Antes de que los cuelguen (8 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Que pida disculpas por su aspecto viene a ser como si un genio se disculpara por ser tan tonto.

—No se preocupe —Glokta se inclinó todo lo que le permitieron su pierna inútil y el agudo dolor que le recorría la espalda—. El Superior Glokta a sus pies.

—Nos alegramos mucho de tenerle entre nosotros. La desaparición de su predecesor, el Superior Davoust, nos ha tenido muy preocupados.
Algunos de ustedes, supongo, se habrán sentido menos preocupados que otros
.

—Confío en poder arrojar algo de luz sobre ese asunto.

—Así lo deseamos todos —luego cogió a Glokta del codo con total naturalidad—. Por favor, permítame que haga las presentaciones.

Glokta no se dejó conducir.

—Gracias, Maestre, pero creo que me las puedo arreglar yo solo —y, acto seguido, renqueó hasta la mesa lo mejor que pudo—. Usted debe de ser el general Vissbruck, el máximo responsable de las defensas de la ciudad —el general era un hombre de cuarenta y bastantes años que lucía una incipiente calvicie y sudaba copiosamente bajo un historiado uniforme que llevaba abotonado hasta el cuello a pesar del calor.
Me acuerdo de usted. Sirvió en Gurkhul durante la guerra. Un comandante de la Guardia Real al que todo el mundo tenía por un perfecto imbécil. Parece que le ha ido bien, como suele ocurrirle a todos los imbéciles
.

—Un placer —dijo Vissbruck sin apenas levantar la vista de los documentos que tenía delante.

—Siempre lo es encontrarse con un viejo conocido.

—¿Nos conocemos?

—Luchamos juntos en Gurkhul.

—¿Ah sí? —un espasmo de asombro recorrió el semblante de Vissbruck—. ¿No será usted...
ese
Glokta?

—En efecto, como usted dice, soy
ese
Glokta.

El general pestañeó.

—Humm, bueno, esto... ¿cómo le han ido las cosas?

—Extremadamente dolorosas, gracias por preguntar, pero ya veo que a usted no le ha ido mal, y eso me supone un inmenso consuelo —Vissbruck pestañeó de nuevo, pero Glokta no le dio tiempo de contestar—. Y usted debe de ser el Lord Gobernador Vurms. Todo un honor, Excelencia.

Encogido dentro de su traje de ceremonias como una ciruela pocha en su arrugada piel, el anciano era una auténtica caricatura de la decrepitud. A pesar del sofocante calor, sus manos parecían temblar, y en su cabeza, monda y reluciente, sólo quedaban unos cuantos mechones blancos. Alzó la vista hacia Glokta y lo escrutó con ojos fatigados y legañosos.

—¿Qué ha dicho? —el Lord Gobernador miró desconcertado a su alrededor—. ¿Quién es este hombre?

El general Vissbruck se pegó a él hasta que sus labios casi rozaron la oreja del anciano.

—¡El Superior Glokta, Excelencia! ¡El sustituto de Davoust!

—Yo soy Korsten dan Vurms —el hijo del Lord Gobernador pronunció su nombre como si se tratara de una palabra mágica y tendió una mano a Glokta como si le estuviera ofreciendo un regalo de un valor inestimable. Era un joven rubio y apuesto, que estaba medio tirado en su silla, con una tez bronceada que desprendía salud y un aspecto tan lozano y atlético como achacoso y ajado era el de su padre.
Ya le desprecio
.

—Tengo entendido que en tiempos fue usted un gran espadachín —Vurms miró a Glokta de arriba abajo con una sonrisa burlona—. Yo también practico la esgrima, y la verdad es que aquí no hay nadie que esté a mi altura. ¿Tal vez le apetecería que nos echáramos unos asaltos?
Me encantaría, pequeño cabrón. Si aún tuviera mi pierna en condiciones te daría una buena paliza
.

—Practiqué la esgrima, sí, pero, ay, tuve que dejarlo. Por problemas de salud —Glokta le obsequió con una de sus sonrisas desdentadas—. Pero apuesto a que todavía podría darle algún que otro consejo, si tiene ganas de mejorar —al oír aquello, Vurms frunció el ceño, pero Glokta ya había seguido con su recorrido—. Y usted debe de ser el Haddish Kahdia.

El Haddish era un hombre alto y espigado, de cuello muy largo y mirada fatigada. Vestía una sencilla toga blanca y llevaba enroscado a la cabeza un turbante del mismo color.
Un aspecto apenas más próspero que el de cualquiera de los indígenas de la Ciudad Baja, y, no obstante, tiene un cierto aire de dignidad
.

—Soy Kahdia, en efecto, y he sido elegido por las gentes de Dagoska para hablar en su nombre. Pero ya no me considero un Haddish. Un sacerdote sin templo ya no es un sacerdote.

—¿Otra vez nos va a venir con lo del templo? —se quejó Vurms.

—Me temo que sí, al menos mientras tenga un asiento en este consejo —luego volvió la vista hacia Glokta—. De modo que es usted el nuevo Inquisidor de la ciudad, ¿eh? Un nuevo demonio.

Un nuevo heraldo de la muerte. Lo que usted haga o deje de hacer no me interesa, señor torturador.

Glokta sonrió.
Confiesa el odio que siente por la Inquisición sin tan siquiera haber visto mi instrumental. Claro que tampoco cabía esperar que estuvieran encantados con la Unión; al fin y al cabo, son poco más que esclavos en su propia ciudad. ¿Será el traidor que buscamos?

¿O será él?
El general Vissbruck parecía la encarnación del militar leal, un hombre cuyo sentido del deber estaba demasiado arraigado y cuya imaginación era demasiado pobre para dedicarse a la intriga.
Pero son pocos los hombres que llegan a generales sin haber antepuesto su propio beneficio a cualquier otra consideración, sin haberse allanado el camino, sin haberse guardado algunos secretos
.

¿O él?
Korsten dan Vurms miraba a Glokta con el mismo gesto de repulsión con que se mira una letrina sucia que se va a tener que usar.
El típico niñato arrogante, he conocido miles como él. Por muy hijo del Lord Gobernador que sea, salta a la vista que sólo es leal a sí mismo
.

¿O ella?
La Maestre Eider era toda cortesía y agradables sonrisas, pero en sus ojos se adivinaba una dureza adamantina.
Me está analizando igual que haría un mercader con un cliente ignorante. En esa mujer hay más que unos modales exquisitos y una debilidad por la moda extranjera. Mucho más
.

¿O él?
Ahora, hasta el Lord Gobernador le parecía sospechoso.
¿Anda tan mal de la vista y del oído como pretende? ¿Esa mirada de miope, esa insistencia en pedir que se le explique lo que pasa, no serán puro teatro? ¿No sabrá más que nadie?

Glokta se dio la vuelta, se acercó cojeando a la ventana, se apoyó en un pilar finamente labrado que había junto a ella y se puso a contemplar la espléndida vista, dejándose acariciar por el cálido sol del atardecer. A sus espaldas sentía que los miembros del consejo, ansiosos de librarse de él, comenzaban a rebullir en sus asientos.
Me pregunto cuánto tardarán en ordenar que saquen al tullido de su fastuosa sala. No me fío de ninguno de ellos. Absolutamente de ninguno
. Sonrió para sus adentros.
Como tiene que ser
.

Fue Korsten dan Vurms el primero en perder la paciencia.

—Superior Glokta —le dijo de pronto—, apreciamos que haya tenido la consideración de venir aquí para presentarse, pero estoy seguro de que tendrá muchos asuntos que atender. Al igual que nosotros.

—Desde luego —Glokta renqueó hasta la mesa con exagerada lentitud, como si se dispusiera a abandonar la sala. Pero, en lugar de ello, tiró de una silla y, contrayendo el rostro debido al dolor de la pierna, tomó asiento—. Procuraré hacer los mínimos comentarios posibles, al menos de momento.

—¿Cómo? —dijo Vissbruck.

—¿Quién es ese tipo? —preguntó el Lord Gobernador estirando el cuello y escrutándole con sus ojos de miope—. ¿Qué está pasando aquí?

Su hijo fue más directo.

—¿Qué demonios se cree que está haciendo? —inquirió—. ¿Se ha vuelto usted loco? —el Haddish Kahdia comenzó a reír disimuladamente. Si de Glokta o del enfado de los otros, era imposible saberlo.

—Por favor, caballeros, por favor —terció la suave voz de la Maestre Eider con tono apaciguador—. El Superior acaba de llegar y tal vez ignore cómo se gestionan los asuntos en Dagoska. Debe comprender que su predecesor no asistía a estas reuniones. Llevamos gobernando de forma satisfactoria esta ciudad desde hace muchos años y...

—No es así como ve las cosas el Consejo Cerrado —Glokta alzó con dos dedos el mandato del Rey. Dejó que todos lo miraran un instante, cerciorándose de que no les pasaba desapercibido el grueso sello rojo y dorado, y luego lo arrojó sobre la mesa.

Todos miraban con aprensión a Carlot dan Eider mientras cogía el documento, lo desdoblaba y empezaba a leerlo. Al cabo de un instante, la mujer frunció el ceño y luego alzó una de sus primorosas cejas depiladas.

—Al parecer, los ignorantes somos nosotros.

—¡Déjeme ver eso! —Korsten dan Vurms le arrebató el documento de las manos y empezó a leerlo—. No es posible —murmuró—. No es posible.

—Me temo que sí —Glokta obsequió a todos los presentes con una de sus sonrisas desdentadas—. El Archilector Sult está muy preocupado. Me ha pedido que investigue la desaparición del Superior Davoust, y también que inspeccione el estado de las defensas. Que lo inspeccione con sumo cuidado y me asegure de que los gurkos se mantienen al otro lado. Me ha dado orden de que recurra a cualquier medida que estime necesaria —hizo una pausa enfática—. A cualquier medida.

—¿Qué es todo esto? —refunfuñó el Lord Gobernador—. Exijo que se me explique qué está pasando aquí.

Ahora era Vissbruck quien tenía el documento.

—Un mandato del Rey, rubricado por los doce miembros del Consejo Cerrado —murmuró mientras se secaba el sudor de la frente con la parte de atrás de la manga—. ¡Le concede plenos poderes! —y, acto seguido, lo depositó en la superficie taraceada de la mesa, como si temiera que fuera a ponerse a arder de pronto—. Esto significa que...

—Todos sabemos lo que significa —la Maestre Eider observaba a Glokta con gesto pensativo mientras se acariciaba la mejilla con la punta de un dedo.
Como un mercader que de pronto se da cuenta de que ha sido él y no el cliente supuestamente ignorante quien ha salido desplumado
—. Al parecer, el Superior Glokta asume el mando de la ciudad.

—Yo no me atrevería a hablar de asumir el mando, pero lo que sí que haré a partir de ahora será asistir a todas las reuniones de este consejo. Deben considerarlo el primero de una larga serie de cambios —Glokta exhaló un suspiro de alivio y se acomodó en su espléndida silla, estirando su pierna dolorida y recostando su dolorida espalda.
Casi estoy cómodo
. Luego contempló los rostros ceñudos de los miembros del consejo de la ciudad.
Si no fuera porque una de estas personas tan encantadoras es con toda probabilidad un traidor. Un traidor que ya se ha ocupado de hacer desaparecer a un Superior y que bien podría estar maquinando ahora la desaparición de otro...

Glokta carraspeó.

—Veamos, general Vissbruck, ¿qué estaba diciendo cuando llegué yo? ¿Algo sobre las murallas?

Las heridas del pasado

—Los errores de otros tiempos sólo deben cometerse una vez —peroraba Bayaz en un tono extremadamente pomposo—. Por eso mismo, cualquier educación digna de tal nombre debe cimentarse sobre una sólida comprensión de la historia.

Jezal se desahogó exhalando un suspiro entrecortado. Por qué demonios se empeñaba aquel maldito anciano en darle lecciones. Tal vez se debiera al desmedido egoísmo de las personas que empiezan a chochear. En cualquier caso, Jezal tenía el firme propósito de no aprender absolutamente nada.

—...la historia, sí —cavilaba el Mago en voz alta—, y si algo tiene Calcis es historia.

Nada convencido, Jezal echó un vistazo a su alrededor. Si la historia era una mera cuestión de antigüedad, Calcis, antigua ciudad portuaria del Viejo Imperio, era muy rica en historia. Si la historia era algo más —algo que tuviera que ver con el esplendor y la gloria, algo que hiciera bullir la sangre en las venas—, entonces brillaba por su ausencia.

No cabía duda de que la ciudad respondía a un trazado cuidadosamente elaborado; sus calles, anchas y rectas, estaban dispuestas de tal manera que proporcionaran al visitante magníficas vistas. Pero lo que en tiempos debió de ser un imponente paisaje urbano había quedado reducido con el paso de los siglos a un panorama desolador. Por todas partes se veían casas abandonadas, ventanas y portales vaciados que se asomaban con tristeza a plazas sembradas de socavones. Las callejuelas por las que pasaban estaban comidas por la maleza y repletas de escombros y leños podridos. La mitad de los puentes que cruzaban las mansas aguas del río se habían derrumbado sin que nadie se hubiese molestado en repararlos; la mitad de los árboles plantados en las grandes avenidas estaban secos, marchitos y recubiertos de hiedra.

Ni asomo de esa bulliciosa vitalidad que latía en todo Adua, desde los muelles hasta los suburbios, e incluso en el propio Agriont. La ciudad de Jezal podía parecer a veces un lugar en exceso abarrotado y tumultuoso, lleno a reventar de humanidad, pero, mientras contemplaba a los escasos y desaliñados ciudadanos de Calcis deambular por aquella pútrida reliquia de ciudad, no tenía ninguna duda de cuál de los dos ambientes prefería.

—...durante este viaje se le van a presentar multitud de oportunidades para mejorar como persona, y le sugiero que las aproveche. Maese Nuevededos, sin ir más lejos, es una persona digna de estudio. Tengo la impresión de que puede aprender mucho de él...

Jezal estuvo a punto de expresar su incredulidad con un grito ahogado.

—¿De ese simio?

—Ese simio, como usted dice, es un hombre que goza de gran fama en todo el Norte. El Sanguinario, así es como lo llaman en esas tierras. Dependiendo de en qué bando se esté, su nombre infunde espanto o valor en los corazones de los hombres. Un guerrero y un estratega de gran astucia e incomparable experiencia. Pero, por encima de todo, alguien que ha aprendido el truco de decir siempre mucho menos de lo que sabe —Bayaz le lanzó una mirada—. Justo lo contrario de algunas personas que conozco.

Jezal frunció el ceño y encorvó los hombros. No veía que Nuevededos pudiera enseñarle nada, como no fuera a comer con los dedos y a pasarse varios días sin asearse.

—El gran foro —masculló Bayaz cuando accedieron a un amplio espacio abierto—. El palpitante corazón de la urbe —incluso él sonaba decepcionado—. Aquí solían acudir los ciudadanos de Calcis a comprar y vender mercancías, a asistir a espectáculos y celebrar juicios, a discutir de filosofía y política. En los Viejos Tiempos no habría cabido ni un alma hasta altas horas de la noche.

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