Read Antes de que los cuelguen Online
Authors: Joe Abercrombie
—Ahora iba a hablar de eso —gruñó Burr antes de volverse hacia el mapa—. Un tercer destacamento, mandado por el Príncipe Ladisla, se atrincherará detrás del Cumnur para vigilar la ruta occidental. Su misión consistirá en asegurarse de que los Hombres del Norte no nos rodean y nos cogen por la retaguardia. Se mantendrán allí, al sur del río, mientras el cuerpo principal del ejército se divide en dos y expulsa al enemigo.
—Claro, mi Lord Mariscal —Kroy se reclinó en su silla exhalando un suspiro atronador, como si ya se hubiera temido algo así pero hubiera considerado su deber intentarlo por el bien de todos. Los oficiales de su Estado Mayor expresaron su desacuerdo con el plan chasqueando la lengua.
—Bien, me parece un plan excelente —proclamó con entusiasmo Poulder. Y, acto seguido, lanzó una sonrisa de suficiencia al lado de la mesa donde estaba sentado Kroy—. Estoy totalmente de acuerdo, Lord Mariscal. Me tiene a su entera disposición. Dentro de diez días tendré a mis hombres listos para emprender la marcha.
Los miembros de su Estado Mayor expresaron su asentimiento con murmullos y haciendo gestos afirmativos con la cabeza.
—Cinco días sería mucho mejor —dijo Burr.
Una palpitación de contrariedad sacudió el rollizo rostro de Poulder, pero rápidamente recuperó la compostura.
—Cinco días, pues, Lord Mariscal —fue entonces Kroy quien puso cara de suficiencia.
El Príncipe Ladisla, entretanto, contemplaba con los ojos entornados el mapa mientras en su semblante, profusamente empolvado, se iba dibujando una expresión de perplejidad.
—Lord Mariscal Burr —comenzó a decir—, la misión de mi destacamento es avanzar por la ruta occidental hasta llegar al río, ¿no es así?
—Así es, Alteza.
—Pero el río no debemos cruzarlo, ¿no?
—Desde luego que no, Alteza.
—Por tanto —dijo mirando a Burr con los ojos entrecerrados y expresión dolida—, nuestro papel es meramente defensivo, ¿no?
—Meramente defensivo, en efecto.
Ladisla frunció el ceño.
—Parece una misión muy insignificante —los miembros de su grotesco Estado Mayor se revolvieron en sus asientos, expresando con refunfuños el descontento que les producía que se les encomendara una misión tan poco acorde con sus méritos.
—¿Una misión insignificante? Discúlpeme, Alteza, ¡nada más lejos de la realidad! Angland es un territorio extenso y muy intrincado. Siempre cabe la posibilidad de que los Hombres del Norte se nos escapen, y si eso ocurriera, todas nuestras esperanzas estarían depositadas en su persona. Su misión consistirá en impedir que el enemigo cruce el río y amenace nuestras líneas de aprovisionamiento o, lo que sería aún peor, que marche hacia el propio Ostenhorm —Burr se inclinó hacia delante, clavó los ojos en el Príncipe y, con gran autoridad, sacudió el aire con un puño—. ¡Usted será nuestra roca, Alteza, nuestro pilar, nuestros cimientos! ¡Será el gozne sobre el que girará la puerta que se cerrará ante esos invasores y los expulsará para siempre de Angland!
West estaba impresionado. La misión que había asignado al Príncipe era a todas luces insignificante, pero el Lord Mariscal era capaz de hacer que limpiar unas letrinas pareciera una tarea encomiable.
—¡Excelente! —exclamó Ladisla mientras la pluma de su sombrero daba sacudidas de atrás adelante—. ¡El gozne, eso es! ¡Fantástico!
—Si no hay ninguna otra pregunta, caballeros, tenemos mucho trabajo por delante —Burr recorrió con la vista el semicírculo de semblantes malhumorados. Nadie habló—. Pueden retirarse.
Los Estados Mayores de Kroy y Poulder se intercambiaron unas miradas gélidas mientras se dirigían a toda prisa hacia la puerta para salir los primeros. Los dos generales, en su afán por evitar que el otro le diera la espalda o pasara por delante de él, forcejearon en el umbral, a pesar de que era lo bastante ancho para que pasaran los dos a la vez. Cuando por fin consiguieron acceder entre empellones al pasillo, se encararon enfurecidos.
—General Kroy —dijo Poulder con tono despectivo sacudiendo con altanería la cabeza.
—General Poulder —bufó Kroy alisándose su impecable uniforme.
Y, acto seguido, se alejaron hechos una furia en direcciones opuestas.
Una vez que salieron los últimos miembros del Estado Mayor del Príncipe Ladisla, perorando ruidosamente sobre cuál de ellos tenía la armadura más cara, West se levantó para irse también. Tenía centenares de cosas que hacer y no se ganaba nada postergándolas. Pero, antes de llegar a la puerta, el Lord Mariscal se dirigió a él.
—Bueno, ahí va nuestro ejército, ¿eh, West? Le juro que a veces me siento como un padre que tuviera que sacar adelante a una panda de niños revoltosos sin contar con la ayuda de su esposa. Poulder, Kroy y Ladisla —Burr sacudió la cabeza—, ¡Mis tres comandantes! Cada uno de esos hombres parece pensar que el único propósito de todo esto es su engrandecimiento personal. No existen tres personas más hinchadas en toda la Unión. Es un milagro que quepan los tres en una misma habitación —al mariscal se le escapó un eructo—. ¡Maldita indigestión!
West se estrujó los sesos tratando de encontrar algún aspecto positivo.
—Al menos el general Poulder parece disciplinado, señor.
Burr soltó un resoplido.
—Lo parece, sí, pero me fío de él menos aún que de Kroy, si es que eso es posible. Con Kroy, al menos, uno sabe a qué atenerse. Se puede estar seguro de que en cualquier situación hará todo lo posible por frustrar mis planes y oponerse a mí. Con Poulder, en cambio, nunca se sabe. Sonreirá, me halagará, obedecerá al detalle todas las órdenes hasta que vea que puede sacar algo en su propio provecho, y entonces se revolverá contra mí con el doble de ferocidad, ya verá. Tenerlos contentos a los dos es tarea imposible —el Lord Mariscal entornó los ojos y tragó saliva mientras se frotaba la tripa—. Pero mientras logremos tenerlos igual de descontentos, tenemos una oportunidad. De lo único que podemos congratularnos es de que el odio que siente el uno por el otro sea aún mayor que el que me tienen a mí.
El ceño de Burr se acentuó.
—Los dos estaban delante de mí en el escalafón para ocupar mi puesto. El general Poulder, sabe, es un viejo amigo del Archilector. Y Kroy es primo del Juez Moravia. Cuando quedó vacante el puesto de Lord Mariscal, el Consejo Cerrado no fue capaz de decidir a cuál de los dos elegir. Al final optaron por mí como una especie de insatisfactoria solución de compromiso. Un palurdo de provincias, ¿eh, West? Eso es lo que soy para ellos. Un palurdo bastante eficiente sin duda, pero un palurdo al fin y al cabo. Estoy convencido de que si mañana mismo muriera uno de los dos, al día siguiente me reemplazarían con el otro. No es fácil imaginar una situación más absurda para un Lord Mariscal, si no fuera por la presencia del Príncipe Heredero, claro.
A West casi se le dibujó en el semblante un gesto de dolor. ¿Cómo se podía convertir esa pesadilla en una ventaja?
—El Príncipe Ladisla rebosa de... ¿entusiasmo? —se aventuró a decir.
—¿Qué sería de mí sin su optimismo? —Burr dejó escapar una risa amarga—. ¿Entusiasmo? ¡Vive en un sueño! ¡Toda su vida ha sido un consentido, un mimado, un malcriado! ¡Para ese muchacho el mundo real es un perfecto desconocido!
—¿Es imprescindible que cuente con un mando propio, señor?
El Lord Mariscal se frotó los ojos con sus gruesos dedos.
—Me temo que sí. El Consejo Cerrado se ha mostrado muy tajante al respecto. El Rey está mal de salud y les preocupa que el pueblo vea al heredero como un gandul y un perfecto idiota. Tienen la esperanza de que obtenga aquí una resonante victoria para así poder atribuirle a él todo el mérito. Luego le mandarán de vuelta a Adua en un barco, bañado en el reluciente brillo de la batalla y listo para convertirse en el tipo de rey que adoran los campesinos.
Burr hizo una breve pausa y clavó la vista en el suelo.
—He hecho todo cuanto está en mi mano para mantener a Ladisla alejado de cualquier peligro. Le he destinado a un lugar donde no creo que estén los Hombres del Norte, ni vayan a estar nunca. Pero no hay nada más impredecible que una guerra. Es posible que al final Ladisla tenga que entrar en combate. Por eso necesito tener alguien a su lado para que le eche un ojo. Alguien con experiencia en el campo de batalla. Alguien cuya tenacidad y capacidad de trabajo sirvan de contrapunto a la molicie y la holgazanería de esa parodia de Estado Mayor que tiene. Alguien capaz de impedir que el Príncipe, en su atolondramiento, se meta en un buen lío —el Lord Mariscal alzó la vista por debajo de sus pobladas cejas.
West sintió un peso angustioso en sus tripas.
—¿Yo?
—Eso me temo. No hay nadie a quien más deseara mantener a mi lado. Pero el Príncipe en persona le ha requerido.
—¿A mí, señor? Pero, ¡yo no soy un cortesano! ¡Ni siquiera soy noble!
Burr soltó un resoplido.
—Aparte de mí, Ladisla es seguramente la única persona de este ejército a la que le da igual de quién sea usted hijo. ¡Es el heredero del trono! Noble o pordiosero, todos estamos muy por debajo de él.
—Pero, ¿por qué yo?
—Porque es usted un guerrero. El primero en entrar en Ulrioch y todo eso, ya sabe. Usted ha visto combates, los ha visto a montones. Ha sabido labrarse una reputación como guerrero, West, y eso mismo es lo que desea el Príncipe. Ésa es la razón —Burr se sacó una carta de la casaca y se la tendió—. Puede que esto contribuya a endulzarle un poco el mal trago.
West rompió el sello, desdobló el grueso papel y ojeó la cuidada caligrafía de las primeras líneas. Una vez que hubo acabado, lo releyó para asegurarse. Luego alzó la vista.
—Es un ascenso.
—Sé muy bien lo que es, yo mismo me he ocupado de ello. Puede que le tomen un poco más en serio si luce una estrella más en su guerrera, o tal vez no. Sea como sea, se lo ha ganado a pulso.
—Se lo agradezco, señor —dijo West un tanto aturdido.
—¿El qué, que le haya nombrado para el peor empleo del ejército? —Burr soltó una carcajada y le palmeó paternalmente la espalda—. Le voy a echar de menos, puede estar seguro. En fin, tengo que coger el caballo para pasar revista al primer regimiento. Siempre he pensado que un comandante en jefe tiene que dejarse ver. ¿Quiere acompañarme, coronel?
Cuando cruzaron las puertas de la ciudad, había empezado a nevar. Finos copos flotaban en el aire y se derretían al entrar en contacto con el suelo, con los árboles, con el pelaje del caballo de West, con la armadura de los guardias que los escoltaban.
—Nieve —refunfuñó Burr volviendo un instante la cabeza—. Nieve en estas fechas. ¿No es un poco pronto?
—Muy pronto, señor, pero con este frío tampoco es de extrañar —West soltó una mano de las riendas para ceñirse más el cuello de su abrigo—. Aunque no es normal que haga tanto frío a finales del otoño.
—Al norte del Cumnur va a hacer un frío de miedo, lo veo venir.
—Sí, señor, y a estas alturas del año el tiempo ya no va a mejorar.
—Se avecina un invierno crudo, ¿eh, coronel?
—Seguramente, señor.
—¿Coronel? ¿Coronel West? A él mismo le seguía sonando extraño oír aquellas dos palabras juntas. Nadie soñó jamás que un plebeyo pudiera llegar tan lejos. Y él menos que nadie.
—Un largo y crudo invierno —cavilaba Burr en voz alta—. Tenemos que pillar a Bethod cuanto antes. Pillarle y acabar rápidamente con él, antes de que nos quedemos todos congelados —contempló con gesto ceñudo los árboles que desfilaban a su lado, luego, con idéntico ceño, alzó la vista para mirar los copos de nieve que se arremolinaban sobre sus cabezas y, finalmente, dirigió su ceño a West—. Malos caminos, mal terreno, mal tiempo. No puede decirse que sea la mejor de las situaciones, ¿eh, coronel?
—No, señor —dijo West con pesar, aunque era su propia situación la que le preocupaba.
—Anímese, podría ser peor. Va a estar usted atrincherado al sur del río, bien calentito. Lo más probable es que no les vean el pelo a los Hombres del Norte en todo el invierno. Y, según tengo entendido, el Príncipe y su Estado Mayor se alimentan francamente bien. Va a estar usted mil veces mejor que dando tumbos en la nieve en compañía de Poulder y Kroy.
—Desde luego, señor —pero West no lo tenía tan claro.
Burr volvió la cabeza para echar un vistazo a los guardias de la escolta, que los seguían al trote a una respetuosa distancia.
—Sabe, cuando era joven, antes de que me concedieran el dudoso honor de comandar el ejército del Rey, me encantaba montar a caballo. Cabalgaba kilómetros y kilómetros al galope. Hacía que me sintiera... vivo. Hoy en día parece que ya no hay tiempo para eso. Se pasa uno todo el rato sentado en una mesa dando órdenes y rodeado de montañas de papeles. A veces no hay nada que apetezca más que lanzarse a cabalgar, ¿eh, West?
—Desde luego, señor, pero no creo que ahora fuera...
—¡Ia! —el Lord Mariscal clavó con fuerzas las espuelas y su montura salió disparada por el camino, arrojando barro con sus pezuñas. Durante un instante West se le quedó mirando boquiabierto.
—Maldita sea —susurró. Lo más probable era que ese viejo terco saliera volando por los aires y se rompiera su grueso cuello. Y entonces, ¿qué sería de ellos? El Príncipe Ladisla asumiría el mando. West se estremeció al pensarlo y, picando espuelas, se puso al galope. ¿Qué otra cosa podía hacer?
Los árboles pasaban como una exhalación a ambos lados mientras el camino fluía por debajo. El retumbar de las pezuñas y el violento tintineo de los arneses resonaban en sus oídos. El viento le entraba a chorro por la boca, le acuchillaba los ojos. Los copos de nieve volaban directamente hacia él. West volvió un instante la cabeza. Los caballos de los guardias de la escolta se estorbaban unos a otros y se habían quedado muy rezagados en el camino.
Pero él no podía hacer otra cosa si no quería perder a su jefe y mantenerse a la vez sobre la silla. Hacía infinidad de tiempo que no cabalgaba así, la última vez había sido huyendo a uña de caballo por una seca llanura, perseguido de cerca por una avanzadilla de la caballería gurka. Se aferraba con las manos a las riendas hasta hacerse daño y el corazón le martilleaba el pecho del miedo y la emoción. De pronto se dio cuenta de que estaba sonriendo. Burr tenía razón. Aquello hacía que uno se sintiera vivo.
El Lord Mariscal había aminorado la marcha, y West tiró de las riendas al acercarse a su altura. Ahora se reía a carcajadas, y oía a Burr riéndose también a su lado. Hacía meses que no se reía así. Años quizás, ya no recordaba la última vez. Entonces, por el rabillo del ojo, le pareció ver algo.