Read Antes de que los cuelguen Online
Authors: Joe Abercrombie
Los soldados gurkos empezaban ya a entrar en tropel por la brecha, como batallones de hormigas saliendo de un hormiguero; una masa de hombres avanzando a empellones, de acero centelleante y de ondeantes estandartes, que emergía de entre las nubes de polvo marrón y descendía atropelladamente por un amontonamiento de escombros para toparse con una furiosa lluvia de flechas.
Los primeros en cruzar la brecha. Un puesto nada envidiable
. Las filas que venían al frente fueron segadas nada más entrar; diminutas formas caían y rodaban por el montón de escombros que se alzaba tras la muralla. Pero, por muchos que cayeran, siempre había otros que seguían adelante por encima de los cuerpos de sus camaradas muertos, abriéndose paso entre la masa de piedras quebradas y vigas destrozadas hasta conseguir acceder al interior de la ciudad.
En ese momento se elevó por los aires otro griterío, y Glokta vio a los defensores cargar desde detrás de sus barricadas. Soldados de la Unión, mercenarios, dagoskanos, todos se abalanzaban hacia la brecha. A esa distancia todo parecía suceder con una absurda lentitud.
Un reguero de aceite y otro de agua que se deslizan lentamente el uno hacia el otro
. Se juntaron, y ya no hubo forma de distinguir a un bando del otro. Todos formaban una única masa en movimiento que fluía y se ondulaba como el mar, salpicada de destellos metálicos y con una o dos banderas de vistosos colores colgando flácidas por encima.
Los chillidos y los gritos flotaban sobre la ciudad, resonando y cambiando de dirección movidos por la brisa. Un lejano estruendo de dolor y de furia, el estrépito y el fragor de una batalla. A veces parecía una tormenta lejana e incomprensible. A veces un solo grito o una palabra llegaban a oídos de Glokta con pasmosa claridad. Le recordaba al ruido de la multitud en el Certamen de esgrima.
Sólo que aquí las puntas de las armas no son romas. Ambos bandos combaten a muerte. Me pregunto cuántos habrán muerto ya esta mañana
. Se volvió hacia el general Vissbruck, que se encontraba a su lado, embutido en su inmaculado uniforme y sudando como un pollo.
—¿Ha luchado alguna vez en un tumulto como ése, general? ¿Un combate frente a frente, codo con codo o, como suele decirse, a punta de pica?
Vissbruck le respondió mientras seguía mirando ansiosamente por el catalejo.
—No, nunca.
—Pues no se lo recomiendo. Yo sólo lo hice una vez y no tengo ninguna gana de repetir la experiencia —Glokta cambió la posición del bastón en su mano sudorosa.
Claro que eso parece poco probable en la actualidad
—. A caballo, en cambio, combatí mucho. Cargar contra pequeñas unidades de infantería, ponerlas en desbandada, perseguirlas. Noble tarea esa de ir segando la vida de unos hombres que huyen; me gané todo tipo de elogios gracias a eso. Pero pronto descubrí que combatir a pie era algo completamente distinto. La aglomeración es de tal calibre que apenas si hay espacio para respirar, y menos aún para realizar actos heroicos. Los únicos héroes son los que tienen la suerte de salir vivos de ahí —resopló con una risa carente de alegría—. Recuerdo que en un determinado momento me quedé apretujado contra un oficial gurko. Estábamos tan pegados como si fuéramos dos amantes. No había forma de lanzar ni un mísero golpe, lo único que podíamos hacer era soltarnos gruñidos el uno al otro. Las puntas de las lanzas se clavaban por todas partes al azar. Los hombres se ensartaban sin querer en las lanzas de su propio bando o caían al suelo y eran pisoteados. Eran muchos más los que perecían de forma accidental que los que morían fruto de una acción deliberada.
De hecho, todo aquello no era más que un monumental accidente
.
—Un asunto muy desagradable —masculló Vissbruck—, pero necesario.
—Cierto, cierto —Glokta divisó un estandarte gurko, un sucio jirón de seda que ondeaba por encima del hervidero humano. Desde lo alto de las murallas rotas comenzaron a arrojar piedras sobre ellos. Los hombres, indefensos y apelotonados, trataban de avanzar, pero no podían moverse. Una gran cuba llena de aceite hirviendo cayó sobre ellos. Las tropas gurkas habían perdido cualquier apariencia de orden al penetrar por la brecha y el empuje de la masa informe comenzaba ya a flaquear. Los defensores embestían implacables por todos lados, arremetiendo con pica y escudo, descargando tajos con hachas y espadas, aplastando a los caídos bajo sus botas.
—¡Los estamos echando! —llegó la voz de Vissbruck.
—Sí —murmuró Glokta, contemplando el desesperado combate con el catalejo—. Eso parece.
Y mi gozo es ilimitado
.
Las tropas de asalto gurkas se encontraban ya rodeadas y los hombres caían como moscas mientras trataban de remontar el montón de escombros para salir por la brecha. Poco a poco, los supervivientes fueron expulsados a la tierra de nadie, donde quedaron a merced de las ballestas de las murallas, que dispararon contra la masa de hombres que huían, sembrando el pánico y la muerte. El vago sonido de los vítores de los defensores llegó a las murallas de la Ciudadela.
Otro asalto derrotado. Habrán muerto gurkos a montones, pero siempre quedan más. Si consiguen romper las barricadas y penetran en la Ciudad Baja, estamos perdidos. Ellos pueden seguir intentándolo tantas veces como quieran. Pero si nosotros fallamos una sola vez, el juego habrá terminado.
—Parece que el día es nuestro. Éste al menos —Glokta renqueó hasta el extremo del balcón y enfocó el catalejo hacia la bahía y el Mar del Sur que se extendía más allá. Hasta la línea del horizonte sólo se veía una reluciente superficie de agua en calma—. Y sigue sin haber ni rastro de la flota gurka.
Vissbruck carraspeó.
—Con todos los respetos...
O más bien con ninguno
. Los gurkos no son un pueblo marinero. ¿Hay alguna razón para pensar que ahora disponen de una flota?
Sólo que un viejo hechicero negro se presentó en mis aposentos en medio de la noche y me dijo que estuviera atento por si aparecía.
—Que no podamos ver una cosa no quiere decir que no exista. El Emperador nos tiene cogidos por el cuello. Puede que no quiera mostrar todas sus cartas a la vez, quizás esté reservando su flota para emplearla en el momento más oportuno.
—¡Pero si dispusiera de barcos podría someternos a un bloqueo, matarnos de hambre, rodear nuestras defensas! No le habría hecho falta despilfarrar todos esos soldados...
—Si hay algo que el Emperador de Gurkhul tiene en abundancia son soldados, general. Ya han abierto una brecha practicable —Glokta recorrió las murallas con el catalejo hasta dar con el otro punto débil. Las grietas abiertas en la fábrica de mampostería eran perfectamente visibles y, a pesar de estar apuntaladas con gruesas vigas y con montones de escombros, no paraban de combarse hacia dentro—. Y pronto contarán con otra. Cuatro tramos del foso ya están cegados. Y, entretanto, nuestras fuerzas decrecen en número y nuestra moral flaquea. No les hacen falta los barcos.
—Pero nosotros los tenemos —Glokta se sorprendió al ver que el general se había pegado a él y le hablaba con voz suave y apremiante mientras le miraba muy serio a los ojos.
Como un hombre que se dispone a hacer una propuesta de matrimonio. 0 de traición. Me preguntó cuál de las dos cosas será
—. Todavía estamos a tiempo —afirmó Vissbruck desviando los ojos para mirar con nerviosismo la puerta y volviendo luego a mirarle—. Tenemos el control de la bahía. Y mientras conservemos la Ciudad Baja, conservaremos también los muelles. Podríamos evacuar las tropas de la Unión. O a los civiles al menos. Todavía quedan unas cuantas mujeres e hijos de oficiales en la Ciudadela, así como unos cuantos mercaderes y artesanos establecidos en la Ciudad Alta que se muestran reacios a abandonar la ciudad. Podría hacerse en muy poco tiempo.
Glokta torció el gesto.
Cierto, tal vez, pero las órdenes del Archilector no eran ésas. Los civiles pueden hacer sus propios apaños, si así lo desean. Pero las tropas no van a ir a ninguna parte. Como no sea a sus piras funerarias
. Vissbruck tomó su silencio por una muestra de aquiescencia.
—Si da las órdenes, podría tenerlo todo listo esta misma noche y estaríamos lejos antes de que...
—¿Qué cree que nos esperaría cuando pusiéramos pie en territorio de la Unión? ¿Una lacrimógena reunión con nuestros superiores en el Agriont? Que algunos de nosotros no tardaríamos mucho en llorar a lágrima viva, no lo dudo ni un instante. ¿O lo que sugiere más bien es que cojamos esos barcos y pongamos rumbo al lejano Suljuk para vivir el resto de nuestros días en holganza y bienestar? —Glokta negó lentamente con la cabeza—. Eso no es más que una grata fantasía. Tenemos órdenes de no entregar la ciudad. No habrá rendición. Nada de echarse atrás. Nada de embarcarse.
—Nada de embarcarse —repitió Vissbruck con amargura—. Y, entretanto, cada día que pasa el cerco de los gurkos se estrecha más, nuestras bajas aumentan y hasta el último mendigo de la ciudad es consciente de que no podremos mantener el control de las murallas terrestres durante mucho tiempo. Mis hombres están al borde del amotinamiento y los mercenarios cada vez son menos de fiar. ¿Qué pretende que les diga? ¿Que las órdenes del Consejo Cerrado no contemplan la retirada?
—Dígales que un día de éstos llegarán refuerzos.
—¡Llevo semanas diciéndoselo!
—Perfecto, entonces no pasará nada porque se lo siga diciendo unos días más.
Vissbruck parpadeó.
—¿Y se puede saber cuándo se supone que llegarán esos refuerzos?
—Un día... —Glokta entornó los ojos— de éstos. Y hasta que eso suceda, resistiremos.
—¿Pero por qué? —la voz de Vissbruck sonaba tan aguda como la de una niña—. ¿Para qué? ¡Es una misión imposible! ¿Por qué, maldita sea?
Por qué. Siempre por qué. Empiezo a cansarme de hacerme esa pregunta
.
—Si cree que sé leer la mente del Archilector es usted más idiota de lo que yo imaginaba —Glokta se relamió las encías, meditando—. Pero en una cosa tiene razón. Las murallas terrestres pueden caer en cualquier momento. Tenemos que prepararnos para retirarnos a la Ciudad Alta.
—¡Pero... abandonar la Ciudad Baja supone abandonar también los muelles! ¡No podremos recibir provisiones! ¡Ni refuerzos, si es que llegan! ¡Acuérdese del elocuente discurso que me soltó, Superior! Las murallas de la Ciudad Alta son demasiado extensas y demasiado débiles, ¿recuerda? ¡Si caen las murallas terrestres, la ciudad está perdida! ¡Hay que vencerlos ahí o, si no, no habrá nada que hacer, usted mismo lo dijo! Si se pierden los muelles... ¡no habrá escapatoria!
¿Es que no se da cuenta, mi muy querido y rollizo general? La escapatoria jamás ha sido una opción
.
Glokta sonrió mostrando a Vissbruck los huecos de su dentadura.
—Cuando falla un plan, hay que probar otro. Nuestra situación, como muy bien ha señalado usted, es crítica. Créame, preferiría que el Emperador se diera por vencido y se fuera por donde ha venido, pero me parece que no podemos contar con eso, ¿no cree? Transmita a Cosca y a Kahdia la orden de evacuar a todos los civiles de la Ciudad Baja esta misma noche. En cualquier momento podemos vernos obligados a emprender la retirada.
Al menos así no tendré que darme una panzada a cojear para llegar al frente
.
—¡Pero la Ciudad Alta no puede acoger a tanta gente! ¡Tendrán que amontonarse en las calles!
Siempre será mejor que amontonarse en una fosa común
. ¡Tendrán que dormir en las plazas y en los zaguanes!
Siempre será mejor que dormir bajo tierra
. ¡Ahí abajo hay miles de personas!
—Razón de más para que se ponga manos a la obra cuanto antes.
Glokta estuvo a punto de darse la vuelta cuando traspasó el umbral. El calor resultaba casi insoportable, el hedor a sudor y a carne quemada le producía un desagradable picor en la garganta.
Los ojos se le habían inundado de lágrimas. Se los frotó con el dorso de la mano y escudriñó la oscuridad. Las figuras de los tres Practicantes cobraron forma en la penumbra. Formaban un corro y sus facciones enmascaradas, sembradas de duros ángulos y profundas sombras, relucían con el intenso color naranja del brasero que los iluminaba desde abajo.
Demonios en el infierno
.
Profundas arrugas de furia surcaban el rostro de Vitari, que tenía la camisa empapada y pegada a los hombros. Severard, desnudo de cintura para arriba, lanzaba a través de la máscara unos resoplidos que hacían que su lacia melena pegara sacudidas. Frost estaba tan mojado como si hubiera aguantado a pie firme un chaparrón; goterones de sudor recorrían su pálida tez y en su mandíbula apretada se destacaban tensos los músculos. La única persona en la sala que no daba muestras de sentir ninguna incomodidad era Shickel. Una sonrisa estática se dibujaba en su semblante mientras Vitari le hundía el hierro candente en el pecho.
Como si fuera el momento más feliz de su vida
.
Glokta tragó saliva al recordar la vez en que le enseñaron a él el hierro de marcar. Se vio a sí mismo suplicando, rogando, pidiendo clemencia entre sollozos. Recordó el tacto del metal aplastado contra su piel.
Tan abrasador que casi producía frío
. El estrepitoso galimatías de sus propios aullidos. El hedor de su propia carne al arder. Aún podía olerlo.
Primero lo sufres tú mismo, luego se lo infliges a otros y finalmente ordenas que otros lo hagan por ti. Así funciona la vida
. Encogió sus hombros doloridos y entró renqueando en la sala.
—¿Algún progreso? —inquirió con voz ronca.
Severard soltó un gruñido, arqueó la espalda y se irguió. Acto seguido, se pasó una mano por la frente y salpicó la pringosa superficie del suelo con su sudor.
—Ella no sé, pero, como esto siga así, el que no tardará en derrumbarse soy yo.
—¡No hay manera! —soltó Vitari arrojando al brasero el hierro ennegrecido, que lanzó al aire una llovizna de chispas—. Hemos probado con aceros, con martillos, con agua, con fuego. Y ni una palabra. Parece que está hecha de piedra.
—De un material más blando que la piedra —bufó Severard—, pero no del mismo del que estamos hechos nosotros —cogió un cuchillo que había en la mesa, y su hoja emitió un fugaz resplandor anaranjado en la oscuridad. Luego se inclinó hacia delante y abrió un largo tajo en el fino antebrazo de Shickel. Mientras lo hacía, el rostro de la mujer apenas si palpitó levemente. La herida abierta brillaba con un intenso color rojo. Severard hundió un dedo en la carne abierta y lo retorció. Shickel no dio señal alguna de sentir dolor. Luego sacó el dedo, lo alzó y frotó la yema con el pulgar—. Ni siquiera está húmedo. Es como darle un corte a un cuerpo que llevara muerto más de una semana.