabo sin prestar ninguna atención a su comodidad o a su defensa. No era más que un caótico laberinto de lonas destartaladas en un gran claro próximo al río, con un suelo blando que los carros de las provisiones habían convertido rápidamente en un cenagal de barro pegajoso. Al principio ni siquiera se había dispuesto de letrinas; luego, cuando por fin se hicieron, resultó que no eran lo bastante profundas y que estaban demasiado cerca del lugar donde se habían almacenado las provisiones. Unas provisiones que, dicho sea de paso, habían sido empaquetadas de forma defectuosa, estaban mal preparadas y amenazaban ya con estropearse atrayendo a todas las ratas de Angland. West estaba seguro de que si no hubiera sido por el frío, a esas alturas ya se habría declarado una epidemia en el campamento.

El Príncipe Ladisla agitó una mano.

—Muchas cosas que hacer, desde luego. Bueno, ya me contará mañana más historias, ¿eh, West? Sobre el coronel Glokta y todo eso. ¡Maldita sea, qué pena que esté muerto! —exclamó por encima del hombro mientras se dirigía a medio galope hacia su colosal tienda púrpura, que se alzaba en la parte alta de la colina muy alejada de la confusión y el hedor.

Aliviado, West dio la vuelta a su montura y la espoleó colina abajo para dirigirse al campamento. En el trayecto se cruzó con grupos de soldados con las manos enfundadas en mugrientos andrajos que deambulaban por el fango semicongelado dando traspiés, temblando, echando vaho por la boca. Pasó por delante de pequeños corros de hombres, de los que no había ni dos que llevaran el mismo uniforme, que permanecían sentados a la entrada de sus tiendas parcheadas, pegándose cuanto podían a unas tristes fogatas, jugueteando con cacharros de cocina, echando míseras partidas de cartas con barajas mojadas, bebiendo o contemplando la gélida atmósfera con la mirada pérdida.

Las levas mejor preparadas habían partido en busca del enemigo al mando de Poulder y Kroy. Con Ladisla sólo se había quedado la morralla: los que estaban demasiado débiles para emprender una marcha, los que estaban demasiado mal equipados para poder luchar bien, los que estaban demasiado hundidos para hacer cualquier cosa con un grado mínimo de convicción. Unos hombres que tal vez no habían dejado jamás sus hogares y a los que se había forzado a cruzar el mar para ir a combatir en una tierra de la que nada sabían, contra un enemigo que nada les había hecho y por unas razones que no comprendían.

Es posible que algunos de ellos, al partir, sintieran una pizca de fervor patriótico, una leve oleada de orgullo varonil, pero a esas alturas las duras marchas, la comida mala y el tiempo gélido habían conseguido agotar, matar de inanición y congelar cualquier atisbo de entusiasmo. El Príncipe Ladisla, por otra parte, estaba lejos de ser un líder capaz de volver a insuflarles ánimos, aun en el caso de que se hubiera molestado en intentarlo.

Mientras pasaba a su lado, West miraba aquellos rostros demacrados, adustos y exhaustos, y ellos le devolvían la mirada con gesto abatido. Lo único que deseaban era regresar a sus hogares, y West se sentía incapaz de culparles por ello. Era lo mismo que deseaba él.

—¡Coronel West!

Un tipo corpulento le miraba con cara sonriente, un hombre de barba poblada que vestía el uniforme de oficial de la Guardia Real. West, sorprendido, se percató de que se trataba de Jalenhorn. Bajó de su montura y estrechó la mano que le tendía el grandullón entre las suyas. Se alegraba mucho de verlo ahí. Era una presencia que transmitía firmeza, honestidad, confianza. Un recordatorio de su vida anterior, de cuando aún no se movía entre los grandes de este mundo y las cosas eran mucho más sencillas.

—¿Qué tal te va, Jalenhorn?

—Muy bien, gracias. Estoy haciendo una ronda por el campamento para matar el tiempo mientras esperamos —el grandullón formó un cuenco con las manos, sopló dentro y luego se las frotó—. Y tratando de ahuyentar el frío.

—La guerra, lo sé por propia experiencia, es así. Una larga espera en condiciones penosas. Una larga espera con algún que otro momento de absoluto terror.

En los labios de Jalenhorn se dibujó una sonrisa sarcástica.

—Entonces sólo nos quedan los buenos momentos. ¿Qué tal van las cosas por el Estado Mayor del Príncipe?

West sacudió la cabeza.

—Es una competición por ver quién consigue ser más arrogante, más ignorante y más inútil. ¿Y a ti qué tal te va? ¿Qué te parece la vida de campamento?

—Nosotros no estamos demasiado mal. Pero me preocupan los de las levas. No están en condiciones de combatir. Según he oído, la otra noche dos de los de más edad murieron de frío.

—Bueno, son cosas que ocurren. Confiemos en que los entierren a suficiente profundidad y lo más lejos de nosotros que sea posible —West se daba cuenta de que el grandullón pensaría que era insensible, pero así eran las cosas. Pocos de los caídos en Gurkhul murieron en el campo de batalla. Accidentes, enfermedades, heridas mal curadas. Se acaba dándolo por descontado. ¿Qué cabía esperar con unas levas tan mal equipadas? Lo más probable es que no hubiera ni un solo día en que no tuvieran que enterrar a unos cuantos hombres—. ¿Necesitas algo?

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