Read Antes de que los cuelguen Online
Authors: Joe Abercrombie
—Yo tengo experiencia en todo tipo de combate —soltó Cosca dando un taconazo y saludando militarmente—. ¡Picas y excrementos! ¡A eso le llamo yo honor!
Esto es una guerra. Sólo hay honor si se gana.
—Hablando de honor, será mejor que informe a nuestro amigo el general Vissbruck de dónde planta sus sorpresas. Sería una lástima que se empalara accidentalmente.
—Desde luego, Superior. Sería una verdadera lástima.
Glokta sintió que su mano se cerraba sobre el parapeto hasta formar un puño.
—Debemos hacer pagar a los gurkos por cada zancada de terreno conquistado.
Por mi pierna destrozada
. Por cada centímetro.
Por los dientes que me faltan
. Por cada mísera choza o cabaña en ruinas, por cada trozo de polvo sin valor.
Por mis ojos llorosos, por mi espalda contrahecha, por esta parodia repugnante que es mi vida
—se chupó sus encías desnudas—. Asegúrese de que lo pagan caro.
—¡Estupendo! ¡El único gurko bueno es el gurko muerto! —el mercenario se dio la vuelta y, emitiendo un leve tintineo con las espuelas, atravesó la puerta que daba a la Ciudadela, dejando a Glokta solo en la terraza.
¿Una semana? ¿Dos semanas? Quizás. ¿Más tiempo? Imposible. Puede que no haya barcos, pero el enigmático Yulwei estaba en lo cierto. Como también lo estaba Eider. Nunca tuvimos ni la más mínima posibilidad. Pese a todos nuestros esfuerzos, pese a todos nuestros sacrificios, Dagoska caerá, no hay duda. Ya es sólo cuestión de tiempo.
Contempló la ciudad, que ya estaba oscurecida. En medio de aquella negrura costaba trabajo distinguir la tierra del mar, las luces de los barcos de las de los edificios, las antorchas de las jarcias de las de los arrabales. Todo era una confusión de puntos luminosos que fluían incorpóreos los unos en torno a los otros en medio del vacío. Sólo una cosa era segura.
Todo ha terminado. No esta noche, pero bien pronto. Estamos atrapados en una red que cada vez se cierra más. Es sólo cuestión de tiempo.
Uno por uno, Ferro fue soltando los puntos: saltando limpiamente los hilos con la refulgente punta de su cuchillo, extrayéndolos con suavidad de la piel de Luthar, moviendo con rapidez y seguridad las puntas de sus dedos morenos, entornando sus ojos amarillos en un gesto de concentración. Mientras la miraba trabajar, Logen negaba muy despacio con la cabeza ante tal despliegue de destreza. Lo había visto hacer multitud de veces, pero nunca así de bien. La cara de Luthar apenas expresaba dolor, y eso que últimamente parecía andar siempre dolorido.
—¿Hace falta ponerle otra venda?
—No. Hay que dejar que se airee —cortó el último punto, tiró los trozos ensangrentados de hilo y, balanceándose sobre sus rodillas, se puso de pie para contemplar su obra.
—Está muy bien —dijo Logen en voz baja. Nunca habría imaginado que iba a quedar ni la mitad de bien. A la luz de la hoguera, la mandíbula de Luthar se veía un poco torcida, como si estuviera masticando sólo por un lado. Una muesca irregular cortaba sus labios, de los que arrancaba una cicatriz que bajaba zigzagueando hasta la punta de la barbilla, con las manchitas rosadas que habían dejado los puntos a ambos lados y la piel de alrededor estirada y fruncida. Al margen de la hinchazón, que pronto se le bajaría, no había nada más—. Vaya un remiendo que le has hecho, nunca había visto uno mejor. ¿Dónde aprendiste a curar heridas?
—Un tipo que se llamaba Aruf me enseñó.
—Pues lo hizo muy bien. No es una habilidad demasiado común. Es una suerte para todos nosotros que te enseñara.
—Antes tuve que follar con él.
—Ah —eso arrojaba una luz muy distinta sobre el asunto.
Ferro se encogió de hombros.
—No me importó. No era un mal tipo del todo y, además, también me enseñó a matar. He follado con hombres bastante peores por mucho menos —miró a Luthar con gesto ceñudo y le apretó con los pulgares la mandíbula para ver cómo estaba la carne alrededor de la herida—. Por mucho menos.
—Ya —murmuró Logen. Luthar y él se miraron azorados. La conversación había tomado un derrotero muy distinto del que él había imaginado. Claro que, tratándose de Ferro, tal vez debería haberlo supuesto. Se pasaba todo el tiempo intentando sacarle una palabra y, luego, cuando lo conseguía, el resultado era muy distinto del esperado y le dejaba sin saber qué decir.
—Ya está lista —gruñó Ferro tras pasarse un rato palpando en silencio la cara de Luthar.
—Gracias —antes de que se apartara, Luthar la cogió de la mano—. De veras, no sé qué habría sido de mí si...
Ferro torció el gesto como si le hubiera dado una bofetada y le hubiera arrancado varios dedos.
—¡Muy bien! Pero si le vuelven a romper la cara, tendrá que cosérsela usted mismo —y, dicho aquello, se puso de pie, se alejó furiosa y fue a sentarse entre las sombras en el rincón de las ruinas que estaba más apartado de ellos sin llegar a salir fuera del recinto. Que le dieran las gracias parecía gustarle menos aún que mantener una conversación, pero Luthar estaba demasiado contento de verse al fin libre del vendaje para pensar demasiado en ello.
—¿Qué tal ha quedado? —preguntó mientras bizqueaba para contemplar su propia mandíbula y hacía muecas de dolor al palparla.
—Está bien —dijo Logen—. Tiene suerte. Tal vez no esté tan guapo como antes, pero sigue resultando mil veces más grato a la vista que yo.
—Por supuesto —dijo pasando la lengua por la muesca de sus labios y esbozando una sonrisa—. Para que no fuera así tendrían que haberme cortado la cabeza.
Logen sonrió mientras se arrodillaba junto al puchero y se ponía a remover la papilla. Empezaba a llevarse bien con Luthar. La lección había sido muy dura, pero al muchacho le había venido maravillosamente bien que le rompieran la cara. Le había enseñado a tener un poco de respeto, y mil veces más deprisa que cualquier sermón. También a ser realista, y eso no podía ser más que beneficioso para él. Pequeños gestos y tiempo. Rara vez fallaban cuando se trataba de ganarse a alguien. Entonces su vista recaló en Ferro, que le miraba con gesto ceñudo desde las sombras, y la sonrisa se le borró de los labios. Con alguna gente se tardaba más y siempre había unos pocos con los que no se conseguía. Dow el Negro había sido uno de ésos. Como habría dicho el padre de Logen, era de los que estaban hechos para caminar solos.
Volvió la vista al puchero, pero su contenido tampoco era como para levantarle a uno el ánimo: una mísera papilla de cereales con unas tiras de tocino y unas cuantas raíces troceadas. No había caza por allí. El nombre de tierra muerta hacía honor al sitio aquel. La hierba de la llanura había sido reemplazada por una vegetación de pequeños matojos pardos con un suelo de polvo gris. Echó un vistazo a la casa en ruinas donde habían montado el campamento. El parpadeo de la hoguera iluminaba las piedras cuarteadas, el enlucido descascarillado, los maderos astillados. No había helechos que echaran raíces entre las grietas, ni retoños creciendo en la tierra, ni siquiera una mísera brizna de musgo entre las piedras. Logen tenía la impresión de que eran las primeras personas que ponían el pie en aquel lugar desde hacía siglos. Y puede que así fuera.
Y luego estaba el silencio. Casi no había viento aquella noche. Lo único que se oía era el leve crepitar del fuego y el murmullo de la voz de Bayaz sermoneando a su aprendiz sobre esto y aquello. Logen se alegraba de que el Primero de los Magos se hubiera repuesto, aunque ahora parecía mucho más viejo y bastante más adusto que antes. Al menos así no tenía que ser él quien tomara las decisiones. No podía decirse que a las personas que se habían visto afectadas por ellas les hubiera ido demasiado bien.
—¡Por fin una noche rasa! —canturreó el Hermano Pielargo, que acababa de aparecer por el dintel y estaba señalando hacia arriba con un gesto de infinita suficiencia—. ¡Un cielo perfecto para orientarse! ¡Es la primera vez en diez días que se ven bien las estrellas y, sin embargo, puedo asegurarles que no nos hemos desviado de nuestro rumbo ni una sola zancada! ¡Ni un solo pie! No les he guiado mal, amigos. ¡Ah, no! ¡Eso no habría sido propio de mí! —Nadie se molestó en felicitarle. Bayaz y Quai siguieron enfrascados en su malhumorada conversación en voz baja. Luthar sostenía en alto la hoja de su acero corto y trataba de encontrar un ángulo en donde poder ver su reflejo. Ferro estaba sentada en un rincón con cara de pocos amigos. Pielargo suspiró y se puso en cuclillas junto al fuego—. ¿Papilla otra vez? —masculló asomándose al puchero y arrugando la nariz.
—Me temo que sí.
—En fin. Son las penalidades del camino, ¿eh, amigo? ¿Dónde iría a parar la gloria de los viajes si no fuera por las privaciones?
—Ja —soltó Logen. Con gusto habría cambiado la gloria por una cena decente. Siguió removiendo el borbollante emplasto con la cuchara sin mucho entusiasmo.
Pielargo se inclinó hacia él y le habló entre dientes.
—Parece que nuestro ilustre patrón sigue teniendo bastantes problemas con su aprendiz —el sermón de Bayaz sonaba cada vez más alto y más subido de tono.
—...ser ducho en el manejo de una sartén está muy bien, pero la práctica de la magia sigue siendo su principal vocación. De un tiempo a esta parte su comportamiento ha experimentado un cambio muy significativo. Aprecio en usted cierta actitud reticente, cierta propensión a la desobediencia. Estoy empezando a sospechar que después de todo va a resultar usted un discípulo bastante decepcionante.
—¿Acaso fue usted siempre un discípulo ejemplar? —en el tono de Quai se apreciaba un leve atisbo de burla—. ¿Es que nunca se sintió defraudado su maestro con usted?
—Así fue, y las consecuencias no pudieron ser más nefastas. Todos cometemos errores. Y es deber del maestro procurar que sus alumnos no cometan esos mismos errores.
—En tal caso tal vez no estaría de más que me contara cuáles fueron sus errores. Puede que eso contribuya a hacer de mí un mejor alumno.
Maestro y aprendiz se quedaron mirándose con furia contenida desde cada lado de la hoguera. A Logen el ceño de Bayaz no le hacía pizca de gracia. No era la primera vez que veía esa expresión en la cara del Primero de los Magos y nunca había traído nada bueno. No alcanzaba a comprender por qué motivos en el espacio de unas pocas semanas Quai había pasado del más abyecto servilismo a una actitud de resentida hostilidad, pero lo único cierto era que aquello no contribuía en absoluto a hacerles la vida más fácil a los demás. Mientras aparentaba sentirse fascinado por la papilla, Logen comenzaba a temerse que de un momento a otro oiría el rugido de una llama abrasadora. Pero, cuando por fin se rompió el silencio, lo que se oyó fue la voz de Bayaz hablando en un tono muy suave.
—Muy bien, maese Quai, por una vez ha formulado usted una petición sensata. Hablemos de mis errores. Un tema ciertamente amplio. ¿Por dónde empezar?
—¿Por el principio? —aventuró el aprendiz—. ¿No es por ahí por dónde deben empezar siempre los hombres?
El Mago soltó un agrio gruñido.
—Ja. Habrá que irse muy atrás entonces, a los Viejos Tiempos —hizo una pausa y miró fijamente las llamas, cuyo reflejo bailoteaba en su rostro afilado—. Yo fui el primer aprendiz de Juvens. Pero al poco de comenzar mi formación, mi maestro cogió otro aprendiz. Un muchacho del Sur. Khalul se llamaba —Ferro alzó la vista de golpe y frunció el ceño desde las sombras—. Desde el primer momento no congeniamos. Los dos éramos demasiado orgullosos, cada uno envidiaba los talentos del otro y sentíamos celos de cualquier gesto de favor que el maestro mostrara por el otro. A pesar de que con el paso de los años Juvens cogió más aprendices, doce en total, nuestra rivalidad persistió. Al principio contribuyó a hacernos mejores discípulos, más diligentes, más abnegados. Pero, tras el horror de la guerra contra Glustrod, muchas cosas cambiaron.
Logen reunió los cuencos y comenzó a servir humeantes cucharadas de papilla, a la vez que procuraba no perder el hilo del relato de Bayaz.
—Nuestra rivalidad acabó por convertirse en enemistad y, luego, la enemistad dio paso al odio. Probablemente si se nos hubiera dejado a nuestro aire, al final nos habríamos matado el uno al otro. Y es posible que entonces el mundo hubiera sido un lugar más habitable; pero Juvens intervino. A mí me envió al norte y a Khalul al sur, a las dos grandes bibliotecas que había erigido en uno y otro lugar hacía muchos años. Nos envió allí para que estudiáramos separados y solos, con la esperanza de que nuestra animosidad se enfriara. Pensó que las altas montañas, y el ancho mar, y la enorme extensión del Círculo del Mundo pondrían fin a nuestra enemistad, pero con nosotros se equivocó. Nuestra rabia creció aún más en el exilio, del que culpábamos al otro, y seguimos tramando mezquinos planes para vengarnos.
Logen comenzó a repartir las escuetas raciones de comida mientras Bayaz dirigía una mirada irritada a Quai bajo sus pobladas cejas.
—¡Ojalá hubiera tenido el sentido común de hacer caso a mi maestro! Pero entonces era joven, y terco, y estaba lleno de orgullo. Ardía en deseos de llegar a ser más poderoso que Khalul. Y, tonto de mí, decidí que si Juvens no estaba dispuesto a enseñarme más cosas... tendría que acudir a otro maestro.
—¡Eh, pálido, que ya rebosa! —gruñó Ferro arrebatándole a Logen el cuenco de las manos.
—No hace falta que me des las gracias —y, acto seguido, le tiró la cuchara y ella la atrapó en el aire. A continuación, Logen le pasó su cuenco al Primero de los Magos—. ¿Otro maestro? ¿Y qué otro maestro podía haber?
—Sólo uno —dijo Bayaz en un susurro—. Kanedias. El Maestro Creador —luego se puso a dar vueltas a la cuchara en la mano con gesto pensativo—. Fui a su Casa, me arrodillé ante él y, postrado a sus pies, le rogué que me aceptara como discípulo. Como hacía con todo el mundo, me rechazó... en un primer momento. Yo era muy tozudo y, transcurrido un tiempo, cedió y aceptó enseñarme.
—De modo que vivió en la Casa del Creador —murmuró Quai—. Encorvado sobre su cuenco, Logen se estremeció. Sólo había hecho una breve visita a aquel lugar, pero aún le producía pesadillas.
—Así es —dijo Bayaz—, y tuve ocasión de conocer sus entresijos. A mi nuevo maestro le resultaban útiles mis conocimientos del Gran Arte. Pero Kanedias era mucho más celoso de sus secretos que Juvens, y mientras yo trabajaba como un esclavo en sus fraguas, él se limitaba a enseñarme sólo lo mínimo necesario para que pudiera ayudarle en sus trabajos. Acabé amargado y, un día, aprovechando que el Creador había partido en busca de materias primas para sus obras, mi curiosidad, mi ambición y mi sed de conocimientos me llevaron a deambular por aquellas partes de su Casa a las que tenía vedado el acceso. Y allí hallé su secreto mejor guardado —Bayaz hizo una pausa.