Antes de que los cuelguen (50 page)

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Authors: Joe Abercrombie

—De modo que luchó en Kanta, ¿eh, Pike? ¿En la guerra, no?

—En efecto. Era sargento —Pike asintió moviendo lentamente la cabeza y sus ojos chispearon en medio de la amorfa masa de color rosáceo que era su cara—. Ahora cuesta trabajo creer que allí estuviéramos siempre muertos de calor, ¿eh?

West respondió con una especie de triste gorgoteo. No conseguía que le saliera nada que se pareciera más a una risa.

—¿Cuál era su unidad?

—El primer regimiento de caballería de la Guardia Real. Lo mandaba el coronel Glokta.

—¡Pero si ése era mi regimiento!

—Lo sé.

—No le recuerdo.

Las quemaduras de Pike cambiaron un poco de posición en lo que West supuso debía de ser un intento de sonreír.

—Por aquel entonces mi aspecto era un poco distinto. Yo, en cambio, sí que me acuerdo de usted. El teniente West. Un oficial que caía bien a los hombres. Una persona a la que se podía acudir cuando había problemas.

West tragó saliva. No parecía que ahora tuviera demasiada capacidad para solucionar problemas. Más bien para crearlos.

—¿Y cómo es que acabó en un campo de prisioneros?

Pike y Cathil intercambiaron una mirada.

—Por lo general, entre presidiarios no se suele preguntar eso.

—Oh —West bajó la vista y se frotó las manos—. Lo siento, no pretendía ofenderle.

—No es ninguna ofensa —Pike dio un sorbetón y se frotó uno de los lados de su nariz derretida—. Cometí algunos errores. Dejémoslo en eso. ¿Tiene una familia esperándole?

West torció el gesto y se cruzó con fuerza los brazos sobre el pecho.

—Tengo una hermana en Adua. Una muchacha un poco... difícil —pensó que era preferible dejarlo ahí—. ¿Y usted?

—Tenía esposa. Cuando me mandaron aquí, decidió no venirse conmigo. Antes la odiaba por ello, pero, sabe una cosa, creo que yo habría hecho lo mismo.

Ladisla apareció entre los árboles limpiándose las manos en el dobladillo del chaquetón de West.

—¡Ya me siento mejor! Debe de haber sido la maldita carne de esta mañana —tomó asiento entre West y Cathil, que le miró con el mismo gesto que podría haber empleado si alguien hubiera dejado caer a su lado una paletada de excrementos. No hacía falta ser muy listo para darse cuenta de que no congeniaban—. Bueno, ¿de qué hablábamos?

West hizo una mueca de dolor.

—Pike me estaba hablando de su esposa.

—¿Ah? Como sin duda saben, estoy prometido con la Princesa Terez, la hija del Gran Duque Orso de Talins. Es toda una belleza... —Ladisla se interrumpió y miró con gesto ceñudo el sombrío bosque, como si hasta él se diera cuenta de lo grotesco que resultaba hablar de asuntos como ésos en las salvajes tierras de Angland—. Aunque, la verdad, empiezo a sospechar que a ella no le entusiasma precisamente la idea.

—¡Qué raro, no consigo explicármelo! —murmuró Cathil, soltando la enésima pulla de la noche.

—¡Soy el heredero al trono! —se indignó el Príncipe—. ¡Y algún día seré su rey! ¡Harían bien en tratarme con un poco más de respeto!

Cathil se le rió a la cara.

—No tengo ni país ni rey y mucho menos respeto hacia usted.

Ladisla boqueaba indignado.

—No tolero que me hable de esa...

Como por ensalmo, la figura de Dow el Negro apareció por encima de ellos.

—¡Ciérrenle la boca! —gruñó en norteño mientras azotaba el aire con un dedo—. ¡Bethod puede tener oídos en todas partes! ¡Si no consiguen que mantenga quieta la lengua, se la arrancaré! —Y, dicho aquello, desapareció entre las sombras.

—Quiere que nos estemos callados, Alteza —le tradujo West en un susurro.

El Príncipe tragó saliva.

—Ya me había dado cuenta —Cathil y él encorvaron los hombros y se lanzaron una mirada de odio sin decir palabra.

West estaba tumbado boca arriba en el duro suelo. La lona que tenía justo por encima de la cara crujía mientras contemplaba la nieve que caía suavemente más allá de los dos bultos negros de sus botas. Apretados contra él, a un lado, estaba Cathil, y, al otro, el Sabueso. Alrededor estaban los demás miembros de la banda, apretujados debajo de una enorme y maloliente manta. Todos menos Dow, que hacía guardia. Un frío como aquél era ideal para ir conociendo mejor a la gente.

Del otro extremo del grupo llegaban unos ronquidos atronadores. Tresárboles o Tul, seguramente. El Sabueso solía revolverse mucho cuando dormía: daba sacudidas, se estiraba, articulaba sonidos ininteligibles. El jadeante aliento de Ladisla, débil y congestionado, se oía a la izquierda. Prácticamente todos se quedaban dormidos en cuanto agachaban la cabeza.

Pero West no podía conciliar el sueño. Estaba demasiado ocupado pensando en sus muchas penalidades, en las derrotas sufridas y en el terrible peligro que corrían. Y no sólo ellos. En algún lugar, en medio de los densos bosques de Angland, estaría el Mariscal Burr, avanzando a toda prisa hacia el sur, sin saber que iba a caer en una encerrona. Sin saber que Bethod le aguardaba.

La situación no podía ser más apurada, pero, contra toda lógica, West tenía el corazón contento. Allí todo era más sencillo. No había que librar mil batallas diarias, no había prejuicios que vencer, no hacía falta planear las cosas con más de una hora de antelación. Por primera vez en meses se sentía libre.

Hizo una mueca de dolor y estiró sus piernas entumecidas. Entonces notó que Cathil cambiaba de postura: su cabeza cayó sobre su hombro y su mejilla se apoyó en su mugriento uniforme. Sentía en la cara la calidez de su aliento y a través de la ropa le llegaba también la calidez de su cuerpo. Una calidez muy grata, cuyo efecto sólo quedaba parcialmente menoscabado por la peste a sudor y a tierra mojada y por los chirridos y barboteos que el Sabueso le soltaba en la otra oreja. West cerró los ojos y una leve sonrisa asomó a su rostro. Tal vez aún fuera posible arreglar las cosas. Tal vez aún pudiera ser un héroe. Bastaba con que consiguiera llevar a Ladisla sano y salvo hasta el Mariscal Burr.

Ganas de gastar saliva

Mientras cabalgaba, Ferro avizoraba el terreno. Todavía seguían las negras aguas, aún soplaba un viento helador que traspasaba la ropa, aún marchaban bajo un cielo caótico, y, sin embargo, el paisaje estaba cambiando. Si antes era llano como una mesa, ahora estaba sembrado de lomas y de depresiones ocultas que surgían de forma imprevista. Un terreno apto para esconder hombres, y eso no le hacía ninguna gracia. No es que tuviera miedo, Ferro Maljinn no temía a nadie. Pero convenía tener los ojos y los oídos bien atentos por si había señales de que alguien hubiera pasado por allí, por si había alguien al acecho.

Era una simple cuestión de sentido común.

También la hierba había cambiado. Ya se había acostumbrado a verla por todas partes, alta, ondeando al viento, pero la de ahora era baja, seca y de un color pajizo. Y conforme avanzaban, cada vez escaseaba más. Aquel día había ya bastantes calvas en el terreno. Una tierra desnuda en la que nada crecía. Una tierra tan vacía como las polvorientas estepas.

Una tierra muerta.

Muerta por ninguna razón aparente. Oteó con gesto ceñudo la rugosa llanura y las lejanas colinas, una tenue línea quebrada que se adivinaba en lontananza. Nada se movía en aquel vasto espacio. Nada excepto ellos, las nubes errantes y un ave, que se mantenía casi inmóvil en el aire a gran altura, agitando las largas plumas de la punta de sus alas oscuras.

—Es el primer pájaro que veo en dos días —gruñó Nuevededos escrutándolo con recelo.

—¡Hummm! —rezongó Ferro—. Los pájaros tienen más seso que nosotros. ¿Qué se nos ha perdido aquí?

—No tenemos otro sitio mejor adonde ir.

Ferro sí que tenía mejores sitios adonde ir. Cualquier lugar donde pudiera matar gurkos.

—Dilo por ti.

—¿Cómo? ¿No me digas que allá en las Estepas has dejado un montón de amigos que todos los días preguntan por ti? ¿Pero dónde se ha metido Ferro? Desde que se fue se acabaron las risas —y, acto seguido, lanzó un resoplido, como si lo que acababa de decir tuviera mucha gracia.

Ferro no se la veía.

—No todos tenemos la suerte de ser tan queridos como tú, pálido —y soltó su propia versión de un resoplido—. Seguro que cuando vuelvas al norte te darán una fiesta de bienvenida.

—Oh, claro que habrá una fiesta. En cuanto me hayan ahorcado.

Ferro se quedó un rato pensando en sus palabras y mirándole de vez en cuando de reojo. Mirándole sin girar la cabeza, de tal manera que si se le ocurría volverse hacia ella pudiera desviar los ojos y fingir que no le estaba mirando. Ahora que empezaba a acostumbrarse a él, tenía que reconocer que el pálido grande no era mala gente. Habían luchado codo con codo, más de una vez, y siempre había cumplido. Habían acordado enterrarse el uno al otro, si fuera necesario, y estaba convencida de que él cumpliría su parte del trato. Su apariencia y su forma de hablar le resultaban extrañas, pero todavía tenía que llegar el momento en que le oyera decir que iba a hacer una cosa y luego no la hiciera; y eso le convertía en uno de los mejores tipos que había conocido. Era preferible no decírselo, desde luego, ni dar ninguna pista de que lo pensaba.

Ése sería el momento a partir del cual empezaría a fallarla.

—¿O sea que no tienes a nadie, eh? —preguntó.

—Sólo enemigos.

—¿Y qué haces que no estás luchando contra ellos?

—¿Luchando? A eso le debo todo lo que tengo —y le mostró sus manos vacías—. Una reputación funesta y un montón de hombres que ansían verme muerto. ¿Luchando? ¡Ja! Cuanto mejor se te da, peor te deja. He ajustado muchas cuentas, y, sí, te dejan muy buen cuerpo, pero la sensación no dura mucho. La venganza no te calienta por las noches. Está sobrevalorada. Por sí sola no basta. Hace falta algo más.

Ferro negó con la cabeza.

—Esperas demasiado de la vida, pálido.

Logen sonrió.

—Tiene gracia, ahora mismo estaba pensando que tú esperas demasiado poco.

—No esperes nada y no te llevarás decepciones.

—No esperes nada y no obtendrás nada.

Ferro le lanzó una mirada iracunda. Eso era lo malo de hablar. De una u otra manera siempre acababa por llevarla a terrenos que no quería pisar. Tal vez fuera por falta de práctica. Dio un tirón a las riendas, aguijoneó con los talones a su montura y se alejó de Nuevededos y de los demás para ponerse sola a un lado.

Mejor el silencio. El silencio era aburrido, pero al menos era honesto.

Miró con gesto ceñudo a Luthar, que estaba incorporado en el carro, y el muy idiota le respondió con una sonrisa todo lo amplia que le permitían las vendas que le tapaban media cara. Lo notaba distinto, y eso no le gustaba. La última vez que le había cambiado las vendas le había dado las gracias, y eso no era normal. A Ferro no le gustaba que le dieran las gracias. Siempre había alguna intención oculta detrás. Le reventaba haber hecho algo que fuera digno de agradecerse. Ayudar a los demás suponía arriesgarse a que surgiera la amistad. Y la amistad conducía a la decepción, en el mejor de los casos.

Y, en el peor, a la traición.

Desde el carro, Luthar le estaba diciendo algo a Nuevededos. El norteño echó atrás la cabeza y prorrumpió en una ridícula carcajada que hizo que su caballo se asustara y estuviera a punto de tirarle al suelo. Bayaz se balanceaba satisfecho en su silla y unas alegres arrugas se dibujaban en las comisuras de sus ojos mientras veía a Nuevededos bregar con las riendas. Ferro desvió la mirada y contempló la llanura con gesto torvo.

Se había sentido más a gusto cuando no se llevaban bien entre ellos. Era una situación que le resultaba cómoda y familiar. Algo que entendía. La confianza, la camaradería y el buen humor pertenecían a un pasado tan lejano que le resultaban casi desconocidos.

¿Y a quién le gusta lo desconocido?

Ferro había visto cantidad de muertos. A muchos los había matado ella misma. A muchos otros los había enterrado con sus propias manos. La muerte era su oficio y su pasatiempo. Pero nunca había visto tantos muertos juntos a la vez. Se deslizó de su montura y se puso a caminar entre los cadáveres. Imposible saber quién había luchado contra quién, imposible distinguir un bando del otro.

Todos los muertos se parecen.

Sobre todo después de que los hayan desvalijado: las armaduras, las armas y buena parte de las ropas habían volado. Se concentraban apilados y revueltos en un mismo lugar bajo la alargada sombra de un pilar desmochado. Un vetusto mamotreto agrietado y quebrado, construido con una piedra desmigajada de la que brotaban hierbas marchitas y líquenes. Encaramado en lo alto, un gran pájaro negro, que tenía las alas plegadas, contemplaba a Ferro sin parpadear con sus enormes ojos circulares.

El cadáver de un tipo enorme estaba medio apoyado en la piedra desmenuzada de la parte baja; su mano inerte, manchada de sangre reseca y con tierra oscura encajada en las uñas, sostenía un palo partido. El asta de una bandera seguramente, pensó Ferro. Los soldados parecían dar mucha importancia a las banderas. Era algo que nunca había conseguido entender. No sirven para matar a un hombre. Tampoco sirven para protegerse. Y, aun así, los hombres morían por ellas.

—Qué estupidez —masculló mientras dirigía una mirada torva al pájaro del pilar.

—Una masacre —dijo Nuevededos.

Bayaz soltó un gruñido y se frotó la barbilla.

—Ya, pero, ¿de quién y por quién?

Ferro vio asomarse por el costado del carro la cara abotargada de Luthar, con los ojos muy abiertos y una expresión de alarma en el semblante. Justo delante de él, sentado en el pescante, Quai, con las riendas colgando sueltas de sus manos, miraba impertérrito los cadáveres.

Ferro dio la vuelta a uno de los cuerpos y lo olisqueó. Tez pálida, labios oscuros, pero aún no olía.

—No ha sido hace mucho. No más de dos días quizás.

—¿Y las moscas? —Nuevededos dirigió una mirada ceñuda a los cadáveres. Por encima había unos cuantos pájaros mirando—. Sólo hay pájaros. Y ni siquiera están comiendo. Es extraño.

—¡No tanto, amigo! —Ferro alzó la cabeza de golpe. Un hombre se les acercaba avanzando a grandes zancadas por el campo de batalla, un pálido alto que vestía una zamarra harapienta y se apoyaba en un nudoso cayado. Una melena alborotada y grasienta cubría su cabeza y llevaba una barba larga y enmarañada. Sus ojos saltones refulgían feroces en medio de su cara surcada de arrugas. Mientras le miraba fijamente, Ferro no paraba de preguntarse cómo era posible que se les hubiera acercado tanto sin que ella lo hubiera advertido.

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