Read Antes de que los cuelguen Online
Authors: Joe Abercrombie
Ahora había sitio de sobra. El vasto espacio pavimentado habría podido acoger fácilmente a una muchedumbre cincuenta veces mayor que la que se hallaba allí congregada. A lo largo de su perímetro se distribuían unas estatuas monumentales, sucias y mutiladas, cuyos mugrientos pedestales se encontraban torcidos en todos los ángulos imaginables. Unos cuantos puestos destartalados se apiñaban en el centro como un rebaño de ovejas en un día invernal.
—Ya no es más que una sombra de lo que fue. Con todo —y Bayaz señaló las desvencijadas esculturas—, los únicos residentes que deben interesarnos son éstos.
—¿Ah, sí? ¿Y quiénes son?
—Los Emperadores de un tiempo remoto, muchacho, y cada uno de ellos tiene una historia que contarnos.
Jezal profirió una queja muda. Si la historia de su propio país sólo despertaba en él un vago interés, menos aún se iba a interesar por la de un país decadente y atrasado perdido en los confines del occidente.
—Hay un montón —rezongó.
—Y no están ni mucho menos todos. La historia del Viejo Imperio se pierde en la noche de los tiempos.
—Será por eso por lo que lo llaman «viejo».
—No intente dárselas de listo conmigo, capitán Luthar, no podría. Mientras sus antepasados de la Unión iban desnudos, se comunicaban mediante gestos y adoraban un pedazo de barro, Juvens, mi maestro, guiaba el alumbramiento de una poderosa nación, una nación que por sus dimensiones y riqueza, por sus conocimientos y magnificencia jamás ha sido igualada. Adua, Talins o Shaffa no son sino sombras de las esplendorosas ciudades que florecieron en el valle del gran río Aos. Esto es la cuna de la civilización, amigo mío.
Jezal contempló las maltrechas estatuas, los árboles marchitos, las calles mugrientas, sórdidas, desoladas.
—¿Qué es lo que pasó?
—El fracaso de un proyecto grandioso nunca es fácil de explicar, pero donde hay éxito y gloria también suele haber fracaso y vergüenza. Y donde se dan todas esas cosas, la envidia se cuece a fuego lento. Paso a paso, la envida y el orgullo dieron lugar a trifulcas, luego a enemistades y finalmente a guerras. Dos grandes guerras que se saldaron con terribles catástrofes —Bayaz se dirigió con paso resuelto hacia la estatua más próxima—, Pero de las catástrofes también se pueden extraer lecciones, mi querido muchacho.
Jezal hizo una mueca de disgusto. Recibir nuevas lecciones le apetecía tanto como que se le pudriera la verga, y para nada se sentía su querido muchacho; sin embargo, su falta de entusiasmo no pareció disuadir en absoluto al anciano.
—Un gran soberano tiene que mostrarse implacable. En cuanto percibe una amenaza contra su persona o su autoridad, debe actuar con celeridad y sin dejar margen alguno para el arrepentimiento —peroró Bayaz—. Un buen ejemplo lo tenemos en el Emperador Shilla —añadió levantando la vista hacia la estatua de mármol que se alzaba sobre ellos, cuyos rasgos casi habían sido borrados por las inclemencias del tiempo—. En cuanto tuvo la sospecha de que su chambelán abrigaba la pretensión de hacerse con el trono, ordenó que lo mataran, que estrangularan a su mujer y a sus hijos y que su gran mansión de Aulcus fuera arrasada hasta los cimientos —Bayaz se encogió de hombros—. Todo ello a pesar de que no tenía ni la más mínima prueba. Una acción excesiva y brutal, pero es mejor pasarse en el empleo de la fuerza que quedarse corto. Siempre es mejor provocar miedo que desprecio. Y Shilla lo sabía. Ya ve que en la política no hay lugar para el sentimentalismo.
«Lo que veo es que me paso toda la vida topándome con viejos estúpidos que tratan de sermonearme.» Eso era lo que pensaba Jezal, pero no tenía la más mínima intención de decirlo. El horripilante recuerdo del Practicante de la Inquisición que había reventado ante sus ojos seguía demasiado fresco en su memoria. El viscoso chapoteo de los trozos de carne. La sangre caliente salpicándole la cara. Tragó saliva y agachó la cabeza.
—Ya veo —musitó.
Bayaz prosiguió con su cantinela.
—¡Eso no quiere decir, por supuesto, que un gran rey tenga que ser un tirano! Granjearse el amor de los plebeyos ha de ser el principal objetivo de un soberano, pues es algo que se puede obtener mediante pequeños gestos y, sin embargo, durar toda una vida.
Por muy peligroso que pudiera resultar el anciano, Jezal no estaba dispuesto a dejar pasar por alto aquel comentario. Saltaba a la vista que Bayaz carecía de experiencia práctica en el terreno de la política.
—¿De qué sirve granjearse el amor de los plebeyos? Los nobles tienen el dinero, y los militares, la fuerza.
Bayaz alzó la vista al cielo.
—Las palabras de un niño que se deja engatusar con frases huecas y juegos de manos. ¿De dónde viene el dinero de los nobles sino de los impuestos que recaen sobre los campesinos? ¿Quiénes son los soldados sino los hijos y maridos de la gente común? ¿De dónde les viene a los nobles su poder? De la aquiescencia de sus vasallos, sólo de eso. Si el descontento del campesinado llega a ser lo bastante profundo, ese poder puede esfumarse a una velocidad pasmosa. Pensemos en el caso del Emperador Dantus.
Acto seguido, señaló una estatua que tenía un brazo amputado a la altura del hombro y otro que sostenía un puñado de cochambre en el que crecía una espesa floración de musgo. La pérdida de la nariz, que había dejado en su lugar un mugriento orificio, confería al Emperador Dantus una expresión perpetua de azorado desconcierto, como si fuera un hombre al que hubieran sorprendido en una letrina haciendo sus necesidades.
—Nunca hubo un monarca más querido por su pueblo —dijo Bayaz—. Trataba a todos como si fueran sus iguales y siempre donaba la mitad de sus rentas a los más necesitados. Pero los nobles conspiraron en su contra, eligieron a uno de los suyos para sustituirle, encerraron al Emperador en una mazmorra y se apoderaron del trono.
—No me diga —gruñó Jezal desviando la mirada para echar un vistazo a la plaza semivacía.
—Pero la gente común no estaba dispuesta a abandonar a su amado monarca. Se alzaron en sus pueblos, se amotinaron y no hubo forma de aplacarlos. Algunos de los conspiradores fueron sacados a rastras de sus palacios y ahorcados en las calles; los otros, acobardados, se echaron atrás y volvieron a colocar a Dantus en el trono. Así que ya ve, muchacho, para un soberano no hay mejor protección contra el peligro que contar con el amor del pueblo.
Jezal suspiró.
—A mí déjeme con el apoyo de los nobles.
—Ja. El suyo es un afecto costoso y tan cambiante como el viento. Dígame, capitán Luthar, ¿acaso no ha estado usted presente en la Rotonda de los Lores cuando el Consejo Abierto se encontraba en sesión? —Jezal frunció el ceño. Puede que hubiera un atisbo de verdad en la cháchara del anciano—.Ja. Así es el amor de los nobles. Lo mejor que se puede hacer es mantenerlos divididos y fomentar la rivalidad entre ellos, hacer que compitan por obtener pequeñas mercedes, atribuirse el mérito de sus éxitos y, por encima de todo, asegurarse de que ninguno de ellos alcance un poder que pueda representar una amenaza para la propia autoridad.
—¿Y éste quién es? —había una estatua considerablemente más alta que las demás. Un hombre maduro de aspecto imponente, con barba poblada y cabellos ensortijados. Sus facciones resultaban agradables, pero sus labios estaban contraídos en un rictus tétrico y en su entrecejo se dibujaba una arruga que expresaba orgullo y furor. Un tipo con el que había que andarse con cuidado.
—Ése es Juvens, mi maestro. No fue Emperador, pero sí el principal consejero de muchos de ellos. Fue él quien levantó el Imperio y también fue él el principal causante de su destrucción. Un gran hombre, en muchos aspectos, pero los grandes hombres suelen tener grandes defectos —Bayaz retorció las manos sobre la desgastada empuñadura de su cayado con gesto pensativo—. Hay que aprender las lecciones de la historia. Los errores del pasado deben cometerse una sola vez —hizo una breve pausa y luego añadió—. A menos que no haya otro remedio.
Jezal se frotó los ojos y luego miró al otro lado del foro. Era posible que al Príncipe Ladisla le hubiera reportado algún beneficio la charla aquella, aunque Jezal tenía serias dudas. ¿Para eso le habían arrancado de la compañía de sus amigos, para eso le habían arrebatado la oportunidad de alcanzar la gloria y de promocionarse por la que tanto había luchado? ¿Para escuchar las caducas cavilaciones de un extraño vagabundo calvo?
Jezal frunció el ceño. Un grupo de tres soldados avanzaba hacia el lado de la plaza en el que se encontraban. En un primer momento, los observó sin excesivo interés. Pero luego se dio cuenta de que tenían la vista clavada en Bayaz y en él y que se dirigían exactamente hacia donde ellos estaban. A continuación vio otro grupo de tres, y luego otro más, viniendo desde direcciones opuestas.
Sintió que se le formaba un nudo en la garganta. Las armaduras y las armas que llevaban, a pesar de lo anticuado de su factura, transmitían una alarmante sensación de efectividad y parecían haber sido usadas con mucha frecuencia. La esgrima era una cosa. Y otra muy distinta un combate real del que se podía salir gravemente herido o incluso muerto. La inquietud que sentía sin duda no era un signo de cobardía; a fin de cuentas se le acercaban nueve hombres armados y no había ninguna escapatoria.
Bayaz también había advertido su presencia.
—Parece que nos han preparado un comité de bienvenida.
Los nueve soldados llegaron a su altura; los semblantes duros, las armas aferradas con fuerza. Jezal cuadró los hombros e hizo lo imposible por adoptar un aspecto temible, a la vez que evitaba mirarlos a la cara y mantenía las manos alejadas de las empuñaduras de sus aceros. No tenía ninguna gana de que alguno de aquellos tipos se pusiera nervioso y le diera por soltarle una estocada.
—Usted es Bayaz —dijo el jefe de la patrulla, un tipo corpulento con una mugrienta pluma roja en el casco.
—¿Es eso una pregunta?
—No. Nuestro señor, el Legado Imperial, Salamo Narba, gobernador de Calcis, le convoca a una audiencia.
—No me diga —Bayaz echó un vistazo a la patrulla y luego se volvió hacia Jezal alzando una ceja—. Supongo que sería una descortesía rehusar, sobre todo considerando que el Legado se ha tomado la molestia de enviarnos una guardia de honor. Muéstrenos el camino.
Dígase una cosa de Logen Nuevededos: estaba molido. Caminaba dando tumbos sobre los adoquines rotos, haciendo muecas de dolor cada vez que se apoyaba en el tobillo herido: cojeando, resollando, balanceando los brazos para no perder el equilibrio.
El Hermano Pielargo volvió la cabeza y sonrió ante tan triste espectáculo.
—Dígame, amigo mío, ¿qué tal van sus heridas?
—Duelen —gruñó Logen entre dientes.
—Y, sin embargo, sospecho que las ha conocido peores.
—Ajá —su pasado estaba lleno de heridas. Apenas si había habido algún momento de su vida en que no hubiera estado aquejado de un dolor o recuperándose lentamente entre una paliza y otra. Aún recordaba la primera herida seria que le habían hecho, un tajo en la cara que le había soltado un Shanka. Entonces era un muchacho de quince años, delgado y de piel tersa, al que las chicas de la aldea aún miraban. Se llevó el pulgar a la mejilla y palpó la vieja cicatriz. Recordaba a su padre apretando la venda contra la mejilla en el salón lleno de humo, y el intenso escozor, y el deseo de chillar que trataba de reprimir mordiéndose el labio. Los hombres aguantan en silencio.
Si pueden. Logen se vio tumbado bocabajo en una tienda apestosa, en cuyo techo tamborileaba la gélida lluvia, mordiendo un trozo de cuero para no ponerse a chillar, escupiéndolo de una tos luego y chillando al fin cuando empezaron a hurgarle en la espalda para sacarle la punta de una flecha que no había salido con el asta. Habían tardado un día entero en encontrar a la maldita. Al recordarlo, Logen hizo un gesto de dolor y se sacudió las escápulas para librarse de la sensación de hormigueo. Había gritado tanto que luego se había pasado una semana entera sin poder hablar.
También se pasó más de una semana sin poder hablar después del duelo con Tresárboles. Y sin andar, y sin comer, y sin apenas ver. La mandíbula rota, un pómulo roto, más costillas rotas de las que pudieran contarse. Los huesos machacados hasta dejarlo reducido a un amasijo dolorido, sollozante y autocompasivo. Lloriqueando como un niño al más mínimo movimiento de las andas, alimentado a cucharadas por una anciana y sintiéndose muy agradecido de que alguien le diera de comer.
Tenía muchos más recuerdos, y todos se agolpaban punzantes en su cabeza. El muñón de su dedo tras la batalla de Carleon, quemándole y quemándole hasta casi volverle loco. El brusco despertar en las montañas tras pasar un día a la intemperie después de que le dieran un golpe en la cabeza que le dejó inconsciente. El color rojo de su orina después de que la lanza de Hosco Harding le atravesara las entrañas. Sintió en su piel desgarrada el palpitar de todas sus cicatrices y se rodeó su maltrecho cuerpo con los brazos.
Muchas habían sido las heridas del pasado, pero no por eso le dolían menos las de ahora. El corte del hombro, tan lacerante como un carbón candente, no le daba respiro. Había visto a un hombre perder el brazo por una simple rozadura que se había hecho en una batalla. Primero hubo que amputarle la mano, después el brazo hasta la altura del codo, luego hasta el hombro. Justo después pareció quedarse sin fuerzas, a continuación empezó a desvariar y finalmente dejó de respirar. No era así como Logen quería volver al barro.
Dando saltos a la pata coja, se acercó a un muro en ruinas, se apoyó en él, se desembarazó de su zamarra, bregó con los botones de su camisa con una mano, se quitó el alfiler que sujetaba la venda y, luego, poniendo mucho cuidado, retiró las gasas.
—¿Qué aspecto tiene? —preguntó.
—El aspecto de la madre de todas las costras —masculló Pielargo asomándose por encima del hombro de Logen.
—¿A qué huele?
—¿Quiere que le huela?
—Dígame sólo si apesta o no.
El Navegante se inclinó hacia delante y olfateó melindrosamente el hombro de Logen.
—Se aprecia un marcado olor a sudor, pero puede que venga de su axila. Me temo que el arte de la medicina no se cuenta entre mis muy notables dones. Todas las heridas me huelen igual —y, dicho aquello, volvió a prender la venda con el alfiler.
Logen se abrochó la camisa.
—Si estuviera infectada lo notaría, puede creerme. Apesta como una tumba vieja, y, una vez que la podredumbre se te ha metido dentro, no hay forma de librarse de ella, si no es con un acero. Mal asunto —se estremeció y presionó con suavidad la palma de la mano contra su hombro dolorido.