Antes de que los cuelguen (5 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Sintió un tirón brutal seguido de un dolor aplastante en el pecho. Su cabeza rebotó hacia delante, las riendas se le soltaron de las manos y todo se puso del revés. El caballo había desaparecido. Un instante después rodaba por el suelo.

Trató de levantarse y el mundo entero pareció dar una sacudida. Árboles, cielo blanco, las patas de un caballo soltando coces, terrones de tierra que volaban por los aires. Se tambaleó, cayó al suelo y tragó un buen bocado de barro. Alguien le levantó dando un tirón a su abrigo y luego empezó a arrastrarlo hacia el bosque.

—No —exhaló casi sin aliento debido a la opresión que sentía en el pecho. No era por ahí por donde había que ir.

Vio una línea negra entre los árboles. Luego dio unos bandazos hacia delante, doblado por la mitad, tropezó con los faldones de su abrigo y se estrelló contra la maleza. Una soga tendida de un lado a otro del camino y tensada a su paso. Alguien tiró de él, llevándoselo medio a rastras, medio en vilo. La cabeza le daba vueltas, había perdido todo sentido de la orientación. Una trampa. West buscó a tientas su espada. Tardó un instante en darse cuenta de que la vaina estaba vacía.

Los Hombres del Norte. West sintió una punzada de terror en las entrañas. Los Hombres del Norte le habían atrapado, y a Burr también. Asesinos enviados por Bethod para darles muerte. Fuera del bosque se oía un ruido que se aproximaba rápidamente. West se esforzó por desentrañarlo. La escolta que les seguía por el camino. Si al menos pudiera hacerles llegar algún tipo de señal...

—Por aquí... —alcanzó a exclamar con lastimosa ronquera antes de que una mano sucia le cerrara la boca y le aplastara contra la maleza empapada. Se resistió lo mejor que pudo, pero no le quedaban fuerzas. Entre los árboles vio a los guardias pasar como una exhalación a menos de doce zancadas de distancia, pero se encontraba totalmente impotente.

Mordió la mano todo lo fuerte que pudo pero lo único que consiguió fue que intensificara la presión, estrujándole los maxilares y aplastándole los labios. Sintió un regusto a sangre. Tal vez suya, tal vez de la mano. El ruido de la escolta se fue perdiendo en el bosque hasta desaparecer del todo, y el miedo se abatió sobre él. La mano le soltó y le propinó un empujón de despedida que le arrojó al suelo.

Por encima de West surgió una cara borrosa. Un rostro duro, descarnado, brutal; el cabello negro y corto lleno de trasquilones, los dientes asomando por la boca con gesto animal, los ojos fríos, apagados y henchidos de furia. El rostro se volvió y lanzó un escupitajo al suelo. Le faltaba la oreja de ese lado. En su lugar sólo había un cartílago con una cicatriz roja y un agujero.

West jamás había visto un hombre con un aspecto tan siniestro. Todo en él denotaba violencia. Parecía lo bastante fuerte para partirle en dos, y más que dispuesto a hacerlo. En la mano tenía una herida de la que manaba sangre. La herida que le había hecho él con los dientes. La sangre le goteaba entre los dedos y caía en el lecho del bosque. En el otro puño sostenía un largo palo de madera pulida. West lo recorrió horrorizado con la mirada. Acababa en una hoja curva, gruesa y reluciente. Un hacha.

De modo que así eran los Hombres del Norte. Qué poco se parecían a los que se tambaleaban ebrios por las cloacas de Adua. O a los que se pasaban por la granja de su padre para mendigar trabajo. Este era uno de los otros. Uno de aquellos que aparecían en las historias que su madre le contaba de niño para asustarle. Un hombre cuyo único oficio, cuya única diversión, cuyo único propósito, era matar. Los ojos de West pasaban de la dura hoja de acero a los duros ojos que le miraban, y luego volvían a mirar el acero, petrificado de miedo. Todo había terminado. Iba a morir en medio de aquel bosque gélido, tirado en el polvo como un mísero perro.

West se apoyó en una mano y se incorporó, embargado por el súbito impulso de salir corriendo. Volvió la cabeza por encima del hombro, pero por ahí tampoco había escapatoria. Otro hombre avanzaba hacia ellos entre los árboles. Un hombre gigantesco, con una poblada barba y una espada echada al hombro, que llevaba a un niño en brazos. West abrió y cerró los ojos para intentar recuperar el sentido de las proporciones. Era el hombre más grande que había visto en su vida, y el niño no era otro que el Lord Mariscal Burr. El gigante dejó caer su carga como si fuera un haz de leña. Burr alzó la vista para mirarle y soltó un eructo.

Los dientes de West rechinaban de rabia. Viejo idiota, ¿en qué estaba pensando cuando se puso a galopar de esa manera? Aquel maldito, «a veces no hay nada que apetezca más que lanzarse a cabalgar», les iba a costar a los dos la vida. ¿Conque hace que uno se sienta vivo, eh? Ninguno de los dos iba a salir vivo de allí.

Tenía que presentar batalla. Puede que ahora fuera su última oportunidad. Aunque no tuviera nada con lo que luchar. Mejor morir así que de rodillas en el barro. Trató de hacer acopio de toda su furia. Era inagotable cuando no la necesitaba. Pero ya no le quedaba nada. Sólo una desesperante impotencia que hacía que le pesaran todos los miembros del cuerpo.

Valiente héroe. Valiente guerrero. Lo más que podía hacer era no orinarse encima. Podía pegar a una mujer sin ningún problema. Podía estrangular a su hermana hasta dejarla agonizante. Incluso con su propia muerte mirándole a la cara, la vergüenza y la repulsión que le producía aquel recuerdo todavía conseguían que se le hiciera un nudo en la garganta. Había pensado que ya lo arreglaría más adelante. Pero ese momento ya nunca llegaría. El tiempo se le había terminado. Sintió que las lágrimas pugnaban por asomar a sus ojos.

—Perdón —se dijo en voz alta—. Perdón, por favor —luego cerró los ojos y aguardó su final.

—No pidas perdón, amigo, seguro que le han dado mordiscos más fuertes que ése.

Otro norteño había surgido del bosque y se había sentado en cuclillas al lado de West. Tenía una melena lacia, de un castaño mate, que caía a ambos lados de su rostro chupado. Sus ojos eran oscuros y vivaces, y dos hileras de dientes puntiagudos y amarillentos asomaban por su boca.

—Siéntate —le dijo con un acento tan cerrado que West apenas pudo entenderlo—. Anda, siéntate y quédate quieto, será mejor.

De pie junto a Burr y él había un cuarto hombre. Un tipo enorme, de pecho abombado, con unas muñecas tan gruesas como los tobillos de West. Su barba y su melena enmarañadas estaban jaspeadas de gris. El jefe, seguramente, a juzgar por la forma en que los demás se apartaban para dejarle sitio. Se acercó a West y se le quedó mirando con gesto pensativo, como un hombre que contempla una hormiga tratando de decidir si la va a aplastar o no con su bota.

—¿Cuál de ellos crees que es Burr? —tronó en la lengua del Norte.

—Yo soy Burr —dijo West. Tenía que proteger al Lord Mariscal. Tenía que hacerlo. Sin pensárselo dos veces, trató de ponerse de pie, pero seguía mareado de la caída y tuvo que agarrarse a una rama para no caerse—. Yo soy Burr.

El viejo guerrero le miró lentamente de arriba abajo.

—¿Usted? —y, acto seguido, prorrumpió en un torrente de carcajadas, profundas y amenazadoras como una tormenta lejana—. ¡Muy bueno! ¡Eso sí que ha estado bien! —luego se volvió hacia el norteño de aspecto siniestro—. ¿Has visto? ¿No decías que los sureños no tenían agallas?

—Lo que yo dije es que de cerebro andan escasos —el tipo al que le faltaba una oreja bajó la vista y fulminó a West con una mirada tan asesina como la que dirige un gato hambriento a un pájaro—. Y aún está por ver que me haya equivocado.

—Yo creo que es éste —el jefe estaba mirando a Burr—. ¿Usted es Burr? —preguntó en la lengua común.

El Lord Mariscal miró a West, luego alzó la vista para contemplar la imponente figura del norteño y, por fin, se puso lentamente de pie. Se estiró el uniforme y se lo limpió de unos manotazos, como haría un hombre que se preparara para morir con dignidad.

—Sí, yo soy Burr, y no pienso servirles de entretenimiento. Si tienen intención de matarnos, más vale que lo hagan cuanto antes.

West permanecía inmóvil en su sitio. Le parecía que la dignidad estaba de más. Ya casi podía sentir el filo del hacha hundiéndosele en la cabeza.

Pero el norteño de la barba gris se limitó a sonreír.

—Entiendo su error y sentimos haberles puesto nerviosos, pero no estamos aquí para matarles. Estamos aquí para ayudarles.

West se esforzó por encontrar sentido a lo que acababa de oír.

Burr parecía estar haciendo otro tanto.

—¿Para ayudarnos?

—En el Norte hay mucha gente que odia a Bethod. Mucha gente que no se arrodilla ante él de buen grado, y algunos que simplemente no se arrodillan ante él. Nosotros somos de ésos. Hace mucho tiempo que tenemos una cuenta pendiente con ese cabrón y estamos decididos a saldarla o a morir en el intento. No podemos enfrentarnos a él nosotros solos, y como nos hemos enterado de que están en guerra con él, hemos pensado unirnos a ustedes.

—¿Unirse a nosotros?

—Hemos recorrido un largo camino y durante el trayecto hemos visto que no les vendría mal nuestra ayuda. Pero, cuando llegamos aquí, su gente no se mostró muy dispuesta a aceptarnos.

—Fueron bastante groseros —dijo el norteño enjuto que estaba sentado en cuclillas junto a West.

—Y que lo digas, Sabueso, y que lo digas. Pero no somos gente a la que las malas maneras echen atrás. Fue entonces cuando se me ocurrió que sería mejor que habláramos de jefe a jefe, por así decirlo.

Burr miró a West.

—Quieren luchar a nuestro lado —dijo. Al devolverle la mirada, West parpadeó; aún no se había hecho a la idea de que a lo mejor salía vivo de allí. El tipo al que llamaban Sabueso le estaba tendiendo una espada por la empuñadura. Tardó un momento en darse cuenta de que era la suya.

—Gracias —murmuró West mientras agarraba a tientas el mango.

—No hay que darlas.

—Somos cinco —decía el jefe—, todos Grandes Hombres y veteranos guerreros. Hemos luchado contra Bethod, y hemos luchado a su lado, por todo el Norte. Conocemos su estilo, pocos lo conocen mejor. Podemos explorar, podemos combatir y, como ya habéis comprobado, también sabemos tender trampas. No rehuiremos ninguna misión digna de nosotros, y cualquier misión que sirva para acabar con Bethod, la damos por buena. ¿Qué me dice?

—Bueno... hummm —murmuró Burr frotándose la barbilla con el pulgar—. Salta a la vista que forman ustedes un grupo de hombres... —y su mirada recorrió uno por uno aquellos rostros duros, sucios y surcados de cicatrices— ...extremadamente útil. ¿Cómo iba a resistirme a un ofrecimiento tan gentil?

—En tal caso será mejor que haga las presentaciones. Este de aquí es el Sabueso.

—Ése soy yo —gruñó el tipo enjuto de los dientes puntiagudos, lanzando de nuevo una inquietante sonrisa—. Un placer. —Acto seguido, agarró la mano de West y se la estrujó hasta que le crujieron los nudillos.

Tresárboles sacudió hacia un lado su pulgar, señalando al tipo siniestro del hacha y la oreja solitaria.

—Ese tipo tan simpático es Dow el Negro. Podría decir que mejora con el tiempo, pero no sería cierto —Dow se dio la vuelta y volvió a escupir al suelo—. El grandullón ese es Tul Duru. Cabeza de Trueno le llaman. Luego está Hosco Harding. Anda por ahí sujetando los caballos para que no se salgan al camino. Tampoco es que importe, no suele hablar demasiado.

—¿Y usted?

—Rudd Tresárboles. El jefe de esta pequeña banda desde que nuestro anterior jefe se fue de vuelta al barro.

—De vuelta al barro, entiendo —Burr respiró hondo—. Bueno. Quedan a las órdenes del coronel West. Estoy seguro de que sabrá proporcionarles comida y alojamiento, por no hablar de trabajo.

—¿A mis órdenes? —inquirió West, cuya espada seguía colgando de su mano.

—Por supuesto —una media sonrisa asomó a los labios del Lord Mariscal—. Nuestros nuevos aliados encajarán a la perfección en el séquito del Príncipe Ladisla.

West no sabía si reír o llorar. Justo cuando creía que su situación no podía ser más apurada, le asignaban la tarea de manejar a aquellos cinco primitivos.

Tresárboles parecía estar satisfecho con el resultado.

—Bien —dijo asintiendo lentamente con la cabeza—. Asunto arreglado.

—Arreglado —apostilló el Sabueso ensanchando un poco más su maligna sonrisa.

El tipo al que llamaban Dow el Negro dirigió a West una prolongado y gélida mirada.

—Maldita Unión —gruñó.

Preguntas

A Sand dan Glokta, Superior de Dagoska. Estrictamente confidencial:

Se embarcará de inmediato y asumirá el mando de la Inquisición en la ciudad de Dagoska. Determinará qué ha sido de su predecesor, el Superior Davoust. Investigará sus sospechas sobre la posibilidad de que se esté fraguando una conspiración, tal vez en el seno del propio consejo de la ciudad. Interrogará a los miembros de dicho consejo y arrancará de raíz cualquier tipo de deslealtad. Castigue la traición sin la más mínima piedad, pero asegúrese de que las pruebas sean consistentes. No podemos permitirnos nuevos errores.

Las tropas gurkas se dirigen en masa hacia la península, prestas a sacar partido de cualquier signo de debilidad por nuestra parte. Los regimientos de la Guardia Real se hallan plenamente comprometidas en Angland, de modo que hay pocas posibilidades de que se le puedan enviar refuerzos si finalmente se produce el asalto gurko. Así pues, se asegurará de que las defensas de la ciudad se encuentran en buen estado y de que se dispone de provisiones suficientes para resistir un asedio. Me mandará regularmente cartas para informarme de los progresos realizados. Debe asegurarse por encima de todo de que Dagoska no caiga en manos de los gurkos.

No me falle.

Sult

Archilector de la Inquisición de Su Majestad

Glokta dobló con cuidado la carta y se la volvió a guardar en el bolsillo, comprobando de paso que el mandato del Rey seguía a buen recaudo a su lado.
Maldito papel
. El voluminoso documento le había estado pesando en el bolsillo desde que se lo entregó el Archilector. Lo sacó y, al darle la vuelta, la hoja dorada del gran sello encarnado refulgió bajo la intensa luz solar.
No es más que una simple hoja de papel y, sin embargo, tiene un valor superior al del oro. Un valor inestimable. Con esto, hablo con la propia voz del Rey. Soy el hombre más poderoso de Dagoska, más poderoso aún que el mismísimo Lord Gobernador. Todos deben escucharme y obedecer. Siempre y cuando consiga mantenerme con vida, claro está
.

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